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Listado de Capítulos

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Cap. 3.20 - No desertes de mi amistad...

Cap. 3.- 20 – No desertes de mi amistad… Se despertó descansada. Todavía era de noche. Había quedado con Kabir a las seis. Se fue al cuarto de baño, cerró por dentro, y a continuación saltó al jardín por la parte de atrás. No se atrevió a llevarse un suéter, pues eso habría despertado las sospechas de su madre. De todos modos, no hacía demasiado frío. Sin embargo, estaba temblando. Se dirigió hacia los el cortado de barro y a continuación bajó la cuesta. Kabir la estaba esperando, sentado en la raíz del baniano. Se levantó cuando la oyó llegar. Tenía el pelo alborotado, y parecía soñoliento. Incluso bostezó mientras ella se acercaba. A la suave luz del amanecer, su cara resultaba aún más atractiva que cuando había echado la cabeza hacia atrás y reído cerca del campo de críquet. A Lata le pareció que estaba tenso y nervioso, pero feliz. Se besaron. Luego Kabir dijo: —Buenos días. —Buenos días. —¿Has dormido bien? —Muy bien, gracias —dijo Lata—. Soñé con un asno. —Oh, ¿no sería yo? —No. —Yo no me acuerdo de qué soñé —dijo Kabir—, pero esta noche no he descansado mucho. —Me encanta dormir —dijo Lata—. Soy capaz de dormir nueve o diez horas al día. —Eh..., ¿no tienes frío? ¿Por qué no te pones esto? —Kabir hizo ademán de sacarse el suéter. —Estaba deseando verte —dijo Lata. —¿Lata? —dijo Kabir—, ¿Qué ha pasado que estás tan afectada? —Los ojos de Lata brillaban de un modo inusual. —No es nada —dijo ella reprimiendo las lágrimas—. No sé cuándo volveré a verte. —¿Qué ha pasado? —Me voy a Calcuta esta tarde. Mi madre se enteró de lo nuestro. Cuando supo cuál era tu apellido le dio un ataque. Ya te dije cómo era mi familia. Kabir se sentó en la raíz y dijo: —Oh, no. Lata también se sentó. —¿Todavía me quieres? —dijo después de un rato. —¿Todavía? —Kabir rio amargamente—. ¿Por qué dices eso? —¿Recuerdas lo que me dijiste la última vez: que nos amábamos el uno al otro y que eso era lo único que importaba? —Sí —dijo Kabir—, y es cierto. —Escapémonos... —Escaparnos —dijo Kabir tristemente—. ¿Adónde? —A cualquier parte, –a las colinas–, a donde sea, que más da. —¿Y dejarlo todo? —Todo. No me importa. He estado juntando algunas cosas. Aquel indicio de sentido práctico le hizo sonreír en vez de alarmarle. Y dijo: —Lata, si nos escapamos no tendremos la menor oportunidad. Vamos a esperar y veamos cómo van las cosas. Haremos que funcionen. —Creía que sólo vivías pensando en nuestro próximo encuentro Kabir la rodeó con su brazo. —Y así es. Pero no podemos decidirlo todo. No quiero desilusionarte, pero... —Pues lo estás consiguiendo. ¿Cuánto tendremos que esperar? —Creo que dos años. Primero tengo que acabar la carrera. Después de eso voy a solicitar mi ingreso en Cambridge... o quizá me presente al examen para la Escuela Diplomática... —Ah... —Fue un grito casi inaudible de dolor físico. Se paró, comprendiendo lo egoísta que debía haber sonado. —En dos años estaré casada —dijo Lata, cubriéndose la cara con las manos—. Tú no eres una chica, no lo comprendes. Puede que mi madre ni siquiera me deje regresar a Brahmpur... Dos versos de uno de sus encuentros le vinieron a la cabeza: No desertes de mi amistad. Rebélate conmigo del reino extasiado del Sr. Naoroji. Se levantó. Sin intentar ocultar las lágrimas. —Me voy —dijo. —No, por favor, Lata. Escúchame, por favor —dijo Kabir—. ¿Cuándo podremos volver a hablar? Si no lo hacemos ahora... Lata subió rápidamente la cuesta, intentando ahora huir de su compañía. —Lata, sé razonable. Llegó a lo alto del sendero. Kabir caminaba detrás. Lata parecía tan alejada de él que no intentó tocarla. Intuyó que ella lo habría rechazado, quizá con otro doloroso comentario. A mitad de camino de la casa había unos arbustos del más fragante kamini, algunos tan altos como árboles. El aire estaba impregnado de su aroma, las ramas llenas de florecillas blancas que contrastaban con las hojas color verde oscuro, y el suelo cubierto de pétalos. Mientras pasaban por debajo, Kabir rozó suavemente las hojas, y una lluvia de fragrantes pétalos cayó sobre el pelo de Lata. Si lo notó, no lo demostró de ninguna manera. Siguieron caminando, sin hablar. Luego Lata se volvió. —Allí está el marido de mi hermana en batín. Me están buscando. Vuelve. Nadie nos ha visto todavía. —Sí; el doctor Kapoor. Le conozco. Yo... hablaré con él. Les convenceré... —No todos los días pues hacer cuatro carreras, ni conseguir siempre lo que quieres —dijo Lata. Kabir se detuvo en seco, y en su cara se dibujó una expresión de perplejidad más que de dolor. Lata siguió caminando sin volverse. No quería volver a verle. Ya en casa, la señora Rupa Mehra estaba histérica. Pran estaba serio. Savita había estado llorando. Lata se negó a responder a ninguna pregunta. La señora Rupa Mehra y Lata salieron hacia Calcuta aquella tarde. La señora Rupa Mehra siguió con su letanía de lo desconsiderada que había sido, de su comportamiento tan vergonzoso; de cómo obligaba a su madre a dejar Brahmpur antes del Ramnavami; de cómo había sido la causa de un alboroto y unos gastos innecesarios. Como no recibiera respuesta, finalmente abandonó. Por una vez, apenas habló con los demás pasajeros. Lata se mantuvo en silencio. Estuvo mirando por la ventanilla hasta que hubo oscurecido del todo. Se sentía dolida y humillada. Estaba harta de su madre, y de Kabir, y del lío que era su vida.

Cap. 3.20 - Desert not friendship

Cap. 3.-20 – Desert not frienship… She awoke, rested. It was still dark. She had agreed to meet Kabir at six. She went to the bathroom, locked it from the inside, then slipped out from the back into the garden. She did not dare to take a sweater with her, as this would have made her mother suspicious. Anyway, it was not too cold. But she was trembling. She walked down towards the mud cliffs, then down the path. Kabir was waiting for her, sitting on their root in the banyan grove. He got up when he heard her coming. His hair was ruffled, and he looked sleepy. He even yawned while she walked up towards him. In the dawn light his face looked even more handsome than when he had thrown his head back and laughed near the cricket field. She seemed to him to be very tense and excited, but not unhappy. They kissed. Then Kabir said: ‘Good morning.’ ‘Good morning.’ ‘Did you sleep well?’ ‘Very well, thank you,’ said Lata. ‘I dreamed of a donkey.’ ‘Oh, not of me?’ ‘No.’ ‘I can’t remember what I dreamed of,’ said Kabir, ‘but I didn’t have a restful night.’ ‘I love sleeping,’ said Lata. ‘I can sleep for nine or ten hours a day.’ ‘Ah . . . aren’t you cold? Why don’t you wear this?’ Kabir made to take off his sweater. ‘I’ve been longing to see you again,’ said Lata. ‘Lata?’ said Kabir. ‘What’s happened to upset you?’ Her eyes were unusually bright. ‘Nothing,’ said Lata, fighting back her tears. ‘I don’t know when I’ll see you again.’ ‘What’s happened?’ ‘I’m going to Calcutta tonight. My mother’s found out about us. When she heard your name she threw a fit—I told you what my family was like.’ Kabir sat down on the root and said, ‘Oh no.’ Lata sat down too. ‘Do you still love me?’ she said after a while. ‘Still?’ Kabir laughed bitterly. ‘What is the matter with you?’ ‘You remember what you said the last time: that we loved each other and that that was all that mattered?’ ‘Yes,’ said Kabir. ‘It is.’ ‘Let’s go away—’ ‘Away,’ said Kabir sadly. ‘Where?’ ‘Anywhere—to the hills—anywhere, really.’ ‘And leave everything?’ ‘Everything. I don’t care. I’ve even packed some things.’ This hint of practicality made him smile instead of alarming him. He said, ‘Lata, we don’t have a chance if we go away. Let’s wait and see how things work out. We’ll make them work out.’ ‘I thought you lived from our one meeting to the next.’ Kabir put an arm around her. ‘I do. But we can’t decide everything. I don’t want to disillusion you, but—’ ‘You are, you are disillusioning me. How long will we have to wait?’ ‘Two years, I think. First I have to finish my degree. After that I’m going to apply to get into Cambridge—or maybe take the exam for the Indian Foreign Service—’ ‘Ah—’ It was a low cry of almost physical pain. He stopped, realizing how selfish he must have sounded. ‘I’ll be married off in two years,’ said Lata, covering her face in her hands. ‘You’re not a girl. You don’t understand. My mother might not even let me come back to Brahmpur—’ Two lines from one of their meetings came to her mind: Desert not friendship. Renegade with me From raptured realm of Mr Nowrojee. She got up. She made no attempt to hide her tears. ‘I’m going,’ she said. ‘Please don’t, Lata. Please listen,’ said Kabir. ‘When will we be able to speak to each other again? If we don’t talk now—’ Lata was walking quickly up the path, trying to escape from his company now. ‘Lata, be reasonable.’ She had reached the flat top of the path. Kabir walked behind her. She seemed so walled off from him that he didn’t touch her. He sensed that she would have brushed him off, maybe with another painful remark. Halfway to the house was a shrubbery of the most fragrant kamini, some bushes of which had grown as tall as trees. The air was thick with their scent, the branches full of small white blossoms against dark-green leaves, the ground covered with petals. As they passed below, he tousled the leaves gently, and a shower of fragrant petals fell on her hair. If she even noticed this, she gave no indication of it. They walked on, unspeaking. Then Lata turned around. ‘That’s my sister’s husband there in a dressing gown. They’ve been looking for me. Go back. No one’s seen us yet.’ ‘Yes; Dr Kapoor. I know. I’ll—I’ll talk to him. I’ll convince them—’ ‘You can’t run four runs every day,’ said Lata. Kabir stopped dead in his tracks, a look of puzzlement rather than pain on his face. Lata walked on without looking back. She never wanted to see him again. At the house, Mrs Rupa Mehra was having hysterics. Pran was grim. Savita had been crying. Lata refused to answer any questions. Mrs Rupa Mehra and Lata left for Calcutta that evening. Mrs Rupa Mehra kept up a litany of how shameful and inconsiderate Lata was; how she was forcing her mother to leave Brahmpur before Ramnavami; how she had been the cause of unnecessary disruption and expense. Receiving no response, she finally gave up. For once, she hardly talked to the other passengers. Lata kept quiet. She looked out of the train window till it became completely dark. She felt heartbroken and humiliated. She was sick of her mother, and of Kabir, and of the mess that was life.

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Cap. 3.19 - En busca de consejo

Cap.- 3.19 – En busca de consejo La señora Rupa Mehra no tenía más prejuicios en contra de los musulmanes que la mayoría de mujeres hindúes de su misma edad y educación. Como Lata había señalado inoportunamente, hasta tenía amigos, aunque casi ninguno de ellos era ortodoxo. Quizá el nawab sahib si lo fuera, pero en realidad la señora Rupa Mehra lo consideraba más una relación social que un amigo. La señora Rupa Mehra cuanto más lo pensaba peor lo veía. Casarse con un hindú que no fuera khatri ya era bastante malo. Pero esto era inconcebible. Una cosa era relacionarse socialmente con los musulmanes y otra completamente distinta soñar con contaminar la propia sangre y sacrificar a la propia hija. ¿A quién podía dirigirse en esta hora tan negra? Cuando Pran llegó a casa comer y oyó la historia, sugirió suavemente que conocieran al chico. La señora Rupa Mehra se lanzó a otro ataque de llanto. Eso estaba fuera de toda discusión. Entonces Pran decidió mantenerse al margen del asunto y dejarlas que se fueran apaciguando. No se sintió dolido al enterarse de que Savita no le había contado el secreto de su hermana, por lo que Savita aún le quería más. Ella intentaba calmar a su madre, consolar a Lata y mantenerlas en habitaciones separadas, al menos durante el día. Lata miraba su cuarto y se preguntaba que hacía en aquella casa, con su madre, cuando su corazón estaba por completo en otra parte, en cualquier parte salvó allí, en un bote, en el campo de críquet, en el concierto, en la arboleda, en una casa de campo en las colinas, en Blandings Castle, en cualquier parte, siempre y cuando estuviera con Kabir. No importaba lo qué ocurriera, se vería con él mañana, tal como habían planeado. Se repetía una y otra vez que la senda del verdadero amor nunca era fácil de recorrer. La señora Rupa Mehra le escribió una carta a Arun en Calcuta. Las lágrimas cayeron sobre la carta y emborronaron la tinta. Añadió: “P.D: Mis lágrimas han caído en la carta, pero ¿qué puedo hacer? Mi corazón está roto y sólo Dios puede mostrarme la salida. Que se haga su voluntad”. Debido a que las tarifas postales acababan de subir, tuvo que añadir un sello extra al importe que señalaba el impreso. Con gran pesar iría a ver a su padre. Sería una visita humillante. Tendría que aguantar su mal carácter para conseguir un consejo. Puede que su padre se hubiera casado con una mujer vulgar a la que doblaba en edad, pero eso no era nada en comparación con lo que Lata amenazaba con hacer. Tal como se esperaba, el doctor Kishen Chand Seth regañó duramente a la señora Rupa Mehra delante de una atemorizada Parvati y le dijo lo inútil que era como madre. Y luego añadió que hoy en día todo el mundo parecía descerebrado. La semana pasada, sin ir más lejos, le había dicho a un paciente al que había visitado en el hospital: “Eres un idiota. Dentro de diez o quince días te habrás muerto. Si quieres tirar el dinero, opérate, sólo conseguirás morirte antes.” Y el tonto de él se había quedado muy preocupado. Estaba claro que hoy en día nadie sabía como dar ni aceptar consejos. Y además nadie sabía cómo educar a sus hijos con un poco de disciplina; y de ahí era de dónde surgían todos los problemas del mundo. —¡Mira a Mahesh Kapoor! —añadió con satisfacción. La señora Rupa Mehra asintió. —Y tú, aún eres peor. La señora Rupa Mehra sollozó. —Mimaste al mayor —dijo, riendo para sí mismo al recordar la excursión con su coche— y ahora has mimado a la pequeña, y la única culpable eres tú. Y me vienes a pedir consejo cuando ya es demasiado tarde. Su hija no dijo nada. —Y tus queridos Chatterji son iguales —añadió, complacido—. He oído decir a mis conocidos en Calcuta que no ejercen ningún control sobre sus hijos. Ninguno. —Este pensamiento le dio una idea. Para su satisfacción, la señora Rupa Mehra ya estaba llorando, de manera que le dio un consejo y le dijo que lo llevara a la práctica de inmediato. La señora Rupa Mehra se fue a casa, cogió un poco de dinero y se fue directamente a la Estación de Ferrocarril de Brahmpur. Compró dos billetes de tren a Calcuta para el día siguiente por la tarde. En lugar de enviar una carta a Arun, le envió un telegrama. Savita intentó disuadir a su madre, pero no lo consiguió. —Al menos espera hasta primeros de mayo, hasta que salgan las notas de los exámenes —dijo—. Si no, Lata estará preocupada sin necesidad. La señora Rupa Mehra le dijo a Savita que el resultado de los exámenes no significaba nada si el carácter de una muchacha se echaba a perder, y que se lo podían enviar por correo. Sabía perfectamente qué era lo que preocupaba a Savita. Decidió dar la vuelta a la situación diciéndole a su hija que cualquier escena que tuviera lugar entre ella y Lata debía ocurrir en cualquier otro lugar, no al alcance de su oído. Savita estaba embarazada y debía de estar en calma. —Calma, ésa es la palabra —dijo la señora Rupa Mehra enérgicamente. Por lo que se refiere a Lata, no le dijo nada a su madre, simplemente permaneció con los labios sellados cuando ésta le dijo que hiciera las maletas para el viaje. —Nos vamos mañana por la tarde a Calcuta en el tren de las 6,22 y no hay más que hablar. No te atrevas a decir nada —dijo la señora Rupa Mehra. Lata no dijo nada. Se negó a mostrar ninguna emoción ante su madre. Hizo las maletas lentamente. Incluso comió algo para cenar. La imagen de Kabir le hacía compañía. Después de la cena se sentó en la azotea, pensando. Cuando se fue a la cama, no le dio las buenas noches a la señora Rupa Mehra, que estaba echada, despierta, en la cama de al lado. La señora Rupa Mehra estaba destrozada, pero Lata no se sentía muy compasiva. Se durmió bastante pronto, y soñó, entre otras cosas, con el asno de un lavandero que tenía la cara del doctor Makhijani y que estaba masticando el bolso negro de la señora Rupa Mehra con todas sus estrellitas plateadas.

Cap. 3.19 - Looking for advice

Cap.- 3.19 – Looking for advice Mrs Rupa Mehra was not more prejudiced against Muslims than most upper-caste Hindu women of her age and background. As Lata had inopportunely pointed out, she even had friends who were Muslims, though almost all of them were not orthodox at all. The Nawab Sahib was, perhaps, quite orthodox, but then he was, for Mrs Rupa Mehra, more a social acquaintance than a friend. The more Mrs Rupa Mehra thought, the more agitated she became. Even marrying a non-khatri Hindu was bad enough. But this was unspeakable. It was one thing to mix socially with Muslims, entirely another to dream of polluting one’s blood and sacrificing one’s daughter. Whom could she turn to in her hour of darkness? When Pran came home for lunch and heard the story, he suggested mildly that they meet the boy. Mrs Rupa Mehra threw another fit. It was utterly out of the question. Pran then decided to stay out of things and to let them die down. He had not been hurt when he realized that Savita had kept her sister’s confidence from him, and Savita loved him still more for that. She tried to calm her mother down, console Lata, and keep them in separate rooms—at least during the day. Lata looked around the bedroom and wondered what she was doing in this house with her mother when her heart was entirely elsewhere, anywhere but here—a boat, a cricket field, a concert, a banyan grove, a cottage in the hills, Blandings Castle, anywhere, anywhere, so long as she was with Kabir. No matter what happened, she would meet him as planned, tomorrow. She told herself again and again that the path of true love never did run smooth. Mrs Rupa Mehra wrote a letter on an inland form to Arun in Calcutta. Her tears fell on the letter and blotched the ink. She added: ‘P.S. My tears have fallen on this letter, but what to do? My heart is broken and only God will show a way out. But His will be done.’ Because the postage had just gone up she had to stick an extra stamp on the prepaid form. In much bitterness of spirit, she went to see her father. It would be a humiliating visit. She would have to brave his temper in order to get his advice. Her father may have married a crass woman half his age, but that was a heaven-made match compared to what Lata was threatened with. As expected, Dr Kishen Chand Seth rebuked Mrs Rupa Mehra roundly in front of the dreadful Parvati and told her what a useless mother she was. But then, he added, everyone seemed to be brainless these days. Just last week he had told a patient whom he had seen at the hospital: ‘You are a stupid man. In ten to fifteen days you will be dead. Throw away money if you want to on an operation, it’ll only kill you quicker.’ The stupid patient had been quite upset. It was clear that no one knew how to take or to give advice these days. And no one knew how to discipline their children; that was where all the trouble in the world sprang from. ‘Look at Mahesh Kapoor!’ he added with satisfaction. Mrs Rupa Mehra nodded. ‘And you are worse.’ Mrs Rupa Mehra sobbed. ‘You spoiled the eldest’—he chuckled at the memory of Arun’s jaunt in his car—‘and now you have spoiled the youngest, and you have only yourself to blame. And you come to me for advice when it is too late.’ His daughter said nothing. ‘And your beloved Chatterjis are just the same,’ he added with relish. ‘I hear from Calcutta circles that they have no control over their children. None.’ This thought gave him an idea. Mrs Rupa Mehra was now satisfactorily in tears, so he gave her some advice and told her to put it into effect immediately. Mrs Rupa Mehra went home, got out some money, and went straight to the Brahmpur Junction Railway Station. She bought two tickets for Calcutta by the next evening’s train. Instead of posting her letter to Arun, she sent him a telegram. Savita tried to dissuade her mother but to no effect. ‘At least wait till the beginning of May when the exam results come out,’ she said. ‘Lata will be needlessly worried about them.’ Mrs Rupa Mehra told Savita that exam results meant nothing if a girl’s character was ruined, and that they could be transmitted by mail. She knew what Lata was worried about all right. She then turned the emotional tables on Savita by saying that any scenes between Lata and herself should take place elsewhere, not within earshot of Savita. Savita was pregnant and should stay calm. ‘Calm, that’s the word,’ repeated Mrs Rupa Mehra forcefully. As for Lata, she said nothing to her mother, simply remaining tight-lipped when she was told to pack her things for the journey. ‘We are going to Calcutta tomorrow evening by the 6.22 train—and that is that. Don’t you dare say anything,’ said Mrs Rupa Mehra. Lata did not say anything. She refused to show any emotion to her mother. She packed carefully. She even ate something for dinner. The image of Kabir kept her company. After dinner she sat on the roof, thinking. When she came to bed, she did not say goodnight to Mrs Rupa Mehra, who was lying sleeplessly in the next bed. Mrs Rupa Mehra was heartbroken, but Lata was not feeling very charitable. She went to sleep quite soon, and dreamed, among other things, of a washerman’s donkey with the face of Dr Makhijani, chewing up Mrs Rupa Mehra’s black handbag and all her little silver stars.

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Cap. 3.18 - Estalla la tormenta

Cap. - 3.18 – Estalla la tormenta La señora Rupa Mehra llegó a casa destrozada. Había estado llorando en el tonga. El conductor, preocupado por el hecho de que una mujer tan bien vestida estuviera llorando tan abiertamente, había intentado mantener un monólogo para fingir que no se había dado cuenta, pero ella no solo había empapado su pañuelo bordado sino también el de reserva. —¡Hija mía! —decía—. ¡Hija mía! Savita dijo: —¿Sí, mamá? —Se asustó al ver la cara de su madre, llena de lágrimas. —No me refería a ti —dijo la señora Rupa Mehra—. ¿Dónde está esa sinvergüenza de Lata? Savita. intuyó que su madre había descubierto algo. Pero ¿el qué? ¿Cuánto? Avanzó instintivamente hacia su madre para apaciguarla. —Mamá, siéntate, cálmate, toma un poco de té —dijo Savita, guiando a la señora Rupa Mehra, que parecía bastante aturdida, hasta su sillón favorito. —¡Té! ¡Sí, té! ¡Más y más té! —dijo la señora Rupa Mehra, inconsolable. Savita fue a decirle a Mateen que preparara un poco de té para las dos. —¿Dónde está? ¿Qué será de nosotras? ¿Quién se casará ahora con ella? —Mamá, no exageres —dijo Savita, apaciguadora—. Se olvidará. La señora Rupa Mehra se enderezó. —¡Así que lo sabías! ¡Lo sabías! Y no me lo dijiste. Y tuve que enterarme por unos extraños. —Esta nueva traición engendró un nuevo estallido de sollozos. Savita abrazó a su madre y le ofreció otro pañuelo. Tras unos minutos, le dijo: —No llores, mamá, no llores. ¿Qué te han contado? —Oh, mi pobre Lata... ¿Es de buena familia? Ya me parecía a mí que algo pasaba. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué habría dicho su padre si aún estuviera vivo? Ay, hija mía. —Mamá, su padre es profesor de matemáticas en la universidad. Es un buen chico. Y Lata una chica juiciosa. Mateen trajo el té, presenció la escena con respetuoso interés y regresó a la cocina. Lata llegó unos segundos más tarde. Se había llevado un libro al baniano, donde había estado sentada un rato sin que la molestaran, perdida en su Wodehouse y sus encantadores pensamientos. Dos días más, un día más, y volvería a ver a Kabir. No estaba preparada para la escena que tenía ante ella, y se paró en la puerta. —¿De dónde vienes, jovencita? —preguntó la señora Rupa Mehra, con la voz temblándole de rabia. —De dar un paseo —dijo Lata, vacilante. —¿Un paseo? ¿Un paseo? —La voz de la señora Rupa Mehra ascendió hasta un crescendo—. Ya te daré yo a ti paseos. Lata se quedó con la boca abierta, y miró a Savita, que negó con la cabeza y con la mano derecha, para indicar que no era ella quien se había ido de la lengua. —¿Quién es ese chico? —exigió saber la señora Rupa Mehra—. Ven aquí. Ven aquí ahora mismo. Lata miró a Savita. Ésta asintió. —Solo un amigo —dijo Lata, acercándose a su madre. —¡Con que solo un amigo! ¡Un amigo! ¿Y con los amigos se pasea de la mano? ¿Para eso es para lo que te he criado? Siempre pensando en mis hijas, y ahora esto. —Mamá, siéntate —dijo Savita, pues la señora Rupa Mehra se había levantado a medias del sillón. —¿Quién te lo dijo? —preguntó Lata—. ¿La Taiji de Hema? —¿La Taiji de Hema? ¿La Taiji de Hema? ¿Es que también está enterada? —exclamó la señora Rupa Mehra con renovada indignación—. Permite que sus hijas vayan por ahí, de noche, con flores en el pelo. ¿Que quién me lo ha dicho? Esta desdichada muchacha me pregunta que quién me lo ha dicho. Nadie me lo ha dicho. Es la comidilla de la ciudad, todo el mundo lo sabe. Todo el mundo creía que eras una buena chica con una buena reputación... y ahora es demasiado tarde. Demasiado tarde —sollozó. —Mamá, siempre dices que Malati es una chica tan buena —dijo Lata para defenderse—. Y ella tiene amigos así, –ya lo sabes– todo el mundo lo sabe. —¡Cállate! ¡No me contestes o te daré un par de bofetadas! Paseando sin el menor decoro cerca del dhobi-ghat y pasándotelo en grande. —Pero Malati... —¡Malati! ¡Malati! Estoy hablando de ti, no de Malati. Estudiando medicina y diseccionando ranas... —La señora Rupa Mehra alzó de nuevo la voz—. ¿Quieres ser como ella? Y mentirle a tu madre. Nunca más te dejaré que salgas a dar un paseo. Te quedarás en casa, ¿me has oído? ¿Me oyes? —La señora Rupa Mehra se puso de pie. —Sí, mamá —dijo Lata, recordando con una punzada de vergüenza que había tenido que mentirle a su madre para verse con Kabir. Toda la magia se deshacía en pedazos; se sintió preocupada y desdichada. —¿Cómo se llama? —Kabir —dijo Lata, palideciendo. —¿Kabir qué? Lata permaneció inmóvil y no respondió. Una lágrima rodó por su mejilla. La señora Rupa Mehra no estaba de humor. ¿A qué venían todas esas ridículas lágrimas? Agarró a Lata de la oreja y se la retorció. Lata soltó un grito ahogado. —Tendrá apellido, ¿no? ¿Cómo se llama...? ¿Kabir Lal, Kabir Mehra? ¿Estás esperando a que se enfríe el té? ¿O es que lo has olvidado? Lata cerró los ojos. —Kabir Durrani —dijo, y esperó a que la casa se le cayera encima. Las tres sílabas mortales surtieron efecto. A la señora Rupa Mehra se le encogió el corazón, abrió la boca en silencioso horror, recorrió la habitación con la mirada sin ver nada y se sentó. Savita fue hacia ella inmediatamente. Su propio corazón latía demasiado rápido. A la señora Rupa Mehra se le ocurrió una última posibilidad. —¿Es parsi? —preguntó débilmente, casi suplicando. La idea se le hacia odiosa, pero no era tan calamitosamente horrible. Pero la expresión en la cara de Savita le dijo la verdad. —¡Un musulmán! —dijo la señora Rupa Mehra, más para sí misma más que para nadie—. ¿Qué hice en mi vida pasada para traer esta desgracia sobre mi querida hija? Savita estaba de pie, a su lado, con su mano entre las suyas. La mano de la señora Rupa Mehra estaba inerte, y su vista fija al frente. De repente fue consciente de la suave curva de Savita, y los recientes horrores volvieron a su mente. Volvió a ponerse de pie. —Jamás, nunca, jamás —dijo. Pero Lata, tras haber evocado la imagen de Kabir, había hecho acopio de fuerzas. Abrió los ojos. Cesaron las lágrimas y en su cara apareció un rictus desafiante. —Nunca, jamás, de ninguna manera..., sucios, violentos, crueles, lascivos... —¿Como Talat Khala? —exigió Lata—. ¿Como el tío Shafi? ¿Como el nawab sahib de Baitar? ¿Como Firoz e Imtiaz? —¿Quieres casarte con él? —gritó furiosa la señora Rupa Mehra. —¡Sí! —dijo Lata, dejándose llevar y más furiosa a cada instante. —Se casará contigo, y al año siguiente te dirá: “Talaq talaq talaq”, y te quedarás en la calle. ¡Muchacha terca y estúpida! Deberías ahogarte en un puñado de agua de pura vergüenza. —Me casaré con él —dijo Lata, sin contar con nadie. —Te encerraré. Igual que cuando decías que querías hacerte monja. Savita intentó interceder. —¡Y tú vete a tu habitación! —dijo la señora Rupa Mehra—. Todo esto no te conviene. —La señaló con el dedo, y Savita, poco acostumbrada a que le dieran órdenes en su propia casa, obedeció sumisa. —Ojalá me hubiera hecho monja —dijo Lata—. Recuerdo que papá solía decirnos que siguiéramos a nuestro corazón. —¿Y me sigues contestando? —dijo la señora Rupa Mehra, furiosa por la mención de su marido—. Te voy a dar un par de bofetadas. Y abofeteó a su hija dos veces, con fuerza, y al instante estalló en lágrimas.

Cap. 3.18 - The storm breaks

Cap. 3.-18 - Mrs Rupa Mehra came breathlessly through the door. She had been crying in the tonga. The tonga-wallah, concerned that such a decently dressed lady should be weeping so openly, had tried to keep up a monologue in order to pretend that he hadn’t noticed, but she had now gone through not only her embroidered handkerchief but her reserve handkerchief as well. ‘Oh my daughter!’ she said, ‘oh, my daughter.’ Savita said, ‘Yes, Ma?’ She was shocked to see her mother’s tear-streaked face. ‘Not you,’ said Mrs Rupa Mehra. ‘Where is that shameless Lata?’ Savita sensed that their mother had discovered something. But what? And how much? She moved instinctively towards her to calm her down. ‘Ma, sit down, calm down, have some tea,’ said Savita, guiding Mrs Rupa Mehra, who seemed quite distracted, to her favourite armchair. ‘Tea! Tea! More and more tea!’ said Mrs Rupa Mehra in resistant misery. Savita went and told Mateen to get some tea for the two of them. ‘Where is she? What will become of us all? Who will marry her now?’ ‘Ma, don’t over-dramatize things,’ said Savita soothingly. ‘It will blow over.’ Mrs Rupa Mehra sat up abruptly. ‘So you knew! You knew! And you didn’t tell me. And I had to learn this from strangers.’ This new betrayal engendered a new bout of sobbing. Savita squeezed her mother’s shoulders, and offered her another handkerchief. After a few minutes of this, Savita said: ‘Don’t cry, Ma, don’t cry. What did you hear?’ ‘Oh, my poor Lata—is he from a good family? I had a sense something was going on. Oh God! What would her father have said if he had been alive? Oh, my daughter.’ ‘Ma, his father teaches mathematics at the university. He’s a decent boy. And Lata’s a sensible girl.’ Mateen brought the tea in, registered the scene with deferential interest, and went back towards the kitchen. Lata walked in a few seconds later. She had taken a book to the banyan grove, where she had sat down undisturbed for a while, lost in Wodehouse and her own enchanted thoughts. Two more days, one more day, and she would see Kabir again. She was unprepared for the scene before her, and stopped in the doorway. ‘Where have you been, young lady?’ demanded Mrs Rupa Mehra, her voice quivering with anger. ‘For a walk,’ faltered Lata. ‘Walk? Walk?’ Mrs Rupa Mehra’s voice rose to a crescendo. ‘I’ll give you walk.’ Lata’s mouth flew open, and she looked at Savita. Savita shook both her head and her right hand slightly, as if to say that it was not she who had given her away. ‘Who is he?’ demanded Mrs Rupa Mehra. ‘Come here. Come here at once.’ Lata looked at Savita. Savita nodded. ‘Just a friend,’ said Lata, approaching her mother. ‘Just a friend! A friend! And friends are for holding hands with? Is this what I brought you up for? All of you—and is this—’ ‘Ma, sit down,’ said Savita, for Mrs Rupa Mehra had half risen out of her chair. ‘Who told you?’ asked Lata. ‘Hema’s Taiji?’ ‘Hema’s Taiji? Hema’s Taiji? Is she in this too?’ exclaimed Mrs Rupa Mehra with new indignation. ‘She lets those girls run around all over the place with flowers in their hair in the evening. Who told me? The wretched girl asks me who told me. No one told me. It’s the talk of the town, everyone knows about it. Everyone thought you were a good girl with a good reputation—and now it is too late. Too late,’ she sobbed. ‘Ma, you always say Malati is such a nice girl,’ said Lata by way of self-defence. ‘And she has friends like that—you know that—everyone knows that.’ ‘Be quiet! Don’t answer me back! I’ll give you two tight slaps. Roaming around shamelessly near the dhobi-ghat and having a gala time.’ ‘But Malati—’ ‘Malati! Malati! I’m talking about you, not about Malati. Studying medicine and cutting up frogs—’ Mrs Rupa Mehra’s voice rose once more. ‘Do you want to be like her? And lying to your mother. I’ll never let you go for a walk again. You’ll stay in this house, do you hear? Do you hear?’ Mrs Rupa Mehra had stood up. ‘Yes, Ma,’ said Lata, remembering with a twinge of shame that she had had to lie to her mother in order to meet Kabir. The enchantment was being torn apart; she felt alarmed and miserable. ‘What’s his name?’ ‘Kabir,’ said Lata, growing pale. ‘Kabir what?’ Lata stood still and didn’t answer. A tear rolled down her cheek. Mrs Rupa Mehra was in no mood for sympathy. What were all these ridiculous tears? She caught hold of Lata’s ear and twisted it. Lata gasped. ‘He has a name, doesn’t he? What is he—Kabir Lal, Kabir Mehra—or what? Are you waiting for the tea to get cold? Or have you forgotten?’ Lata closed her eyes. ‘Kabir Durrani,’ she said, and waited for the house to come tumbling down. The three deadly syllables had their effect. Mrs Rupa Mehra clutched at her heart, opened her mouth in silent horror, looked unseeingly around the room, and sat down. Savita rushed to her immediately. Her own heart was beating far too fast. One last faint possibility struck Mrs Rupa Mehra. ‘Is he a Parsi?’ she asked weakly, almost pleadingly. The thought was odious but not so calamitously horrifying. But a look at Savita’s face told her the truth. ‘A Muslim!’ said Mrs Rupa Mehra more to herself now than to anyone else. ‘What did I do in my past life that I have brought this upon my beloved daughter?’ Savita was standing near her and held her hand. Mrs Rupa Mehra’s hand was inert as she stared in front of her. Suddenly she became aware of the gentle curve of Savita’s stomach, and fresh horrors came to her mind. She stood up again. ‘Never, never, never—’ she said. By now Lata, having conjured up the image of Kabir in her mind, had gained a little strength. She opened her eyes. Her tears had stopped and there was a defiant set to her mouth. ‘Never, never, absolutely not—dirty, violent, cruel, lecherous—’ ‘Like Talat Khala?’ demanded Lata. ‘Like Uncle Shafi? Like the Nawab Sahib of Baitar? Like Firoz and Imtiaz?’ ‘Do you want to marry him?’ cried Mrs Rupa Mehra in a fury. ‘Yes!’ said Lata, carried away, and angrier by the second. ‘He’ll marry you—and next year he’ll say “Talaq talaq talaq” and you’ll be out on the streets. You obstinate, stupid girl! You should drown yourself in a handful of water for sheer shame.’ ‘I will marry him,’ said Lata, unilaterally. ‘I’ll lock you up. Like when you said you wanted to become a nun.’ Savita tried to intercede. ‘You go to your room!’ said Mrs Rupa Mehra. ‘This isn’t good for you.’ She pointed her finger, and Savita, not used to being ordered about in her own home, meekly complied. ‘I wish I had become a nun,’ said Lata. ‘I remember Daddy used to tell us we should follow our own hearts.’ ‘Still answering back?’ said Mrs Rupa Mehra, infuriated by the mention of Daddy. ‘I’ll give you two tight slaps.’ She slapped her daughter hard, twice, and instantly burst into tears.

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Cap. 3.17 - Se avecinan nubes

Cap. 3.-17 – Se avecinan nubes A la mañana siguiente, la señora Rupa Mehra, la anciana señora Tandon y la señora de Mahesh Kapoor se reunieron en Prem Nivas para charlar. Era lo adecuado que la amable y discreta señora de Mahesh Kapoor actuara de anfitriona. Ella era la samadhina —la consuegra— de las otras dos, el nexo de unión de la cadena. Además, era la única cuyo marido aún vivía, la única que todavía era dueña de su propia casa. A la señora Rupa Mehra le encantaba tener compañía fuera del tipo que fuera, y la de este tipo le parecía ideal. Primero tomaron té, y mathri con un encurtido de mango que la propia señora de Mahesh Kapoor había preparado. Todo fue calificado de delicioso. La receta del mango en conserva fue analizada y comparada con otras siete u ocho distintas. Por lo que se refería al mathri, la señora Rupa Mehra dijo: —Está justo como tiene que estar: crujiente y hojaldrado, pero sin deshacerse. —Yo no puedo tomar mucho por mis problemas digestivos —dijo la anciana señora Tandon, sirviéndose otro. —Qué se le va a hacer, cuando una se vuelve mayor... —dijo la señora Rupa Mehra, solidaria. Andaba solo por la mitad de la cuarentena, pero le gustaba verse como una persona de edad cuando estaba con gente mayor; y, de hecho, al haber enviudado hacía ya varios años, le parecía que al menos en parte, compartía la experiencia de la edad. La conversación tenía lugar en hindi, con alguna esporádica palabra en inglés. La señora de Mahesh Kapoor, por ejemplo, al referirse a su marido, a menudo le llamaba “Minister Sahib”. A veces, en hindi, incluso le llamaba “el padre de Pran”. Referirse a él por su nombre habría sido impensable. Incluso “mi marido” le resultaba inaceptable, pero “mi esto” era perfecto. Compararon el precio de la verdura con la del año anterior. El ministro sahib se preocupaba más por las cláusulas de su acta que por la comida, aunque a veces se enojaba mucho cuando tenía demasiada o demasiado poca sal, o cuando la comida estaba demasiado especiada. Le gustaba particularmente la karela, la más amarga de todas las verduras... y cuanto más amarga, mejor. La señora Rupa Mehra sentía mucho afecto por la anciana señora Tandon. Para alguien que creía que todo el mundo en un vagón de tren existía fundamentalmente para ser absorbido en una red de conocidos, la samadhina de una samadhina era prácticamente una hermana. Ambas estaban viudas, y ambas tenían nueras problemáticas. La señora Rupa Mehra se quejaba de Meenakshi; unas semanas atrás ya les había contado lo de la medalla, tan cruelmente fundida. Aunque naturalmente, la anciana señora Tandon no podía quejarse de Veena y su afición por la música profana delante de la señora de Mahesh Kapoor. También hablaron de los nietos: Bhaskar, Aparna y el futuro hijo de Savita y a quien se parecería. A continuación, la conversación adquirió un tono distinto. —¿No podemos hacer algo con el Ramanavami? ¿No cambiará de opinión el ministro sahib? —preguntó la anciana señora Tandon, probablemente la más religiosa de las tres. —¡Uf! Qué os puedo decir, es tan terco —dijo la señora de Mahesh Kapoor—. Y en estos días está bajo tanta presión, que se impacienta con la más mínima cosa que digo. Estos días tengo dolores, pero apenas pienso en ellos, estoy tan preocupada por él. —Sonrió—. Os lo diré francamente —continuó con su serena voz—, me da miedo decirle nada. Le dije, muy bien, si no quieres que se recite todo el Ramacharitmanas, al menos déjanos que consigamos un sacerdote que recite una parte, quizá sólo el Sundar Kanda, y lo único que me dijo fue: “¡Mujeres, conseguiréis prenderle fuego a la ciudad! ¡Haz lo que quieras!”, y salió furioso de la habitación. La señora Rupa Mehra y la anciana señora Tandon hicieron ruiditos de comprensión. —Y luego, con el calor que hacía, se puso a dar zancadas arriba y abajo del jardín, cosa que no es buena ni para él ni para las plantas. Le dije: Podríamos invitar a los futuros suegros de Maan a venir de Benarés y celebrarla con nosotros. También les gustan las lecturas recitadas. Eso ayudará a cimentar nuestros lazos. Maan está tan... —buscó la palabra adecuada— tan fuera de control últimamente... —Preocupada, dejó que sus palabras se perdieran lentamente. Los rumores acerca de Maan y Saeeda Bai ya corrían por todo Brahmpur. —¿Y él, qué dijo? —preguntó la señora Rupa Mehra, interesadísima. —Simplemente hizo un gesto de rechazo y dijo: “¡Todos esos planes y confabulaciones!” La anciana señora Tandon negó con la cabeza y dijo: —Cuando el hijo de Zaidi aprobó el examen para ingresar en el cuerpo de funcionarios, su mujer organizó una lectura de todo el Corán en la casa: fueron treinta mujeres, y cada una de ellas leyó un... ¿cómo lo llaman?, paara, sí, paara. —Parecía que la palabra le desagradaba. —¿De verdad? —dijo la señora Rupa Mehra, sorprendida por aquella injusticia—. ¿Creéis que debería hablar con el ministro sahib? —Tenía la vaga sensación de que eso ayudaría. —No, no, no... —dijo la señora Mahesh Kapoor, preocupada ante la idea de que aquellas dos poderosas voluntades chocaran—. Sólo te daría largas. Una vez que se me ocurrió tocar el tema, me llegó a decir “Si tanto lo deseas, ve a ver a tu amigo el ministro del Interior... Supongo que él apoyará este tipo de errores.” Después de eso me quedé demasiado asustada como para decir nada más. Todas se lamentaron de la decadencia general de la verdadera devoción. La anciana señora Tandon dijo: —Hoy en día a la gente sólo le interesan las grandes funciones en los templos –los cantos y bhayan, los recitados, los discursos y las pujas– pero en casa no llevan a cabo las ceremonias debidas. —Cierto —dijeron las otras dos. La anciana señora Tandon prosiguió: —Al menos, en nuestro vecindario tendremos nuestro propio Ramlila dentro de seis meses. Bhaskar es demasiado joven para ser uno de los protagonista, pero desde luego si que puede hacer de guerrero-mono. —A Lata le solían gustar mucho los monos —reflexionó la señora Rupa Mehra distraídamente. La anciana señora Tandon y la señora de Mahesh Kapoor intercambiaron una mirada. La señora Rupa Mehra se sacudió la distracción y miró a las otras dos. —¿Por qué..., ocurre algo? —preguntó. —Antes de que vinieras estábamos hablando..., ya sabes, charlando, igual que ahora —dijo la anciana señora Tandon para tranquilizarla. —¿Sobre Lata? —dijo la señora Rupa Mehra, leyendo su tono con la misma exactitud con que había leído su mirada. Las dos damas se miraron mutuamente y asintieron con gravedad. —Contádmelo enseguida —dijo la señora Rupa Mehra, alarmadísima. —Mira, solo es que —dijo la señora de Mahesh Kapoor midiendo sus palabras—, por favor, vigila a tu hija, porque ayer por la mañana alguien la vio paseando con un chico por la orilla del Ganges. —¿Qué chico? —Eso no lo sé. Pero andaban de la mano. —¿Quién los vio? —¿Por qué iba yo a ocultarte nada? —dijo la señora de Mahesh Kapoor, comprensiva—. Fue el cuñado de Avtar Bhai. Reconoció a Lata, pero no al chico. Le dije que debía de ser uno de tus hijos, pero Savita me dijo que estaban en Calcuta. La nariz de la señora Rupa Mehra comenzó a enrojecer de desdicha y vergüenza. Dos lágrimas le rodaron por las mejillas, y sacó un pañuelo bordado del interior de su amplio bolso. —¿Ayer por la mañana? —dijo con voz temblorosa. Intentó recordar dónde le dijo Lata que había ido. Eso era lo que ocurría cuando confiabas en tus hijos, cuando les dejabas vagar por ahí, pasear por cualquier parte. En ningún lugar estaban a salvo. —Eso es lo que él me contó —dijo la señora de Mahesh Kapoor, amablemente—. Toma un poco de té. No te preocupes demasiado. Las chicas de ahora ven esas películas modernas de amor y eso les afecta, pero Lata es una buena chica. Simplemente habla con ella. Pero la señora Rupa Mehra estaba mas que preocupada, se tomó el té de un trago, incluso le echó azúcar sin darse cuenta, y se fue a casa tan pronto como se lo permitió la educación.

Cap. 3.17 - Clouds are Coming

Cap. 3.- 17 The next morning Mrs Rupa Mehra, old Mrs Tandon and Mrs Mahesh Kapoor met in Prem Nivas for a chat. It was fitting that the kind and gentle Mrs Mahesh Kapoor should have acted as host. She was the samdhin—the ‘co-mother-in-law’—of both of the others, the link in the chain. Besides, she was the only one whose own husband was still living, the only one who was still mistress in her own house. Mrs Rupa Mehra loved company of any kind, and this kind was ideal. First they had tea, and matthri with a mango pickle that Mrs Mahesh Kapoor had herself prepared. It was declared delicious all round. The recipe of the pickle was analysed and compared with that of seven or eight other kinds of mango pickle. As for the matthri, Mrs Rupa Mehra said: ‘It is just as it should be: crisp and flaky, but it holds together very well.’ ‘I can’t have much because of my digestion,’ said old Mrs Tandon, helping herself to another. ‘What can one do when one gets old—’ said Mrs Rupa Mehra with fellow-feeling. She was only in her mid-forties but liked to imagine herself old in older company; and indeed, having been widowed for several years, she felt that she had partaken of at least part of the experience of old age. The entire conversation proceeded in Hindi with the occasional English word. Mrs Mahesh Kapoor, for instance, when referring to her husband, often called him ‘Minister Sahib’. Sometimes, in Hindi, she even called him ‘Pran’s father’. To refer to him by name would have been unthinkable. Even ‘my husband’ was unacceptable to her, but ‘my this’ was all right. They compared the prices of vegetables with what they had been at the same time the previous year. Minister Sahib cared more for the clauses of his bill than for his food, but he sometimes got very annoyed when there was too much or too little salt—or the food was too highly spiced. He was particularly fond of karela, the bitterest of all vegetables—and the more bitter the better. Mrs Rupa Mehra felt very close to old Mrs Tandon. For someone who believed that everyone in a railway carriage existed mainly to be absorbed into a network of acquaintance, a samdhin’s samdhin was virtually a sister. They were both widowed, and both had problematical daughters-in-law. Mrs Rupa Mehra complained about Meenakshi; she had already told them some weeks ago about the medal that had been so heartlessly melted down. But, naturally, old Mrs Tandon could not complain about Veena and her fondness for irreligious music in front of Mrs Mahesh Kapoor. Grandchildren were also discussed: Bhaskar and Aparna and Savita’s unborn baby each made an appearance. Then the conversation moved into a different mode. ‘Can’t we do something about Ramnavami? Won’t Minister Sahib change his mind?’ asked old Mrs Tandon, probably the most insistently pious of the three. ‘Uff! What can I say, he’s so stubborn,’ said Mrs Mahesh Kapoor. ‘And nowadays he is under so much pressure that he gets impatient at every little thing I say. I get pains these days, but I hardly worry about them, I’m worrying about him so much.’ She smiled. ‘I’ll tell you frankly,’ she continued in her quiet voice, ‘I’m afraid to say anything to him. I told him, all right, if you don’t want the whole Ramcharitmanas to be recited, at least let us get a priest to recite some part of it, maybe just the Sundar Kanda, and all he said was, “You women will burn down this town. Do what you like!” and stalked out of the room.’ Mrs Rupa Mehra and old Mrs Tandon made sympathetic noises. ‘Later he was striding up and down the garden in the heat, which is good neither for him nor for the plants. I said to him, we could get Maan’s future parents-in-law from Banaras to enjoy it with us. They are also fond of recitations. That will help cement the ties. Maan is getting so’—she searched for the proper word—‘so out of control these days. . . .’ She trailed off, distressed. Rumours of Maan and Saeeda Bai were by now rife in Brahmpur. ‘What did he say?’ asked Mrs Rupa Mehra, rapt. ‘He just waved me away, saying, “All these plots and plans!”’ Old Mrs Tandon shook her head and said: ‘When Zaidi’s son passed the civil service exam, his wife arranged a reading of the whole Quran in her house: thirty women came, and they each read a—what do they call it? paara; yes, paara.’ The word seemed to displease her. ‘Really?’ said Mrs Rupa Mehra, struck by the injustice of it. ‘Should I speak to Minister Sahib?’ She had a vague sense that this would help. ‘No, no, no—’ said Mrs Mahesh Kapoor, worried at the thought of these two powerful wills colliding. ‘He will only say this and that. Once when I touched upon the subject he even said: “If you must have it, go to your great friend the Home Minister—he will certainly support this kind of mischief.” I was too frightened to say anything after that.’ They all bewailed the general decline of true piety. Old Mrs Tandon said: ‘Nowadays, everyone goes in for big functions in the temples—chanting and bhajans and recitations and discourses and puja—but they don’t have proper ceremonies in the home.’ ‘True,’ said the other two. Old Mrs Tandon continued: ‘At least in our neighbourhood we will have our own Ramlila in six months’ time. Bhaskar is too young to be one of the main characters, but he can certainly be a monkey-warrior.’ ‘Lata used to be very fond of monkeys,’ reflected Mrs Rupa Mehra vaguely. Old Mrs Tandon and Mrs Mahesh Kapoor exchanged glances. Mrs Rupa Mehra snapped out of her vagueness and looked at the others. ‘Why—is something the matter?’ she asked. ‘Before you came we were just talking—you know, just like that,’ said old Mrs Tandon soothingly. ‘Is it about Lata?’ said Mrs Rupa Mehra, reading her tone as accurately as she had read her glance. The two ladies looked at each other and nodded seriously. ‘Tell me, tell me quick,’ said Mrs Rupa Mehra, thoroughly alarmed. ‘You see, it is like this,’ said Mrs Mahesh Kapoor gently, ‘please look after your daughter, because someone saw her walking with a boy on the bank of the Ganga near the dhobi-ghat yesterday morning.’ ‘What boy?’ ‘That I don’t know. But they were walking hand in hand.’ ‘Who saw them?’ ‘What should I hide from you?’ said Mrs Mahesh Kapoor sympathetically. ‘It was Avtar Bhai’s brother-in-law. He recognized Lata but he didn’t recognize the boy. I told him it must have been one of your sons, but I know from Savita that they are in Calcutta.’ Mrs Rupa Mehra’s nose started to redden with unhappiness and shame. Two tears rolled down her cheeks, and she reached into her capacious handbag for an embroidered handkerchief. ‘Yesterday morning?’ she said in a trembling voice. She tried to remember where Lata had said she’d gone. This was what happened when you trusted your children, when you let them roam around, taking walks everywhere. Nowhere was safe. ‘That’s what he said,’ said Mrs Mahesh Kapoor gently. ‘Have some tea. Don’t get too alarmed. All these girls see these modern love films and it has an effect on them, but Lata is a good girl. Only talk to her.’ But Mrs Rupa Mehra was very alarmed, gulped down her tea, even sweetening it with sugar by mistake, and went home as soon as she politely could.

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Cap. 3.16 - El Jardín

Cap. - 3.16 – El Jardín A última hora de la tarde, cuando el calor del día ya había remitido un poco, Savita fue a visitar a su suegra, a quien le había cobrado mucho cariño. Hacía ya una semana que no se veían. La señora de Mahesh Kapoor estaba en el jardín, y fue corriendo a recibir a Savita en cuanto vio llegar el tonga. Estaba encantada de verla, pero le preocupaba que viajara en un vehículo con tantos brincos estando embarazada. Le preguntó por su salud y por la de Pran; se lamentó de que él la visitara tan poco; también por la señora Rupa Mehra, que tenía previsto ir a Prem Nivas al día siguiente; y si por casualidad alguno de sus hermanos estaba por la ciudad. Savita, algo sorprendida por la última pregunta, le contestó que no. Y ella y la señora Mahesh Kapoor dieron una vuelta por el jardín. El jardín estaba un poco seco, a pesar de que lo habían regado hacía un par de días; pero había un gulmohar en flor: los pétalos casi escarlatas, en lugar del rojo-anaranjado habitual. Savita pensó que en el jardín de Prem Nivas todo parecía más intenso. Era casi como si las plantas comprendieran que su señora, aunque tampoco se quejara abiertamente por una actuación mediocre, no se sentiría feliz a menos que dieran lo mejor de sí mismas. Hacía días que el jardinero jefe, Gajraj, y la señora de Mahesh Kapoor andaban a la greña. Estaban de acuerdo en qué esquejes utilizar para la reproducción, qué variedades seleccionar para su colección de semillas, qué arbustos podar y cuándo trasplantar los pequeños crisantemos a unas macetas más grandes. Pero desde que comenzaron a preparar el terreno para la siembra del nuevo césped, había surgido una diferencia al parecer insalvable. Ese año, como experimento, la señora Mahesh Kapoor había propuesto que una parte del césped quedara sin nivelar antes de la siembra. Al malí esto le había parecido extremadamente excéntrico, y totalmente en contra con las instrucciones que solía dar la señora de Mahesh Kapoor. Se quejaba de que sería imposible regar adecuadamente el césped, que cortarlo resultaría difícil, que durante los monzones y las lluvias de invierno se formarían charcos de barro, y que el jardín se infestaría de garzas alimentándose de escarabajos de agua y otros insectos, y que el Comité de Jueces de la Muestra Floral vería esa falta de nivelación como señal de falta de equilibrio... estéticamente hablando, por supuesto. La señora de Mahesh Kapoor había replicado que sólo proponía ese desnivel para el césped del lateral de la casa, no para el que quedaba delante de la puerta principal; y que el desnivel que proponía era suave; que podría regar las partes más elevadas con una manguera; y que la parte que más dificultades le planteara a la enorme y roma cortadora de césped que arrastraba el blanco y plácido buey del Departamento de Obras Públicas podía hacerse con una pequeña cortadora de césped fabricada en el extranjero que le pediría prestada a una amiga; que el Comité de Jueces de la Muestra Floral puede que mirase su jardín durante una hora en febrero, pero que a ella le proporcionaba placer todo el año; que el nivelado nada tenía que ver con el equilibrio; y finalmente, que era precisamente a causa de los charcos y las garzas por lo que proponía el experimento. Un día de finales de diciembre, un par de meses después de la boda de Savita, cuando el harsingar con olor a miel todavía estaba en flor, cuando las rosas acababan de florecer, cuando el aliso de mar y las minutisas habían comenzado a florecer, cuando los parterres de espuela de caballero con sus plumosas hojas, que las perdices aún no habían devorado hasta la raíz, hacían lo que podían por recuperar su lozanía delante de las altas hileras de los cosmos de hojas igualmente plumosas pero escasamente atractivas, sobrevinieron unas tremendas lluvias torrenciales. El tiempo había sido sombrío, borrascoso y frío, y no se había visto el sol en dos días, pero el jardín se llenó de pájaros; garzas, perdices, minas, pajarillos charlatanes —grises y engreídos, en grupos de siete—, abubillas y periquitos, en una combinación que le recordaba los colores de la bandera del Congreso, un par de avefrías de barba roja y un par de buitres volando con grandes ramas en la boca hasta el árbol de neem. A pesar de su heroísmo en el Ramayana, la señora de Mahesh Kapoor jamás había sido capaz de reconciliarse con los buitres. Pero lo que realmente le había encantado fueron las tres rollizas y desgarbadas garzas, de pie cada una junto a su charquita, casi completamente inmóviles mientras observaban el agua, tardando un concienzudo minuto por cada paso que daban, encantadísimas de chapotear en aquel lugar. Pero las charcas en el nivelado césped se secaron rápidamente en cuanto volvió a brillar el sol. La señora Mahesh Kapoor quería ofrecer también este año la hospitalidad de su jardín a las garzas, y no quería dejar el asunto al azar. Todo eso se lo explicó a su nuera, respirando con un poco de dificultad por la alergia a las flores del neem. Savita reflexionó que la propia señora Mahesh Kapoor se parecía un poco a las garcillas. De un apagado color terroso, regordeta —a diferencia del resto de las garzas—, poco elegante, cargada de espaldas pero siempre alerta, e infinitamente paciente, y capaz de mostrar el repentino destello de una deslumbrante ala blanca mientras remontaba el vuelo. A Savita le divirtió su propia analogía y comenzó a sonreír. Pero la señora de Mahesh Kapoor, aunque correspondió a su sonrisa, no intentó averiguar por qué Savita parecía tan alegre. Qué distinta es de mamá, pensó Savita mientras las dos seguían paseando por el jardín. Podía ver el parecido entre la señora Mahesh Kapoor y Pran, y el obvio parecido físico entre ella y Veena, aunque ésta mucho más vivaracha. Pero como había tenido un hijo como Maan seguía siendo para Savita algo divertido y asombroso.

Cap. 3.16 - The Garden

Cap.- 3.16 – The Garden Early that evening, when the heat of the day had somewhat died down, Savita went to visit her mother-in-law, whom she had grown to be very fond of. It had been almost a week since they had seen each other. Mrs Mahesh Kapoor was out in the garden, and rushed over to Savita when she saw the tonga arrive. She was pleased to see her, but concerned that she should be jolting about in a tonga when she was pregnant. She questioned Savita about her own health and Pran’s; complained that he came over very rarely; inquired after Mrs Rupa Mehra, who was due to come over to Prem Nivas the next day; and asked Savita whether either of her brothers was by any chance in town. Savita, slightly puzzled by this last question, said that they weren’t. Mrs Mahesh Kapoor and she then wandered into the garden. The garden was looking a bit dry, despite the fact that it had been watered a couple of days previously; but a gulmohur tree was in bloom: its petals were almost scarlet, rather than the usual red-orange. Everything, Savita thought, appeared more intense in the garden at Prem Nivas. It was almost as if the plants understood that their mistress, though she would not overtly complain about a weak performance, would not be happy with less than their best. The head gardener Gajraj and Mrs Mahesh Kapoor had been at loggerheads for a few days now. They were agreed upon what cuttings to propagate, which varieties to select for seed collection, which shrubs to prune, and when to transplant the small chrysanthemum plants to larger pots. But ever since the ground had begun to be prepared for the sowing of new lawns, an apparently irreconcilable difference had emerged. This year, as an experiment, Mrs Mahesh Kapoor proposed that a part of the lawn be left unlevelled before sowing. This had struck the mali as being eccentric in the extreme, and utterly at variance with Mrs Mahesh Kapoor’s usual instructions. He complained that it would be impossible to water the lawn properly, that mowing it would be difficult, that muddy puddles would form in the monsoons and the winter rains, that the garden would be infested with pond herons feeding on water beetles and other insects, and that the Flower Show Judges’ Committee would see the lack of evenness as a sign of lack of balance—aesthetically speaking, of course. Mrs Mahesh Kapoor had replied that she had only proposed an unevenness for the side lawn, not the front lawn; that the unevenness that she proposed was slight; that he could water the higher parts with a hose; that the small proportion of the mowing that proved difficult for the grand, blunt lawnmower dragged by the Public Works Department’s placid white bullock could be done with a small foreign-made lawnmower that she would borrow from a friend; that the Flower Show Judges’ Committee might look at the garden for an hour in February but that it gave her pleasure all the year round; that level had nothing to do with balance; and, finally, that it was precisely because of the puddles and the pond herons that she had proposed the experiment. One day in late December, a couple of months after Savita’s wedding, when the honey-scented harsingar had still been in blossom, when the roses were in their first full flush, when the sweet alyssum and sweet william had begun to bloom, when those beds of feathery-leafed larkspur that the partridges had not gobbled down almost to the root were doing their best to recover in front of the tall ranks of equally feathery-leafed but untempting cosmos, there had been a tremendous, almost torrential rainstorm. It had been gloomy, gusty and cold, and there had been no sun for two days, but the garden had been full of birds: pond herons, partridges, mynas, small puffed-up grey babblers in their chattering groups of seven, hoopoes and parakeets in a combination that reminded her of the colours of the Congress flag, a pair of red-wattled lapwings, and a couple of vultures, flying with huge twigs in their mouth to the neem tree. Despite their heroism in the Ramayana, Mrs Mahesh Kapoor had never been able to reconcile herself to vultures. But what had truly delighted her had been the three plump, dowdy pond herons, each standing near a separate small pool, almost entirely motionless as they gazed at the water, taking a careful minute over every step they made, and thoroughly content with the squelchiness of their environment. But the pools on the level lawn had quickly dried up when the sun had emerged. Mrs Mahesh Kapoor wanted to offer the hospitality of her lawn to a few more pond herons this year, and she did not want to leave matters to chance. All this she explained to her daughter-in-law, gasping a little as she spoke because of her allergy to neem blossoms. Savita reflected that Mrs Mahesh Kapoor looked a bit like a pond heron herself. Drab, earthy-brown, dumpy unlike the rest of the species, inelegant, hunched-up but alert, and endlessly patient, she was capable of suddenly flashing a brilliant white wing as she rose up in flight. Savita was amused by her analogy, and began to smile. But Mrs Mahesh Kapoor, though she smiled in response, did not attempt to find out what Savita was so happy about. How unlike Ma she is, thought Savita to herself as the two continued to walk around the garden. She could see resemblances between Mrs Mahesh Kapoor and Pran, and an obvious physical resemblance between her and the more animated Veena. But how she could have produced such a son as Maan was still to Savita a matter of amusement and amazement.

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Cap. 3.15 - Hermanas

Cap. 3.15 - Hermanas Ese mismo día, un poco más tarde, la señora Rupa Mehra estaba sentada con sus hijas, bordando una rosa en un pañuelito para el bebé. El blanco era un color neutral pero blanco-sobre-blanco era algo demasiado monótono para el gusto de la señora Rupa Mehra, por lo que se decidió por el amarillo. Después de su adorada nieta Aparna, quería —y había predicho— un nieto. Habría bordado el pañuelo en azul, pero claro eso hubiera sido invitar al Destino a que cambiara el sexo de la criatura en el vientre de la madre. Rafi Ahmad Kidwai, ministro de Comunicaciones, acababa de anunciar que iban a subir las tarifas postales. Y cómo contestar a su abundante correspondencia era una actividad que ocupaba al menos un tercio del tiempo de la señora Rupa Mehra, eso le había supuesto un duro golpe. Rafi sahib era el hombre menos religioso y menos nacionalista posible, pero resultaba que era musulmán. La señora Rupa Mehra tenía ganas de atacar a alguien, y él un blanco perfecto. Dijo: —Nehru les consiente demasiado, sólo habla con Azid o con Kidwai, ¿es que se cree el primer ministro de Pakistán? Y mira lo que hacen. Lata y Savita normalmente dejaban que su madre hablara, pero aquel día Lata protestó: —Mamá, no estoy de acuerdo en absoluto. Él es el primer ministro de la India, no sólo de los hindúes. ¿Qué hay de malo en que tenga dos ministros musulmanes en el gabinete? —Tienes ideas demasiado intelectuales —dijo la señora Rupa Mehra, quien normalmente reverenciaba la educación. La señora Rupa Mehra también estaba preocupada porque las mujeres de más edad no conseguían convencer a Mahesh Kapoor para que ofreciera un recital del Ramacharitmanas en Prem Nivas con ocasión del Ramanavami. Los problemas del templo de Shiva en el Chowk pesaban sobre la cabeza de Mahesh Kapoor, y teniendo en cuenta que muchos de los más importantes terratenientes a quienes su Ley de Abolición del Zamindari iba a afectar eran musulmanes. Creía que al menos, debía evitar al menos exacerbar la situación. —Conozco a todos esos musulmanes —dijo la señora Rupa Mehra sombríamente, casi para sí misma. En ese momento no pensaba en el tío Shafi ni en Talat Khala, viejos amigos de la familia. Lata la miró indignada, pero no dijo nada. Savita miró a Lata, pero tampoco dijo nada. —No me mires con esa cara —le dijo la señora Rupa Mehra, furiosa, a su hija pequeña—. Conozco los hechos. Tú no los conoces como yo. No sabes nada de la vida. Lata dijo: —Me voy a estudiar. —Se levantó de la mecedora de Pran, donde había estado sentada. La señora Rupa Mehra estaba de un humor beligerante. —¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué tienes que estudiar? Has acabado los exámenes. ¿Vas a empezar a estudiar para el año que viene? El trabajo sin reposo convierte al hombre en soso. Siéntate y charla conmigo. O vete a dar un paseo. Te irá bien para el cutis. —Ya fui esta mañana —dijo Lata—. Siempre voy a dar un paseo. —Eres una cabezota —dijo la señora Rupa Mehra. Sí, pensó Lata, y con la mínima sombra de una sonrisa en la cara se fue a su habitación. Savita había observado aquel pequeño estallido, y le pareció que la provocación era demasiado nimia, demasiado impersonal como para que de normal, molestara a Lata. Estaba claro que algo le oprimía el corazón. En ese momento le vino a la cabeza aquella llamada de Malati que tanto afectara a su hermana. Pero dos y dos no sumaban cuatro, sino que los dos patitos sentados uno al lado del otro eran bastante inquietantes. Estaba preocupada por su hermana. Llevaba unos días en que Lata parecía estar en un inestable estado de nerviosismo, pero tampoco parecía con ganas de confiar en nadie. Y Malati, su amiga del alma, no estaba en la ciudad. Savita esperaba una oportunidad para hablar a sola con Lata, lo cual no era fácil. Y en cuanto apareció la oportunidad la aprovechó. Lata estaba echada en la cama, con la cara entre las manos, leyendo. Había acabado “Los cerdos tienen alas” y había seguido con “Galahad en Blandings”. Pensó que era un título apropiado, ahora que ella y Kabir estaban enamorados. Aquellos tres días de separación iban a parecerle un mes, y tendría que distraerse con tanto Wodehouse como fuera posible. A Lata no la gustaba que la molestaran, aunque fuera su hermana. —¿Puedo sentarme en la cama? —preguntó Savita. Lata asintió y Savita se sentó. —¿Qué estás leyendo? —preguntó Savita. Lata levantó la cubierta para una vistazo rápida, y luego siguió leyendo. —Hoy estoy un poco decaída —dijo Savita. —Oh. —Lata se sentó recta y miró a su hermana—. ¿Tienes el período o algo así? Savita se echó a reír. —Cuando esperas un bebé no tienes el período. —Miró a Lata, sorprendida—. ¿No lo sabías? —A Savita le pareció que era un hecho elemental que ella sabía desde hacía mucho tiempo, pero quizá no fuera así. —No —dijo Lata. Y dado que las conversaciones con Malati la informadora cubrían una amplia gama de temas, era sorprendente que éste aún no hubiera surgido. Pero le parecía justo que Savita no tuviera que afrontar dos problemas físicos al mismo tiempo—. Entonces que te pasa? —No, nada. No sé qué es. Sólo que a veces me siento así, aunque bueno, últimamente bastante. Quizá sea por la salud de Pran. —Cariñosamente, puso el brazo sobre el de Lata. Savita no era dada a cambios de humor, y Lata lo sabía. Miró a su hermana con cariño y dijo: —¿Quieres a Pran? —De repente, aquello le pareció lo más importante. —Pues, claro —dijo Savita, sorprendida. —¿Por qué “claro”, Didi? —No lo sé —dijo Savita—. Le quiero. Me siento mejor cuando él está aquí. Me siento preocupada. Y a veces me siento preocupada por su hijo. —Oh, todo irá bien —dijo Lata—, a juzgar por su manera de dar patadas. Volvió a recostarse, e intentó regresar a su libro. Pero era incapaz de concentrarse ni siquiera en Wodehouse. Después de un rato, dijo: —¿Te gusta estar embarazada? —Sí —dijo Savita con una sonrisa. —¿Te gusta estar casada? —Sí —dijo Savita, ensanchando la sonrisa. —¿Con un hombre que otros eligieron por ti, y a quien realmente no conocías antes de casarte? —No hables así de Pran, es como si te refirieras a un extraño —dijo Savita, desconcertada—. A veces eres un poco rara. ¿Es que tú no le quieres? —Sí claro —dijo Lata, frunciendo el ceño ante la conclusión a la que había llegado su hermana—, pero yo no tengo que estar tan cerca de él como tu. Lo que no puedo comprender es cómo –bueno, fueron otros los que decidieron que era bueno para ti–. pero si ni siquiera le encontrabas atractivo. Estaba pensando que Pran no era guapo, y ella no creía que su bondad fuera un sustituto para –¿el qué?– la chispa. —¿Por qué me haces esas preguntas? —preguntó Savita, acariciando el pelo de su hermana. —Bueno, puede que algún día tenga que enfrentarme a un problema parecido. —¿Estás enamorada, Lata? La cabeza bajo la mano de Savita dio un ligero respingo, y luego pretendió que no había ocurrido. Savita ya tenía su respuesta, y en media hora estaba al corriente de casi todo lo ocurrido entre Kabir y Lata durante los diversos encuentros. Lata se quedó tan aliviada de poder hablar con alguien que la quería y comprendía que le contó todas sus esperanzas y expectativas de felicidad. Savita se dio cuenta enseguida de lo imposibles que eran, pero dejó que Lata siguiera hablando. A medida que Lata se iba animando, ella se sentía cada vez más triste. —Pero ¿qué debo hacer? —dijo Lata. —¿Hacer? —repitió Savita. La respuesta que le vino a la cabeza fue que Lata debería dejar a Kabir inmediatamente, antes de que su enamoramiento progresara, pero conocía muy bien a Lata para decirle eso, ya que muy bien pudiera hacer justo lo contrario. —¿Debería decírselo a mamá? —preguntó Lata. —¡No! —dijo Savita—. No. Hagas lo que hagas, no se lo digas a mamá. —Se podía imaginar el golpe y el disgusto de su madre. —Por favor, tú tampoco se lo digas a nadie, Didi. A nadie —dijo Lata. —No puedo tener secretos con Pran —dijo Savita. —Por favor, este no se lo cuentes —dijo Lata—. Los rumores se extienden con facilidad. Solo le conoces desde hace un año. —Tan pronto como las palabras salieron de su boca, Lata se sintió avergonzada por la manera en la que se había referido a Pran, a quien en realidad adoraba. Debería haberse expresado con más tacto. Savita asintió, un poco triste. Aunque odiaba el ambiente de conspiración que su pregunta iba a generar, Savita sentía que debía ayudar a su hermana, incluso, hasta cierto punto, protegerla. —¿No debería conocer a Kabir? —preguntó. —Se lo preguntaré —dijo Lata. Estaba segura de que Kabir no tendría reserva alguna a la hora de conocer a una persona esencialmente simpática, aunque tampoco creía que le gustase especialmente. Ni ella quería que conociera a nadie de su familia todavía. Intuía que todo se volvería molesto y confuso, y que el despreocupado espíritu de su paseo en barca rápidamente desaparecería. —Por favor, ve con cuidado Lata —dijo Savita—. Puede que sea guapo y de buena familia, pero... Dejó inacabada la segunda mitad de la frase, y posteriormente Lata intentó completarla con varios finales.

Cap. 3.15 - Sisters

Cap. 3.15 Later that day, Mrs Rupa Mehra was sitting with her daughters, embroidering a tiny handkerchief with a rose for the baby. White was a sexually neutral colour, but white-on-white was too drab for Mrs Rupa Mehra’s tastes, and so she decided on yellow. After her beloved granddaughter Aparna, she wanted—and had predicted—a grandson. She would have embroidered the handkerchief in blue, except that this would certainly have invited Fate to change the sex of the child in the womb. Rafi Ahmad Kidwai, the Union Minister of Communications, had just announced that postal charges were to be raised. Since replying to her abundant correspondence was what occupied at least a third of Mrs Rupa Mehra’s time, this had hit her hard. Rafi Sahib was the most secular-minded, least communally impassioned man possible, but he happened to be Muslim. Mrs Rupa Mehra felt like hitting out, and he presented a direct target. She said: ‘Nehru indulges them too much, he only talks to Azad and Kidwai, does he think he’s the Prime Minister of Pakistan? Then see what they do.’ Lata and Savita usually let their mother have her say, but today Lata protested: ‘Ma, I don’t agree at all. He’s the Prime Minister of India, not just of the Hindus. What’s the harm if he has two Muslim Ministers in his Cabinet?’ ‘You have too many educated ideas,’ said Mrs Rupa Mehra, who normally revered education. Mrs Rupa Mehra may have also been upset because the older women were making no headway in persuading Mahesh Kapoor to agree to a recitation of the Ramcharitmanas in Prem Nivas on the occasion of Ramnavami. The troubles of the Shiva Temple in Chowk weighed upon Mahesh Kapoor’s mind, and many of the largest landlords that his Zamindari Abolition Bill would dispossess were Muslim. He felt that he should at least stay clear of exacerbating the situation. ‘I know about all these Muslims,’ said Mrs Rupa Mehra darkly, almost to herself. At that moment she did not think of Uncle Shafi and Talat Khala, old friends of the family. Lata looked at her indignantly but said nothing. Savita looked at Lata, but said nothing either. ‘Don’t make big-big eyes at me,’ said Mrs Rupa Mehra fiercely to her younger daughter. ‘I know facts. You don’t know them like I do. You have no experience of life.’ Lata said, ‘I’m going to study.’ She got up from Pran’s rocking chair, where she had been sitting. Mrs Rupa Mehra was in a belligerent mood. ‘Why?’ she demanded. ‘Why must you study? Your exams are over. Will you be studying for the next year? All work and no play makes Jack a dull boy. Sit and talk to me. Or go for a walk. It will be good for your complexion.’ ‘I went for a walk this morning,’ said Lata. ‘I’m always going for walks.’ ‘You are a very stubborn girl,’ said Mrs Rupa Mehra. Yes, thought Lata, and, with the faintest shadow of a smile on her face, went to her room. Savita had observed this little flare-up, and felt that the provocation was too small, too impersonal, to upset Lata in the ordinary course of things. Clearly, something was weighing on her heart. The phone call from Malati which had had such an acute effect on her also came to Savita’s mind. The two and two which she put together did not quite make four, but the pair of swan-like digits sitting side by side were still quite disquieting. She was worried for her sister. Lata seemed to be in a volatile state of excitement these days, but did not appear to wish to confide in anyone. Nor was Malati, her friend and confidante, in town. Savita waited for an opportunity to talk to Lata alone, which was not easy. And when she did, she seized it at once. Lata was lying on the bed, her face cupped in her hands, reading. She had finished Pigs Have Wings and had gone on to Galahad at Blandings. She thought that the title was appropriate now that she and Kabir were in love. These three days of separation would be like a month, and she would have to distract herself with as much Wodehouse as possible. Lata was not overjoyed to be disturbed, even by her sister. ‘May I sit down here on the bed?’ asked Savita. Lata nodded, and Savita sat down. ‘What’s that you’re reading?’ asked Savita. Lata held up the cover for quick inspection, then went back to her reading. ‘I’ve been feeling a bit low today,’ said Savita. ‘Oh.’ Lata sat up promptly and looked at her sister. ‘Are you having your period or something?’ Savita started laughing. ‘When you’re expecting you don’t have periods.’ She looked at Lata in surprise. ‘Didn’t you know that?’ It seemed to Savita that she herself had known this elementary fact for a long time, but perhaps that wasn’t so. ‘No,’ said Lata. Since her conversations with the informative Malati were quite wide-ranging, it was surprising that this had never come up. But it struck her as entirely right that Savita should not have to cope with two physical problems at the same time. ‘What’s the matter, then?’ ‘Oh, nothing, I don’t know what it is. I just feel this way sometimes—lately, quite a lot. Maybe it’s Pran’s health.’ She put her arm gently on Lata’s. Savita was not a moody person, and Lata knew it. She looked at her sister affectionately, and said: ‘Do you love Pran?’ This suddenly seemed very important. ‘Of course I do,’ said Savita, surprised. ‘Why “of course”, Didi?’ ‘I don’t know,’ said Savita. ‘I love him. I feel better when he’s here. I feel worried about him. And sometimes I feel worried about his baby.’ ‘Oh, he’ll be all right,’ said Lata, ‘judging from his kicking.’ She lay down again, and tried to go back to her book. But she couldn’t concentrate even on Wodehouse. After a pause, she said: ‘Do you like being pregnant?’ ‘Yes,’ said Savita with a smile. ‘Do you like being married?’ ‘Yes,’ said Savita, her smile widening. ‘To a man who was chosen for you—whom you didn’t really know before your marriage?’ ‘Don’t talk like that about Pran, it’s as if you were talking about a stranger,’ said Savita, taken aback. ‘You’re funny sometimes, Lata. Don’t you love him too?’ ‘Yes,’ said Lata, frowning at this non sequitur, ‘but I don’t have to be close to him in the same way. What I can’t understand is how—well, it was other people who decided he was suitable for you—but if you didn’t find him attractive—’ She was thinking that Pran was not good-looking, and she did not believe that his goodness was a substitute for—what?—a spark. ‘Why are you asking me all these questions?’ asked Savita, stroking her sister’s hair. ‘Well, I might have to face a problem like that some day.’ ‘Are you in love, Lata?’ The head beneath Savita’s hand jerked up very slightly and then pretended it hadn’t. Savita had her answer, and in half an hour she had most of the details about Kabir and Lata and their various meetings. Lata was so relieved to talk to someone who loved her and understood her that she poured out all her hopes and visions of bliss. Savita saw at once how impossible these were, but let Lata talk on. She felt increasingly sad as Lata grew more elated. ‘But what should I do?’ said Lata. ‘Do?’ repeated Savita. The answer that came to her mind was that Lata should give Kabir up immediately before their infatuation went any further, but she knew better than to say so to Lata, who could be very contrary. ‘Should I tell Ma?’ said Lata. ‘No!’ said Savita. ‘No. Don’t tell Ma, whatever you do.’ She could imagine her mother’s shock and pain. ‘Please don’t tell anyone either, Didi. Anyone,’ said Lata. ‘I can’t keep any secrets from Pran,’ said Savita. ‘Please keep this one,’ said Lata. ‘Rumours get around so easily. You’re my sister. You’ve known this man for less than a year.’ As soon as the words were out of her mouth, Lata felt bad about the way she had referred to Pran, whom she now adored. She should have phrased it better. Savita nodded, a little unhappily. Although she hated the atmosphere of conspiracy that her question might generate, Savita felt that she had to help her sister, even guard her in some way. ‘Shouldn’t I meet Kabir?’ she asked. ‘I’ll ask him,’ said Lata. She felt sure that Kabir would not have any reservations about meeting anyone who was basically sympathetic, but she did not think he would enjoy it particularly. Nor did she want him to meet anyone from her family for some time yet. She sensed that everything would become troubled and confused, and that the carefree spirit of their boat ride would quickly disappear. ‘Please be careful, Lata,’ said Savita. ‘He may be very good-looking and from a good family, but—’ She left the second half of her sentence unfinished, and later Lata tried to fit various endings to it.

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Cap. 3.14 - Un amor de leyenda

Cap.- 3.14 Al cabo de un rato el barquero sin que nadie le dijera nada, sacó la pértiga del limo que había en el fondo del río. Siguió remando corriente arriba, pasado el Barsaat Mahal. El río se estrechaba ligeramente a causa de una lengua de arena que sobresalía de la margen opuesta hasta alcanzar casi el centro de la corriente. Las chimeneas de una fábrica de zapatos, una curtiduría y un molino de harina se hicieron visibles. Kabir se estiró y bostezó, liberando el hombro de Lata. —Ahora daré media vuelta y nos dejaremos llevar por la corriente —dijo el barquero. Kabir asintió. —Aquí es donde empieza para mí el trabajo fácil —dijo el barquero, haciendo dar media vuelta al bote—. Es una suerte que todavía no haga demasiado calor—. Y dirigiéndolo con algún golpe de remo esporádico, dejó que el bote se deslizara río abajo. —Muchos suicidas se tiran desde ahí —comentó jovial, señalando la abrupta caída que había desde el Barsaat Mahal—. La semana pasada se tiró uno. Cuanto más calor hace, más loca se vuelve la gente. Están locos, todos locos. —Y señaló la orilla. Claramente en su cabeza, los unidos perpetuamente a la tierra nunca estarían del todo cuerdos. Mientras volvían a pasar por delante del Barsaat Mahal, Kabir sacó del bolsillo un pequeño folleto titulado La Excelente Guía de Brahmpur. Y le leyó en voz alta a Lata: “Aunque Fátima Jaan era tan sólo la tercera esposa del nawab Khushwaqt, fue para ella para quién construyó el noble edificio del Barsaat Mahal. Su femenina gracia, la dignidad de su corazón y su inteligencia resultaron ser tan poderosas que todo el afecto del nawab Khushwaqt pronto se centró en su nueva esposa, y su apasionado amor les convirtió en compañeros inseparables, tanto en el palacio como en la corte. Para ella construyó el Barsaat Mahal, milagro de filigrana en mármol, para que allí viviera y se deleitara. En cierta ocasión le acompañó a la guerra. Y por esa época dio a luz a un niño de delicada salud, y por desgracia, debido algún desorden mental, le miró llena de desesperación a su señor. Ante aquello, el nawab se sintió conmocionado. La pena inundó su corazón y su cara palideció... ¡Y ay! El 23 de abril de 1735, antes de cumplir los 33 años, Fátima Jaan cerró los ojos ante su amor, al que dejó con el corazón roto.” —Pero ¿eso es verdad? —dijo Lata riendo. —Al pie de la letra —dijo Kabir—. Confía en tu historiador. —Y prosiguió—: “El nawab Khushwaqt quedó tan afligido que su mente quedó alterada y llegó a estar dispuesto a morir aunque, naturalmente, no podía hacerlo. Durante mucho tiempo no pudo olvidarla aunque se realizaron grandes esfuerzos para que lo lograra. Cada viernes iba andando hasta la tumba de su amada, y él mismo leía la fatiha en el lugar del último reposo de sus huesos.” —Por favor, —dijo Lata—. Para. Me arruinarás para siempre el Barsaat Mahal. —Pero Kabir siguió leyendo, implacable: “Después de su muerte el palacio se había convertido en un lugar triste y desolado. Los estanques llenos de peces dorados y plateados ya no proporcionaban diversión ni alegría alguna al nawab. Se volvió vil y depravado. Construyó una sala oscura donde ahorcaba a los miembros rebeldes del harén, y sus cuerpos eran arrojados al río. Aquello dejó una mancha en su alma. En aquella época, tales castigos se llevaban a cabo sin distinción de sexos. No había más ley que las órdenes del nawab, y los castigos eran drásticos y brutales. Las fuentes seguían manando y la fragante agua corría incesante por los canales. El palacio era poco menos que un paraíso donde la belleza y el encanto se derramaban libremente. Pero después de que expirase la Única de su vida, ¿qué le importaban a él las innumerables jóvenes bellezas en flor? El nawab exhaló su último suspiro el 14 de enero, contemplando con fijeza un cuadro de F. Jaan.” —¿En qué año murió? —preguntó Lata. —Creo que la Excelente Guía de Brahmpur no dice nada acerca del tema, pero yo mismo puedo aportarte el dato. Fue en 1766. Ni tampoco nos cuenta por qué lo llamó Barsaat Mahal. —¿Y por qué fue? —preguntó Lata—. ¿Por el agua que corría libremente? —La verdad es que tiene que ver con el poeta Mast —dijo Kabir—. Antes se llamaba el Fátima Mahal: el Palacio de Fátima. Mast, durante uno de los recitales que allí dio, hizo una analogía entre las incesantes lágrimas de Khushwaqt y las lluvias del monzón. El gazal con esos versos en concreto se volvió muy popular. —Ah —dijo Lata, y cerró los ojos. —Además —prosiguió Kabir—, a los sucesores del nawab –incluyendo el hijo de salud delicada– se les solía ver en las zonas de recreo del Fátima Mahal más durante los monzones, que en el resto del año. Casi todo se interrumpía durante las lluvias, excepto el placer. Y así cambió de nombre. —¿Y cuál es esa historia de Akbar y Birbal que me ibas a contar el otro día? —preguntó Lata. —¿Una historia de Akbar y Birbal? —preguntó Kabir. —Pero no hoy; durante el concierto. —¿Ah si?—dijo Kabir—, ¿eso dije? Pero hay tantas. ¿A cuál me refería? Quiero decir, ¿cuál era el contexto? ¿Cómo es, pensó Lata, que no recuerda esos comentarios que yo recuerdo también? —Creo que era porque mis amigas y yo te recordábamos a las cotorras. —Ah, ya. —La cara de Kabir se iluminó al recordarlo—. La cosa es como sigue: “Akbar se sentía mortalmente aburrido, así que pidió a los miembros de su corte que le narraran algo verdaderamente asombroso, pero no algo que supieran de oídas, sino algo que ellos mismos hubieran visto. La historia más asombrosa ganaría un premio. Todos los cortesanos y ministros aparecieron con diferentes y sorprendentes historias..., las de siempre. Uno dijo que había visto a un elefante barritando de terror ante una hormiga. Otro que había visto un barco volando en el cielo. Otro que había conocido a un jeque que era capaz de ver los tesoros enterrados en la tierra. Otro que había visto un búfalo con tres cabezas. Y así sucesivamente. Cuando le llegó el turno a Birbal no dijo nada. Finalmente admitió que ese día había visto algo bastante inusual mientras se dirigía hacia la corte a caballo: unas cincuenta mujeres estaban sentadas bajo un árbol, totalmente en silencio. Y todo el mundo estuvo de acuerdo inmediatamente en que Birbal recibiera el premio”. —Kabir echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. A Lata no le hizo mucha gracia el cuento, y estaba a punto de decírselo cuando pensó en la señora Rupa Mehra, a quien le resultaba imposible permanecer en silencio durante un par de minutos, ya estuviera afligida, alegre, enferma o rebosante de salud, ya fuera en tren o estuviera en un concierto o estuviera donde estuviera. —¿Por qué siempre haces que me acuerde de mi madre? —preguntó Lata. —¿Ah si? —dijo Kabir—. No era mi intención. —Y volvió a rodearla con el brazo. Se quedó en silencio; sus pensamientos vagaron hacia su propia familia. Lata también estaba callada; todavía no había podido descubrir qué fue lo que le había provocado aquel pánico en el examen, y seguía desconcertándola. La orilla de la ciudad pasó de nuevo junto a ellos, aunque ahora había más actividad al borde del agua. El barquero había decidido mantenerse más cerca de la tierra. Se oían con mayor claridad los remos de los otros botes; las zambullidas de los bañistas, aclarándose la garganta, tosiendo y sonándose la nariz; los cuervos graznaban; alguien salmodiaba en voz alta las estrofas de las escrituras; y más allá del arenal se oía el sonido de las campanas y las caracolas del templo. En aquel punto el río discurría hacia el este, y el sol, que ya había salido, se reflejaba en la superficie, mucho más allá de la universidad. Una guirnalda de caléndulas flotaba en el agua. Las piras ardían en el ghat de incineración. Del fuerte llegaban las ruidosas órdenes de la instrucción. Mientras se dejaban ir río abajo oyeron una vez más el ruido incesante de los lavanderos y el esporádico rebuznar de los asnos. El bote llegó a las escalinatas. Kabir le ofreció dos rupias al barquero. Él rehusó orgulloso. —Hicimos un trato. La próxima vez me buscarás —dijo el barquero. Cuando el bote dejó de moverse, Lata sintió una punzada de pena. Pensó en lo que Kabir le había dicho acerca de nadar o lanzarse en trineo, acerca de la ligereza que proporcionaba un nuevo elemento, un movimiento físico distinto. El movimiento del bote, su sensación de libertad y la lejanía del mundo, pensó que pronto se dispersarían. Pero cuando Kabir la ayudó a desembarcar, ella no se soltó, y los dos caminaron de la mano a lo largo de la orilla del río, hacia la arboleda de banianos y aquel santuario insignificante. No hablaron. En zapatillas, era mucho más difícil subir el sendero que bajarlo, pero él la ayudó tirando de ella. Puede que fuera amable, pensó Lata, pero también era fuerte. Le resultaba sorprendente que apenas hubieran hablado de la universidad, de los exámenes, del críquet, de los profesores, de planes, del mundo que existía por encima del barranco. Bendijo los escrúpulos de la Taiji de Hema. Se sentaron en la raíz retorcida de los banianos gemelos. Lata no sabía qué decir. Se escuchó diciendo: —Kabir, ¿te interesa la política? El la miro sorprendido ante la inesperada pregunta, luego simplemente dijo: “No” y la besó. El corazón le dio un vuelco. Y ella correspondió a su beso —sin pensar en nada—, aunque asombrada de sí misma, ante el hecho de poder ser tan imprudente y tan feliz. Cuando el beso acabó, Lata comenzó a pensar de nuevo, con mayor intensidad que nunca. —Te quiero —dijo Kabir. Como ella no respondía, él dijo: —Bueno, ¿no vas a decir nada? —Oh, yo también te quiero —dijo Lata, afirmando un hecho que le resultaba completamente obvio y que, por tanto, a él también debería de parecérselo—. Pero no tiene sentido decirlo, así que retíralo. Kabir dio un respingo. Pero antes de poder replicar, Lata dijo: —Kabir, ¿por qué no me dijiste tu apellido? —Es Durrani. —Lo sé. —Oírselo decir con tanta naturalidad hizo que le volvieran a la cabeza todas las preocupaciones del mundo. —¿Lo sabías? —Kabir estaba sorprendido—. Pero recuerdo que en el concierto te negaste a que intercambiáramos nuestros apellidos. Lata sonrió; su memoria era muy selectiva. Luego volvió a ponerse seria. —Eres musulmán —dijo, serena. —Sí, claro, pero ¿por qué eso es tan importante para ti? ¿Es por eso que a veces estás tan rara y distante? —Había una chispa de humor en sus ojos. —¿Importante? —Ahora era Lata la que estaba perpleja—. Es importantísimo. ¿No sabes lo que eso significa en mi familia? —¿Acaso él deliberadamente se negaba a ver las dificultades, se preguntó Lata, o de verdad creía que daba igual? Kabir le cogió la mano y dijo: —Tú me quieres. Y yo te quiero. Eso es lo único que importa. Lata insistió. —¿Es que a tu padre no le importa? —No. Contrariamente a muchas familias musulmanas, a nosotros nos dieron asilo durante la Partición, e incluso antes. A penas piensa en nada que no sean sus parámetros y perímetros. Y una ecuación es la misma esté escrita con tinta verde o roja. No veo por qué tenemos que hablar de esto. Lata se anudó el suéter gris a la cintura, y terminaron de subir la cuesta. Quedaron en volver a verse al cabo de tres días, en el mismo lugar y a la misma hora. Kabir iba a estar ocupado durante un par de días haciendo unas tareas para su padre. Le quitó la cadena a la bici y —mirando rápidamente a su alrededor— la besó de nuevo. Cuando él estaba a punto de marcharse, ella le dijo: —¿Has besado a otras? —¿A qué viene eso? —Parecía divertido. Se quedó mirándole la cara; no repitió la pregunta. —¿Quieres decir en toda mi vida? —preguntó Kabir—. No. No lo creo. No, en serio. Y se alejó.

Cap. 3.14 - A Love of Legend

Cap. – 3.14 After a little while, without as such being told to, the boatman pulled his pole out of the mud at the bottom of the river. He continued to row upstream, past the Barsaat Mahal. The river narrowed slightly because of a spit of sand jutting almost into mid-stream from the opposite bank. The chimneys of a shoe factory, a tannery and a flour mill came into view. Kabir stretched and yawned, releasing Lata’s shoulder. ‘Now I’ll turn around and we’ll drift past it,’ said the boatman. Kabir nodded. ‘This is where the easy part begins for me,’ said the boatman, turning the boat around. ‘It’s good it’s not too hot yet.’ Steering with an occasional stroke of the oar, he let the boat drift downstream on the current. ‘Lots of suicides from that place there,’ he commented cheerfully, pointing at the sheer drop from the Barsaat Mahal to the water. ‘There was one last week. The hotter the weather, the crazier people get. Crazy people, crazy people.’ He gestured along the shore. Clearly, in his mind, the perpetually land-bound could never be quite sane. As they passed the Barsaat Mahal again, Kabir took a small booklet entitled Diamond Guide to Brahmpur out of his pocket. He read out the following to Lata: Although Fatima Jaan was only third wife of Nawab Khushwaqt still it was to her that he made the nobile edifice of Barsaat Mahal. Her feminine grace, dignity of heart and wit proved so powerful that Nawab Khushwaqt’s all affections were soon transferred to his new bride, their Impassionate love made them inseparatable companions both in the palaces as well as in the court. To her he built Barsaat Mahal, miracle of marble filligral work, for their life and pleasures. Once she also accompanied him in the campaign. At that time she gave birth to a weakly son and unfortunately, due to some disorder in the system, she looked despairingly at her lord. At this, the Nawab was shocked too much. His heart was sank with grief and face grew much too pale. . . . Alas! On the day of 23 April, 1735, Fatima Jaan closed her eyes at a shortage of 33 before her broken-hearted lover. ‘But is all this true?’ said Lata laughing. ‘Every word,’ said Kabir. ‘Trust your historian.’ He went on: Nawab Khushwaqt was so much grieved that his mind was upset, he was even prepared to die which he, of course, could not do. For a long time he could not forget her though all possible efforts were made. On each Friday he went on foot to the grave of his best-loved and himself read fatiha on final resting spot of her bones. ‘Please,’ said Lata, ‘please stop. You’ll ruin the Barsaat Mahal for me.’ But Kabir read mercilessly on: After her death the palace became sordid and sad. No longer did the tanks full of golden and silvery fish afford sportive amusements to the Nawab. He became lustrious and debauching. He built now a dark room where refractory members of harem were hanged and their bodies were swept away in the river. This left a blot on his personality. During those days these punishments were usual without distinction of sexes. There was no law except the Nawab’s orders and the punishments were drastic and furious. The fountains played still with frangrant water and an unceasing water rolled on the floors. The palace was not less than a heaven where beauty and charms were scattered freely. But after expiry of the One of his life what to him mattered the innumerable blooming ladies? He breathed his last on the 14 January gazzing steadfastly at a picture of F. Jaan. ‘Which year did he die in?’ asked Lata. ‘I believe the Diamond Guide to Brahmpur is silent on this subject, but I can supply the date myself. It was 1766. Nor does it tell us why it was called the Barsaat Mahal in the first place.’ ‘Why was it?’ asked Lata. ‘Because an unceasing water rolled freely?’ she speculated. ‘Actually it has to do with the poet Mast,’ said Kabir. ‘It used to be called the Fatima Mahal. Mast, during one of his recitations there, made a poetic analogy between Khushwaqt’s unceasing tears and the monsoon rains. The ghazal containing that particular couplet became popular.’ ‘Ah,’ said Lata, and closed her eyes. ‘Also,’ continued Kabir, ‘the Nawab’s successors—including his weakly son—used to be found more often in the pleasure grounds of the Fatima Mahal during the monsoons than at any other time. Most things stopped during the rains except pleasure. And so its popular name changed.’ ‘And what was that other story you were about to tell me about Akbar and Birbal?’ asked Lata. ‘About Akbar and Birbal?’ asked Kabir. ‘Not today; at the concert.’ ‘Oh,’ said Kabir. ‘Did I? But there are so many stories. Which one was I referring to? I mean, what was the context?’ How is it, thought Lata, that he doesn’t remember these remarks of his that I remember so well? ‘I think it was about me and my friends reminding you of jungle babblers.’ ‘Oh, yes.’ Kabir’s face lit up at the memory. ‘This is how it goes. Akbar was bored with things, so he asked his court to tell him something truly astonishing—but not something that they had merely heard about, something that they themselves had seen. The most astonishing story would win a prize. All his courtiers and ministers came up with different and astonishing facts—all the usual ones. One said that he had seen an elephant trumpeting in terror before an ant. Another said that he had seen a ship flying in the sky. Another that he had met a Sheikh who could see treasure buried in the earth. Another that he had seen a buffalo with three heads. And so on and so forth. When it came to Birbal’s turn, he didn’t say anything. Finally, he admitted that he had seen something unusual while riding to court that day: about fifty women sitting under a tree together, absolutely silent. And everyone immediately agreed that Birbal should get the prize.’ Kabir threw back his head and laughed. Lata was not pleased by the story, and was about to tell him so when she thought of Mrs Rupa Mehra, who found it impossible to remain silent for even a couple of minutes in grief, joy, sickness or health, in a railway carriage or at a concert or indeed anywhere at all. ‘Why do you always remind me of my mother?’ asked Lata. ‘Do I?’ said Kabir. ‘I didn’t mean to.’ And he put his arm around her again. He became silent; his thoughts had wandered off to his own family. Lata too was silent; she still could not work out what had caused her to panic in the exam, and it had returned to perplex her. The shoreline of Brahmpur again drifted past but now there was more activity at the water’s edge. The boatman had chosen to keep closer to the shore. They could hear more clearly the oars of other boats; bathers splashing, clearing their throats, coughing and blowing their noses; crows cawing; verses from the scriptures being chanted over a loudspeaker; and beyond the sands the sound of temple bells and conches. The river flowed due east at this point, and the risen sun was reflected in its surface far beyond the university. A marigold garland floated in the water. Pyres were burning at the cremation ghat. From the Fort came the shouted commands of parade. As they drifted downstream they once more heard the ceaseless sounds of the washermen and the occasional braying of their donkeys. The boat reached the steps. Kabir offered the boatman two rupees. He nobly refused it. ‘We came to an understanding beforehand. Next time you’ll look out for me,’ he said. When the boat stopped moving Lata felt a pang of regret. She thought of what Kabir had said about swimming or tobogganing—about the ease conferred by a new element, a different physical motion. The movement of the boat, their feeling of freedom and distance from the world would soon, she felt, disperse. But when Kabir helped her ashore, she did not pull away, and they walked hand in hand along the edge of the river towards the banyan grove and the minor shrine. They did not say much. It was more difficult to climb up the path than to walk down it in her slippers, but he helped pull her up. He might be gentle, she thought, but he is certainly strong. It struck her as amazing that they had hardly talked about the university, their exams, cricket, teachers, plans, the world immediately above the cliffs. She blessed the qualms of Hema’s Taiji. They sat on the twisted root of the twin banyan trees. Lata was at a loss as to what to say. She heard herself saying: ‘Kabir, are you interested in politics?’ He looked at her in amazement at the unexpected question, then simply said, ‘No,’ and kissed her. Her heart turned over completely. She responded to his kiss—without thinking anything out—but with a sense of amazement at herself—that she could be so reckless and happy. When the kiss was over, Lata suddenly began thinking again, and more furiously than ever. ‘I love you,’ said Kabir. When she was silent, he said: ‘Well, aren’t you going to say anything?’ ‘Oh, I love you too,’ said Lata, stating a fact that was completely obvious to her and therefore should have been obvious to him. ‘But it’s pointless to say so, so take it back.’ Kabir started. But before he could say anything, Lata said: ‘Kabir, why didn’t you tell me your last name?’ ‘It’s Durrani.’ ‘I know.’ Hearing him say it so casually brought all the cares of the world back on her head. ‘You know?’ Kabir was surprised. ‘But I remember that at the concert you refused to exchange last names with me.’ Lata smiled; his memory was quite selective. Then she grew serious again. ‘You’re Muslim,’ she said quietly. ‘Yes, yes, but why is all this so important to you? Is that why you’ve been so strange and distant sometimes?’ There was a humorous light in his eyes. ‘Important?’ It was Lata’s turn to be amazed. ‘It’s all-important. Don’t you know what it means in my family?’ Was he deliberately refusing to see difficulties, she wondered, or did he truly believe that it made no difference? Kabir held her hand and said, ‘You love me. And I love you. That’s all that matters.’ Lata persisted: ‘Doesn’t your father care?’ ‘No. Unlike many Muslim families, I suppose we were sheltered during Partition—and before. He hardly thinks of anything except his parameters and perimeters. And an equation is the same whether it’s written in red or green ink. I don’t see why we have to talk about this.’ Lata tied her grey sweater around her waist, and they walked to the top of the path. They agreed to meet again in three days at the same place at the same time. Kabir was going to be occupied for a couple of days doing some work for his father. He unchained his bike and—looking quickly around—kissed her again. When he was about to cycle off, she said to him: ‘Have you kissed anyone else?’ ‘What was that?’ He looked amused. She was looking at his face; she didn’t repeat the question. ‘Do you mean ever?’ he asked. ‘No. I don’t think so. Not seriously.’ And he rode off.

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Cap. 3.13 - En la niebla del río

Cap.- 3.13 Lata no deseaba que la acompañaran diez amigas, y, aun cuando así hubiera sido, no habría podido reunir ni la mitad de ese número. Con una era mas que suficiente. Por desgracia, Malati no estaba en Brahmpur. Lata decidió ir a casa de Hema para convencerla de que la acompañara. Hema se mostró entusiasmada ante la perspectiva, y aceptó enseguida. Le sonaba romántico y emocionante. “Guardaré el secreto”, dijo, pero cometió el error de confiárselo a una de sus innumerables primas so pena de enemistarse de por vida, la cual se lo confió a otra prima en términos similarmente estrictos. Al cabo de un día había llegado a oídos de Taiji. Taiji, normalmente tolerante, vio graves peligros en aquella empresa. Eso que no sabía —y si a eso vamos Hema tampoco— que Kabir era musulmán. Pero ir con un chico en un bote a las seis de la mañana, incluso para ella era demasiado. Le dijo a Hema que no tenía permiso para salir. Hema se enfurruñó pero obedeció, y llamó a Lata el domingo por la noche. Lata se fue a la cama muy angustiada, pero habiendo tomado una decisión, no durmió demasiado mal. No podía volver a fallarle. Se lo imaginaba de pie en la arboleda de banianos, aterido y preocupado, careciendo incluso del sustento granítico de los pastelillos de la señora Naoroji, esperándola mientras los minutos transcurrían y ella sin aparecer. A las seis menos cuarto de la mañana siguiente se levantó de la cama, se vistió rápidamente, se puso un holgado jersey gris que perteneció a su padre, le dijo a su madre que iba a dar un paseo por la zona universitaria, y fue a encontrarse con Kabir en el lugar acordado. Él la estaba esperando. Era de día, y la arboleda estaba llena del canto de los pájaros. —Tienes una pinta muy rara con esa ropa —dijo él, dándole su aprobación. —Tú tienes el mismo aspecto de siempre —dijo ella, dándole también su aprobación—. ¿Hace mucho que esperas? El negó con la cabeza. Ella le contó el malentendido ocurrido con Hema. —Espero que no vayas a cancelar nuestra excursión porque te haya fallado tu carabina—dijo Kabir. —Claro que no —dijo Lata. Se sentía tan audaz como Malati. Aquella mañana no le había dado mucho tiempo para pensar en lo que iba a hacer, y tampoco quería. A pesar de la angustia nocturna, el ovalo de su cara parecía lozano y atractivo, y en sus brillantes ojos no había ni rastro de sueño. Bajaron al río y caminaron un rato por el arenal, hasta que llegaron a las escalinatas de piedra. En el río había unos cuantos lavanderos, golpeando la ropa contra los peldaños. En el pequeño sendero que subía la cuesta se veían algunos burros aburridos, sobrecargados con fajos de ropa. El perro de un lavandero les dirigió unos ladridos vacilantes y en staccato. —¿Estás seguro de que conseguiremos un bote? —dijo Lata. —Oh, sí. Siempre hay alguien. Lo hago a menudo. Una breve y aguda punzada de dolor recorrió a Lata, aunque lo único que Kabir había querido dar a entender era que disfrutaba de navegar por el Ganges al amanecer. —Mira, ahí hay uno —dijo. Un barquero se deslizaba por el río en mitad de la corriente. Era abril, de manera que las aguas estaban bajas y fluían lentas. Kabir hizo bocina con las manos y gritó: —¡Aré, mallah! El barquero, sin embargo, no hizo ademán de remar hacia ellos. —¿Qué pasa? —gritó en hindi, con un fuerte acento brahmpurí; le dio al verbo “hai” un énfasis poco corriente. —¿Puedes llevarnos a un lugar donde podamos ver el Barsaat Mahal y su reflejo? —dijo Kabir. —¡Claro! —¿Cuánto nos cobras? —Dos rupias —dijo acercándose a la ribera con su barca de fondo plano. Kabir se enojó. —¿No te da vergüenza pedir tanto dinero? —dijo enfadado. —Es lo que todo el mundo cobra, sahib. —No soy ningún forastero al que puedas engañar —dijo Kabir. —Oh —dijo Lata—, por favor, no discutáis por nada. Se calló en seco; era de prever que Kabir insistiría en pagar, y él, al igual que ella, seguramente no tendría mucho dinero. Kabir siguió enfadado, gritando para que el barquero le oyera por encima del ruido de las ropas al golpear las escalinatas del ghat: —Venimos a este mundo con las manos vacías y de igual modo nos iremos. ¿Te parece que tienes que mentir tan de mañana? ¿Te llevarás mi dinero contigo cuando te vayas? El barquero, presumiblemente intrigado porque alguien se dirigiera a él tan filosóficamente, dijo: —Suba a mi bote, sahib. Me conformaré con lo que crea apropiado. —Le señaló a Kabir un lugar que había a unos cien metros, donde el bote podía acercarse a la orilla. Para cuando Lata y Kabir llegaron al sitio indicado, el barquero se había marchado río arriba. —Se ha ido —dijo Lata—. Quizá encontremos otro. Kabir negó con la cabeza. Dijo: —Hemos hecho un trato. Volverá. El barquero, tras remontar el río hasta la margen opuesta, cogió algo y regresó remando. —¿Sabéis nadar? —les preguntó. —Yo sí —dijo Kabir, y se volvió hacia Lata. —No —dijo ella— Yo no. Kabir pareció sorprendido. —Nunca aprendí —explicó Lata—. Primero viví en Darjeeling, y luego en Mussourie. —Confío en ti —le dijo Kabir al barquero, un hombre de tez oscura y sin afeitar, vestido con una camisa y un lungui, con un bundi de lana que le cubría el pecho—. Si ocurre algún accidente, tú preocúpate de ti, yo me encargaré de ella. —Muy bien —dijo el barquero. —Entonces, ¿cuánto? —Bueno, lo que quiera... —No —dijo Kabir—, fijemos un precio. Es lo que suelo hacer siempre con los barqueros. —Muy bien, —dijo el barquero—.¿Cuánto le parece razonable? —Una rupia y cuatro annas. —De acuerdo. Kabir subió al bote, luego alargó la mano para ayudar a Lata. Con pulso firme la sujetó mientras subía. Ella parecía ruborizada y feliz. Kabir retuvo su mano un segundo más de lo necesario. Luego, percibiendo que ella iba a apartarla, aflojó. Todavía había una ligera niebla en el río. Kabir y Lata estaban sentados frente al barquero mientras éste remaba. Se hallaban a más de doscientos metros del dhobi-ghat, pero el sonido del golpear las ropas, aunque débil, todavía era audible. Los detalles de la ribera desaparecían en la niebla. —Ah —dijo Kabir—. Es maravilloso estar aquí en medio del río rodeado de niebla y no es frecuente en esta época del año. Me recuerda una vez que fuimos a Simla en vacaciones. Todos los problemas del mundo desaparecieron. Era como si fuéramos una familia completamente distinta. —¿Vas a la montaña cada verano? —preguntó Lata. Aunque ella había ido a la escuela de Sta. Sofia, en Mussourie, en la actualidad era bastante inconcebible que pudieran permitirse alquilar una casa en la montaña. —Oh, sí —dijo Kabir—. Mi padre insiste en eso. Generalmente vamos a un lugar distinto cada año. Almora, Nainital, Ranikhet, Mussourie, Simla, incluso Darjeeling. Dice que el aire fresco “abre sus conjeturas”, sea lo que sea lo que eso significa. Una vez, cuando volvió de la montaña, dijo que al igual que Zaratustra, en seis semanas había conseguido tener una visión global de las matemáticas que le iba a durar toda la vida. Aunque naturalmente al año siguiente, como todos los veranos, volvimos a la montaña. —¿Y tú? —preguntó Lata—. ¿Qué me dices de ti? —¿De mí? —dijo Kabir. Parecía preocupado por algún recuerdo. —¿Te gustan la montañas? ¿Iréis este año como siempre? —No sé qué pasará este año —dijo Kabir—. Me gusta estar allá arriba. Es como nadar. —¿Nadar? —preguntó Lata, dejando una mano dentro del agua. Un repentino pensamiento asaltó a Kabir. Le preguntó al barquero: —¿Cuánto le cobras a la gente de la ciudad por llevarles hasta el Barsaat Mahal desde las proximidades del dhobi-ghat? —Cuatro annas por cabeza —dijo el barquero. —Muy bien —dijo Kabir—. Debería pagarte una rupia, como mucho, considerando que la mitad del camino es río abajo. Y te pago una rupia y cuatro annas. Así que no es injusto. —No me quejo —dijo el barquero, sorprendido. La niebla había aclarado, y ante ellos, en la orilla, se erguía el imponente edificio gris del Fuerte Brahmpur, tras una amplia franja de arena. Cerca, y descendiendo hasta el arenal, había una enorme rampa de tierra, y en ella una gran higuera de las pagodas, cuyas hojas relucían en la brisa de la mañana. —¿Qué querías decir con “nadar”? —preguntó Lata. —Ah, sí —dijo Kabir—. Lo que quería decir es que al nadar te encuentras en un elemento completamente distinto. Todos tus movimientos son distintos, y, como resultado, también tus pensamientos. Una vez, en Gulmarg, me lancé en trineo, y recuerdo que pensé que realmente yo no existía. Lo único que existía era el aire limpio y puro, la nieve, el ímpetu del veloz movimiento. En las monótonas llanuras vuelves a tener conciencia de ti mismo. Bueno, excepto, quizás como ahora en el río. —¿Cómo la música? —dijo Lata. La pregunta se dirigía tanto a ella misma como a Kabir. —Mmm, sí, en cierto modo, quizás sí —murmuró Kabir—. No, en realidad no —decidió. Había estado pensando en un cambio de estado de ánimo provocado por un cambio de actividad física. —Aunque —dijo Lata siguiendo sus propios pensamientos— la verdad es que eso es lo que a mí me provoca la música. El simple hecho de tocar la tanpura, aunque no cante una sola nota, me pone en trance. A veces pasan quince minutos antes de que vuelva en mí. Cuando las cosas me superan, tocar la tanpura es lo primero que se me ocurre. Y cuando pienso que solo llevo un año cantando –gracias a Malati– me doy cuenta de la suerte que he tenido. ¿Sabes que mi madre tiene tan poco sentido musical que cuando era pequeña y me cantaba nanas le suplicaba que se callara y que me las cantara mi aya? Kabir sonreía. Pasó el brazo alrededor de sus hombros y ella, en lugar de protestar, le dejó hacer. Parecía que ése era el lugar que le correspondía. —¿Por qué no dices nada? —preguntó ella. —Esperaba a que siguieras hablando. Estoy tan poco acostumbrado a oírte hablar de ti misma. A veces me parece que no se ni una palabra de ti. ¿Quién es Malati, por ejemplo? —¿Ni una palabra? —dijo Lata, recordando aquella conversación con Malati—. ¿Después de todas las indagaciones que has hecho? —Sí —dijo Kabir—. Háblame de ti. —Eso no es una pregunta. Sé más especifico. ¿Por dónde quieres que empiece? —Oh, por donde quieras. Quizá por el principio, luego sigue hasta que llegues al final y para. —Bueno —dijo Lata—, todavía no es hora de desayunar, de modo que tendrás que oír, al menos, seis cosas imposibles. —Muy bien —dijo Kabir, riendo. —Sólo que en mi vida probablemente no hay seis cosas imposibles. Es bastante aburrida. —Empieza por tu familia —dijo Kabir. Lata comenzó a hablar de su familia, de su adorado padre, quien incluso en aquel instante parecía proyectar una sobre protectora sobre ella, bajo la forma del jersey gris; de su madre, con su Gita, sus lagrimones y su afectuosa volubilidad; de Arun, Meenakshi, Aparna y Varun, en Calcuta; y naturalmente, de Savita, Pran y el futuro bebé. Lata hablaba con total libertad, incluso acercándose un poco más a Kabir. Aunque extrañamente, para alguien que a veces no se sentía segura de sí misma, no tenía ninguna duda de su afecto. El Fuerte y los arenales quedaron atrás, al igual que el ghat de incineración, los templos del Viejo Brahmpur y los minaretes de la Mezquita de Alamgiri. El río se curvó suavemente y apareció ante ellos la delicada estructura blanca del Barsaat Mahal, al principio ligeramente de perfil, y luego, poco a poco, totalmente de frente. El agua no estaba clara pero si tranquila y su superficie era como un cristal turbio. El barquero se desplazaba hacia el centro del río mientras remaba. A continuación dejó el bote inmóvil en el centro —en línea con el eje vertical de simetría del Barsaat Mahal— y sumergió la larga pértiga que anteriormente había recogido de la orilla. La vara tocó fondo y el bote quedó inmóvil. —Ahora sentaos y observad durante cinco minutos —dijo el barquero—. Es una vista que nunca olvidaréis en vuestra vida. De hecho, así fue, y ninguno de los dos iba a olvidarla. El Barsaat Mahal, sede del arte de gobernar y de las intrigas, del amor y del goce disoluto, de la gloria y la lenta decadencia, se había transfigurado hasta adquirir una belleza abstracta y absoluta. Se erguía por encima del muro que lo separaba del río, reflejándose en el agua sin ondas de una manera casi perfecta. Se encontraban en un tramo del río los sonidos del casco antiguo eran tenues. Durante cinco minutos no dijeron nada.

Cap. 3.13 - In the River Fog

Cap.- 3.13 Lata did not want ten friends to accompany her, and even if she had she would not have been able to round up half that number. One was enough. Malati unfortunately had left Brahmpur. Lata decided to go over to Hema’s place to persuade her to come. Hema was very excited at the prospect, and readily agreed. It sounded romantic and conspiratorial. ‘I’ll keep it a secret,’ she said, but made the mistake of confiding it on pain of lifelong enmity to one of her innumerable cousins, who confided it to another cousin on similarly strict terms. Within a day it had come to Taiji’s ears. Taiji, normally lenient, saw grave dangers in this enterprise. She did not know—nor for that matter did Hema—that Kabir was Muslim. But going out with any boy in a boat at six in the morning: even she baulked here. She told Hema she would not be allowed to go out. Hema sulked but succumbed, and phoned Lata on Sunday evening. Lata went to bed in great anxiety, but, having made up her mind, did not sleep badly. She could not let Kabir down again. She pictured him standing in the banyan grove, cold and anxious, without even the granitic sustenance of Mrs Nowrojee’s little cakes, waiting for her as the minutes passed and she did not come. At a quarter to six the next morning she got out of bed, dressed quickly, pulled on a baggy grey sweater that had once belonged to her father, told her mother she was going for a long walk in the university grounds, and went to meet Kabir at the appointed place. He was waiting for her. It was light, and the whole grove was filled with the sound of waking birds. ‘You’re looking very unusual in that sweater,’ he said approvingly. ‘You look just the same as ever,’ she said, also approvingly. ‘Have you been waiting long?’ He shook his head. She told him about the confusion with Hema. ‘I hope you’re not going to call it off because you don’t have a chaperone,’ he said. ‘No,’ said Lata. She felt as bold as Malati. She had not had much time to think about things this morning, and did not want to either. Despite her evening’s anxiety, her oval face looked fresh and attractive, and her lively eyes were no longer sleepy. They got down to the river and walked along the sand for a while until they came to some stone steps. A few washermen were standing in the water, beating clothes against the steps. On a small path going up the slope at this point stood a few bored little donkeys overburdened with bundles of clothes. A washerman’s dog barked at them in uncertain, staccato yaps. ‘Are you sure we’ll get a boat?’ said Lata. ‘Oh, yes, there’s always someone. I’ve done this often enough.’ A small, sharp pulse of pain went through Lata, though Kabir had meant merely that he enjoyed going out on the Ganga at dawn. ‘Ah, there’s one,’ he said. A boatman was scouting up and down with his boat in midstream. It was April, so the river was low and the current sluggish. Kabir cupped his hands and shouted: ‘Aré, mallah!’ The boatman, however, made no attempt to row towards them. ‘What’s the matter?’ he yelled in Hindi that had a strong Brahmpuri accent; he gave the verb ‘hai’ an unusual emphasis. ‘Can you take us to a point where we can see the Barsaat Mahal and its reflection?’ said Kabir. ‘Sure!’ ‘How much?’ ‘Two rupees.’ He was now approaching the shore in his old flat-bottomed boat. Kabir got annoyed. ‘Aren’t you ashamed to ask so much?’ he said angrily. ‘It’s what everyone charges, Sahib.’ ‘I’m not some outsider that you can cheat me,’ said Kabir. ‘Oh,’ said Lata, ‘please don’t quarrel over nothing—’ She stopped short; presumably Kabir would insist on paying, and he, like her, probably did not have much money. Kabir went on angrily, shouting to be heard over the sound of the clothes hitting the steps of the ghat: ‘We come empty-handed into this world and go out empty-handed. Do you have to lie so early in the morning? Will you take this money with you when you go?’ The boatman, presumably intrigued at being so philosophically addressed, said: ‘Sahib, come down. Whatever you think is appropriate I will accept.’ He guided Kabir towards a spot a couple of hundred yards away where the boat could come close to the shore. By the time Lata and Kabir had reached the spot, he had gone up the river. ‘He’s gone away,’ said Lata. ‘Perhaps we’ll find another one.’ Kabir shook his head. He said: ‘We’ve spoken. He’ll return.’ The boatman, after rowing upstream and to the far shore, got something from the bank, and rowed back. ‘Do you swim?’ he asked them. ‘I do,’ said Kabir, and turned towards Lata. ‘No,’ said Lata, ‘I don’t.’ Kabir looked surprised. ‘I never learned,’ explained Lata. ‘Darjeeling and Mussourie.’ ‘I trust your rowing,’ said Kabir to the boatman, a brown, bristle-faced man dressed in a shirt and lungi with a woollen bundi to cover his chest. ‘If there’s an accident, you handle yourself, I’ll handle her.’ ‘Right,’ said the boatman. ‘Now, how much?’ ‘Well, whatever you—’ ‘No,’ said Kabir, ‘let’s fix a price. I’ve never dealt with boatmen any other way.’ ‘All right,’ said the boatman, ‘what do you think is right?’ ‘One rupee four annas.’ ‘Fine.’ Kabir stepped on board, then stretched his hand out for Lata. With an assured grip he pulled her on to the boat. She looked flushed and happy. For an unnecessary second he did not release her hand. Then, sensing she was about to pull away, he let her go. There was still a slight mist on the river. Kabir and Lata sat facing the boatman as he pulled on the oars. They were more than two hundred yards from the dhobi-ghat, but the sound of the beating of clothes, though faint, was still audible. The details of the bank disappeared in the mist. ‘Ah,’ said Kabir. ‘It’s wonderful to be here on the river surrounded by mist—and it’s rare at this time of year. It reminds me of the holiday we once spent in Simla. All the problems of the world slipped away. It was as if we were a different family altogether.’ ‘Do you go to a hill station every summer?’ asked Lata. Though she had been schooled at St Sophia’s in Mussourie, there was no question now of being able to afford to take a house in the hills whenever they chose. ‘Oh yes,’ said Kabir. ‘My father insists on it. We usually go to a different hill station every year—Almora, Nainital, Ranikhet, Mussourie, Simla, even Darjeeling. He says that the fresh air “opens up his assumptions”, whatever that means. Once, when he came down from the hills, he said that like Zarathustra he had gained enough mathematical insight on the mountainside in six weeks to last a lifetime. But of course, we went up to the hills the next year as usual.’ ‘And you?’ asked Lata. ‘What about you?’ ‘What about me?’ said Kabir. He seemed troubled by some memory. ‘Do you like it in the hills? Will you be going this year as usual?’ ‘I don’t know about this year,’ said Kabir. ‘I do like it up there. It’s like swimming.’ ‘Swimming?’ asked Lata, trailing a hand in the water. A thought suddenly struck Kabir. He said to the boatman: ‘How much do you charge local people to take them all the way up to the Barsaat Mahal from near the dhobi-ghat?’ ‘Four annas a head,’ said the boatman. ‘Well then,’ said Kabir, ‘we should be paying you a rupee—at the most—considering that half your journey is downstream. And I’m paying you a rupee and four annas. So it’s not unfair.’ ‘I’m not complaining,’ said the boatman, surprised. The mist had cleared, and now before them on the bank of the river stood the grand grey edifice of the Brahmpur Fort, with a broad reach of sand stretching out in front of it. Near it, and leading down to the sands, was a huge earthen ramp, and above it a great pipal tree, its leaves shimmering in the morning breeze. ‘What did you mean by “swimming”?’ asked Lata. ‘Oh yes,’ said Kabir. ‘What I meant was that you’re in a completely different element. All your movements are different—and, as a result, all your thoughts. When I went tobogganing in Gulmarg once, I remember thinking that I didn’t really exist. All that existed was the clean, pure air, the high snows, this rush of swift movement. The flat, drab plains bring you back to yourself. Except, perhaps, well, like now on the river.’ ‘Like music?’ said Lata. The question was addressed as much to herself as to Kabir. ‘Mmm, yes, I think so, in a way,’ Kabir mused. ‘No, not really,’ he decided. He had been thinking of a change of spirit brought about by a change of physical activity. ‘But,’ said Lata, following her own thoughts, ‘music really does do that to me. Simply strumming the tanpura, even if I don’t sing a single note, puts me into a trance. Sometimes I do it for fifteen minutes before I come back to myself. When things get to be too much for me, it’s the first thing I turn to. And when I think that I only took up singing under Malati’s influence last year I realize how lucky I’ve been. Do you know that my mother is so unmusical that when I was a child and she would sing lullabies to me, I would beg her to stop and let my ayah sing them instead?’ Kabir was smiling. He put his arm around her shoulder and, instead of protesting, she let it remain. It seemed to be in the right place. ‘Why aren’t you saying anything?’ she said. ‘I was just hoping that you’d go on talking. It’s unusual to hear you talking about yourself. I sometimes think I don’t know the first thing about you. Who is this Malati, for instance?’ ‘The first thing?’ said Lata, recalling a shred of conversation she’d had with Malati. ‘Even after all the inquiries you’ve instituted?’ ‘Yes,’ said Kabir. ‘Tell me about yourself.’ ‘That’s not much use as a request. Be more specific. Where should I begin?’ ‘Oh, anywhere. Begin at the beginning, go on until you reach the end and then stop.’ ‘Well,’ said Lata, ‘it’s before breakfast, so you’ll have to hear at least six impossible things.’ ‘Good,’ said Kabir, laughing. ‘Except that my life probably doesn’t contain six impossible things. It’s quite humdrum.’ ‘Begin with the family,’ said Kabir. Lata began to talk about her family—her much-beloved father, who seemed even now to cast a protective aura over her, not least significantly in the shape of a grey sweater; her mother, with her Gita, waterworks, and affectionate volubility; Arun and Meenakshi and Aparna and Varun in Calcutta; and of course Savita and Pran and the baby-to-be. She talked freely, even moving a little closer to Kabir. Strangely enough, for one who was sometimes so unsure of herself, she did not at all doubt his affection. The Fort and the sands had gone past, as had the cremation ghat and a glimpse of the temples of Old Brahmpur and the minarets of the Alamgiri Mosque. Now as they came round a gentle bend in the river they saw before them the delicate white structure of the Barsaat Mahal, at first from an angle, and then, gradually, full face. The water was not clear, but it was quite calm and its surface was like murky glass. The boatman moved into mid-stream as he rowed. Then he settled the boat dead centre—in line with the vertical axis of symmetry of the Barsaat Mahal—and plunged the long pole that he had earlier fetched from the opposite bank deep into the middle of the river. It hit the bottom, and the boat was still. ‘Now sit and watch for five minutes,’ said the boatman. ‘This is a sight you will never forget in your lives.’ Indeed it was, and neither of them was to forget it. The Barsaat Mahal, site of statesmanship and intrigue, love and dissolute enjoyment, glory and slow decay, was transfigured into something of abstract and final beauty. Above its sheer river wall it rose, its reflection in the water almost perfect, almost unrippled. They were in a stretch of the river where even the sounds of the old town were dim. For a few minutes they said nothing at all.

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Cap. 3.12 - La dupatta arrugada

Cap. - 3.12 El sábado siguiente por la mañana Kabir la estaba esperando cerca de su casa. Lata había salido a dar un paseo. Él estaba montado en la bici, apoyado en un árbol. Parecía un jinete. Su cara estaba seria. Cuando Lata le vio, el corazón le subió a la garganta. No era posible evitarle. Estaba claro que la estaba esperando. Decidió afrontarlo con valor. —Hola, Kabir. —Hola. Creí que jamás saldrías de casa. —¿Cómo has averiguado dónde vivo? —Hice algunas indagaciones —dijo sin sonreír. —¿A quién preguntaste? —dijo Lata, sintiéndose un poco culpable por las indagaciones que ella misma había hecho. —Eso no importa —dijo Kabir, negando con la cabeza. Lata le miró un tanto preocupada. —¿Has acabado los exámenes? —le preguntó, y su tono traicionaba una cierta ternura. —Sí. Ayer. —Kabir no dio mas detalles. Lata se quedó mirando la bicicleta con tristeza. Habría querido decirle: “¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me hablaste de ti la primera vez que nos dirigimos la palabra en la librería, y así me habría asegurado de no sentir nada por ti?” Pero en realidad ¿cuántas veces se habían visto? ¿Acaso poseían la suficiente intimidad, en cualquier sentido que se le quisiera dar a la palabra, para una pregunta tan directa, casi desesperada? ¿Sentiría lo mismo él por ella? Ella le gustaba, eso lo sabía. Pero ¿qué más se podría añadir a eso? Él se adelantó a cualquier pregunta que ella pudiera hacerle diciendo: —¿Por qué no viniste ayer? —No pude —dijo con impotencia. —No retuerzas la punta de tu dupatta, la arrugarás. —Oh, lo siento. —Lata se miró las manos, sorprendida. —Te estuve esperando. Llegué temprano. Estuve allí durante toda la charla. Incluso mastiqué unos cuantos pastelitos de los que prepara la señora Naoroji+, duros como piedras. Para entonces ya tenía bastante apetito. —Oh, no sabía que hubiera una señora Naoroji —dijo Lata, aferrándose a aquel comentario—. Me preguntaba quién le habría inspirado el poema, el de... “Pasión atormentada” ¿Te imaginas como se lo tomaría? Qué aspecto tiene? —Lata —dijo Kabir algo dolido—, lo siguiente que vas a preguntarme es si la conferencia del profesor Mishra fue buena. Lo fue, pero me trae sin cuidado. La señora Naoroji es gorda y de tez clara, pero eso aún me importa menos. ¿Por qué no viniste? —No pude —dijo Lata bajito. Reflexionó que sería más fácil si consiguiera reunir un poco de rabia para contestar a sus preguntas. Pero lo único que podía reunir era desaliento. —Entonces ven conmigo a tomar un café a la cafetería de la universidad. —No puedo —dijo Lata. El negó con la cabeza, sorprendido—. De verdad que no puedo —repitió ella—. Por favor, deja que me vaya. —No te estoy reteniendo —dijo él. Lata le miró y suspiró: —No podemos quedarnos aquí. Kabir se negaba a dejarse afectar por todos esos no puedo y no pude. —Bueno, pues vamos a otra parte, entonces. Demos un paseo por Curzon Park. —Oh, no —dijo Lata. Todo el mundo pasea por Curzon Park. —¿Dónde entonces? Anduvieron hasta los banianos que había bajando la cuesta que llevaba a los arenales del río. Kabir dejó la bicicleta encadenada a un árbol en lo alto del sendero. No se veía a los monos por ninguna parte. A través de las casi inmóviles hojas de los nudosos árboles, divisaron el Ganges. El ancho río marrón relucía a la luz del sol. Ninguno dijo nada. Lata se sentó sobre una raíz aérea, y Kabir la siguió. —Qué lugar tan bello—dijo ella. Kabir asintió. Mostraba una expresión de amargura. Si hubiera hablado, se habría reflejado en su voz. Aunque Malati le había advertido seriamente que se mantuviera alejada de él, Lata sólo quería estar con él. Pensó que si en aquel mismo momento él se levantara y se fuera, intentaría disuadirle. Aunque no hablaran, aunque estuviera de mal humor, quería estar allí sentada con él. Kabir contemplaba el río. Con repentino entusiasmo, como si se le hubiera olvidado la seriedad de hacía un momento, dijo: —Vayamos a remar. Lata pensó en Windermere, el lago que hay cerca del Palacio de Justicia, donde a veces había fiestas del departamento. Los amigos alquilaban botes e iban a remar. Los sábados estaba lleno de parejas casadas con sus hijos. —Todo el mundo va a Windermere —dijo Lata—. Alguien podría reconocernos. —No me refería a Windermere, sino al Ganges. Siempre me sorprende que la gente se vaya a remar o a navegar a ese estúpido lago cuando tienen el río más grande del mundo a la puerta. Remontaremos el Ganges hasta el Barsaat Mahal. De noche hay una vista maravillosa. Alquilaremos un remero para que mantenga el bote inmóvil en mitad del río y verás su reflejo a la luz de la luna. —Se volvió hacia ella. Lata no soportaba el mirarle. Kabir no entendía por qué ella parecía tan reservada y deprimida. Ni tampoco podía comprender por qué, de repente, había caído en desgracia ante ella. —¿Por qué estás tan distante? ¿Tiene que ver conmigo? —preguntó—. ¿He dicho algo? Lata negó con la cabeza. —¿He hecho algo, entonces? Por alguna razón le vino a la mente la imagen de Kabir consiguiendo aquellas cuatro carreras imposibles. De nuevo negó con la cabeza. —En cinco años habrás olvidado todo esto —dijo ella. —¿Qué clase de respuesta es ésa? —dijo Kabir, alarmado. —Es lo que tú me dijiste una vez. —¿Ah, sí? —Kabir estaba sorprendido. —Sí, en aquel banco, cuando me rescataste. La verdad es que no puedo ir contigo, Kabir, no puedo, de verdad —dijo Lata con súbita vehemencia—. Deberías saber que no puedes pedirme que vaya contigo a remar a medianoche. —Ah, ahí estaba esa bendita cólera. Kabir estaba a punto de responder, pero se contuvo. Se quedó en silencio, y a continuación dijo con sorprendente serenidad: —No te diré que vivo sólo esperando nuestro próximo encuentro. Probablemente ya lo sabes. No tiene por qué ser a la luz de la luna. Podemos ir al amanecer. Y si te preocupa la gente, no hay problema. Nadie nos verá; no es probable que nadie que conozcamos salga a remar al amanecer. Trae una amiga. Trae diez amigas si quieres. Sólo quiero enseñarte el Barsaat Mahal reflejado en el agua. Si tu enfado nada tiene que ver conmigo, debes venir. —Al amanecer... —dijo Lata, pensando en voz alta—. No hay peligro, al amanecer. —¿Peligro? —Kabir la miró incrédulo—. ¿No confías en mí? Lata no dijo nada. Kabir prosiguió: —¿No te importo nada? Lata permaneció en silencio. —Escucha —dijo Kabir—. Si alguien te pregunta, solo es un paseo educativo. A la luz del sol. Con una amiga, o con muchas amigas, si quieres traerlas. Te contaré la historia del Barsaat Mahal. El nawab sahib de Baitar me ha permitido acceder a su biblioteca y he averiguado unas cuantas cosas sorprendentes sobre el sitio. Vosotras seréis las estudiantes. Yo seré el guía: “Un joven estudiante de historia, cuyo nombre ahora no me acuerdo, vino con nosotros y nos señaló los lugares de interés histórico, hizo algunos comentarios que no estaban mal, realmente un tipo simpático.” Lata sonrió con cierto pesar. Intuyendo que acababa de romper una defensa invisible, Kabir dijo: —Te veré a ti y a tus amigas, en este mismo lugar, el lunes por la mañana a las seis en punto. Trae un suéter; soplará la brisa. —Y se soltó unos cuantos versos a lo Makhijani: “Oh señorita Lata, quede aquí conmigo. Lejos de la orilla del Windermere. Por el Ganges nos deslizaremos -Vosotras muchas y yo uno solo. Lata se rió. —Di que vendrás conmigo —dijo Kabir. —Muy bien —dijo Lata, negando con la cabeza, no –como pensó Kabir– negando en parte a su propia decisión, sino lamentando su propia debilidad.

Cap. 3.12 - The  Wrinked Dupatta

Cap.- 3.12 Kabir confronted her next Saturday morning not far from her house. She had gone out for a walk. He was on his bicycle, leaning against a tree. He looked rather like a horseman. His face was grim. When she saw him her heart went into her mouth. It was not possible to avoid him. He had clearly been waiting for her. She put on a brave front. ‘Hello, Kabir.’ ‘Hello. I thought you’d never come out of your house.’ ‘How did you find out where I live?’ ‘I instituted inquiries,’ he said unsmilingly. ‘Whom did you ask?’ said Lata, feeling a little guilty for the inquiries she herself had ‘instituted’. ‘That doesn’t matter,’ said Kabir with a shake of his head. Lata looked at him in distress. ‘Are your exams over?’ she asked, her tone betraying a touch of tenderness. ‘Yes. Yesterday.’ He didn’t elaborate. Lata stared at his bicycle unhappily. She wanted to say to him: ‘Why didn’t you tell me? Why didn’t you tell me about yourself as soon as we exchanged words in the bookshop, so that I could have made sure I didn’t feel anything for you?’ But how often had they in fact met, and were they in any sense of the word intimate enough for such a direct, almost despairing, question? Did he feel what she felt for him? He liked her, she knew. But how much more could be added to that? He pre-empted any possible question of hers by saying: ‘Why didn’t you come yesterday?’ ‘I couldn’t,’ she said helplessly. ‘Don’t twist the end of your dupatta, you’ll crumple it.’ ‘Oh, sorry.’ Lata looked at her hands in surprise. ‘I waited for you. I went early. I sat through the whole lecture. I even chomped through Mrs Nowrojee’s rock-hard little cakes. I had built up a good appetite by then.’ ‘Oh—I didn’t know there was a Mrs Nowrojee,’ said Lata, seizing upon the remark. ‘I wondered about the inspiration for his poem, what was it called—“Haunted Passion”? Can you imagine her reaction to that? What does she look like?’ ‘Lata—’ said Kabir with some pain, ‘you’re going to ask me next if Professor Mishra’s lecture was any good. It was, but I didn’t care. Mrs Nowrojee is fat and fair, but I couldn’t care less. Why didn’t you come?’ ‘I couldn’t,’ said Lata quietly. It would be better all around, she reflected, if she could summon up some anger to deal with his questions. All she could summon up was dismay. ‘Then come and have some coffee with me now at the university coffee house.’ ‘I can’t,’ she said. He shook his head wonderingly. ‘I really can’t,’ she repeated. ‘Please let me go.’ ‘I’m not stopping you,’ he said. Lata looked at him and sighed: ‘We can’t stand here.’ Kabir refused to be affected by all these can’ts and couldn’ts. ‘Well, let’s stand somewhere else, then. Let’s go for a walk in Curzon Park.’ ‘Oh no,’ said Lata. Half the world walked in Curzon Park. ‘Where then?’ They walked to the banyan trees on the slope leading down to the sands by the river. Kabir chained his bike to a tree at the top of the path. The monkeys were nowhere to be seen. Through the scarcely moving leaves of the gnarled trees they looked out at the Ganga. The wide brown river glinted in the sunlight. Neither said anything. Lata sat down on the upraised root, and Kabir followed. ‘How beautiful it is here,’ she said. Kabir nodded. There was a bitterness about his mouth. If he had spoken, it would have been reflected in his voice. Though Malati had warned her sternly off him, Lata just wanted to be with him for some time. She felt that if he were now to get up and go, she would try to dissuade him. Even if they were not talking, even in his present mood, she wanted to sit here with him. Kabir was looking out over the river. With sudden eagerness, as if he had forgotten his grimness of a moment ago, he said: ‘Let’s go boating.’ Lata thought of Windermere, the lake near the High Court where they sometimes had department parties. Friends hired boats there and went out boating together. On Saturdays it was full of married couples and their children. ‘Everyone goes to Windermere,’ Lata said. ‘Someone will recognize us.’ ‘I didn’t mean Windermere. I meant up the Ganges. It always amazes me that people go sailing or boating on that foolish lake when they have the greatest river in the world at their doorstep. We’ll go up the Ganges to the Barsaat Mahal. It’s a wonderful sight by night. We’ll get a boatman to keep the boat still in midstream, and you’ll see it reflected by moonlight.’ He turned to her. Lata could not bear to look at him. Kabir could not understand why she was so aloof and depressed. Nor could he understand why he had so suddenly fallen out of favour. ‘Why are you so distant? Is it something to do with me?’ he asked. ‘Have I said something?’ Lata shook her head. ‘Have I done something then?’ For some reason the thought of him running that impossible four runs came to her mind. She shook her head again. ‘You’ll forget about all this in five years,’ she said. ‘What sort of answer is that?’ said Kabir, alarmed. ‘It’s what you said to me once.’ ‘Did I?’ Kabir was surprised. ‘Yes, on the bench, when you were rescuing me. I really can’t come with you, Kabir, I really can’t,’ said Lata with sudden vehemence. ‘You should know better than to ask me to come boating with you at midnight.’ Ah, here was that blessed anger. Kabir was about to respond in kind, but stopped himself. He paused, then said with surprising quietness: ‘I won’t tell you that I live from our one meeting to the next. You probably know that. It doesn’t have to be by moonlight. Dawn is fine. If you’re concerned about other people, don’t worry. No one will see us; no one we’re likely to know goes out in a boat at dawn. Bring a friend along. Bring ten friends along if you like. I just wanted to show you the Barsaat Mahal reflected in the water. If your mood has nothing to do with me, you must come.’ ‘Dawn—’ said Lata, thinking aloud. ‘There’s no harm in dawn.’ ‘Harm?’ Kabir looked at her incredulously. ‘Don’t you trust me?’ Lata said nothing. Kabir went on: ‘Don’t you care for me at all?’ She was silent. ‘Listen,’ said Kabir, ‘if anyone asks you, it was just an educational trip. By daylight. With a friend, or as many friends as you wish to bring. I’ll tell you the history of the Barsaat Mahal. The Nawab Sahib of Baitar has given me access to his library, and I’ve found out quite a few surprising facts about the place. You’ll be the students. I’ll be the guide: “a young history student, I can’t remember his name now—he came with us and pointed out the spots of historical interest—provided quite a passable commentary—really quite a nice chap.”’ Lata smiled ruefully. Feeling that he had almost broken through some unseen defence, Kabir said: ‘I’ll see you and your friends here at this very spot on Monday morning at six sharp. Wear a sweater; there’ll be a river breeze.’ He burst into Makhijanian doggerel: ‘Oh Miss Lata, meet me here Far from banks of Windermere. On the Ganga we will skim— Many hers and single him.’ Lata laughed. ‘Say you’ll come with me,’ said Kabir. ‘All right,’ said Lata, shaking her head, not—as it appeared to Kabir—in partial denial of her own decision but in partial regret at her own weakness.

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Cap. 3.11 - Jugando con los monos

Cap. - 3.11 No hacía falta que Malati le dijera que era imposible. Lata lo sabía muy bien. Conocía a su madre, y sabía el horror y el profundo dolor que sentiría si se enteraba de que su hija se estaba viendo con un chico musulmán. Cualquier chico hubiera sido preocupante, pero esto era demasiado vergonzoso, demasiado doloroso de creer. Lata podía oír la voz de la señora Rupa Mehra: “¿Qué hice en mi vida pasada para merecer algo así?” Y podía ver las lágrimas de su madre mientras se enfrentaba al horror de su amada hija entregada a un anónimo “ellos”. Tal cosa amargaría sus últimos años sin posibilidad de consuelo. Lata estaba echada en la cama. Se veían las primeras luces. Su madre ya había finalizado los dos capítulos del Bhagavad Gita que recitaba todos los días al amanecer. El Bhagavad hablaba del desapego, de la sabiduría serena, de la indiferencia ante los frutos de la acción. Aquella era una lección que la señora Rupa Mehra nunca aprendería ni podía aprender. Esas enseñanzas no encajaban con su temperamento, aunque las recitara todos los días. El día que aprendiera a ser desapegada, indiferente y serena dejaría de ser ella misma. Lata sabía que su madre estaba preocupada por ella. Pero quizás atribuía el evidente desasosiego de Lata de los últimos días a su preocupación por el resultado de los exámenes. Si al menos estuviera Malati, se decía Lata. Si para empezar, al menos no le hubiera conocido. Si al menos sus manos no la hubieran rozado. Si al menos. ¡Si al menos pudiera dejar de actuar como una loca!, se dijo Lata. Malati insistía siempre en que eran los chicos quienes se comportaban como idiotas cuando estaban enamorados, suspirando en su cuarto de la residencia regodeándose en la sensiblería de los gazales al estilo Shelley. Pasaría una semana antes de que volviera a ver a Kabir. Si hubiera sabido cómo ponerse antes en contacto con él, se habría sentido incluso más atormentada por la indecisión. Recordó las risas de la tarde anterior a la puerta de la casa del señor Naoroji, y los ojos se le llenaron de lágrimas de enfado. Se dirigió a la estantería de Pran y cogió el primer libro de P. G. Wodehouse que vio: “Los cerdos tienen alas”. Malati, aunque frívola, tenía buenas intenciones y acertaba. —¿Estás bien? —le preguntó Savita. —Sí —dijo Lata—. ¿Te ha dado pataditas esta noche? —Creo que no. Al menos no me ha despertado. —Los hijos deberían tenerlos los hombres —dijo Lata sin venir a cuento—. Voy a dar una vuelta por el río. —Dedujo acertadamente que Savita no estaba en condiciones de acompañarla por la empinada cuesta que llevaba del campus a la orilla. Se cambió las zapatillas por sandalias, para andar más cómoda. Mientras descendía la cuesta arcillosa, casi un acantilado de barro hasta llegar a la orilla del Ganges, se fijó en un grupito de monos jugueteando en un par de banianos: dos árboles que se habían fusionado en uno entrelazando sus ramas. La estatuilla de un dios, con manchas naranja, estaba encastrada entre los dos troncos centrales. Generalmente a los monos les encantaba ver a Lata, les llevaba frutas y nueces siempre que se acordaba. Pero aquel día se le había olvidado, y los monos expresaron claramente su descontento. Un par de los más pequeños le pidieron tirándole del codo, mientras que uno de los más grandes, un fiero macho, le enseñaba los dientes enfadado, aunque de lejos. Necesitaba distraerse. De pronto sintió un gran afecto por el mundo animal, que le pareció, quizá erróneamente, un lugar más sencillo que el mundo de los humanos. Y aunque estaba a mitad de la cuesta, subió de nuevo, volvió a la casa, fue a la cocina y cogió una bolsa de papel llena de cacahuetes y otra con tres grandes musamis para los monos. Sabía que no les gustaban tanto como las naranjas, pero en verano sólo se podían conseguir esas limas dulces de piel más gruesa. Los monos, sin embargo, estuvieron encantados. Aun antes de que ella dijera: “¡Eih! ¡Eih!” —algo que una vez oyó a un viejo sadhu para atraerles—, los monos ya habían divisado las bolsas de papel. Se congregaron a su alrededor, agarrándola, suplicándole, trepando y bajando de los árboles, excitados, incluso colgándose boca abajo de las ramas y de las raíces que asomaban desde el suelo alargando los brazos. Los más pequeños chillaban, los más grandes gruñían. Un bruto, posiblemente el que antes le había enseñado los dientes, se guardó algunos cacahuetes en los mofletes mientras intentaba coger más. Lata esparció unos cuantos, pero la mayoría se los dio de la mano. Incluso ella se comió algunos. Los dos monillos más pequeños, igual que antes, le tiraron —e incluso le golpearon— del codo para llamar su atención. Y cuando les enseñaba las manos cerradas para jugar, ellos se las abrían suavemente, no con los dientes, sino con los dedos. Mientras intentaba pelar los musamis decidió que a los monos más grandes no les tocaría ración. Generalmente conseguía imponer una distribución democrática, pero esta vez los mas grandes pillaron los tres musamis. Uno se alejó un poco bajando la cuesta, y se sentó en una gran raíz para comérselo: peló la mitad, y luego se comió lo de dentro. Otro fue menos escrupuloso y se lo comió con piel y todo. Lata, riendo, lanzó la bolsa con los cacahuetes que quedaban por encima de su cabeza, y fue a parar al árbol, quedando atrapada en una rama alta, luego cayó un poco y quedó atrapada en otra más baja. Un gran mono de culo rojo comenzó a trepar, girando la cabeza a intervalos para amenazar a un par que ya se estaban encaramando a las ramas-raíz que colgaban del tronco principal del baniano. El primer mono agarró el paquete y subió aún más arriba para disfrutar de su monopolio. Pero de pronto la bolsa cedió y todos los cacahuetes se desparramaron. Viéndolo, una pequeña cría saltó excitada de una rama a otra, perdió asidero, se golpeó la cabeza contra el tronco y cayó al suelo. Huyó dando grititos. En lugar de bajar al río como había planeado, Lata se sentó sobre la raíz que asomaba del suelo, justo donde el mono acababa de comerse el musami, e intentó concentrarse en el libro que llevaba en la mano. No consiguió desviar sus pensamientos. Se levantó, volvió a subir el sendero y a continuación se dirigió a la biblioteca. Hojeó los últimos números de la revista universitaria, leyendo con sumo interés lo que antes ni siquiera se había dignado mirar: las crónicas de críquet y los nombres que había debajo de las fotografías del equipo. El autor de las crónicas, que firmaba “S. K.”, poseía un estilo de alegre formalidad. Escribía, por ejemplo, no acerca de Akhilesh y Kabir, sino acerca del señor Mittal y del señor Durrani y su excelente colaboración como séptimo y octavo bateadores. Al parecer, Kabir era un buen lanzador y un bateador normalito. Aunque generalmente le colocaban de los últimos en la lista de bateadores, ya que había salvado bastante partidos manteniéndose sereno en momentos en que el equipo no las tenía todas consigo. Y debía de ser un corredor increíblemente rápido, pues había llegado a hacer tres carreras, e incluso en una ocasión cuatro. En palabras de S. K.: Este cronista no había visto nunca nada parecido. Cierto que el campo no estaba sólo lento, sino también pesado a causa de las lluvias matinales. Es innegable que el límite del medio campo en el campo de los contrarios estaba más lejos que lo normal. Es irrefutable que reinaba cierta confusión entre nuestros jugadores y que uno de ellos resbaló y cayó mientras perseguía la pelota. Pero lo que recordaremos no son estas circunstancias poco meritorias. Lo que recordarán los brahmpurienses a lo largo de los años venideros será el velocísimo cruzarse de dos centellas humanas rebotando de base en base y regresando con una velocidad más propia de los cien metros lisos que de un partido de críquet, y que incluso ahí sería realmente asombrosa. El señor Durrani y el señor Mittal hicieron cuatro carreras cuando nadie lo creía posible, con una bola que ni siquiera cruzó los límites del campo; y lo consiguieron sobrándoles una yarda, con lo que dejaron bien sentado que el suyo no había sido un riesgo extravagante ni fuera de lugar. Lata leyó y revivió partidos cuyas crónicas habían quedado sepultadas por las más recientes, incluso para los propios participantes, y cuanto más leía más enamorada se sentía de Kabir, tanto por lo que sabía de él como por lo que revelaban las juiciosas observaciones de S. K. Señor Durrani, pensó, éste debería ser un mundo distinto. Si, como dijo Kabir, vivía en la ciudad, lo más que probable es que su padre enseñara en la Universidad de Brahmpur. Lata, con un olfato para la investigación que ignoraba poseer, cogió el grueso volumen del Anuario de la Universidad de Brahmpur y encontró lo que estaba buscando en el apartado de “Facultad de Ciencias: Departamento de Matemáticas”. El doctor Durrani no era jefe de departamento, pero sólo veinte “catedráticos” podían vanagloriarse de las tres letras mágicas que había detrás de su nombre, que indicaban que era Miembro de la Royal Society. ¿Y la señora Durrani? Lata lo dijo en voz alta, para ver cómo sonaba. ¿Quién era? ¿Y el hermano de Kabir, y la hermana que había tenido “hasta el año pasado”? Durante los últimos días, su cabeza había ido una y otra vez sobre aquellos esquivos seres y los escasos y esquivos comentarios de Kabir. Pero aunque hubiera pensado en ellos en el transcurso de la alegre conversación en la puerta de la casa del señor Naoroji—cosa que no ocurrió—, jamás se habría atrevido a preguntarle sobre aquel tema. Ahora, por supuesto, ya era demasiado tarde. Si no quería perder a su propia familia, tendría que protegerse del brillante resplandor de aquel repentino rayo de luz que se había extraviado en su vida. Una vez fuera de la biblioteca, intentó hacer balance de la situación. Comprendió que ya no podía asistir el próximo viernes a la reunión del de la Sociedad Literaria de Brahmpur. “¿Qué será de Lata?”, se dijo a sí misma; rió durante un par de segundos, y a continuación se echó a llorar. ¡No lo hagas!, pensó. Podrías atraer a otro Galahad. Eso la hizo reír una vez más. Pero fue una risa que no barrió su pesar y que la dejó aún más descolocada.

Cap. 3.11 - Playing with the Monkeys

Cap. 3.11 It did not need Malati to tell her that it was impossible. Lata knew it well enough herself. She knew her mother and the deep pain and horror she would suffer if she heard that her daughter had been seeing a Muslim boy. Any boy was worrisome enough, but this was too shameful, too painful, to believe. Lata could hear Mrs Rupa Mehra’s voice: ‘What did I do in my past life that I have deserved this?’ And she could see her mother’s tears as she faced the horror of her beloved daughter being given over to the nameless ‘them’. Her old age would be embittered and she would be past consoling. Lata lay on the bed. It was getting light. Her mother had gone through two chapters of the Gita that she recited every day at dawn. The Gita asked for detachment, tranquil wisdom, indifference to the fruits of action. This was a lesson that Mrs Rupa Mehra would never learn, could never learn. The lesson did not suit her temperament, even if its recitation did. The day she learned to be detached and indifferent and tranquil she would cease to be herself. Lata knew that her mother was worried about her. But perhaps she attributed Lata’s undisguisable misery over the next few days to anxiety about the results of the exams. If only Malati were here, Lata said to herself. If only she had not met him in the first place. If only their hands had not touched. If only. If only I could stop acting like a fool! Lata said to herself. Malati always insisted that it was boys who behaved like morons when they were in love, sighing in their hostel rooms and wallowing in the Shelley-like treacle of ghazals. It was going to be a week before she met Kabir again. If she had known how to get in touch with him before then, she would have been even more torn with indecision. She thought of yesterday’s laughter outside Mr Nowrojee’s house and angry tears came to her eyes again. She went to Pran’s bookshelf and picked up the first P.G. Wodehouse she saw: Pigs Have Wings. Malati, though flippant, both meant and prescribed well. ‘Are you all right?’ asked Savita. ‘Yes,’ said Lata. ‘Did it kick last night?’ ‘I don’t think so. At least I didn’t wake up.’ ‘Men should have to bear them,’ said Lata, apropos of nothing. ‘I’m going for a walk by the river.’ She assumed, correctly, that Savita was in no state to join her down the steep path that led from the campus to the sands. She changed her slippers for sandals, which made walking easier. As she descended the clayey slope, almost a mud cliff, to the shore of the Ganga, she noticed a troupe of monkeys cavorting in a couple of banyan trees—two trees that had fused into one through the intertwining of their branches. A small orange-smeared statue of a god was jammed between the central trunks. The monkeys were usually pleased to see her—she brought them fruits and nuts whenever she remembered to. Today she had forgotten, and they made clear their displeasure. A couple of the smaller ones pulled at her elbow in request, while one of the larger ones, a fierce male, bared his teeth in annoyance—but from a distance. She needed to be distracted. She suddenly felt very gentle towards the animal world—which seemed to her, probably incorrectly, to be a simpler place than the world of humans. Though she was halfway down the cliff, she walked back up again, went to the kitchen, and got a paper bag full of peanuts and another filled with three large musammis for the monkeys. She knew they did not like them as much as oranges, but in the summer only the thicker-skinned green sweet-limes were available. They were, however, entirely delighted. Even before she said ‘Aa! Aa!’—something she had once heard an old sadhu say to entice them—the monkeys noticed the paper bags. They gathered around, grabbing, grasping, pleading, clambering up the trees and down the trees in excitement, even hanging down from the branches and suspended roots and stretching their arms. The little ones squeaked, the big ones growled. One brute, possibly the one who had bared his teeth at her earlier, stored some of the peanuts in his cheek pouches while he tried to grab more. Lata scattered a few, but fed them mainly by hand. She even ate a couple of peanuts herself. The two smallest monkeys, as before, grabbed—and even stroked—her elbow for attention. When she kept her hands closed to tease them, they opened them quite gently, not with their teeth but with their fingers. When she tried to peel the musammis, the biggest monkeys would have none of it. She usually succeeded in a democratic distribution, but this time all three musammis were grabbed by fairly large monkeys. One went a little farther down the slope, and sat on a large root to eat it: he half peeled it, then ate it from the inside. Another, less particular, ate his skin and all. Lata, laughing, finally swung what was left of the bag of peanuts around her head, and it flew off into the tree; it was caught in a high branch, but then came free, fell a little more, and got caught on a branch again. A great red-bottomed monkey climbed towards it, turning around at intervals to threaten one or two others who were climbing up the other root-branches that hung down from the main body of the banyan tree. He grabbed the whole packet and climbed higher to enjoy his monopoly. But the mouth of the bag suddenly came open and the nuts scattered all around. Seeing this, a thin baby monkey leapt in its excitement from one branch to another, lost its hold, banged its head against the trunk, and dropped down to the ground. It ran off squeaking. Instead of going down to the river as she had planned, Lata now sat down on the exposed root where the monkey had just been eating his musammi, and tried to address herself to the book in her hands. It did not succeed in diverting her thoughts. She got up, climbed the path up the slope again, then walked to the library. She looked through the last season’s issues of the university magazine, reading through with intense interest what she had never so much as glanced at before: the cricket reports and the names beneath the team photographs. The writer of the reports, who signed himself ‘S.K.’, had a style of lively formality. He wrote, for example, not about Akhilesh and Kabir but about Mr Mittal and Mr Durrani and their excellent seventh-wicket stand. It appeared that Kabir was a good bowler and a fair batsman. Though he was usually placed low in the batting order, he had saved a number of matches by remaining unflappable in the face of considerable odds. And he must have been an incredibly swift runner, because he had sometimes run three runs, and on one occasion, had actually run four. In the words of S.K.: This reporter has never seen anything like it. It is true that the outfield was not merely sluggish but torpid with the morning’s rain. It is undeniable that the mid-wicket boundary at our opponents’ field is more than ordinarily distant. It is irrefutable that there was confusion in the ranks of their fielders, and that one of them actually slipped and fell in pursuit of the ball. But what will be remembered are not these detracting circumstances. What will be remembered by Brahmpurians in time to come is the quicksilver crossing of two human bullets ricocheting from crease to crease and back again with a velocity appropriate more to the track than the pitch, and unusual even there. Mr Durrani and Mr Mittal ran four runs where no four was, on a ball that did not even cross the boundary; and that they were home and dry with more than a yard to spare attests to the fact that theirs was no flamboyant or unseasoned risk. Lata read and relived matches that had been layered over by the pressure of recency even for the participants themselves, and the more she read the more she felt herself in love with Kabir—both as she knew him and as he was revealed to her by the judicious eye of S.K. Mr Durrani, she thought, this should have been a different world. If, as Kabir said, he lived in the town, it was more than likely that it was at Brahmpur University that his father taught. Lata, with a flair for research that she did not know she possessed, now looked up the fat volume of the Brahmpur University Calendar, and found what she was seeking under ‘Faculty of Arts: Department of Mathematics’. Dr Durrani was not the head of his department, but the three magic letters after his name that indicated that he was a Fellow of the Royal Society outgloried twenty ‘Professors’. And Mrs Durrani? Lata said the two words aloud, appraising them. What of her? And of Kabir’s brother and the sister he had had ‘until last year’? Over the last few days her mind had time and again recurred to these elusive beings and those few elusive comments. But even if she had thought about them in the course of the happy conversation outside Mr Nowrojee’s—and she hadn’t—she could not have brought herself to ask him about them at the time. Now, of course, it was too late. If she did not want to lose her own family, she would have to shade herself from the bright beam of sudden sunlight that had strayed into her life. Outside the library she tried to take stock of things. She realized that she could not now attend next Friday’s meeting of the Brahmpur Literary Society. ‘Lata: Whither?’ she said to herself, laughed for a second or two, and found herself in tears. Don’t! she thought. You might attract another Galahad. This made her laugh once again. But it was a laughter that swept nothing away and unsettled her still further.

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