top of page
blanco chalinas.jpeg
verde y claro.JPG

Cap. 5.08 - El interior del Ministro

Cap. 5.8 – El interior del Ministro L. N. Agarwal se desanudó los pantalones y se quedó de pie ante el urinario. Pero estaba tan enfadado que durante unos minutos fue incapaz de orinar. Contempló la extensa pared cubierta de azulejos blancos y vio en ella la imagen de la Cámara abarrotada, la burlona cara de la Begum Abida Khan, la enfurruñada expresión académica de Abdus Salaam, el indescifrable ceño de Mahesh Kapoor, la paciente pero condescendiente expresión en la cara del primer ministro mientras él penosamente atravesaba a tientas el ponzoñoso pantano del turno de preguntas. No había nadie en el lavabo, a excepción de un par de limpiadores, que charlaban entre sí. Algunas de sus palabras se abrieron paso por encima de la rabia de L. N. Agarwal. Se quejaban de las dificultades de obtener cereales incluso en las tiendas de racionamiento del gobierno. Hablaban desenfadadamente, sin prestar atención al poderoso ministro del Interior y menos aún a su propio trabajo. Mientras seguían charlando, una sensación de irrealidad se apoderó de L. N. Agarwal. Salió de su propio mundo, de sus pasiones, ambiciones, odios e ideas y cayó en la comprensión de las acuciantes necesidades en la vida de los demás aparte de la suya propia. Incluso se sintió un poco avergonzado. Los limpiadores estaban hablando de una película que habían visto. Que resultó ser Deedar. —Pero lo mejor fue el papel de Dalip Kumar, se me saltaban las lágrimas, siempre tiene esa tranquila sonrisa en los labios, incluso cuando canta esas canciones tristísimas. Un hombre tan bueno, y ciego, y aun así deleitando al mundo entero. Uno de ellos empezó a canturrear uno de los éxitos de la película:—No olvides los días de la infancia... El otro, aunque todavía no había visto la película, se le unió canturreando, ya que desde que se estrenara la película, estaba en boca de todos. Luego dijo: —Nargis estaba tan guapa en el cartel que la otra noche pensé en ir a ver la película, pero mi mujer me quita todo el dinero en cuanto me dan la paga. El primer hombre se rio. —Si te dejara quedarte con el dinero, lo único que vería serían sobres vacíos y botellas aún más vacías. El otro siguió hablando melancólico, intentando evocar las divinas imágenes de su heroína. —Cuéntame, ¿cómo sale? ¿Cómo actúa? Menudo contraste, entre esa bailarina de pacotilla Nimmi, Pimmi o como se llame, y Nargis, tan sofisticada, tan delicada. El primer hombre gruñó. —A mí dame a Nimmi sin pensarlo dos veces, preferiría vivir con ella que con Nargis. Nargis está demasiado delgada, es demasiado engreída. De todos modos, ¿acaso no son de la misma clase? Ella fue también una de ésas. El segundo hombre pareció sorprendido. —¿Nargis? —Sí, sí, tu Nargis. ¿Cómo crees que consiguió entrar en el mundo del cine? —Se rio y comenzó a canturrear para sí mismo. El otro se quedó callado y de nuevo comenzó a restregar el suelo. Los pensamientos de L. N. Agarwal, mientras escuchaba hablar a los limpiadores, pasaron de Nargis a otra “de ésas” —Saeeda Bai—, y al cotilleo que ahora estaba en boca de todos acerca de su relación con el hijo de Mahesh Kapoor. ¡Bien!, pensó. Puede que Mahesh Kapoor almidone sus kurtas delicadamente bordadas hasta que queden bien rígidas pero su hijo yace a los pies de una prostituta. Un poco menos poseído por la rabia, regresó de nuevo a su familiar mundo de política y rivalidades. Recorrió el pasillo curvo que conducía a su despacho. Sabía, sin embargo, que tan pronto como entrara sus nerviosos partidarios se abalanzarían sobre él. Con lo que la poca serenidad que había logrado en los últimos minutos quedaría destruida. —No, en vez de eso iré a la biblioteca, —murmuró para sí. En el piso de arriba, en las frías y tranquilas salas de la biblioteca de la Asamblea Legislativa, se sentó, se quitó el gorro y apoyó la barbilla entre las manos. Un par de diputados estaban sentados, leyendo en las largas mesas de madera. Levantaron la mirada, le saludaron y siguieron con su trabajo. L. N. Agarwal cerró los ojos e intentó poner la mente en blanco. Necesitaba restablecer su ecuanimidad antes de encararse de nuevo con los legisladores que le esperaban abajo. Pero la imagen que acudía a su mente no era la blanca nada que deseaba, sino la falsa blancura de la pared del urinario. Una vez más, sus pensamientos volvieron a la virulenta Begum Abida Khan, y una vez más tuvo que reprimir su rabia y olvidar su humillación. Qué poco tenían en común esa desvergonzada y exhibicionista mujer, que fumaba en privado y chillaba en público, que ni siquiera había seguido a su marido cuando éste se fue a Pakistán, sino que, indecorosamente sin esposo, permanecía en Purva Pradesh sólo para causar problemas, y su difunta esposa, la madre de Priya, que había endulzado su vida a través de años de abnegado amor y cuidados. Me pregunto si parte de la Casa de Baitar no podría considerarse como propiedad de un evacuado, puesto que el marido de esa mujer vive ahora en Pakistán, pensó L N. Agarwal. Una palabra al Custodio, una orden a la policía, y verán de lo que soy capaz. Tras pensar durante diez minutos, se levantó, saludó con la cabeza a los dos diputados y bajó a su despacho. Cuando llegó, ya estaban sentados unos cuantos parlamentarios, y en los minutos siguientes varios más se les unieron en cuanto se enteraron de que estaba allí. Imperturbable, incluso sonriendo ligeramente para sí mismo, L N. Agarwal se hizo cargo como era su costumbre. Calmó a sus agitados seguidores, puso las cosas en perspectiva, diseñó una estrategia. A uno de los parlamentarios, que se había compadecido de su líder por la simultaneidad de las dos desgracias, la del Misri Mandi y la del Chowk, que le habían caído encima, L. N. Agarwal le replicó: —Tu eres un claro ejemplo de que un buen hombre no hace un buen político. Pensad solo en una cosa, si tenéis que hacer unas cuantas cosas horribles, ¿queréis que el público las olvide o las recuerde? Claramente la respuesta era “Que las olvide”, y ésa fue la del diputado. —¿Lo antes posible? —preguntó L. N. Agarwal. —Lo antes posible, ministro sahib. —Entonces la respuesta —dijo L. N. Agarwal— es que si tenéis que ejecutar varias actos horribles, entonces hacerlos todas a la vez. Las quejas se dispersarán en vez de concentrarse. Cuando el polvo se asiente, al menos habréis ganado dos o tres de las cinco batallas. El público tiene mala memoria. Por lo que se refiere al tiroteo en el Chowk, y a esos alborotadores muertos, dentro de una semana será una noticia olvidada. El diputado no parecía muy convencido, pero asintió con la cabeza. —Una lección aquí y allí—prosiguió L N. Agarwal— nunca le hizo mal a nadie. O se gobierna o no se gobierna. Los ingleses sabían que a veces había que dar un escarmiento, por eso se liaron a cañonazos con los amotinados en 1857. De todos modos, el pueblo siempre se está muriendo, y yo preferiría morir de un balazo que morir de hambre. Ni que decir tiene que aquella no era una elección que el tuviera que encarar. Pero se sentía filosófico. —Nuestros problemas son muy sencillos. De hecho, se reducen a dos cosas: falta de comida y falta de moralidad. Y de la política de nuestros gobernantes en Delhi, ¿qué puedo decir?, tampoco es de gran ayuda. —Ahora que Sardar Patel está muerto, nadie puede controlar a Panditji —observó un diputado joven pero muy conservador. —Antes incluso de que muriera Patel, ¿a quién escuchaba Nehru? —dijo L. N. Agarwal con un gesto de desdén—. Excepto por supuesto, a su gran amigo musulmán Maulana Azud. Agarrándose el pelo se giro a su ayudante personal.—Ponme con el Custodio. —¿El Custodio de la Propiedad del Enemigo, señor? —preguntó el ayudante. Con mucha calma, y mirándole fijamente a la cara, el ministro del Interior le dijo a su despistado ayudante: —No estamos en guerra. Utiliza la inteligencia que Dios te ha dado. Me gustaría hablar con el Custodio de la Propiedad de los Evacuados. Quiero estar hablando con él en quince minutos. Tras un rato prosiguió: —Contemplad en que situación estamos. Suplicamos comida a los americanos, tenemos que comprar todo lo que podemos a China y Rusia, ya hay hambruna en nuestro estado vecino. El año pasado, campesinos sin tierra se vendían a sí mismos por cinco rupias. Y en lugar de dar a los granjeros y a los comerciantes vía libre para que produzcan más, almacenen productos y los distribuyan eficazmente, Delhi nos obliga a controlar los precios y a imponer los almacenes del gobierno, el racionamiento y cualquier clase de medida populista sin pararse a pensar. No sólo tienen el corazón blando, sino también el cerebro. —Panditji tiene buenas intenciones —dijo alguien. —Buenas intenciones..., buenas intenciones... —suspiró L. N. Agarwal—. También tenía buenas intenciones cuando entregó Pakistán. Tenia buenas intenciones cuando renunció a la mitad de Cachemira. De no haber sido por Patel no nos quedaría país que gobernar. Jawaharlal Nehru ha edificado toda su carrera sobre las buenas intenciones. Gandhiji le quería por sus buenas intenciones. Y el pobre y estúpido pueblo, le adora por sus buenas intenciones. Dios nos salve de la gente con buenas intenciones. Y esas cartas bienintencionadas que escribe todos los meses a los primeros ministros. ¿Por qué se molesta en escribirlas? A los primeros ministros no les encanta leerlas. —Negó con la cabeza y prosiguió—: ¿Sabéis qué contienen? Largas homilías acerca de Corea y de la destitución del general MacArthur. ¿Qué nos importa el general MacArthur? Pero es tan noble y tan sensible nuestro Gran Primer Ministro que considera todos los males del mundo como si fueran suyos. Tiene buenas intenciones respecto a Nepal y Egipto y Dios sabe qué más, y espera que nosotros también tengamos buenas intenciones. No tiene la menor idea de administración, pero habla de los comités de racionamiento que deberíamos poner en marcha. No comprende nuestra sociedad ni nuestros libros sagrados, pero quiere transformar nuestra vida familiar y nuestra moral familiar promulgando su maravilloso Código Familiar Hindú... L. N. Agarwal habría seguido un rato más con su propia homilía si su ayudante no le hubiera dicho: —Señor, el Custodio está al teléfono. —Muy bien —dijo L. N. Agarwal haciendo un leve gesto con la mano, que todos reconocieron como señal para retirarse—. Os veré a todos en la cafetería. Una vez a solas, el ministro del Interior habló durante diez minutos con el Custodio de la Propiedad de los Evacuados. La conversación fue precisa y fría. Por espacio de otro par de minutos, el ministro del Interior sentado a su mesa, se preguntó si habría dejado alguno aspecto de aquel asunto ambiguo o vulnerable. Llegó a la conclusión de que no. Después se levantó y se dirigió, un tanto fatigosamente, a la cafetería de la Asamblea. En los viejos tiempos, su mujer solía enviarle una fiambrera que contenía una comida sencilla, preparada exactamente como a él le gustaba. Ahora estaba a merced de cocineros indiferentes y de su comida institucional. Todo tenía un límite hasta el asceticismo Mientras recorría el pasillo curvo fue consciente de la presencia de la cámara central que el pasillo rodeaba, la enorme sala abovedada cuya altura y majestuosa elegancia convertía casi en triviales los frenéticos y partidistas manejos que tenían lugar en su interior. Pero ese pensamiento no consiguió, excepto durante un instante, apartar su mente de los acontecimientos de aquella mañana y de la amargura que le habían causado, y tampoco le hicieron lamentar ni en lo más mínimo lo que había estado planeando y preparando hacía tan solo unos minutos.

Cap. 5.08 - Minister's Inner

Cap. 5.8 – The Minister’s Inner L.N. Agarwal undid the drawstring of his pyjamas and stood at the urinal. But he was so angry that he was unable to urinate for a while. He stared at the long, white-tiled wall and saw in it an image of the packed chamber, the taunting face of Begum Abida Khan, the furrowed academic expression of Abdus Salaam, Mahesh Kapoor’s uninterpretable frown, the patient but condescending look on the face of the Chief Minister as he had fumbled pathetically through the poisonous swamp of Question Time. There was no one in the lavatory except a couple of sweepers, and they were talking to each other. A few words of their conversation broke in upon L.N. Agarwal’s fury. They were complaining about the difficulties of obtaining grain even at the government ration shops. They talked casually, not paying any attention to the powerful Home Minister and very little attention to their own work. As they continued to talk, a feeling of unreality descended upon L.N. Agarwal. He was taken out of his own world, his own passions, ambitions, hatreds and ideals into a realization of the continuing and urgent lives of people other than himself. He even felt a little ashamed of himself. The sweepers were now discussing a movie that one of them had seen. It happened to be Deedar. ‘But it was Daleep Kumar’s role—oh—it brought tears to my eyes—he always has that quiet smile on his lips even when singing the saddest songs—such a good-natured man—blind himself, and yet giving pleasure to the whole world—’ He began humming one of the hit songs from the movie—‘Do not forget the days of childhood. . . .’ The second man, who had not seen the movie yet, joined in the song—which, ever since the film had been released, was on almost everyone’s lips. He now said: ‘Nargis looked so beautiful on the poster I thought I would see the movie last night, but my wife takes my money from me as soon as I get my pay.’ The first man laughed. ‘If she let you keep the money, all she would see of it would be empty envelopes and empty bottles.’ The second man continued wistfully, trying to conjure up the divine images of his heroine. ‘So, tell me, what was she like? How did she act? What a contrast—that cheap dancing girl Nimmi or Pimmi or whatever her name is—and Nargis—so high-class, so delicate.’ The first man grunted. ‘Give me Nimmi any day, I’d rather live with her than with Nargis—Nargis is too thin, too full of herself. Anyway, what’s the difference in class between them? She was also one of those.’ The second man looked shocked. ‘Nargis?’ ‘Yes, yes, your Nargis. How do you think she got her first chance in the movies?’ And he laughed and began to hum to himself again. The other man was silent and began to scrub the floor once more. L.N. Agarwal’s thoughts, as he listened to the sweepers talking, turned from Nargis to another ‘one of those’—Saeeda Bai—and to the now commonplace gossip about her relationship with Mahesh Kapoor’s son. Good! he thought. Mahesh Kapoor may starch his delicately embroidered kurtas into rigidity, but his son lies at the feet of prostitutes. Though less possessed by rage, he had once again entered his own familiar world of politics and rivalry. He walked along the curved corridor that led to his room. He knew, however, that as soon as he entered his office, he would be set upon by his anxious supporters. What little calm he had achieved in the last few minutes would be destroyed. ‘No—I’ll go to the library instead,’ he muttered to himself. Upstairs, in the cool, quiet precincts of the library of the Legislative Assembly, he sat down, took off his cap, and rested his chin on his hands. A couple of other MLAs were sitting and reading at the long wooden tables. They looked up, greeted him, and continued with their work. L.N. Agarwal closed his eyes and tried to make his mind blank. He needed to establish his equanimity again before he faced the legislators below. But the image that came before him was not the blank nothingness he sought, but the spurious blankness of the urinal wall. His thoughts turned to the virulent Begum Abida Khan once more, and once more he had to fight down his rage and humiliation. How little there was in common between this shameless, exhibitionistic woman who smoked in private and screeched in public, who had not even followed her husband when he had left for Pakistan but had immodestly and spouselessly remained in Purva Pradesh to make trouble—and his own late wife, Priya’s mother, who had sweetened his life through her years of selfless care and love. I wonder if some part of Baitar House could be construed as evacuee property now that that woman’s husband is living in Pakistan, thought L.N. Agarwal. A word to the ++Custodian, an order to the police, and let’s see what I am able to do. After ten minutes of thought, he got up, nodded at the two MLAs, and went downstairs to his room. A few MLAs were already sitting in his room when he arrived, and several more gathered in the next few minutes as they came to know that he was holding court. Imperturbable, even smiling slightly to himself, L.N. Agarwal now held forth as he was accustomed to doing. He calmed down his agitated followers, he placed matters in perspective, he mapped out strategy. To one of the MLAs, who had commiserated with his leader because the twin misfortunes of Misri Mandi and Chowk had fallen simultaneously upon him, L.N. Agarwal replied: ‘You are a case in point that a good man will not make a good politician. Just think—if you had to do a number of outrageous things, would you want the public to forget them or remember them?’ Clearly the answer was intended to be ‘Forget them,’ and this was the MLA’s response. ‘As quickly as possible?’ asked L.N. Agarwal. ‘As quickly as possible, Minister Sahib.’ ‘Then the answer,’ said L.N. Agarwal, ‘if you have a number of outrageous things to do is to do them simultaneously. People will scatter their complaints, not concentrate them. When the dust settles, at least two or three out of five battles will be yours. And the public has a short memory. As for the firing in Chowk, and those dead rioters, it will all be stale news in a week.’ The MLA looked doubtful, but nodded in agreement. ‘A lesson here and there,’ went on L.N. Agarwal, ‘never did anyone any harm. Either you rule, or you don’t. The British knew that they had to make an example sometimes—that’s why they blew the mutineers from cannons in 1857. Anyway, people are always dying—and I would prefer death by a bullet to death by starvation.’ Needless to say, this was not a choice that faced him. But he was in a philosophical mood. ‘Our problems are very simple, you know. In fact, they all boil down to two things: lack of food and lack of morality. And the policies of our rulers in Delhi—what shall I say?—don’t help much either.’ ‘Now that Sardar Patel is dead, no one can control Panditji,’ remarked one young but very conservative MLA. ‘Even before Patel died who would Nehru listen to?’ said L.N. Agarwal dismissively. ‘Except, of course, his great Muslim friend—Maulana Azad.’ He clutched his arc of grey hair, then turned to his personal assistant. ‘Get me the +Custodian on the phone.’ +‘Custodian—of Enemy Property, Sir?’ asked the PA. Very calmly and slowly and looking him full in the face, the Home Minister said to his rather scatterbrained PA: ‘There is no war on. Use what intelligence God has given you. I would like to talk to the Custodian of Evacuee Property. I will talk to him in fifteen minutes.’ After a while he continued: ‘Look at our situation today. We beg America for food, we have to buy whatever we can get from China and Russia, there’s virtual famine in our neighbouring state. Last year landless labourers were selling themselves for five rupees each. And instead of giving the farmers and the traders a free hand so that they can produce more and store things better and distribute them efficiently, Delhi forces us to impose price controls and government godowns and rationing and every populist and unthought-out measure possible. It isn’t just their hearts that are soft, it is their brains as well.’ ‘Panditji means well,’ said someone. ‘Means well—means well—’ sighed L.N. Agarwal. ‘He meant well when he gave away Pakistan. He meant well when he gave away half of Kashmir. If it hadn’t been for Patel, we wouldn’t even have the country that we do. Jawaharlal Nehru has built up his entire career by meaning well. Gandhiji loved him because he meant well. And the poor, stupid people love him because he means well. God save us from people who mean well. And these well-meaning letters he writes every month to the Chief Ministers. Why does he bother to write them? The Chief Ministers are not delighted to read them.’ He shook his head, and continued: ‘Do you know what they contain? Long homilies about Korea and the dismissal of General MacArthur. What is General MacArthur to us?—yet so noble and sensitive is our Prime Minister that he considers all the ills of the world to be his own. He means well about Nepal and Egypt and God knows what else, and expects us to mean well too. He doesn’t have the least idea of administration but he talks about the kind of food committees we should set up. Nor does he understand our society and our scriptures, yet he wants to overturn our family life and our family morals through his wonderful Hindu Code Bill. . . .’ L.N. Agarwal would have gone on with his own homily for quite a while if his PA had not said, ‘Sir, the Custodian is on the line.’ ‘All right then,’ said L.N. Agarwal, with a slight wave of his hand, which the others knew was a signal to withdraw. ‘I’ll see you all in the canteen.’ Left alone, the Home Minister talked for ten minutes to the Custodian of Evacuee Property. The discussion was precise and cold. For another few minutes the Home Minister sat at his desk, wondering if he had left any aspect of the matter ambiguous or vulnerable. He came to the conclusion that he had not. He then got up, and walked rather wearily to the Assembly canteen. In the old days his wife used to send him a tiffin-carrier containing his simple food prepared exactly the way he liked it. Now he was at the mercy of indifferent cooks and their institutional cooking. There was a limit even to asceticism. As he walked along the curved corridor he was reminded of the presence of the central chamber that the corridors circumscribed—the huge, domed chamber whose height and majestic elegance made almost trivial the frenetic and partisan proceedings below. But his insight did not succeed, except momentarily, in detaching his mind from this morning’s events and the bitterness that they had aroused in him, nor did it make him regret in the least what he had been planning and preparing a few minutes ago.

blanco chalinas.jpeg
tela-de-lycra-imitacion-escamas-de-pez-y-de-sirena-holograficas-pieza-de-10-metros (1).jpg

Cap. 5.07 - Saltan chispas

Cap. 5.7 – Saltan chispas La Begum Abida Khan se puso en pie lentamente. Iba vestida con un sari azul oscuro, casi negro, y su cara pálida y furiosa atrajo la atención de la sala incluso antes de que comenzara a hablar. Era la esposa del hermano pequeño del nawab de Baitar y una de las líderes del Partido Demócrata, el partido que procuraba proteger los intereses de los terratenientes ante la inminente aprobación de la Ley de Abolición del Zamindari. Aunque era chiíta, tenía fama de proteger agresivamente los derechos de todos los musulmanes en la partida India independiente. Su marido, igual que su padre, había sido miembro de la Liga Musulmana antes de la independencia, y se había marchado a Pakistán poco tiempo después. A pesar de los reproches y las fuertes opiniones de muchos de sus parientes, sin embargo ella había elegido quedarse. “Allí seré inútil, todo el día sentada chismorreando. Al menos aquí en Brahmpur sé dónde estoy y lo qué puedo hacer”, había dicho. Y aquella mañana sabía exactamente lo que quería. Mirando fijamente a aquel hombre a quien considerada uno de las menos favorecidas manifestaciones de la humanidad, comenzó a hacer las preguntas correspondientes de su lista del orden del día. —¿Está al corriente el honorable ministro del Interior de que al menos cinco personas murieron a manos de la policía el pasado viernes en el tiroteo cerca del Chowk? El ministro del Interior, que ni en el mejor momento aguantaba a la Begum, replicó: —La verdad es que no. Era algo obstructivo por su parte el no dar más explicaciones, pero no se sentía para nada comunicativo con aquella pálida bruja. La Begum Abida Khan se desvió de las preguntas escritas. —¿Nos informará el honorable ministro de exactamente de lo qué está al corriente? —preguntó mordazmente. —No se acepta la pregunta —murmuró el presidente. —¿Cuántas personas el honorable ministro diría que murieron durante el tiroteo del Chowk? —preguntó la Begum Abida Khan. —Una —dijo L N. Agarwal. La voz de la Begum Abida Khan se llenó de incredulidad: —¿Una? —gritó—. ¿Una? —Una —replicó el ministro, levantando el índice de su mano derecha, como si le hablara a un niño idiota que tuviera dificultades con los números, o con el oído, o con ambas. La Begum Abida Khan gritó colérica: —Si me permite informar al honorable ministro, fueron al menos cinco personas, y tengo buena prueba de ello. Aquí están las copias de los certificados de defunción de cuatro de los fallecidos. De hecho, es probable que dos hombres más... —Creo que se está incurriendo en un defecto de forma, señor —dijo L. N. Agarwal, ignorándola y dirigiéndose directamente al presidente—. Tenía entendido que el turno de preguntas servía para obtener información de los ministros y no para proporcionársela. Haciendo caso omiso, la voz de la Begum Abida Khan prosiguió: —...y dos hombres más recibirán dentro de poco similares certificados honoríficos gracias a los secuaces del honorable ministro. Me gustaría presentar aquí estos certificados de defunción, las copias de los certificados de defunción. —Me temo que eso no es posible según el reglamento de la Cámara ... —protestó el presidente. La Begum Abida Khan agitó los documentos a su alrededor y levantando aún más la voz: —La prensa ya tiene copias de ellos, ¿por qué la Cámara no tiene derecho a verlos? Cuando la sangre de hombres inocentes, de simples muchachos se derrama sin piedad… —La honorable diputada no usará el turno de preguntas para pronunciar discursos —dijo el presidente, y golpeó la mesa con el martillo. La Begum Abida Khan de repente recobró el control, y una vez más se dirigió a L. N. Agarwal. —¿Sería tan amable el honorable ministro de informar a la Cámara en base a qué ha llegado a la cifra de un muerto? —El informe fue presentado por el juez de distrito, que estuvo presente durante los hechos. —Al decir “presente” quiere uste decir a que fue él quien ordenó masacrar a esos pobres desdichados, ¿No es así? L. N. Agarwal hizo una pausa antes de responder: —El juez de distrito es un funcionario experimentado, que tomó las medidas que consideró exigía la situación. Como la honorable diputada sabe muy bien, se llevará a cabo una investigación dirigida por un funcionario de mayor nivel, como ocurre en todos los casos en que se dar la orden de abrir fuego; y le sugiero que, esperemos a que se publique el informe correspondiente antes de dar rienda suelta a la especulación. —¿Especulación? —vociferó la Begum Abida Khan—. ¿Especulación? ¿Llama a esto especulación? Usted debería honorable ministro —puso énfasis en la palabra maananiya, es decir, honorable—, el honorable ministro debería avergonzarse de sí mismo. He visto los cadáveres de dos hombres con mis propios ojos. Yo no estoy especulando. Si fuera la sangre de sus correligionarios la que manara por las calles, el honorable ministro no “esperaría todo ese tiempo”. Estamos al corriente del abierto y tácito apoyo que el ministro da a esa infame organización conocida como Linga Rakshak Samiti, fundada expresamente para destruir la santidad de nuestra mezquita. La Cámara estaba cada vez más alterada bajo aquella oratoria, por inapropiada que pudiera ser. L. N. Agarwal se agarraba los pocos pelos con la mano derecha, tensa como una garra, y —tras haber arrojado por la borda su comportamiento calmado— la miraba furioso cada vez que ella pronunciaba aquellos “honorables” llenos de desdén. El presidente, de aspecto frágil, hizo otro intento de detener la marea. —Quizá debería recordarle a la honorable diputada que, según mi Lista de Preguntas, le quedan tres preguntas por hacer. —Gracias, Señor —dijo la Begum Abida Khan—. A ello voy. De hecho, voy a formular la siguiente de inmediato. Está muy relacionada con el tema. ¿Podría informarnos el honorable ministro del Interior si antes del tiroteo en el Chowk se advirtió a la multitud que se dispersara mediante la lectura de la Sección 144 del Código Penal? Si fue así, ¿cuándo? Y si no, ¿por qué no? Enfadado L. N. Agarwal replicó crudamente: —No. No se hizo. Y no pudo hacerse de ninguna manera. No hubo tiempo de hacerlo. Si la gente crea disturbios por razones religiosas e intenta destruir templos, debe aceptar las consecuencias. O mezquitas, por supuesto, si a eso vamos. Pero ahora la Begum Abida Khan casi gritaba: —¿Un disturbio? ¿Un disturbio? ¿Cómo ha llegado el honorable ministro a la conclusión de que ésa era la intención de la multitud? Era la hora de la oración vespertina. Se dirigían a la mezquita... —Según todos los informes, era evidente. Corrían hacia delante enfurecidos, gritando con su acostumbrado fanatismo y esgrimiendo armas —dijo el ministro del Interior. La Cámara se alborotó. Un miembro del Partido Socialista gritó: —¿Estaba presente el honorable ministro? Un miembro del Partido del Congreso dijo: —No puede estar en todas partes. —Pero eso fue algo brutal —gritó otro—. Dispararon a quemarropa. —Se recuerda a los honorables diputados que el ministro está aquí para responder estrictamente las preguntas señaladas en el orden del día —gritó el presidente. —Se lo agradezco, señor... —comenzó el ministro del Interior. Pero, para su completo asombro y, de hecho, horror, un miembro musulmán del Partido del Congreso, Abdus Salaam, que era secretario parlamentario del ministro de Finanzas, se levantó para preguntar: —¿Cómo pudo darse un paso tan grave, –una orden de disparar–, cómo pudo tomarse esa decisión sin la debida advertencia de que se dispersaran, o intentar confirmar las intenciones de la multitud? Que Abdus Salaam se hubiera puesto en pie sorprendió a la Cámara. En cierto sentido, no estaba claro a donde dirigía la pregunta, miraba a un punto indeterminado, en algún lugar a la derecha del gran escudo de Purva Pradesh, por encima de la silla del presidente. De hecho, parecía estar pensando en voz alta. Era un joven erudito, conocido especialmente por su excelente conocimiento de las leyes de tenencia de la tierra, y uno de los principales artífices de la Ley de Abolición del Zamindari en Purva Pradesh. Que hiciera causa común con una líder del Partido Demócrata —el partido de los zamindaris— en este tema, dejó estupefactos a los miembros de todos los partidos. El propio Mahesh Kapoor quedó sorprendido ante la intervención de su secretario parlamentario, y se volvió hacia él ceñudo y nada complacido. El primer ministro puso mala cara. L. N. Agarwal se sentía ultrajado y humillado. Varios miembros de la Cámara estaban de pie, agitando sus papeles, y no se podía oír a nadie con claridad, ni siquiera al presidente. Se había convertido en una batalla campal. Cuando después de repetidos golpes del martillo del Presidente, se restableció un amago de orden, el ministro del Interior, todavía sorprendido, se levantó para preguntar. —¿Puedo saber, señor, si un secretario parlamentario de un ministro está autorizado a plantear preguntas al gobierno? Abdus Salaam, mirando perplejo a su alrededor, asombrado por el frenesí que había creado involuntariamente, dijo: —La retiro. Pero entonces se oyeron gritos de: “¡No, no!”, “¿Cómo puede hacer eso?” y “Si usted no formula la pregunta, lo haré yo”. El presidente suspiró. —Por lo que se refiere al reglamento interno de la Cámara, todos los miembros tienen libertad para plantear preguntas, —dictaminó. —¿Por qué entonces? —preguntó un diputado, colérico—. ¿Por qué se hizo? ¿Responderá o no el honorable ministro? —No entiendo la pregunta —dijo L. N. Agarwal—. Creo que la han retirado. —Le pregunto, al igual que el otro diputado, por qué nadie averiguó lo que quería la multitud. ¿Cómo sabía el juez de distrito que sus intenciones eran violentas? —repitió el diputado. —Debería votarse una moción posponiendo este tema —gritó otro. —Esta pregunta ya se había notificado al presidente —dijo un tercero. Sobre todos ellos se alzó la penetrante voz de la Begum Abida Khan: —Fue algo tan brutal como la violencia de la Partición. Asesinaron a un joven que ni siquiera participaba en la manifestación. ¿Le importaría al honorable ministro del Interior explicarnos cómo ocurrió? —Se sentó y le lanzó una mirada furibunda. —¿Manifestación? —dijo L. N. Agarwal con un aire triunfal. —Multitud, más bien... —dijo la combativa Begum, levantándose de un salto y rehuyendo la trampa—. ¿Supongo que no va a negar que era la hora de la oración? La manifestación –la manifestación de una gran inhumanidad porque eso es lo que fue– fue por parte de la policía. Ya es hora de que el honorable ministro deje de refugiarse en la semántica y se enfrente a los hechos. Cuando vio que la condenada mujer volvía a levantarse, el ministro del Interior sintió una punzada de odio en el corazón. Era una espina en su carne, le había insultado y humillado delante de la Cámara y decidió que, pasase lo que pasase, se la iba a devolver a ella y a su familia, a la familia del Nawab Sahib de Baitar. Los musulmanes eran todos unos fanáticos, que parecían no entender que estaban aquí en este país solo porque los toleraban. Una buena dosis de ley bien aplicada les sentaría bien. —Sólo puedo responder una pregunta a la vez —dijo L N. Agarwal con un peligroso gruñido. —Tienen preferencia las cuestiones adicionales de la honorable diputada que tenía la palabra —dijo el presidente. La Begum Abida Khan sonrió implacable. El ministro del Interior dijo: —Debemos esperar a que se haga público el informe. El Gobierno no tiene constancia de que se disparara contra un joven inocente, por no hablar de que se le hiriera o matara. Entonces Abdus Salaam volvió a ponerse en pie. Por toda la Cámara se oyeron gritos airados: “Siéntate, siéntate” “¡Qué vergüenza!” “¿Por qué atacas a los de tu bando?”. “¿Por qué debería sentarse?” “¿Qué tenéis que ocultar?” “Perteneces al Partido del Congreso, deberías conocerlos mejor.” Pero se trataba de una situación tan sin precedentes, que incluso aquellos que se oponían a su intervención sentían curiosidad. Cuando los gritos se hubieron acallado hasta una especie de inestable murmullo, Abdus Salaam, todavía bastante perplejo, preguntó: —Lo que me he estado preguntando durante el transcurso de este debate es, bueno, ¿por qué no había una fuerza de policía disuasoria –bueno, quizá sólo una fuerza de policía suficiente– en el solar del templo? Es posible que, de haber sido así, no hubiera sido necesario hacer fuego movidos por el pánico. El ministro del Interior respiró hondo. Todo el mundo me está mirando, pensó. Debo controlar mi expresión. —¿Se dirige esta pregunta adicional al honorable ministro? —preguntó el presidente. —Sí, señor —dijo Abdus Salaam, con súbita resolución—. No retiraré la pregunta. ¿Podría informarnos el honorable ministro de por qué no había una suficiente fuerza policial disuasoria tanto en la kotwali como en el solar del templo? ¿Por qué sólo quedaban una docena de hombres para mantener la ley y el orden en una zona gravemente alterada, en especial después de que el contenido del sermón del viernes en la Mezquita de Alamgiri llegara a conocimiento de las autoridades? Ésa era la pregunta que L. N. Agarwal estaba temiendo, y le desconcertaba y enfurecía que la hubiera formulado no sólo un diputado de su propio partido, sino encima un secretario parlamentario. Se sintió indefenso. ¿Acaso se trataba de un plan concebido por Mahesh Kapoor para hundirle? Miró al primer ministro, que esperaba su respuesta con una inescrutable expresión. L. N. Agarwal se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo de pie, y sintió unas terribles ganas de orinar. Quería salir de allí lo antes posible. Comenzó a refugiarse en la conocida táctica de las evasivas que el propio primer ministro utilizaba tan a menudo, aunque éste jamás llegara su altura, pues L. N. Agarwal era un maestro en el arte de las evasivas parlamentarias. Aunque ahora, sin embargo, poco le importaba. Estaba convencido de que se trataba de una conspiración de los musulmanes y los así llamados hindúes no religiosos para atacarle, y de que su propio partido estaba infectado con la traición. Mirando con un frío odio a Abdus Salaam, a continuación a la Begum Abida Khan, dijo: —Lo único que puedo reiterar es que esperen el informe. Un diputado preguntó: —¿Por qué se desvió tanta policía al Misri Mandi, para una totalmente innecesaria exhibición de fuerza cuando realmente dónde se necesitaba era en el Chowk? —Esperen el informe —dijo el ministro del Interior, recorriendo la sala con una mirada furibunda, como si retara a los diputados a seguir enfureciéndole. La Begum Abida Khan se puso en pie. —¿Ha tomado el gobierno alguna acción contra el juez de distrito responsable de este tiroteo? —exigió. —La cuestión no se ha planteado. —Si este informe tan esperado demuestra que el tiroteo fue injustificado e improcedente, ¿planea el gobierno dar algún paso en ese sentido? —Se verá a su debido tiempo. Yo creo que así será. —¿Y qué pasos tiene intención de dar el gobierno? —Los pasos correspondientes y adecuados. —¿Ha tomado este gobierno medidas parecidas en situaciones similares ocurridas anteriormente? —Las ha tomado. —¿Puede decirme cuáles han sido? —Las que se consideraron razonables y adecuadas. La Begum Abida Khan le miró igual que a una serpiente, herida pero retorciendo la cabeza de un lado a otro para esquivar el golpe definitivo. Bueno, todavía no había acabado con él. —¿Podría enumerar el honorable ministro los distritos o barrios en los que se han promulgado restricciones relacionadas con la posesión de armas blancas? ¿Se han promulgado estas restricciones a resultas del reciente tiroteo? Si es así, ¿por qué no se promulgaron antes? El ministro del Interior miró la higuera de las pagodas que había en el gran escudo de Purva Pradesh, y dijo: —El gobierno da por sentado que al decir “arma blanca” la honorable diputada se refiere a objetos como espadas, dagas, hachas y armas similares. —La policía ha confiscado los cuchillos de cocina a las amas de casa —dijo Begum Abida Khan, más como un sarcasmo que como una afirmación—. Bueno, ¿cuáles son esos barrios? —Chowk, Hazrat Mahal y Captainganj —dijo L. N. Agarwal. —¿Y Misri Mandi no? —No. —¿Aunque fuera el lugar donde se concentrara más presencia policial? —insistió la Begum Abida Khan. —La policía tuvo que desplazar numerosos efectivos a los lugares realmente conflictivos... —comenzó L. N. Agarwal. Se interrumpió abruptamente, dándose cuenta de que se había puesto en evidencia con lo que había empezado a decir —De manera que el honorable ministro admite —comenzó la Begum Abida Khan, con un brillo triunfal en los ojos. —El gobierno no admite nada. El informe ofrecerá una relación detallada de todo —dijo el ministro del Interior, aterrado por la confesión que le acababa de sonsacar. La Begum Abida Khan sonrió con desdén, y decidió que aquel reaccionario, tan aficionado a apretar el gatillo y un acosador anti-musulmán, ya se había condenado lo suficiente con sus propias palabras, por lo que no valía la pena seguir hurgando en ese flanco. Sus preguntas se hicieron menos incisivas. —¿Por qué se restringió la posesión de armas blancas? —A fin de evitar crímenes e incidentes violentos. —¿Incidentes? —Tales como disturbios causados por multitudes enardecidas —gritó el ministro con una rabia ya exhausta. —¿Cuánto van a durar estas restricciones? —preguntó la Begum Abida Khan, casi riendo. —Hasta que se anulen. —¿Y cuando se propone anularlas el gobierno? —Tan pronto como la situación lo permita. La Begum Abida Khan se sentó lentamente. Siguió una petición para posponer el orden del día a fin de discutir el tema del tiroteo, pero el presidente solucionó el tema con suma rapidez. Las mociones para suspender el orden del día sólo se aprobaban en casos muy excepcionales de crisis o emergencia, cuando surgía un tema cuya discusión no permitía más demora; aprobarlas o no era algo que sólo decidía el presidente. El tema del tiroteo de la policía, aun en el caso de que hubiera sido un tema a debatir —y en su opinión, no lo era— ya había sido suficientemente aireado. Las preguntas de esa notable e imparable mujer se habían convertido virtualmente en un debate. El presidente enumeró los siguientes puntos del orden del día: en primer lugar se anunciaron las leyes aprobadas por la legislatura del estado y que ya habían recibido el visto bueno del gobernador del estado o del presidente de la India; a continuación, el tema más importante de toda la sesión: la reanudación del debate acerca de la Ley de Abolición del Zamindari. Pero L. N. Agarwal no se quedó a escuchar la discusión sobre esa ley. Tan pronto como la moción para suspender el orden del día fue rechazada por el presidente, salió apresuradamente de la sala, no cruzando el hemiciclo en dirección a la salida, sino por un pasillo que conducía hasta una tribuna lateral, y a continuación siguiendo una pared oscura y forrada de madera. Su tensión y animosidad resultaban palpables en su manera de andar. Inconscientemente aplastaba los papeles que llevaba en la mano. Varios diputados intentaron hablarle, mostrarle su solidaridad. Él los apartó a su paso. Caminó a ciegas hasta la salida, y fue derecho al cuarto de baño.

Cap. 5.07 - Sparks fly

Cap. 5-7 – Sparks fly Begum Abida Khan slowly stood up. She was dressed in a dark blue, almost black, sari, and her pale and furious face riveted the house even before she began to speak. She was the wife of the Nawab of Baitar’s younger brother, and one of the leaders of the Democratic Party, the party that sought to protect the interests of the landowners in the face of the impending passage of the Zamindari Abolition Bill. Although a Shia, she had the reputation of being an aggressive protector of the rights of all Muslims in the new, truncated Independent India. Her husband, like his father, had been a member of the Muslim League before Independence and had left for Pakistan shortly afterwards. Despite the powerful persuasion and reproach of many relatives, she, however, had chosen not to go. ‘I’ll be useless there, sitting and gossiping. Here in Brahmpur at least I know where I am and what I can do,’ she had said. And this morning she knew exactly what she wanted to do. Looking straight at the man whom she considered to be one of the less savoury manifestations of humankind, she began her questioning from her list of starred questions. ‘Is the honourable Minister for Home Affairs aware that at least five people were killed by the police in the firing near Chowk last Friday?’ The Home Minister, who at the best of times could not stand the Begum, replied: ‘Indeed, I was not.’ It was somewhat obstructive of him not to elaborate, but he did not feel like being forthcoming before this pale harridan. Begum Abida Khan veered from her script. ‘Will the honourable Minister inform us exactly what he is aware of?’ she inquired acidly. ‘I disallow that question,’ murmured the Speaker. ‘What would the honourable Minister say was the death toll in the firing in Chowk?’ demanded Begum Abida Khan. ‘One,’ said L.N. Agarwal. Begum Abida Khan’s voice was incredulous: ‘One?’ she cried. ‘One?’ ‘One,’ replied the Home Minister, holding up the index finger of his right hand, as if to an idiot child who had difficulty with numbers or hearing or both. Begum Abida Khan cried out angrily: ‘If I may inform the honourable Minister, it was at least five, and I have good proof of this fact. Here are copies of the death certificates of four of the deceased. Indeed, it is likely that two more men will shortly—’ ‘I rise on a point of order, Sir,’ said L.N. Agarwal, ignoring her and addressing the Speaker directly. ‘I understand that Question Time is used for getting information from and not for giving information to Ministers.’ Begum Abida Khan’s voice continued regardless: ‘—two more men will shortly be receiving such certificates of honour thanks to the henchmen of the honourable Minister. I would like to table these death certificates—these copies of death certificates.’ ‘I am afraid that that is not possible under the Standing Orders. . . .’ protested the Speaker. Begum Abida Khan waved the documents around, and raised her voice higher: ‘The newspapers have copies of them, why is the House not entitled to see them? When the blood of innocent men, of mere boys, is being callously shed—’ ‘The honourable member will not use Question Time to make speeches,’ said the Speaker, and banged his gavel. Begum Abida Khan suddenly pulled herself together, and once again addressed L.N. Agarwal. ‘Will the honourable Minister kindly inform the House on what basis he came to the total figure of one?’ ‘The report was furnished by the District Magistrate, who was present at the time of the event.’ ‘By “present” you mean that he ordered the mowing down of these unfortunate people, is that not so?’ L.N. Agarwal paused before answering: ‘The District Magistrate is a seasoned officer, who took whatever steps he considered the situation required. As the honourable member is aware, an inquiry under a more senior officer will shortly be made, as it is in all cases of an order to fire; and I suggest to her that we wait until such time as the report is published before we give vent to speculation.’ ‘Speculation?’ burst out Begum Abida Khan. ‘Speculation? Do you call this speculation? You should be—the honourable Minister’—she emphasized the word maananiya or honourable—‘the honourable Minister should be ashamed of himself. I have seen the corpses of two men with these very eyes. I am not speculating. If it were the blood of his own co-religionists that was flowing in the streets, the honourable Minister would not “wait until such time”. We know of the overt and tacit support he gives that foul organization the Linga Rakshak Samiti, set up expressly to destroy the sanctity of our mosque—’ The House was getting increasingly excited under her oratory, inappropriate though it may have been. L.N. Agarwal was grasping his curve of grey hair with his right hand, tense as a claw, and—having cast his calm demeanour to the winds—was glaring at her at every scornful ‘honourable’. The frail-looking Speaker made another attempt to stem the flow: ‘The honourable member may perhaps need reminding that according to my Question List, she has three starred questions remaining.’ ‘I thank you, Sir,’ said Begum Abida Khan. ‘I shall come to them. In fact I shall ask the next one immediately. It is very germane to the subject. Will the honourable Minister of Home Affairs inform us whether prior to the firings in Chowk a warning to disperse was read out under Section 144 of the Criminal Procedure Code? If so, when? If not, why not?’ Brutally and angrily L.N. Agarwal replied: ‘It was not. It could not have been. There was no time to do so. If people start riots for religious reasons and attempt to destroy temples they must accept the consequences. Or mosques, of course, for that matter—’ But now Begum Abida Khan was almost shouting. ‘Riot? Riot? How does the honourable Minister come to the conclusion that that was the intention of the crowd? It was the time of evening prayer. They were proceeding to the mosque—’ ‘From all reports, it was obvious. They were rushing forward violently, shouting with their accustomed zealotry, and brandishing weapons,’ said the Home Minister. There was uproar. A member of the Socialist Party cried: ‘Was the honourable Minister present?’ A member of the Congress Party said: ‘He can’t be everywhere.’ ‘But this was brutal,’ shouted someone else. ‘They fired at point-blank range.’ ‘Honourable members are reminded that the Minister is to answer his own questions,’ cried the Speaker. ‘I thank you, Sir—’ began the Home Minister. But to his utter amazement and, indeed, horror, a Muslim member of the Congress Party, Abdus Salaam, who happened also to be Parliamentary Secretary to the Revenue Minister, now rose to ask: ‘How could such a grave step—an order to fire—have been taken without either giving due warning to disperse or attempting to ascertain the intention of the crowd?’ That Abdus Salaam should have risen to his feet shocked the House. In a sense it was not clear where he was addressing the question—he was looking at an indeterminate point somewhere to the right of the great seal of Purva Pradesh above the Speaker’s chair. He seemed, in fact, to be thinking aloud. He was a scholarly young man, known particularly for his excellent understanding of land tenure law, and was one of the chief architects of the Purva Pradesh Zamindari Abolition Bill. That he should make common cause with a leader of the Democratic Party—the party of the zamindars—on this issue, stunned members of all parties. Mahesh Kapoor himself was surprised at this intervention by his Parliamentary Secretary and turned around with a frown, not entirely pleased. The Chief Minister scowled. L.N. Agarwal was gripped with outrage and humiliation. Several members of the House were on their feet, waving their order papers, and no one, not even the Speaker, could be clearly heard. It was becoming a free-for-all. When, after repeated thumps of the Speaker’s gavel, a semblance of order was restored, the Home Minister, though still in shock, rose to ask: ‘May I know, Sir, whether a Parliamentary Secretary to a Minister is authorized to put questions to Government?’ Abdus Salaam, looking around in bewilderment, amazed by the furore he had unwittingly caused, said: ‘I withdraw.’ But now there were cries of: ‘No, no!’ ‘How can you do that?’ and ‘If you won’t ask it, I will.’ The Speaker sighed. ‘As far as procedure is concerned, every member is at liberty to put questions,’ he ruled. ‘Why then?’ asked a member angrily. ‘Why was it done? Will the honourable Minister answer or not?’ ‘I did not catch the question,’ said L.N. Agarwal. ‘I believe it has been withdrawn.’ ‘I am asking, like the other member, why no one found out what the crowd wanted? How did the DM know it was violent?’ repeated the member. ‘There should be an adjournment motion on this,’ cried another. ‘The Speaker already has such a notice with him,’ said a third. Over all this rose the piercing voice of Begum Abida Khan: ‘It was as brutal as the violence of Partition. A youth was killed who was not even part of the demonstration. Would the honourable Minister for Home Affairs care to explain how this happened?’ She sat down and glared. ‘Demonstration?’ said L.N. Agarwal with an air of forensic triumph. ‘Crowd, rather—’ said the battling Begum, leaping up again and slipping out of his coils. ‘You are not going to deny, surely, that it was the time of prayer? The demonstration—the demonstration of gross inhumanity, for that is what it was—was on the part of the police. Now will the honourable Minister not take refuge in semantics and deal with the facts.’ When he saw the wretched woman get up again, the Home Minister felt a stab of hatred in his heart. She was a thorn in his flesh and had insulted and humiliated him before the House and he now decided that, come what may, he was going to get back at her and her house—the family of the Nawab Sahib of Baitar. They were all fanatics, these Muslims, who appeared not to realize they were here in this country on sufferance. A calm dose of well-applied law would do them good. ‘I can only answer one question at a time,’ L.N. Agarwal said in a dangerous growl. ‘The supplementary questions of the honourable member who asked the starred questions will take precedence,’ said the Speaker. Begum Abida Khan smiled grimly. The Home Minister said: ‘We must wait till the report is published. Government is not aware that an innocent youth was fired upon, let alone injured or killed.’ Now Abdus Salaam stood up again. From around the House outraged cries rose: ‘Sit down, sit down.’ ‘Shame!’ ‘Why are you attacking your own side?’ ‘Why should he sit down?’ ‘What have you got to hide?’ ‘You are a Congress member—you should know better.’ But so unprecedented was the situation that even those who opposed his intervention were curious. When the cries had died down to a sort of volatile muttering, Abdus Salaam, still looking rather puzzled, asked: ‘What I have been wondering about during the course of this discussion is, well, why was a deterrent police force—well, maybe just an adequate police force—not maintained at the site of the temple? Then there would have been no need to fire in this panicky manner.’ The Home Minister drew in his breath. Everyone is looking at me, he thought. I must control my expression. ‘Is this supplementary question addressed to the honourable Minister?’ asked the Speaker. ‘Yes, it is, Sir,’ said Abdus Salaam, suddenly determined. ‘I will not withdraw this question. Would the honourable Minister inform us why there was not a sufficient and deterrent police force maintained either at the kotwali or at the site of the temple itself? Why were there only a dozen men left to maintain law and order in this grievously disturbed area, especially after the contents of the Friday sermon at the Alamgiri Mosque became known to the authorities?’ This was the question that L.N. Agarwal had been dreading, and he was appalled and enraged that it had been asked by an MLA from his own party, and a Parliamentary Secretary at that. He felt defenceless. Was this a plot by Mahesh Kapoor to undermine him? He looked at the Chief Minister, who was waiting for his response with an unreadable expression. L.N. Agarwal suddenly realized that he had been on his feet for a long time, and wanted very badly to urinate. And he wanted to get out of here as quickly as possible. He began to take refuge in the kind of stonewalling that the Chief Minister himself often used, but to much shabbier effect than that master of parliamentary evasion. By now, however, he hardly cared. He was convinced that this was indeed a plot by Muslims and so-called secular Hindus to attack him—and that his own party had been infected with treason. Looking with calm hatred first at Abdus Salaam, then at Begum Abida Khan, he said: ‘I can merely reiterate—wait for the report.’ A member asked: ‘Why were so many police diverted to Misri Mandi for a totally unnecessary show of force when they were really needed in Chowk?’ ‘Wait for the report,’ said the Home Minister, glaring around the House, as if challenging the members to goad him further. Begum Abida Khan stood up. ‘Has the Government taken any action against the District Magistrate responsible for this unprovoked firing?’ she demanded. ‘The question does not arise.’ ‘If the much-anticipated report shows that the firing was uncalled for and irregular, does Government plan to take any steps in this regard?’ ‘That will be seen in due course. I should think it might.’ ‘What steps does Government intend to take?’ ‘Proper and adequate steps.’ ‘Has Government taken any such steps in similar situations in the past?’ ‘It has.’ ‘What are those steps that have been taken?’ ‘Such steps as were considered reasonable and proper.’ Begum Abida Khan looked at him as she would at a snake, wounded but still evading the final blow by twisting its head from side to side. Well, she was not done with him yet. ‘Will the honourable Minister name the wards or neighbourhoods in which restrictions have now been placed with regard to the possession of cold steel? Have these restrictions been placed as a result of the recent firing? If so, why were they not placed earlier?’ The Home Minister looked at the pipal tree in the great seal, and said: ‘Government presumes that the honourable member means by the phrase “cold steel” objects such as swords, daggers, axes, and similar weapons.’ ‘Household knives have also been wrested by the police from housewives,’ said Begum Abida Khan in more of a jeer than a statement. ‘Well, what are the neighbourhoods?’ ‘Chowk, Hazrat Mahal, and Captainganj,’ said L.N. Agarwal. ‘Not Misri Mandi?’ ‘No.’ ‘Although that was the site of the heaviest police presence?’ persisted Begum Abida Khan. ‘Police had to be shifted in large numbers to the real trouble spots—’ began L.N. Agarwal. He stopped abruptly, realizing too late how he had exposed himself by what he had started to say. ‘So the honourable Minister admits—’ began Begum Abida Khan, her eyes gleaming triumphantly. ‘The Government admits nothing. The report will detail everything,’ said the Home Minister, appalled by the confession she had elicited from him. Begum Abida Khan smiled contemptuously, and decided that the reactionary, trigger-happy, anti-Muslim bully had just condemned himself out of his own mouth sufficiently for much further skewering to be productive. She let her questions taper away. ‘Why were these restrictions on cold steel imposed?’ ‘In order to prevent crimes and incidents of violence.’ ‘Incidents?’ ‘Such as riots by inflamed mobs,’ he cried out in weary rage. ‘How long will these restrictions continue?’ asked Begum Abida Khan, almost laughing. ‘Till they are withdrawn.’ ‘And when does the Government propose to withdraw these restrictions?’ ‘As soon as the situation permits.’ Begum Abida Khan gently sat down. There followed a notice for adjournment of the House in order to discuss the issue of the firing, but the Speaker disposed of this quickly enough. Adjournment motions were only granted in the most exceptional cases of crisis or emergency, where discussion could brook no delay; to grant them or not was in the Speaker’s absolute discretion. The subject of the police firing, even had it been such a subject—which, to his mind, it was not—had been sufficiently aired already. The questions of that remarkable, almost unreinable woman had virtually become a debate. The Speaker went on to the next items on the day’s business: first, the announcement of bills passed by the state legislature that had received the assent of the Governor of the state or the President of India; next, the most important matter on the agenda for the entire session: the continuing debate on the Zamindari Abolition Bill. But L.N. Agarwal did not stay to listen to discussions on the bill. As soon as the notice for an adjournment motion had been rejected by the Speaker, he fled—not directly across the well to the exit but along an aisle to the perimeter gallery, and then along the dark, wood-panelled wall. His tension and animus were palpable in the way he walked. He was unconsciously crushing his order papers in his hand. Several members tried to talk to him, to sympathize with him. He brushed them off. He walked unseeingly to the exit, and made straight for the bathroom.

blanco chalinas.jpeg
d65a021609035c9f7070a0e14fc2fa426883aeab_247186.jpg

Cap. 5.06 - En la cámara de diputados

Cap. 5.6 – En la Cámara de diputados —¿Es consciente el gobierno de que la semana pasada la policía de Brahmpur realizó una carga a golpes de lathis contra los miembros de la comunidad jatava mientras éstos se manifestaban ante el Mercado del Calzado de Govinda? El ministro del Interior, Shri L. N. Agarwal, se puso en píe. —No hubo ninguna carga con lathis —contestó. —Si quiere podemos calificarla de carga ligera con lathis. ¿Es consciente el gobierno del incidente al que me estoy refiriendo? El ministro del Interior miró al otro lado de la gran cámara circular y dijo con serenidad: —No hubo ninguna carga con lathis en el sentido habitual del término. La policía se vio obligada a utilizar porras ligeras, de tres centímetros de espesor, cuando la descontrolada muchedumbre apedreó y maltrató a varios espectadores y a un policía, y sólo cuando estaba claro que la seguridad del Mercado del Calzado de Govinda, la del público y la de los propios policías, estaba seriamente amenazada. Se quedó mirando al diputado, Ram Dhan, un hombre bajito, de piel morena, marcado de viruela, de unos cuarenta y tantos años de edad, y que le hacía las preguntas —en un hindi estándar con un fuerte acento de Brahmpur— con los brazos cruzados sobre el pecho. —¿Acaso no es un hecho —continuó el diputado— que esa misma tarde la policía apaleó a un gran número de jatavas que estaban pacíficamente intentando formar piquetes en las cercanías del Mercado del Calzado de Govinda? —Shri Ram Dan era un parlamentario independiente de las castas deprimidas, y enfatizó la palabra “jatavas”. El público que había en la sala dejó escapar un murmullo de indignación. El presidente de la Cámara llamó al orden, y el ministro del Interior volvió ponerse en pie. —No, no es un hecho —afirmó, sin levantar el tono de voz—. La policía presionada por una muchedumbre enfurecida, se defendió a sí misma, y en el transcurso de la acción tres personas resultaron heridas. En cuanto a la insinuación del honorable diputado, según la cual la policía señaló a los miembros de alguna casta en concreto o fue especialmente severa porque la multitud estaba compuesta principalmente por miembros de esa casta, le aconsejaría que fuera más justo con la policía. Permítame asegurarle que la acción no hubiera sido distinta si la muchedumbre hubiera estado constituida de forma diferente. Haciendo caso omiso de las palabras del ministro, Shri Ram Dhan prosiguió: —¿Acaso no es cierto que el honorable ministro del Interior estuvo constantemente en comunicación con las autoridades locales de Brahmpur, en concreto con el juez de distrito y el inspector de Policía? —Sí. —L.N.Agarwal, habiéndose comprometido con aquella única sílaba, alzó la vista al techo como en busca paciencia, hacia la gran cúpula de cristal esmerilado a través de la cual la luz de la mañana se derramaba sobre la Asamblea Legislativa. —¿Las autoridades del distrito pidieron autorización expresa al ministro del Interior antes de llevar a cabo la carga a golpes de lathi contra la desarmada muchedumbre? Y si es así, ¿cuándo? Y si no lo es, ¿por qué no? El ministro del Interior suspiró de exasperación más que de cansancio mientras volvía a levantarse: —Debo reiterar que no acepto el uso de las palabras “carga a golpes de lathis” en este contexto. Ni tampoco que la multitud estuviera desarmada, ya que utilizaron piedras. Sin embargo, me alegra que el honorable diputado admita que la policía se enfrentaba a una multitud. De hecho, puesto que utiliza esta palabra en una de las preguntas del orden del día (ya impresas), queda claro que ya lo sabía antes de hoy. —¿Sería el honorable ministro tan amable de responder a la pregunta que le he planteado? —dijo Ram Dhan acalorándose abriendo los brazos y apretando los puños. —Creía que la respuesta era obvia —dijo L. N. Agarwal. Hizo una pausa, a continuación prosiguió, como si recitara—: El desarrollo de una situación sobre el terreno a veces es tan impredecible que a menudo se hace tácticamente imposible prever lo que ocurrirá, por lo que se debe dejar cierta flexibilidad a las autoridades locales. Pero Ram Dhan no cejó. —Si, como admite el honorable ministro, no se concedió ninguna autorización, ¿fue informado el ministro del Interior de la acción que se proponía emprender la policía? ¿Dieron él o el Primer Ministro su aprobación tácita? Una vez más el ministro del Interior se levantó. Fijó la mirada en un punto situado en el centro exacto de la alfombra verde que cubría el hemiciclo. —La acción no fue premeditada. Hubo que tomar esa decisión inmediatamente para tratar con una situación que se había desarrollado de repente. No era posible atenerse a las instrucciones que con anterioridad pudiera haber dado el gobierno. Un parlamentario gritó: —¿Y qué me dice del primer ministro? El presidente de la Cámara, un hombre erudito pero no muy enérgico, que iba vestido con una kurta y un dhoti, observó desde su elevada posición, situada bajo el símbolo de Purva Pradesh —una gran higuera de las pagodas—, y dijo: —Las preguntas del orden del día se dirigen específicamente al honorable ministro del Interior, y sus respuestas deben ser suficientes. Se alzaron varias voces. Una, dominando sobre las otras, estalló: —Ya que el honorable Primer Ministro está presente en la Cámara, tras uno de sus viajes por el país, quizá no le importaría darnos una respuesta, aunque el orden del día no le obligue a ello. Creo que los miembros de este Cámara se lo agradeceríamos. El primer ministro, Shri S. S. Sharma, se puso en pie sin ayuda de su bastón, se apoyó con la mano izquierda en la mesa de oscura madera y miró a derecha e izquierda. Estaba colocado en la parte central del hemiciclo, casi exactamente entre L. N. Agarwal y Mahesh Kapoor. Se dirigió al presidente con su voz nasal, bastante paternalista, asintiendo suavemente con la cabeza, como solía hacer. —No tengo ninguna objeción a tomar la palabra, señor Presidente, pero no tengo nada que añadir. La acción llevada a cabo –a la que los honorables diputados pueden llamar como quieran– fue tomada bajo la égida del ministerio responsable. —Hubo una pausa, durante la cual no estaba claro si el primer ministro, si acaso, pensaba añadir algo—: A quien naturalmente apoyo—dijo. Aún no se había sentado cuando el inexorable Ram Dhan volvió a la carga. —Le estoy muy agradecido al honorable Primer Ministro —dijo—, pero me gustaría que me aclarara algo. Al decir que apoya al ministro del Interior, ¿El Primer Ministro quiere decir que aprueba a las autoridades de la policía del distrito? Antes de que el primer ministro pudiera replicar, el ministro del Interior se puso rápidamente en pie y dijo: —Espero que hayamos dejado claro este punto. La orden no fue aprobada anteriormente. Justo después del incidente se llevó a cabo una investigación. El juez de distrito indagó los hechos minuciosamente y concluyó que la policía había obrado con la menor contundencia posible, en un caso, además, en que el uso de la fuerza era absolutamente inevitable. El gobierno lamenta que se dieran tales circunstancias, pero está satisfecho con las conclusiones del magistrado. Prácticamente todas las partes implicadas aceptan que las autoridades abordaron una seria situación con tacto y con la debida contención. Un miembro del Partido Socialista se puso en pie. —¿No es cierto —preguntó— que fue ante la insistencia de los miembros de la comunidad comerciante bania, a la cual pertenece el honorable ministro del Interior —murmullos coléricos surgieron de los bancos del gobierno—déjenme acabar, no es cierto que como consecuencia el ministro apostó tropas, – quiero decir a la policía– a lo largo y ancho de Misri Mandi? —Se rechaza la pregunta —dijo el presidente. —Bien —prosiguió el diputado—, ¿sería el honorable ministro tan amable de informarnos quién le aconsejó desplegar ese amenazador cuerpo de policía? El ministro del Interior se tiró del pelo que sobresalía por debajo del gorro y dijo: —El gobierno tomas las decisiones por sí mismo, sopesando la situación en su totalidad. Y ha demostrado su eficacia en el citado incidente. Por fin hay paz en Misri Mandi. Una confusión de gritos indignados, vehementes palabras y ostentosas carcajadas se alzó por todas partes. Hubo gritos de: “¿Qué paz?” “¡Qué vergüenza!” “¿Quién es el juez de distrito para juzgar el caso?” ¿Qué pasa con la mezquita?», etcétera. —¡Orden! ¡Orden! —gritó el presidente, que pareció alterarse cuando otro diputado se levantó y dijo: —¿No ha pensado el gobierno que quizá sería aconsejable que tales casos fueran investigados por alguien más imparcial que las autoridades del distrito? —Rechazo la pregunta —dijo el presidente, negando con la cabeza como un gorrión—. Siguiendo el reglamento de esta cámara, no se permiten hacer sugerencias para futuras medidas, en una sesión de preguntas, y no estoy dispuesto a permitirlo durante esta sesión. Así acabó el interrogatorio sufrido por el ministro del Interior en relación al incidente de Misri Mandi. Aunque sólo había cinco preguntas en la hoja impresa del orden del día, las cuestiones suplementarias hicieron que aquel turno de preguntas pareciera un interrogatorio. La intervención del primer ministro había inquietado, más que tranquilizado, a L. N. Agarwal. ¿Estaba S. S. Sharma, de manera indirecta intentando endosar la total responsabilidad de la acción a su segundo al mando? L. N. Agarwal se sentó, sudando ligeramente, pero sabía que tendría que volver a levantarse inmediatamente. Y aunque se enorgullecía de mantener la calma en circunstancias difíciles, no le entusiasmaba en lo más mínimo lo siguiente que tendría que enfrentar.

Cap. 5.06 - In the Chamber

Cap. 5.6 – In the Chamber ‘Is the Government aware that the Brahmpur Police made a lathi charge on the members of the jatav community last week when they demonstrated in front of the Govind Shoe Mart?’ The Minister for Home Affairs, Shri L.N. Agarwal, got to his feet. ‘There was no lathi charge,’ he replied. ‘Mild lathi charge, if you like. Is the Government aware of the incident I am referring to?’ The Home Minister looked across the well of the great circular chamber, and stated calmly: ‘There was no lathi charge in the usual sense. The police were forced to use light canes, one inch thick, when the unruly crowd had stoned and manhandled several members of the public and one policeman, and when it was apparent that the safety of the Govind Shoe Mart, and of the public, and of the policemen themselves was seriously threatened.’ He stared at his interrogator, Ram Dhan, a short, dark, pockmarked man in his forties, who asked his questions—in standard Hindi but with a strong Brahmpuri accent—with his arms folded across his chest. ‘Is it a fact,’ continued the questioner, ‘that on the same evening, the police beat up a large number of jatavs who were peacefully attempting to picket the Brahmpur Shoe Mart nearby?’ Shri Ram Dhan was an Independent MLA from the scheduled castes, and he stressed the word ‘jatavs’. A kind of indignant murmur rose from all around the House. The Speaker called for order, and the Home Minister stood up again. ‘It is not a fact,’ he stated, keeping his voice level. ‘The police, being hard pressed by an angry mob, defended themselves and, in the course of this action, three people were injured. As for the honourable member’s innuendo that the police singled out members of a particular caste from the mob or were especially severe because the mob consisted largely of members of that caste, I would advise him to be more just to the police. Let me assure him that the action would have been no different had the mob been constituted differently.’ Limpet-like, however, Shri Ram Dhan continued: ‘Is it a fact that the honourable Home Minister was in constant touch with the local authorities of Brahmpur, in particular the District Magistrate and the Superintendent of Police?’ ‘Yes.’ L.N. Agarwal looked upwards, having delivered himself of this single syllable and as if seeking patience, towards the great dome of white frosted glass through which the late morning light poured down on the Legislative Assembly. ‘Was the specific sanction of the Home Minister taken by the district authorities before making the lathi charge on the unarmed mob? If so, when? If not, why not?’ The Home Minister sighed with exasperation rather than weariness as he stood up again: ‘May I reiterate that I do not accept the use of the words “lathi charge” in this context. Nor was the mob unarmed, since they used stones. However, I am glad that the honourable member admits that it was a mob that the police were facing. +Indeed, from the fact that he uses the word in a printed, starred question, it is clear that he knew this before today.’ ‘Would the honourable Minister kindly answer the question put to him?’ said Ram Dhan heatedly, opening his arms and clenching his fists. ‘I should have thought the answer was obvious,’ said L.N. Agarwal. He paused, then continued, as if reciting: ‘The developing situation on the ground is sometimes such that it is often tactically impossible to foresee what will happen, and a certain flexibility must be left to the local authorities.’ But Ram Dhan clung on. ‘If as the honourable Minister admits, no such specific sanction was taken, was the honourable Home Minister informed of the proposed action of the police? Did he or the Chief Minister give their tacit approval?’ Once again the Home Minister rose. He glanced at a point in the dead centre of the dark-green carpet that covered the well. ‘The action was not premeditated. It had to be taken forthwith in order to meet a grave situation which had suddenly developed. It did not admit of any previous reference to Government.’ A member shouted: ‘And what about the Chief Minister?’ The Speaker of the House, a learned but not normally very assertive man who was dressed in a kurta and dhoti, looked down from his high platform below the seal of Purva Pradesh—a great pipal tree—and said: ‘These short-order starred questions are addressed specifically to the honourable Home Minister, and his answers must be taken to be sufficient.’ Several voices now rose. One, dominating the others, boomed out: ‘Since the honourable Chief Minister is present in the House after his travels in other parts, perhaps he would care to oblige us with an answer even though he is not compelled by the Standing Orders to do so? I believe the House would appreciate it.’ The Chief Minister, Shri S.S. Sharma, stood up without his stick, leaned with his left hand on his dark wooden desk and looked to his left and right. He was positioned along the curve of the central well, almost exactly between L.N. Agarwal and Mahesh Kapoor. He addressed the Speaker in his nasal, rather paternal, voice, nodding his head gently as he did so: ‘I have no objection to speaking, Mr Speaker, but I have nothing to add. The action taken—call it by what name the honourable members will—was taken under the aegis of the responsible Cabinet Minister.’ There was a pause, during which it was not clear what the Chief Minister was going to add, if anything. ‘Whom I naturally support,’ he said. He had not even sat down when the inexorable Ram Dhan came back into the fray. ‘I am much obliged to the honourable Chief Minister,’ he said, ‘but I would like to seek a clarification. By saying that he supports the Home Minister, does the Chief Minister mean to imply that he approves of the policy of the district authorities?’ Before the Chief Minister could reply, the Home Minister quickly rose again to say: ‘I hope that we have made ourselves clear on this point. It was not a case of prior approval. An inquiry was held immediately after the incident. The District Magistrate went into the matter fully and found that the very minimum force which was absolutely unavoidable was used. The Government regret that such an occasion should have arisen, but are satisfied that the finding of the District Magistrate is correct. It was accepted by practically all concerned that the authorities faced a serious situation with tact and due restraint.’ A member of the Socialist Party stood up. ‘Is it true,’ he asked, ‘that it was on the prodding of members of the bania trading community to which he belongs that the honourable Home Minister’—angry murmurs rose from the Government benches—‘let me finish—that the Minister subsequently posted troops—I mean police—throughout the length and breadth of Misri Mandi?’ ‘I disallow that question,’ said the Speaker. ‘Well,’ continued the member, ‘would the honourable Minister kindly inform us on whose advice he decided on the placing of this threatening body of police?’ The Home Minister grasped the curve of hair under his cap and said: ‘Government made its own decision, bearing the totality of the situation in mind. And in the event it has proved to be effective. There is peace at last in Misri Mandi.’ A babble of indignant shouts, earnest chatter and ostentatious laughter arose on all sides. There were shouts of ‘What peace?’ ‘Shame!’ ‘Who is the DM to judge the matter?’ ‘What about the mosque?’ and so on. ‘Order! Order!’ cried the Speaker, looking flustered as another member rose to his feet and said: ‘Will the Government consider the advisability of creating machineries other than the interested district authorities for making inquiries in such cases?’ ‘I do not allow this question,’ said the Speaker, shaking his head like a sparrow. ‘Under Standing Orders questions making suggestions for action are not permissible and I am not prepared to allow them during Question Time.’ It was the end of the Home Minister’s grilling on the Misri Mandi incident. Though there had been only five questions on the printed sheet, the supplementary questions had given the exchange the character almost of a cross-examination. The intervention of the Chief Minister had been more disturbing than reassuring to L.N. Agarwal. Was S.S. Sharma, in his wily, indirect way, trying to palm off full responsibility for the action on to his second-in-command? L.N. Agarwal sat down, sweating slightly, but he knew that he would have to be on his feet immediately again. And, though he prided himself on maintaining his calm in difficult circumstances, he did not relish what he would now have to face.

blanco chalinas.jpeg
flores fondo verde.JPG

Cap. 5.05 - Las hijas de los ministros

Cap. 5.5 – Las hijas de los ministros Mientras tanto, en el piso de arriba, Priya hablaba con Vina, que había ido a verla. No se trataba tan solo de una visita de cortesía, sino de una emergencia. Vina estaba muy preocupada. Al llegar a su casa había encontrado a Kedarnath no sólo con los ojos cerrados, sino con la cabeza hundida entre las manos. Eso era muchísimo peor que su estado normal de preocupación optimista. Kedarnath no quería hablar del asunto, pero finalmente descubrió que estaba pasando serios apuros financieros. Entre los piquetes y la policía, que ahora permanecía apostada en el Chowk, el mercado del calzado había pasado de funcionar escasamente a pararse del todo. Y cada día le llegaban los chits que vencían y no tenía dinero para pagarlos. Aquellos que le debían dinero, en particular los grandes almacenes de Bombay, habían retrasado el pago de anteriores encargos, pues pensaban que no podría asegurarles entregas en el futuro. Los encargos que conseguía de gente como Jagat Ram, que buscaba zapatos a medida, no eran suficientes. Para entregar los pedidos que tenía apalabrados con compradores de todo el país, necesitaba los zapatos de cesteros, y éstos no se atrevían a aparecer por el Misri Mandi. Pero el problema inmediato era cómo saldar los chits que llegaban a su vencimiento. No tenia a nadie a quien acudir, todos sus colegas andaban tan escasos de efectivo como él. Pedirle el dinero a su suegro estaba fuera de cuestión. Había llegado al límite de su resistencia. Intentaría una vez más hablar con sus acreedores: los prestamistas que tenían sus pagarés y sus agentes a comisión, que venían a cobrarle cuando vencía el plazo. Intentaría convencerlos de que nadie saldría beneficiado por acorralarlo a él y a los demás. Seguro que la situación no dudaría mucho. No era insolvente, sólo andaba escaso de liquidez. Pero incluso mientras hablaba sabía cuál sería la respuesta. Sabía que el dinero, a diferencia del trabajo, no tenía lealtad hacia ningún oficio en particular y podía fluir de los zapatos a, digamos, instalaciones de refrigeración sin necesidad de adaptación, escrúpulos o dudas. Solo tenía dos preguntas: “¿A qué interés?” y “¿Qué riesgo?”. Vina no había acudido a Priya para pedirle ayuda económica, sino a consultarle acerca de la mejor manera de vender las joyas que le había regalado su madre al casarse, y a llorar sobre su hombro. Había traído las joyas con ella. No quedaban muchas después de los traumáticos días en que la familia tuvo que huir de Lahore. Cada pieza significaba tanto para ella que se echaba a llorar en cuanto pensaba en perderla. Sólo tenía dos peticiones: que su marido no se enterara hasta que las joyas se hubieran vendido y que al menos durante unas cuantas semanas su padre y su madre no lo supieran. Hablaban rápidamente, pues en la casa no había privacidad y en cualquier momento podía entrar cualquiera en la habitación de Priya. —Mi padre está aquí —dijo Priya—. Abajo, hablando de política. —Siempre seremos amigas, pase lo que pase —dijo Vina de pronto, y se echó a llorar de nuevo. Priya abrazó a su amiga, le dijo que tuviera valor y le sugirió un tonificante paseo por la azotea. —¡Qué, con este calor, tú estás loca!—dijo Vina. —¿Por qué no? O una insolación o las interrupciones de mi suegra, y desde luego yo se lo que prefiero. —Me dan miedo vuestros monos —dijo Vina como segunda línea de defensa—. Primero se pelean en el tejado de la fábrica de daal, y luego saltan a vuestra azotea. Deberían cambiar el nombre del barrio de Shahi Darvaza a Hanuman Dwar. —Tú nunca has tenido miedo de nada. No te creo —dijo Priya—. De hecho, te envidio. Puedes salir de tu casa siempre que quieres. Mírame a mí. Y mira los barrotes del balcón. Los monos no pueden entrar, y yo no puedo salir. —Ah —dijo Vina—, no deberías envidiarme. Quedaron en silencio. —¿Qué tal le va a Bhaskar? —preguntó Priya. La redonda cara de Vina se iluminó con una sonrisa, aunque algo triste. —Muy bien, como a los tuyos. Insistió en acompañarme. Ahora están todos, jugando al críquet en la plaza. La higuera de las pagodas no parece molestarles... Cómo desearía que hubieras tenido un hermano o una hermana —dijo Vina de pronto, pensando en su propia infancia. Las dos amigas se acercaron al balcón y se asomaron por la reja de hierro forjado. Sus tres hijos, junto con otro dos, jugaban al críquet en la pequeña plaza. La hija mayor de Priya, de diez años, era con mucho la mejor de todos. Era una buena lanzadora y una magnífica bateadora. Generalmente conseguía esquivar la higuera, lo cual ocasionaba problemas sin fin a los demás. —¿Por qué no te quedas a comer? —preguntó Priya. —No puedo —dijo Vina, pensando en Kedarnath y en su suegra, que la estarían esperando—. Quizá mañana. —Mañana, entonces. Vina le dio la bolsa de las joyas a Priya, que la guardó en un almirah de acero. Mientras estaba junto al armario Vina le dijo: —Estás engordando. —Siempre he sido gorda —dijo Priya—, y como no hago nada mas que estar aquí sentada todo el día, como un pájaro enjaulado, cada vez estoy más gorda. —No estás gorda y nunca lo has estado —dijo su amiga—. ¿Y desde cuando has dejado de andar por la azotea? —No lo he hecho —dijo Priya—, pero un día voy a ser yo la que me tire. —Si sigues hablando así me marcho de inmediato —dijo Vina, e hizo ademán de marcharse. —No, no te vayas. No sabes cuánto me anima verte —dijo Priya—. Espero que tengas un montón de mala suerte. Así siempre tendrás que venir corriendo a verme. Si no hubiera sido por la Partición nunca habrías vuelto a Brahmpur. Vina rio. —Venga, subamos a la azotea —insistió Priya—. La verdad es que aquí no puedo hablar a gusto. Siempre hay alguien que entra y escucha desde el balcón. Odio vivir aquí, soy tan infeliz, si no te lo cuento reventaré. —Rio y tiró de Vina para que se levantara—. Le diré a Bablu que nos traiga algo frío para evitar la insolación. Bablu era un peculiar criado de cincuenta años que había entrado a servir en la familia de niño y que con el tiempo se había vuelto cada vez más excéntrico. Últimamente le había dado por tomarse las medicinas de todo el mundo. Cuando llegaron a la azotea se sentaron a la sombra del depósito de agua y se echaron a reír como colegialas. —Deberíamos ser vecinas —dijo Priya, agitando su melena negra, que había lavado y aceitado por la mañana—. Así, aunque me tirara de la azotea, caería en la tuya. —Sería horrible que fuéramos vecinas —dijo Vina, riendo—. La bruja y la espantapájaros se reunirían cada tarde para quejarse de sus nueras. “Ay, ha hechizado a mi hijo, se pasan el día jugando al chaupar en la azotea, y él está más negro que el hollín. Y encima se pone a cantar en la azotea sin ninguna vergüenza ante todo el barrio. Y prepara adrede comidas suculentas para que me den gases. Un día explotaré y ella bailará sobre mis huesos.” Priya se rio. —No —dijo—, estaría bien. Las dos cocinas estarían una enfrente de la otra, y las verduras se unirían a nuestras quejas sobre la opresión. “Oh, amiga Patata, la khatri espantapájaros no me deja vivir. Cuéntales a todos que morí desgraciada. Adiós, adiós, no me olvidéis nunca.” “O amiga Calabaza, la bruja bania solo me permite vivir dos días más. Lloraré por ti, pero no podré asistir a tu chautha. Perdóname, perdóname.” Vina soltó otra carcajada. —Siento pena por mi espantapájaros —dijo—. Lo pasó muy mal durante la Partición. Pero ya era horrible conmigo en Lahore, incluso después de que Bhaskar hubiera nacido. Cuando ve que no me siento desgraciada, entonces ella se siente aún más desgraciada. Cuando nos convirtamos en suegras, Priya, alimentaremos a nuestras nueras con ghee y azúcar todos los días. —Desde luego yo, no siento ninguna lástima por mi bruja —dijo Priya, con asco—. Y ciertamente le haré la vida imposible a mi nuera desde que se levante hasta que se acueste, hasta que destruya totalmente su espíritu. Las mujeres están mucho más guapas cuando son infelices, ¿no crees? —Agitó su espesa melena negra de un lado a otro y miró las escaleras—. Ésta es una casa miserable —añadió—. Ojalá fuera un mono de esos que se pelean en el tejado de la fábrica de dal, y no una nuera en casa del Rai Bahadur. Iría corriendo al mercado y robaría plátanos. Reñiría con los perros, les gritaría a los murciélagos. Iría al Tarbuz ka Bazaar y les pellizcaría el culo a las hermosas prostitutas. Yo..., ¿sabes qué hicieron los monos el otro día? —No —dijo Vina—. Cuéntame. —Es lo que iba a hacer. Bablu, se está volviendo más loco por minutos, y puso los despertadores del Rai Bahadur en la cornisa de la ventana. Lo siguiente que vimos fue a tres monos en la higuera, examinándolos y diciendo: «Mmmmmmm», «Mmmmmmmm», con una voz aguda, como si dijeran: “Bueno, ya tenemos vuestros relojes. ¿Y ahora qué?” La bruja salió. No teníamos a mano los paquetitos de trigo con que normalmente los sobornamos, de manera que cogimos unos cuantos musamis, plátanos y zanahorias e intentamos engatusarlos, diciendo: “Venid, venid, bonitos, venid, juro por Hanuman que os daré cosas buenas para comer...” Y vinieron enseguida, bajando uno por uno, con mucho cautela, cada uno con un reloj bajo el brazo. Empezaron a comer, primero con una mano, así, y luego, dejando los despertadores en el suelo, con las dos manos. Bueno, pues aún no habían acabado de dejar los tres despertadores en el suelo cuando la bruja ya esgrimía un palo que tenía escondido a la espalda y comenzaba a amenazarlos, utilizando palabras tan groseras no tuve más remedio que admirarla. La zanahoria y el palo, ¿no es eso lo que se dice en inglés? De manera que la historia tuvo un final feliz. Pero los monos de Shahi Darvaza son muy inteligentes. Saben lo que pueden conseguir como rescate y lo que no. Bablu había subido las escaleras, sujetando con los cuatro sucios dedos de la mano los cuatro vasos de frío nimbu pani llenos hasta el borde. —¡Aquí tenéis! —dijo Bablu, dejándolos en el suelo—. —¡Bebed! Si os sentáis al sol de esta manera cogeréis una neumonía. —Y desapareció. —¿Es así siempre? —preguntó Vina. —Igual, o peor —dijo Priya—. Nada cambia. Lo único que me consuela es que Vakil sahib ronca tan fuerte como siempre. A veces, por la noche, cuando la cama vibra, tengo la impresión de que va a desaparecer, y de que lo único que me quedará de él para derramar mis lágrimas serán sus ronquidos. Pero no puedo contarte algunas cosas que ocurren en esta casa —añadió enigmática—. Tienes suerte de no tener mucho dinero. Lo que la gente llega a hacer por dinero, Vina. ¿Y en qué va a parar todo ese dinero? No en educación ni en arte ni en literatura, no, todo se va en joyas. Y las mujeres de la casa tienen que llevar diez toneladas de joyas en cada boda. Y deberías ver como se miran las unas a las otras. Oh, Vina —dijo, dándose cuenta de pronto de lo desafortunado de ese comentario—, tengo la mala costumbre de parlotear como una cotorra. Dime que me calle. —No, no, me lo paso muy bien —dijo Vina—. Pero dime, cuando el joyero venga a tu casa la próxima vez, ¿podrás conseguir que te tase las mías? ¿Las piezas pequeñas..., en especial mi navratan? ¿Conseguirás estar unos minutos a solas con él sin que tu suegra se entere? Si yo voy a una joyería, seguro que me engañan. Pero tú entiendes de estas cosas. Priya asintió. —Lo intentaré —dijo. El navratan era una pieza preciosa; lo había visto alrededor del cuello de Vina en la boda de Pran y Savita. Consistía en un arco de nueve compartimentos cuadrados de oro, y cada uno de ellos contenía una piedra preciosa distinta, con un fino esmaltado a los lados e incluso en la parte de atrás, donde no podía verse. Topacio, zafiro blanco, esmeralda, zafiro azul, rubí, diamante, perla, ágata y coral; y en lugar de parecer recargado y caótico, aquel pesado collar tenía una maravillosa combinación de tradicional de solidez y encanto. Para Vina además: de todos los regalos de su madre, era el que más apreciaba. —Creo que nuestros padres deben de estar locos para tenerse tanta inquina —dijo Priya sin venir a cuento—. ¿A quién le importa quién sea el próximo primer ministro de Purva Pradesh? Vina asintió y dio un sorbo a su nimbu pani. —¿Qué sabes de Maan? —preguntó Priya. Siguieron chismorreando: acerca de Maan y Saeeda Bai; acerca de la hija del nawab sahib y de si su situación en el purdah era peor que la de Priya; acerca del embarazo de Savita; incluso, aunque de oídas, acerca de la señora Rupa Mehra, de cómo intentaba corromper a sus samadhina enseñándoles a jugar al rumy. Se habían olvidado del mundo. De pronto, la gran cabeza y la redondeada espalda de Bablu aparecieron en lo alto de las escaleras. —Oh, Dios mío —dijo Priya con un sobresalto—. Mi turno en la cocina, desde que me he puesto a hablar contigo se me ha ido totalmente el santo al cielo. Mi suegra habrá acabado su estúpida manía de prepararse la comida envuelta solo en un dhoti mojado después de bañarse y ahora me llama a gritos. Tengo que irme corriendo. Lo hace por mantener la comida pura, o eso dice, aunque no le importa que tengamos cucarachas del tamaño de búfalos corriendo por toda la casa, y que las ratas te mordisqueen el pelo por la noche si no te quitas el aceite. ¡Oh, quédate a comer, Vina, nunca consigo verte! —De verdad que no puedo —dijo Vina—. Al Dormilón le gusta comer a sus horas. Y seguro que también al Roncador. —Oh, él no es tan tiquismiquis —dijo Priya, arrugando la frente—. Aguanta todas mis tonterías. Pero no puedo salir, no puedo salir, no puedo ir a ninguna parte excepto a las bodas y a esos extraños viajes al templo o a una feria religiosa, y ya sabes lo que pienso de esas cosas. Si no fuera tan bueno, me volvería completamente loca. Golpear a la esposa es el deporte más corriente de nuestro vecindario. No te consideran un hombre de verdad si no abofeteas a tu mujer un par de veces por semana, pero Ram Vilas no es capaz ni de golpear un tambor durante el Dussehra. Y es tan respetuoso con la bruja que me pone enferma, aunque sea sólo su madrastra. Dicen que es tan amable con los testigos que siempre le dicen la verdad... ¡aunque estén delante del tribunal! Bueno, si no puedes quedarte, vuelve mañana. Prométemelo otra vez. Vina se lo prometió, y las dos amigas bajaron al piso superior. La hija y el hijo de Priya estaban sentados en la cama, y le informaron a Vina de que Bhaskar se había vuelto a su casa. —¿Qué? ¿Solo? —preguntó Vina, inquieta. —Tiene nueve años, y está solo a cinco minutos, —dijo el muchacho. —¡Shh! —dijo Priya—. Habla con respeto a tus mayores. —Mejor será que me vaya enseguida —dijo Vina. Mientras bajaba se encontró con L. N. Agarwal, que subía. Las escaleras eran estrechas y empinadas. Ella se apretó contra la pared y pronunció el namasté. Él respondió al saludo con un “Jeetu raho, beti”, mientras subía. Pero aunque él se había dirigido a ella como “hija”, Vina notó que al instante de verla de había acordado de su rival ministerial de quien realmente era la hija.

Cap. 5.05 - Ministers' daughters

5.5 Meanwhile, upstairs, Priya was talking to Veena, who had come to pay her a visit. But it was more than a social visit, it was an emergency. Veena was very distressed. She had come home and found Kedarnath not merely with his eyes closed but with his head in his hands. This was far worse than his general state of optimistic anxiety. He had not wanted to talk about it, but she had eventually discovered that he was in very grave financial trouble. With the pickets and the stationing of the police in Chowk, the wholesale shoe market had finally ground from a slowdown to a complete halt. Every day now his chits were coming due, and he just did not have the cash to pay them. Those who owed him money, particularly two large stores in Bombay, had deferred paying him for past supplies because they thought he could not ensure future supplies. The supplies he got from people like Jagat Ram, who made shoes to order, were not enough. To fulfil the orders that buyers around the country had placed with him, he needed the shoes of the basket-wallahs, and they did not dare come to Misri Mandi these days. But the immediate problem was how to pay for the chits that were coming due. He had no one to go to; all his associates were themselves short of cash. Going to his father-in-law was for him out of the question. He was at his wits’ end. He would try once more to talk to his creditors—the moneylenders who held his chits and their commission agents who came to him for payment when they were due. He would try to persuade them that it would do no one any good to drive him and others like him to the wall in a credit squeeze. This situation would surely not last long. He was not insolvent, just illiquid. But even as he spoke he knew what their answer would be. He knew that money, unlike labour, owed no allegiance to a particular trade, and could flow out of shoes and into, say, cold storage facilities without retraining or compunction or doubt. It only asked two questions: ‘What interest?’ and ‘What risk?’ Veena had not come to Priya for financial help, but to ask her how best to sell the jewellery she had got from her mother upon her marriage—and to weep on her shoulder. She had brought the jewellery with her. Only a little had remained from the traumatic days after the family’s flight from Lahore. Every piece meant so much to her that she started crying when she thought of losing it. She had only two requests—that her husband not find out until the jewellery had actually been sold; and that for a few weeks at least her father and mother should not know. They talked quickly, because there was no privacy in the house, and at any moment anyone could walk into Priya’s room. ‘My father’s here,’ Priya said. ‘Downstairs, talking politics.’ ‘We will always be friends, no matter what,’ said Veena suddenly, and started crying again. Priya hugged her friend, told her to have courage, and suggested a brisk walk on the roof. ‘What, in this heat, are you mad?’ asked Veena. ‘Why not? It’s either heatstroke or interruption by my mother-in-law—and I know which I’d prefer.’ ‘I’m scared of your monkeys,’ said Veena as a second line of defence. ‘First they fight on the roof of the daal factory, then they leap over on to your roof. Shahi Darvaza should be renamed Hanuman Dwar.’ ‘You’re not scared of anything. I don’t believe you,’ said Priya. ‘In fact, I envy you. You can walk over by yourself any time. Look at me. And look at these bars on the balcony. The monkeys can’t come in, and I can’t go out.’ ‘Ah,’ said Veena, ‘you shouldn’t envy me.’ They were silent for a while. ‘How is Bhaskar?’ asked Priya. Veena’s plump face lit up in a smile, rather a sad one. ‘He’s very well—as well as your pair, anyway. He insisted on coming along. At the moment they are all playing cricket in the square downstairs. The pipal tree doesn’t seem to bother them. . . . I wish for your sake, Priya, that you had a brother or sister,’ Veena added suddenly, thinking of her own childhood. The two friends went to the balcony and looked down through the wrought-iron grille. Their three children, together with two others, were playing cricket in the small square. Priya’s ten-year-old daughter was by far the best of them. She was a fair bowler and a fine batsman. She usually managed to avoid the pipal tree, which gave the others endless trouble. ‘Why don’t you stay for lunch?’ asked Priya. ‘I can’t,’ said Veena, thinking of Kedarnath and her mother-in-law, who would be expecting her. ‘Tomorrow perhaps.’ ‘Tomorrow then.’ Veena left the bag of jewellery with Priya, who locked it up in a steel almirah. As she stood by the cupboard Veena said: ‘You’re putting on weight.’ ‘I’ve always been fat,’ said Priya, ‘and because I do nothing but sit here all day like a caged bird, I’ve grown fatter’. ‘You’re not fat and you never have been,’ said her friend. ‘And since when have you stopped pacing on the roof?’ ‘I haven’t,’ said Priya, ‘but one day I’m going to throw myself off it.’ ‘Now if you talk like that I’m going to leave at once,’ said Veena and made to go. ‘No, don’t go. Seeing you has cheered me up,’ said Priya. ‘I hope you have lots of bad fortune. Then you’ll come running to me all the time. If it hadn’t been for Partition you’d never have come back to Brahmpur.’ Veena laughed. ‘Come on, let’s go to the roof,’ continued Priya. ‘I really can’t talk freely to you here. People are always coming in and listening from the balcony. I hate it here, I’m so unhappy, if I don’t tell you I’ll burst.’ She laughed, and pulled Veena to her feet. ‘I’ll tell Bablu to get us something cold to prevent heatstroke.’ Bablu was the weird fifty-year-old servant who had come to the family as a child and had grown more eccentric with each passing year. Lately he had taken to eating everyone’s medicines. When they got to the roof, they sat in the shade of the water tank and started laughing like schoolgirls. ‘We should live next to each other,’ said Priya, shaking out her jet black hair, which she had washed and oiled that morning. ‘Then, even if I throw myself off my roof, I’ll fall on to yours.’ ‘It would be awful if we lived next to each other,’ said Veena, laughing. ‘The witch and the scarecrow would get together every afternoon and complain about their daughters-in-law. “O, she’s bewitched my son, they play chaupar on the roof all the time, she’ll make him as dark as soot. And she sings on the roof so shamelessly to the whole neighbourhood. And she deliberately prepares rich food so that I fill up with gas. One day I’ll explode and she’ll dance over my bones.”’ Priya giggled. ‘No,’ she said, ‘it’ll be fine. The two kitchens will face each other, and the vegetables can join us in complaining about our oppression. “O friend Potato, the khatri scarecrow is boiling me. Tell everyone I died miserably. Farewell, farewell, never forget me.” “O friend Pumpkin, the bania witch has spared me for only another two days. I’ll weep for you but I won’t be able to attend your chautha. Forgive me, forgive me.”’ Veena’s laughter bubbled out again. ‘Actually, I feel quite sorry for my scarecrow,’ she said. ‘She had a hard time during Partition. But she was quite horrible to me even in Lahore, even after Bhaskar was born. When she sees I’m not miserable she becomes even more miserable. When we become mothers-in-law, Priya, we’ll feed our daughters-in-law ghee and sugar every day.’ ‘I certainly don’t feel sorry for my witch,’ said Priya disgustedly. ‘And I shall certainly bully my daughter-in-law from morning till night until I’ve completely crushed her spirit. Women look much more beautiful when they’re unhappy, don’t you think?’ She shook her thick black hair from side to side and glared at the stairs. ‘This is a vile house,’ she added. ‘I’d much rather be a monkey and fight on the roof of the daal factory than a daughter-in-law in the Rai Bahadur’s house. I’d run to the market and steal bananas. I’d fight the dogs, I’d snap at the bats. I’d go to Tarbuz ka Bazaar and pinch the bottoms of all the pretty prostitutes. I’d . . . do you know what the monkeys did here the other day?’ ‘No,’ said Veena. ‘Tell me.’ ‘I was just going to. Bablu, who is getting crazier by the minute, placed the Rai Bahadur’s alarm clocks on the ledge. Well, the next thing we saw was three monkeys in the pipal tree, examining them, saying, “Mmmmmmm”, “Mmmmmmmm”, in a high-pitched voice, as if to say, “Well? We have your clocks. What now?” The witch went out. We didn’t have the little packets of wheat which we usually bribe them with, so she took some musammis and bananas and carrots and tried to tempt them down, saying, “Here, here, come, beautiful ones, come, come, I swear by Hanuman I’ll give you lovely things to eat. . . .” And they came down all right, one by one they came down, very cautiously, each with a clock tucked beneath his arm. Then they began to eat the food, first with one hand, like this—then, putting the clocks down, with both hands. Well—no sooner were all three clocks on the ground than the witch took a stick which she had hidden behind her back and threatened their lives with it—using such filthy language that I was forced to admire her. The carrot and the stick, don’t they say in English? So the story has a happy ending. But the monkeys of Shahi Darvaza are very smart. They know what they can hold up to ransom, and what they can’t.’ Bablu had come up the stairs, gripping with four dirty fingers of one hand four glasses of cold nimbu pani filled almost to the brim. ‘Here!’ he said, setting them down. ‘Drink! If you sit in the sun like this, you’ll catch pneumonia.’ Then he disappeared. ‘The same as ever?’ asked Veena. ‘The same, but even more so,’ said Priya. ‘Nothing changes. The only comforting constant here is that Vakil Sahib snores as loudly as ever. Sometimes at night when the bed vibrates, I think he’ll disappear, and all that will be left for me to weep over will be his snore. But I can’t tell you some of the things that go on in this house,’ she added darkly. ‘You’re lucky you don’t have much money. What people will do for money, Veena, I can’t tell you. And what does it go into? Not into education or art or music or literature—no, it all goes into jewellery. And the women of the house have to wear ten tons of it on their necks at every wedding. And you should see them all sizing each other up. Oh, Veena—’ she said, suddenly realizing her insensitivity, ‘I have a habit of blabbering. Tell me to be quiet.’ ‘No, no, I’m enjoying it,’ said Veena. ‘But tell me, when the jeweller comes to your house next time will you be able to get an estimate? For the small pieces—and, well, especially for my navratan? Will you be able to get a few minutes with him alone so that your mother-in-law doesn’t come to know? If I had to go to a jeweller myself I’d certainly be cheated. But you know all about these things.’ Priya nodded. ‘I’ll try,’ she said. The navratan was a lovely piece; she had last seen it round Veena’s neck at Pran and Savita’s wedding. It consisted of an arc of nine square gold compartments, each the setting of a different precious stone, with delicate enamel work at the sides and even on the back, where it could not be seen. Topaz, white sapphire, emerald, blue sapphire, ruby, diamond, pearl, cat’s eye and coral: instead of looking cluttered and disordered, the heavy necklace had a wonderful combination of traditional solidity and charm. For Veena it had more than that: of all her mother’s gifts it was the one she loved most. ‘I think our fathers are mad to dislike each other so much,’ said Priya out of the blue. ‘Who cares who the next Chief Minister of Purva Pradesh will be?’ Veena nodded as she sipped her nimbu pani. ‘What news of Maan?’ asked Priya. They gossiped on: Maan and Saeeda Bai; the Nawab Sahib’s daughter and whether her situation in purdah was worse than Priya’s; Savita’s pregnancy; even, at second-hand Mrs Rupa Mehra, and how she was trying to corrupt her samdhins by teaching them rummy. They had forgotten about the world. But suddenly Bablu’s large head and rounded shoulders appeared at the top of the stairs. ‘Oh my God,’ said Priya with a start. ‘My duties in the kitchen—since I’ve been talking to you, they’ve gone straight out of my head. My mother-in-law must have finished her stupid rigmarole of cooking her own food in a wet dhoti after her bath, and she’s yelling for me. I’ve got to run. She does it for purity, so she says—though she doesn’t mind that we have cockroaches the size of buffaloes running around all over the house, and rats that bite off your hair at night if you don’t wash the oil off. Oh, do stay for lunch, Veena, I never get to see you!’ ‘I really can’t,’ said Veena. ‘The Sleeper likes his food just so. And so does the Snorer, I’m sure.’ ‘Oh, he’s not so particular,’ said Priya, frowning. ‘He puts up with all my nonsense. But I can’t go out, I can’t go out, I can’t go out anywhere except for weddings and the odd trip to the temple or a religious fair and you know what I think of those. If he wasn’t so good, I would go completely mad. Wife-beating is something of a common sport in our neighbourhood, you aren’t considered much of a man if you don’t slap your wife around a couple of times, but Ram Vilas wouldn’t even beat a drum at Dussehra. And he’s so respectful to the witch it makes me sick, though she’s only his stepmother. They say he’s so nice to witnesses that they tell him the truth—even though they’re in court! Well, if you can’t stay, you must come tomorrow. Promise me again.’ Veena promised, and the two friends went down to the room on the top floor. Priya’s daughter and son were sitting on the bed, and they informed Veena that Bhaskar had gone back home. ‘What? By himself?’ said Veena anxiously. ‘He’s nine years old, and it’s five minutes away,’ said the boy. ‘Shh!’ said Priya. ‘Speak properly to your elders.’ ‘I’d better go at once,’ said Veena. On the way down, Veena met L.N. Agarwal coming up. The stairs were narrow and steep. She pressed herself against the wall and said namaste. He acknowledged the greeting with a ‘Jeeti raho, beti’, and went up. But though he had addressed her as ‘daughter’, Veena felt that he had been reminded the instant he saw her of the ministerial rival whose daughter she really was.

blanco chalinas.jpeg
flores grandes en blanco.jpeg

Cap. 5.04 - El Ministro del Interior visita a su hija

Cap.5.4 – El ministro del interior visita a su hija Al día siguiente, L. N. Agarwal fue a visitar a su única hija, Priya, ya casada. Fue tanto porque le gustaba ir a verla, a ella y a su marido, como para huir de los aterrorizados diputados de su partido presas del pánico, angustiados por las consecuencias del tiroteo en el Chowk, y que le estaban haciendo la vida imposible con su desesperación La hija de L. N. Agarwal vivía en el Viejo Brahmpur, en la zona de Shahi Darvaza, no lejos de Misri Mandi, donde vivía su amiga de la infancia Vina Tandon. Priya vivía en la casa de una familia conjunta, que incluía a los hermanos de su marido junto con sus esposas e hijos. Su marido era Ram Vilas Goyal, abogado que trabajaba principalmente en el Juzgado de Distrito, aunque de vez en cuando también se le viera en el Tribunal Supremo. Trabajaba fundamentalmente en derecho civil, no en penal. Era un hombre tranquilo, afable, de rasgos poco marcados, parco en palabras y cuyo interés por la política era muy tibio. Con el derecho y algún pequeño negocio tenía más que suficiente; con eso, y el tranquilo entorno familiar, el pacífico rumbo de la rutina, que corría a cargo Priya. Sus colegas le respetaban por su escrupulosa honestidad y por su lenta pero lúcida pericia legal. Y a su suegro, el ministro del Interior, le encantaba hablar con él: era capaz de guardar una confidencia, se reprimía a la hora de darle consejos y no le apasionaba la política. Priya Goyal, por su parte, era un espíritu indomable. Todas las mañanas ya fuera invierno o verano, caminaba decidida arriba y abajo por la azotea. Era una larga azotea, pues abarcaba tres casas contiguas, conectadas entre si a lo largo de sus tres pisos. De hecho, funcionaba como una única casa familiar, y como tal era tratada por la familia y sus vecinos. Se la conocía como la casa del Rai Bahadur a causa del abuelo de Ram Vilas Goyal (aún vivo a sus ochenta y ocho años), a quien los británicos le habían otorgado ese título, y que había comprado y reestructurado la propiedad hacía medio siglo. En la planta baja había unas cuantas habitaciones que servían de almacén y los cuartos de los criados. En el primer piso vivían el anciano abuelo de Ram Vilas, el Rai Bahadur, su padre, su madrastra y su hermana. La cocina común, también se encontraba en esta planta, al igual que la sala para la puja (que la no devota, incluso impía, Priya rara vez visitaba). En el piso superior se encontraban las habitaciones respectivas de las familias de los tres hermanos; Ram Vilas era el hermano de enmedio, y ocupaba por tanto las dos habitaciones del piso superior de la “casa” de en medio. Encima se hallaba la azotea, con los tendederos y los depósitos de agua. Cuando caminaba arriba y abajo por la azotea, Priya Goyal se veía a sí misma como una pantera enjaulada. Miraba con anhelo la casita, a escasos minutos andando —y visible a través de la jungla de azoteas intermedias—, donde vivía Vina Tandon, su amiga de la infancia. Sabía que Vina ya no estaba en muy buena situación económica, pero era libre de hacer lo que quisiera: ir al mercado, dar un paseo sola, asistir a clases de música. En la casa de Priya eso era algo inconcebible. Para una nuera de la casa del Rai Bahadur que la vieran en el mercado habría sido una vergüenza. Que tuviera treinta y dos años, una hija de diez y un chico de ocho era irrelevante. Ram Vilas, aunque tranquilo, no quería saber nada de eso. Sencillamente esa no era la costumbre; y más importante aún, le causaría dolor a su padre, a su madrastra, a su abuelo y su hermano mayor y, Ram Vilas creía sinceramente que en una familia conjunta había que mantener las buenas costumbres. Priya odiaba vivir en una familia conjunta. Nunca lo había hecho hasta que se mudó con los Goyals de Shahi Darvaza. Debido a que su padre, Lakshmi Narayan Agarwal, había sido el único hijo que llegó a adulto y a su vez sólo tuvo una hija. Cuando su mujer murió, sufrió un duro golpe e hizo el voto gandhiano de abstinencia sexual. Era un hombre de hábitos espartanos. Aunque fuera ministro del Interior, vivía en dos habitaciones, en una residencia para miembros de la Asamblea Legislativa. “Los primeros años de matrimonio serán los más duros, exigirán una gran cantidad de adaptación”, se había dicho Priya; pero sentía que a medida que pasaba el tiempo, cada vez le resultaba más y más intolerable. A diferencia de Vina, no poseía una casa paterna propia —o más importante una casa materna— a la que huir con sus hijos al menos un mes al año: la prerrogativa de todas las mujeres casadas. Incluso sus abuelos (con los que vivió mientras su padre estuvo en la cárcel) habían fallecido ya. Su padre adoraba a su querida y única hija; era su amor lo que en cierto modo la incapacitaba para la constreñida vida de la-familia Goyal, pues le había imbuido un fuerte espíritu de independencia; y ahora su padre, al vivir tan austeramente, no podía proporcionarle refugio alguno. Si su marido no hubiera sido tan amable, se habría vuelto loca. Él no la comprendía, pero era comprensivo. Intentaba hacerle las cosas más fáciles siempre que podía, y nunca le levantaba la voz. Además, le caía bien el anciano Rai Bahadur, su abuelo político. Seguía teniendo chispa. El resto de la familia, y particularmente las mujeres —su suegra, la hermana de su marido y la mujer del hermano mayor — habían hecho todo lo posible para que se sintiera desgraciada cuando llegó de recién casada, y no las aguantaba. Pero tenía que fingir que sí, todos los días, continuamente, excepto cuando paseaba arriba y abajo por la azotea, donde ni siquiera se le permitía tener un jardín con la excusa de que atraería a los monos. La madrastra de Ram Vilas incluso había intentado disuadirla de esos paseos diarios arriba y abajo (“Piensa, Priya, ¿qué les parecerá a los vecinos?”), pero por una vez Priya se negó a seguirle la corriente. Las cuñadas, por encima de cuyas cabezas paseaba al amanecer, informaban a su suegra. Pero quizá la vieja bruja notaba que había llevado a Priya hasta el límite, y no manifestaba su queja de manera directa. Y cualquier indirecta al respecto Priya decidió no darse por enterada. L. N. Agarwal llegó, como siempre, vestido con una kurta inmaculadamente almidonada (aunque no ostentosa), dhoti y el gorro blanco del Congreso, bajo el cual podía verse la curva de pelo gris y rizado, aunque no la calva que bordeaba. Siempre que se aventuraba a llegar hasta Shahi Darvaza llevaba su bastón a mano para asustar a los monos que frecuentaban —o, en opinión de algunos, dominaban— el vecindario. Despidió el rickshaw cerca del mercado local y giró por la calle principal para tomar una diminuta calleja lateral que se abría a una pequeña plaza. En mitad de la cuál había una gran higuera de las pagodas. Uno de los lados de la plaza lo constituía la casa del Rai Bahadur. La puerta que había debajo de las escaleras permanecía siempre cerrada a causa de los monos, y llamó con el bastón. Un par de caras aparecieron en los enrejados balcones de los pisos superiores. El rostro de su hija se iluminó al verle; rápidamente se recogió el pelo suelto en un moño y bajó a abrirle la puerta. Su padre la abrazó y subieron arriba. —¿Y dónde ha desaparecido el Vakil sahib? —le preguntó en hindi. Le gustaba referirse a su yerno como el abogado, aunque el apelativo fuera igualmente apto para el padre y el abuelo de Ram Vilas. —Estaba aquí hace un momento —replicó Priya, y se levantó para ir a buscarle. —No te preocupes —dijo el padre con una voz relajada y cálida—. Primero dame una taza de té. Durante unos momentos, el ministro del Interior disfrutó de las comodidades: un té bien preparado (no ese líquido insulso que le daban en la residencia); dulces y Kachoris preparados por las mujeres de la casa de su hija, quizá por su propia hija; pasar un rato con su nieto y su nieta, que, sin embargo, preferían jugar con sus amigos en el calor de la azotea o abajo, en la plaza (su nieta era buena jugando al críquet), y una breve charla con su hija, a quien no veía a menudo y echaba mucho de menos. No sentía ningún reparo, como les ocurría a algunos otros suegros, en aceptar la comida, bebida y hospitalidad de la casa de su yerno. Habló con Priya de su salud, y de sus nietos, de cómo les iba en el colegio y de su carácter; de lo mucho que trabajaba Vakil sahib, un poco de pasada de la madre de Priya, ante cuya mención la tristeza invadió los ojos de ambos, y acerca de las excentricidades de los viejos sirvientes de la casa de los Goyal. Mientras hablaban, otros pasaban por delante de la puerta abierta de la habitación, y al verlos entraban. Entre ellos se incluía el padre de Ram Vilas, una personalidad bastante indefensa a quien su segunda mujer tenía aterrorizado. Al poco rato, todo el clan de los Goyal se había dejado caer, a excepción del Rai Bahadur, a quien no le gustaba subir escaleras. —Pero ¿dónde está Vakil sahib? —repitió L. N. Agarwal. —Ah —dijo alguien—, está abajo, hablando con el Rai Bahadur. Sabe que estás en casa y aparecerá tan pronto como le suelten. —¿Por qué no bajo yo y así le presento mis respetos al Rai Bahadur? —dijo L. N. Agarwal, y se levantó. En el piso de abajo, abuelo y nieto conversaban en la espaciosa habitación que el Rai Bahadur se había quedado para sí, principalmente porque le gustaban mucho los hermosos azulejos de pavos reales que adornaban la chimenea. L. N. Agarwal, siendo de una generación intermedia, le presentó sus respetos y a su vez le fueron presentados. —¿Supongo que tomará un té? —dijo el Rai Bahadur. —Ya lo he tomado arriba. —¿Desde cuándo los Líderes del Pueblo ponen límites a su consumo de té? —preguntó el Rai Bahadur con una voz lúcida y cascada. La palabra utilizada fue “Neta-log”, que poseía la misma burlona deferencia de “Vakil sahib”. —Entonces, cuéntame —prosiguió—, ¿qué son todos esos muertos que habéis causado en el Chowk? A pesar de como sonó, no era su intención, era simplemente la manera de hablar del viejo Rai Bahadur, pero L.N. Agarwal hubiera preferido ahorrarse ese examen directo. Ya tendría suficiente de eso el lunes en la Cámara. Lo que quería era una tranquila conversación con su plácido yerno, un alivio para su atosigada cabeza. —Nada, nada, ya pasará —dijo. —He oído que murieron veinte musulmanes —dijo el anciano Rai Bahadur filosóficamente. —No, no tantos —dijo L. N. Agarwal—. Unos pocos. Todo está bajo control. —Hizo una pausa, rumiando el hecho de que había calibrado mal la situación—. Ésta es una ciudad difícil de manejar —prosiguió—. Si no es una cosa, es otra. Somos un pueblo indisciplinado. La porra y la pistola son lo único que nos enseña disciplina. —Durante la ocupación inglesa, la ley y el orden no suponían ningún problema —dijo la cascada voz. El ministro del Interior no se tragó el anzuelo. De hecho, no estaba seguro de si en realidad era tan solo un comentario inocente. —Es cierto —respondió. —La hija de Mahesh Kapoor estuvo aquí el otro día —aventuró el Rai Bahadur. Seguro que aquello no podía ser un inocente comentario. ¿O lo era? Quizá el Rai Bahadur simplemente soltaba lo primero que le venía a la cabeza. —Sí, es una buena chica —dijo L. N. Agarwal. Se frotó el perímetro de pelo de manera pensativa. A continuación, tras una pausa, añadió con calma—: Puedo mantener el orden en esta ciudad. No es la tensión lo que me inquieta. Diez Misri Mandi y veinte Chowks no son nada. Es la política, los políticos... El Rai Bahadur se permitió una sonrisa. Ésta fue también estaba algo cascada, como si la placas de su avejentada cara se reconfiguraran gradualmente con dificultad. L. N. Agarwal negó con la cabeza, y continuó. — Hasta las dos de la mañana, los diputados se agolpaban a mi alrededor como pollitos alrededor de su madre. Estaban en un estado de pánico. ¡El Primer Ministro se va de la ciudad un par de días y mira lo que sucede en su ausencia! ¿Qué dirá Sharmaji cuando regrese? ¿Qué ventaja sacará el partido de Mahesh Kapoor de todo esto? En Misri Mandi enfatizarán la situación de los jatavas, en el Chowk la de los musulmanes. ¿Cuál será el efecto de todo esto en el voto jatava y en el voto musulmán? Las elecciones generales están a solo unos meses. ¿Se alejarán estos grupos votantes del Congreso? ¿Y en qué porcentaje? Uno o dos caballeros incluso han preguntado si existe peligro de posterior conflagración, aunque por lo general ésta no suele ser una de sus preocupaciones. —¿Y qué les dirá cuando vengan corriendo hacia usted? —preguntó el Rai Bahadur. Su nuera –la archibruja en la demonología de Priya– acababa de traer el té. Llevaba la cabeza cubierta con el sari. Sirvió el té, les lanzó una mirada penetrante, intercambió un par de palabras y salió. El hilo de la conversación se había perdido, pero el Rai Bahadur, quizá recordando su manera de interrogar en el tribunal, que le había hecho famoso en sus buenos tiempos, lo retomó sutilmente. —Oh, nada —dijo L. N. Agarwal con bastante calma—. Simplemente les diré lo que sea necesario para que dejen de tenerme despierto. —¿Nada? —No, no mucho. Les diré que todo se olvidará; que a lo hecho, pecho; que un poco de disciplina nunca ha estado de más en ningún barrio; que las elecciones generales aún quedan muy lejos. Ese tipo de cosas. —L. N. Agarwal dio un sorbo a su té antes de proseguir—: La cuestión es que el país tiene cosas mucho más importantes en qué pensar. La comida es la principal. Bihar se muere prácticamente de hambre. Y si tenemos un monzón malo, lo mismo nos ocurrirá a nosotros. Unos cuantos musulmanes amenazándonos desde dentro del país o al otro lado de la frontera es algo a lo que podemos hacer frente. Si Nehru no fuera tan blando de corazón ya les habríamos dado su merecido hace un par de años. Y ahora estos jatavas, esta —su expresión transmitía desagrado ante la palabra— esta casta intocable se está convirtiendo de nuevo en un problema. Pero ya veremos, ya veremos... Ram Vilas Goyal había permanecido en silencio todo el tiempo. A veces ponía ceño, a veces asentía. Eso es lo que me gusta de mi yerno, reflexionó L. N. Agarwal. No es mudo, pero no habla. Volvió a repetirse que era el marido perfecto para su hija. Puede que a Priya le gustara provocar, pero su yerno no se permitiría ser provocado.

Cap. 5.04 - The Home Minister visited his daughter

Cap. 5.4 – The next day L.N. Agarwal visited his only child, his married daughter Priya. He did so because he liked visiting her and her husband, and also to escape from the panic-stricken MLAs of his faction who were desperately worried about the aftermath of the firing in Chowk, and were making his life miserable with their misery. L.N. Agarwal’s daughter lived in Old Brahmpur in the Shahi Darvaza area, not far from Misri Mandi where her childhood friend Veena Tandon lived. Priya lived in a joint family which included her husband’s brothers and their wives and children. Her husband was Ram Vilas Goyal, a lawyer with a practice concentrated mainly in the District Court—though he did appear in the High Court from time to time. He worked mainly on civil, not criminal cases. He was a placid, good-natured, bland-featured man, sparing with his words, and with only a mild interest in politics. Law and a little business on the side was enough for him; that and a calm family background and the peaceful ratchet of routine, which he expected Priya to provide. His colleagues respected him for his scrupulous honesty and his slow but clear-headed legal abilities. And his father-in-law the Home Minister enjoyed talking to him: he maintained confidences, refrained from giving advice, and had no passion for politics. Priya Goyal for her part was a fiery spirit. Every morning, winter or summer, she paced fiercely along the roof. It was a long roof, since it covered three contiguous narrow houses, connected lengthways at each of the three storeys. In effect the whole operated as one large house, and was treated as such by the family and the neighbours. It was known locally as the Rai Bahadur’s house because Ram Vilas Goyal’s grandfather (still alive at eighty-eight), who had been given that title by the British, had bought and restructured the property half a century ago. On the ground floor were a number of storerooms and the servants’ quarters. On the floor above lived Ram Vilas’s ancient grandfather, the Rai Bahadur; his father and stepmother; and his sister. The common kitchen was also located on this floor as was the puja room (which the unpious, even impious, Priya rarely visited). On the top floor were the rooms, respectively, of the families of the three brothers; Ram Vilas was the middle brother and he occupied the two rooms of the top floor of the middle ‘house’. Above this was the roof with its washing lines and water tanks. When she paced up and down the roof, Priya Goyal would picture herself as a panther in a cage. She would look longingly towards the small house just a few minutes’ walk away—and just visible through the jungle of intervening roofs—in which her childhood friend Veena Tandon lived. Veena, she knew, was not well off any longer, but she was free to do as she pleased: to go to the market, to walk around by herself, to go for music lessons. In Priya’s own household there was no question of that. For a daughter-in-law from the house of the Rai Bahadur to be seen in the market would have been disgraceful. That she was thirty-two years old with a girl of ten and a boy of eight was irrelevant. Ram Vilas, ever placid, would have none of it. It was simply not his way; more importantly, it would cause pain to his father and stepmother and grandfather and elder brother—and Ram Vilas sincerely believed in maintaining the decencies of a joint family. Priya hated living in a joint family. She had never done so until she came to live with the Goyals of Shahi Darvaza. This was because her father, Lakshmi Narayan Agarwal, had been the only son to survive to adulthood, and he in his turn had only had the one daughter. When his wife died, he had been stricken, and had taken the Gandhian vow of sexual abstinence. He was a man of spartan habits. Although Home Minister, he lived in two rooms in a hostel for Members of the Legislative Assembly. ‘The first years of married life are the hardest—they require the most adjustment,’ Priya had been told; but she felt that in some ways it was getting more and more intolerable as time went on. Unlike Veena, she had no proper paternal—and more importantly, maternal—home to run away to with her children for at least a month a year—the prerogative of all married women. Even her grandparents (with whom she had spent the time when her father was in jail) were now dead. Her father loved her dearly as his only child; it was his love that had in a sense spoiled her for the constrained life of the Goyal joint family, for it had imbued her with a spirit of independence; and now, living in austerity as he did, he could not himself provide her with any refuge. If her husband had not been so kind, she felt she would have gone mad. He did not understand her but he was understanding. He tried to make things easier for her in small ways, and he never once raised his voice. Also, she liked the ancient Rai Bahadur, her grandfather-in-law. There was a spark to him. The rest of the family and particularly the women—her mother-in-law, her husband’s sister, and her husband’s elder brother’s wife—had done their best to make her miserable as a young bride, and she could not stand them. But she had to pretend she did, every day, all the time—except when she paced up and down on the roof—where she was not even permitted to have a garden, on the grounds that it would attract monkeys. Ram Vilas’s stepmother had even tried to dissuade her from her daily to-ing and fro-ing (‘Just think, Priya, how will it look to the neighbours?’), but for once Priya had refused to go along. The sisters-in-law above whose heads she paced at dawn reported her to their mother-in-law. But perhaps the old witch sensed that she had driven Priya to the limit, and did not phrase her complaint in a direct manner again. Anything indirect on the matter Priya chose not to understand. L.N. Agarwal came dressed as always in an immaculately starched (but not fancy) kurta, dhoti and Congress cap. Below the white cap could be seen his curve of curly grey hair but not the baldness it enclosed. Whenever he ventured out to Shahi Darvaza he kept his cane handy to scare away the monkeys that frequented, some would say dominated, the neighbourhood. He dismissed his rickshaw near the local market, and turned off the main road into a tiny side-lane which opened out into a small square. In the middle of the square was a large pipal tree. One entire side of the square was the Rai Bahadur’s house. The door below the stairs was kept closed because of the monkeys, and he rapped on it with his cane. A couple of faces appeared at the enclosed wrought-iron balconies of the floors above. His daughter’s face lit up when she saw him; she quickly coiled her loose black hair into a bun and came downstairs to open the door. Her father embraced her and they went upstairs again. ‘And where has Vakil Sahib disappeared?’ he asked in Hindi. He liked to refer to his son-in-law as the lawyer, although the appellation was equally appropriate to Ram Vilas’s father and grandfather. ‘He was here a minute ago,’ replied Priya, and got up to search for him. ‘Don’t bother yet,’ said her father in a warm, relaxed voice. ‘First give me some tea.’ For a few minutes the Home Minister enjoyed home comforts: well-made tea (not the useless stuff he got at the MLA hostel); sweets and kachauris made by the women of his daughter’s house—maybe by his daughter herself; some minutes with his grandson and granddaughter, who preferred, however, to play with their friends on the heat of the roof or below in the square (his granddaughter was good at street cricket); and a few words with his daughter, whom he saw rarely enough and missed a great deal. He had no compunction, as some fathers-in-law had, about accepting food, drink and hospitality at his son-in-law’s house. He talked with Priya about his health and his grandchildren and their schooling and character; about how Vakil Sahib was working far too hard, a little about Priya’s mother in passing, at the mention of whom a sadness came into both their eyes, and about the antics of the old servants of the Goyal household. As they talked, other people passed the open door of the room, saw them, and came in. They included Ram Vilas’s father, rather a helpless character who was terrorized by his second wife. Soon the whole Goyal clan had dropped by—except for the Rai Bahadur, who did not like climbing stairs. ‘But where is Vakil Sahib?’ repeated L.N. Agarwal. ‘Oh,’ said someone, ‘he’s downstairs talking with the Rai Bahadur. He knows you are in the house and he will come up as soon as he is released.’ ‘Why don’t I go down and pay my respects to the Rai Bahadur now?’ said L.N. Agarwal, and got up. Downstairs, grandfather and grandson were talking in the large room that the Rai Bahadur had reserved as his own—mainly because he was attached to the beautiful peacock tiles that decorated the fireplace. L.N. Agarwal, being of the middle generation, paid his respects and had respects paid to him. ‘Of course you’ll have tea?’ said the Rai Bahadur. ‘I’ve had some upstairs.’ ‘Since when have Leaders of the People placed a limit on their tea-consumption?’ asked the Rai Bahadur in a creaky and lucid voice. The word he used was ‘Neta-log’, which had about the same level of mock deference as ‘Vakil Sahib’. ‘Now, tell me,’ he continued, ‘what is all this killing you’ve been doing in Chowk?’ . What he would have preferred was a quiet chat with his placid son-in-law, an unloading of his troubled mind. ‘Nothing, nothing, it will all blow over,’ he said. ‘I heard that twenty Muslims were killed,’ said the old Rai Bahadur philosophically. ‘No, not that many,’ said L.N. Agarwal. ‘A few. Matters are well in hand.’ He paused, ruminating on the fact that he had misjudged the situation. ‘This is a hard town to manage,’ he continued. ‘If it isn’t one thing it’s another. We are an ill-disciplined people. The lathi and the gun are the only things that will teach us discipline.’ ‘In British days law and order was not such a problem,’ said the creaky voice. The Home Minister did not rise to the Rai Bahadur’s bait. In fact, he was not sure that the remark was not delivered innocently. ‘Still, there it is,’ he responded. ‘Mahesh Kapoor’s daughter was here the other day,’ ventured the Rai Bahadur. Surely this could not be an innocent comment. Or was it? Perhaps the Rai Bahadur was merely following a train of thought. ‘Yes, she is a good girl,’ said L.N. Agarwal. He rubbed his perimeter of hair in a thoughtful way. Then, after a pause, he added calmly: ‘I can handle the town; it is not the tension that disturbs me. Ten Misri Mandis and twenty Chowks are nothing. It is the politics, the politicians—’ The Rai Bahadur allowed himself a smile. This too was somewhat creaky, as if the separate plates of his aged face were gradually reconfiguring themselves with difficulty. L.N. Agarwal shook his head, then went on. ‘Until two this morning the MLAs were gathering around me like chicks around their mother. They were in a state of panic. The Chief Minister goes out of town for a few days and see what happens in his absence! What will Sharmaji say when he comes back? What capital will Mahesh Kapoor’s faction make out of all this? In Misri Mandi they will emphasize the lot of the jatavs, in Chowk that of the Muslims. What will the effect of all this be on the jatav vote and the Muslim vote? The General Elections are just a few months away. Will these vote banks swing away from the Congress? If so, in what numbers? One or two gentlemen have even asked if there is the danger of further conflagration—though usually this is the least of their concerns.’ ‘And what do you tell them when they come running to you?’ asked the Rai Bahadur. His daughter-in-law—the arch-witch in Priya’s demonology—had just brought in the tea. The top of her head was covered with her sari. She poured the tea, gave them a sharp look, exchanged a couple of words, and went out. The thread of the conversation had been lost, but the Rai Bahadur, perhaps remembering the cross-examinations for which he had been famous in his prime, drew it gently back again. ‘Oh, nothing,’ said L.N. Agarwal quite calmly. ‘I just tell them whatever is necessary to stop them from keeping me awake.’ ‘Nothing?’ ‘No, nothing much. Just that things will blow over; that what’s done is done; that a little discipline never did a neighbourhood any harm; that the General Elections are still far enough away. That sort of thing.’ L.N. Agarwal sipped his tea before continuing: ‘The fact of the matter is that the country has far more important things to think about. Food is the main one. Bihar is virtually starving. And if we have a bad monsoon, we will be too. Mere Muslims threatening us from inside the country or across the border we can deal with. If Nehru were not so soft-hearted we would have dealt with them properly a few years ago. And now these jatavs, these’—his expression conveyed distaste at the words—‘these scheduled caste people are becoming a problem once again. But let’s see, let’s see. . . .’ Ram Vilas Goyal had sat silent through the whole exchange. Once he frowned slightly, once he nodded. That is what I like about my son-in-law, reflected L.N. Agarwal. He’s not dumb, but he doesn’t speak. He decided yet again that he had made the right match for his daughter. Priya could provoke, and he would simply not allow himself to be provoked.

blanco chalinas.jpeg
marron y verde.jpg

Cap. 5.03 - La turba

Cap. 5.3 La turba Siguiendo las instrucciones del ministro del Interior, la mayor parte de la policía estaba apostada en los puntos claves de Misri Mandi. Aquella tarde, sólo quedaban quince agentes en la comisaría del Chowk. Mientras la llamada a la oración de la mezquita de Alamgiri se propagaba a través del cielo de la tarde, por alguna desgraciada casualidad, o posiblemente por una provocación a propósito, se vio varias veces interrumpida por el sonido de una concha. Normalmente, algo así hubiera sido tan solo causa de irritación, pero no aquel día. Nadie supo cómo los hombres que se iban congregando en las estrechas callejas del barrio musulmán del distrito del Chowk acabaron convirtiéndose en una muchedumbre. En un momento caminaban individualmente o en pequeños grupos a través de los callejones hacia la mezquita, para la oración vespertina, y al siguiente se iban congregando en grupos más numerosos, hablando excitados de las ominosas señales que hablan oído. Tras el sermón del mediodía, la mayoría no estaba de humor para escuchar ninguna voz de moderación. Un par de los miembros más fervientes del Comité de Protección de la Mezquita Alamgiri hicieron comentarios para incitar a la multitud, y algunos agitadores y matones locales se enardecieron a sí mismos y a quienes les rodeaban, hasta llegar a un estado de furia; la multitud aumentó de tamaño a medida que las callejuelas desembocaban en callejones, su densidad, velocidad e indistinta determinación aumentaba, ya no era un colectivo de personas sino una entidad herida y furiosa, y que solo quería herir y enfurecer. Hubo gritos de “Ala-hu-Akbar” que podían oírse todo el camino hasta la comisaría. Unos cuantos iban armados con palos. Incluso uno o dos con cuchillos. Ya no se dirigían a la mezquita, sino al templo a medio construir justo al lado. Ahí era donde se había originado la blasfemia, y por ello debía ser destruido. Puesto que el inspector de policía del distrito estaba ocupado en Misri Mandi, el joven juez de distrito, Krishan Dayal, se había dirigido una hora antes al alto edificio rosa de la comisaría para asegurarse de que las cosas seguían en calma en el distrito del Chowk. Se temía el aumento de tensión que a menudo surgía los viernes. Cuando se enteró del sermón del imán, le preguntó al kotwal —tal como se conocía al ayudante del superintendente de policía de la ciudad— qué planes tenía para proteger la zona. El kotwal de Brahmpur, sin embargo, era un dejado que lo único que quería era que le dejaran en paz y cobrar sus sobornos. —No habrá problemas, señor, créame —le aseguró al juez de distrito—. El propio Agarwal sahib acaba de llamarme por teléfono. Me ha dicho que vaya al Misri Mandi para reunirme con el Comisario, así que debo marcharme, con su permiso, por supuesto. —Y se marchó con un aire un tanto preocupado, llevándose a otros dos oficiales con él, y dejando la kotwali prácticamente a cargo del sargento de guardia—. Le mandaré al inspector —dijo en tono tranquilizador—. No debería quedarse, señor —añadió intentando congraciarse—. Es ya tarde. Son tiempos pacíficos. Después de los problemas que hemos tenido en la mezquita, me alegra decir que tenemos la situación bajo control. Krishan Dayal, se quedó con los doce agentes, pensó que esperaría hasta el regreso del inspector antes de decidir si volvía a casa o no. Su mujer estaba acostumbrada a que llegara a horas intempestivas, y solía esperarle; no era necesario que la telefoneara. La verdad es que no esperaba ningún disturbio; simplemente percibía que la tensión iba en aumento y que no valía la pena correr riesgos. Consideraba que el ministro del Interior se equivocaba en sus prioridades por lo que al Chowk y al Misri Mandi se refería; aunque dado que se podía decir que el ministro del Interior era el hombre más poderoso del estado después del primer ministro, y él era tan solo un juez de distrito. Estaba sentado esperando, en un estado no de preocupación pero sí de inquietud, cuando oyó lo que sería citado por varios policías en la posterior investigación: la investigación que debe llevarse a cabo por un oficial superior siempre que un magistrado da la orden de abrir fuego. Primero se fijo en que se oían a la par el sonido de la concha y la llamada del muecín a la oración. Eso le preocupó medianamente, pues los informes que le habían llegado acerca del sermón del imán no incluían la presciente referencia a una concha. Después, al cabo de un rato, le llegó el distante murmullo de gente gritando intercalado con agudos gritos. Incluso antes de distinguir las sílabas que decían, podía adivinar lo que gritaban por la dirección de dónde procedían y por la forma y el fervor del sonido. Envió a un policía a la azotea de la comisaría —tenía tres pisos de altura— para que comprobara dónde se encontraba la muchedumbre. Puede que ésta fuera invisible —oculta como estaba por las casas que se alzaban en aquel laberinto de calles—, pero la dirección de las cabezas de los espectadores situados en las azoteas le daría su posición. A medida que los gritos de “¡Ala-hu-Akbar! ¡Ala-hu-Akbar!” se acercaban, el magistrado inmediatamente les dijo a los doce agentes que formaran con él una línea —con los fusiles a punto— ante los cimientos y las rudimentarias paredes del solar del Templo de Shiva. Como un destello le pasó por la mente que, a pesar de su entrenamiento en el ejército, no había aprendido a pensar tácticamente en medio de un caos urbano. ¿Realmente no había nada mejor que hacer que cumplir con este insensato deber sacrificial de quedarse contra una pared y enfrentarse a una multitud furiosa?" Los policías que estaban bajo su mando eran musulmanes y rajaputis, pero sobre todo musulmanes. Las fuerzas de la policía, antes de la Partición, estaban compuestas en su mayor parte por musulmanes, como resultado de la política imperialista de divide y vencerás: a los británicos les venía muy bien que los tipos del congreso, predominantemente hindús, fueran golpeados por policías predominantemente musulmanes. Incluso después del éxodo a Pakistán de 1947, había un gran número de musulmanes en la policía. No les iba a gustar tener que disparar contra otros musulmanes. Por lo general, Krishan Dayal creía que aunque no siempre era necesario emplearse con la máxima contundencia, había que dar la impresión de estar dispuesto a hacerlo. Con voz firme les dijo a los policías que debían disparar en cuanto diera la orden. Él mismo estaba allí de pie, pistola en mano, pero se sentía más vulnerable que nunca antes en toda su vida. Se dijo a sí mismo que un buen oficial, junto con unos hombres en los que pudiera confiar absolutamente, casi siempre podía salir victorioso, pero tenía sus reservas sobre el “absolutamente”; y el “casi” le preocupaba. Una vez que la muchedumbre, aún a varias calles de distancia, doblara la última esquina, se lanzara a la carga y se dirigiera directamente hacia el templo, la patéticamente escasa fuerza policial, se vería desbordada. Un par de hombres ya habían venido a decirle que habría unas mil personas, que estaban bien armados y que —a juzgar por su velocidad— caerían sobre ellos en dos o tres minutos. Ahora que sabía que podía estar muerto en un par de minutos —muerto si disparaba, y muerto si no lo hacía— el joven magistrado pensó brevemente en su mujer, luego en sus padres, y finalmente en un viejo maestro de escuela que una vez le confiscó una pistola de juguete azul que llevó a clase. Sus errantes pensamientos regresaron a la tierra cuando el sargento de guardia se dirigió a él apremiante. —¡Sahib! —Sí... ¿Sí? —Sahib, ¿está decidido a disparar si es necesario? —El sargento de guardia era musulmán; debía de parecerle un tanto raro estar a punto de morir disparando contra un grupo de musulmanes para defender un templo hindú a medio construir que constituía un insulto a la mismísima mezquita en la que a menudo él oraba. —¿A ti qué te parece? —dijo Krishan Dayal con una voz que dejaba las cosas claras—. ¿Tengo que repetir mis órdenes? —Sahib, si quiere mi consejo —dijo el sargento rápidamente—, no deberíamos quedarnos aquí, donde nos superarán. Deberíamos esperarles justo antes de que doblen la última esquina antes del templo, y cargar contra ellos disparando mientras giran. No sabrán cuántos somos ni lo que les cae encima. Hay un noventa por ciento de posibilidades de que se dispersen. El atónito magistrado le dijo al sargento: —Usted debería tener mi trabajo. Se volvió a los demás, que parecían petrificados. Inmediatamente les ordenó que corrieran con él hacia la esquina. Se apostaron a cada lado del callejón, a unos cinco metros de la esquina propiamente dicha. La turba estaba a menos de un minuto. El magistrado podía oírlos aullando y chillando; podía sentir como el suelo vibraba mientras cientos de pies avanzaban. En el último momento dio la señal. Los trece hombres rugieron, cargaron y dispararon. La feroz y peligrosa turba, de cientos de personas, enfrentada con aquel súbito terror, se detuvo, vaciló, dio media vuelta y huyó. Fue de lo más extraño. A los treinta segundos se había disuelto. En la calle quedaron dos cadáveres: un joven alcanzado por un tiro en la nuca, que estaba agonizando o muerto, y un viejo de barba blanca que se había caído y había sido aplastado por la muchedumbre al huir. Estaba muy mal herido, quizá sin remedio. Babuchas y palos desperdigados aquí y allá... Había sangre en diversos lugares del callejón, lo que daba a entender que habría habido otros heridos, quizás muertos. Los amigos o familiares les habrían arrastrado hacia los portales de las casas vecinas. Nadie quería llamar la atención de la policía. El magistrado miró a sus hombres. Un par de ellos temblaban, la mayoría estaban eufóricos. Ninguno parecía herido. Captó la mirada del sargento. Los dos se echaron a reír aliviados, luego se pararon. Un par de mujeres gemían en alguna casa vecina. Por lo demás, todo estaba en paz o, mejor dicho, en silencio.

Cap. 5.03 - The Mob

Cap. 5.3 Because of the instructions of the Home Minister, the greater part of the police was stationed at sensitive points in Misri Mandi. There were only about fifteen policemen left in the main police station in Chowk by evening. As the call for prayer from the Alamgiri Mosque trembled across the evening sky, by some unfortunate chance or possibly intentional provocation, the sound of a conch was heard interrupting it several times. Normally such a thing might have been angrily shrugged off, but not today. No one knew how the men who were gathering in the narrow alleys of the Muslim neighbourhood that lay on one side of Chowk became a mob. One moment they were walking individually or in small groups through the alleys towards the mosque for evening prayer, then they had coalesced into larger clusters, excitedly discussing the ominous signals they had heard. After the midday sermon most were in no mood to listen to any voice of moderation. A couple of the more eager members of the Alamgiri Masjid Hifaazat Committee made a few crowd-rousing remarks, a few local hotheads and toughs stirred themselves and those around them into a state of rage, the crowd increased in size as the alleys joined into larger alleys, its density and speed and sense of indistinct determination increased, and it was no longer a collection but a thing—wounded and enraged, and wanting nothing less than to wound and enrage. There were cries of ‘Allah-u-Akbar’ which could be heard all the way to the police station. A few of those who joined the crowd had sticks in their hands. One or two even had knives. Now it was not the mosque that they were headed for but the partly constructed temple just next to it. It was from here that the blasphemy had originated, it was this that must be destroyed. Since the Superintendent of Police of the district was occupied in Misri Mandi, the young District Magistrate, Krishan Dayal, had himself gone to the tall pink edifice of the main police station about an hour earlier to ensure that things would remain stable in the Chowk area. He feared the increased tension that Friday often brought. When he heard about the Imam’s sermon, he asked the kotwal—as the Deputy Superintendent of Police for the City was called—what he planned to do to protect the area. The kotwal of Brahmpur, however, was a lazy man who wanted nothing better than to be left alone to take his bribes in peace. ‘There will be no trouble, Sir, believe me,’ he assured the District Magistrate. ‘Agarwal Sahib himself has phoned me. Now he tells me I am to go to Misri Mandi to join the SP—so I must be off, Sir, with your leave, of course.’ And he bustled off in a preoccupied sort of way, taking two other lower officers with him, and leaving the kotwali virtually in the charge of a head constable. ‘I will just be sending the Inspector back,’ he said in a reassuring manner. ‘You should not stay, Sir,’ he added ingratiatingly. ‘It is late. This is a peaceful time. After the previous troubles at the mosque we have defused the situation, I am glad to say.’ Krishan Dayal, left with a force of about twelve constables, thought he would wait until the Inspector returned before he decided whether to go home. His wife was used to him coming back at odd hours, and would wait for him; it was not necessary to phone her. He did not actually expect a riot; he merely felt that tension was running high and that it was not worth taking a chance. He believed that the Home Minister had his priorities wrong where Chowk and Misri Mandi were concerned; but then the Home Minister was arguably the most powerful man in the state next to the Chief Minister, and he himself was just a DM. He was sitting and waiting in this unworried but uneasy frame of mind when he heard what was to be recalled by several policemen at the subsequent inquiry—the inquiry by a senior officer that is required to be held after every magisterial order to fire. First he heard the coinciding sounds of the conch and the muezzin’s call to prayer. This worried him mildly, but the reports he had had of the Imam’s speech had not included his prescient reference to a conch. Then, after a while, came the distant murmur of shouting voices interspersed by high cries. Even before he could make out the individual syllables, he could tell what was being shouted by the direction from which it came and the general shape and fervour of the sound. He sent a policeman to the top of the police station—it was three storeys high—to judge where the mob now was. The mob itself would be invisible—hidden as it was by the intervening houses of the labyrinthine alleys—but the direction of the heads of the spectators from the rooftops would give its position away. As the cries of ‘Allah-u-Akbar! Allah-u-Akbar!’ came closer, the DM urgently told the small force of twelve constables to stand with him in a line—rifles at the ready—before the foundations and rudimentary walls of the site of the Shiva Temple. The thought flashed through his mind that despite his training in the army he had not learned to think tactically in a terrain of urban lawlessness. Was there nothing better he could do than to perform this mad sacrificial duty of standing against a wall and facing overwhelming odds. The constables under his effective command were Muslims and Rajputs, mainly Muslims. The police force before Partition was very largely composed of Muslims as the result of the sound imperialist policy of divide and rule: it helped the British that the predominantly Hindu Congress-wallahs should be beaten up by predominantly Muslim policemen. Even after the exodus to Pakistan in 1947 there were large numbers of Muslims in the force. They would not be happy to fire upon other Muslims. Krishan Dayal believed in general that although it was not always necessary to give effect to maximum force, it was necessary to give the impression that you were prepared to do so. In a strong voice he told the policemen that they were to fire when he gave the order. He himself stood there, pistol in hand. But he felt more vulnerable than ever before in his life. He told himself that a good officer, together with a force on which he could absolutely rely, could almost always carry the day, but he had reservations about the ‘absolutely’; and the ‘almost’ worried him. Once the mob, still a few alleys away, came round the final bend, broke into a charge, and made straight for the temple, the patently, pathetically ineffective police force would be overwhelmed. A couple of men had just come running to tell him that there were perhaps a thousand men in the mob, that they were well armed, and that—judging by their speed—they would be upon them in two or three minutes. Now that he knew he might be dead in a few minutes—dead if he fired, dead if he did not—the young DM gave his wife a brief thought, then his parents, and finally an old schoolmaster of his who had once confiscated a blue toy pistol that he had brought to class. His wandering thoughts were brought back to earth by the head constable who was addressing him urgently. ‘Sahib!’ ‘Yes—yes?’ ‘Sahib—you are determined to shoot if necessary?’ The head constable was a Muslim; it must have struck him as strange that he was about to die shooting Muslims in the course of defending a half-built Hindu temple that was an affront to the very mosque in which he himself often prayed. ‘What do you think?’ Krishan Dayal said in a voice that made things quite clear. ‘Do I need to repeat my orders?’ ‘Sahib, if you take my advice—’ said the head constable quickly, ‘we should not stand here where we will be overpowered. We should stand in wait for them just before they turn the last bend before the temple—and just as they turn the bend we should charge and fire simultaneously. They won’t know how many we are, and they won’t know what’s hit them. There’s a ninety-nine per cent chance they will disperse.’ The astonished DM said to the head constable: ‘You should have my job.’ He turned to the others, who appeared petrified. He immediately ordered them to run with him towards the bend. They stationed themselves on either side of the alley, about twenty feet from the bend itself. The mob was less than a minute away. He could hear it screaming and yelling; he could feel the vibration of the ground as hundreds of feet rushed forward. At the last moment he gave the signal. The thirteen men roared and charged and fired. +The wild and dangerous mob, hundreds strong, faced with this sudden terror, halted, staggered, turned and fled. It was uncanny.+ Within thirty seconds it had melted away. Two bodies were left in the street: one young man had been shot through the neck and was dying or dead; the other, an old man with a white beard, had fallen and been crushed by the retreating mob. He was badly, perhaps fatally, injured. Slippers and sticks were scattered here and there. There was blood in several places in the alley, so it was apparent that there had been other injuries, possibly deaths. Friends or members of their families had probably dragged the bodies back into the doorways of neighbouring houses. No one wanted to be brought to the attention of the police. The DM looked around at his men. A couple of them were trembling, most of them were jubilant. None of them was injured. He caught the head constable’s eye. Both of them started laughing with relief, then stopped. A couple of women were wailing in nearby houses. Otherwise, everything was peaceful or, rather, still.

blanco chalinas.jpeg
3191ba590dea9e263549d23fae244fee55560d17_317762.jpg

Cap. 5.02 - El sermón del Imán

Cap. 5.2 – El sermón del Imán El viernes, durante la oración de mediodía, el imán de la mezquita de Alamgiri pronunció su sermón. Era un hombre bajito y regordete falto de respiración, pero eso no impedía los espasmódicos crescendos de su oratoria. Al contrario, la falta de aliento daba la impresión de que se ahogaba de emoción. La construcción del Templo de Shiva seguía adelante. Las llamadas del imán a todas las autoridades, desde el gobernador hacia abajo, habían caído en oídos sordos. Se había presentado una demanda legal contra el título de propiedad del rajá de Marh sobre el solar adyacente a la mezquita, que de momento estaba en los tribunales. Una orden que paralizase las obras no se obtendría de inmediato, de hecho quizás no se consiguiera nunca. Y mientras tanto, el montón de estiércol iba creciendo ante los angustiados ojos del imán. Su congregación ya estaba nerviosa. Muchos musulmanes de Brahmpur habían visto consternados cómo se levantaban los cimientos del templo en el terreno al oeste de su mezquita. Tras la primera parte de la ceremonia, el imán pronunció ante su público el más acalorado y enardecido discurso que había pronunciado en años, muy distinto a sus habituales sermones sobre la moral personal, la limpieza, las limosnas o la piedad. Su cólera y frustración, así como su resentida preocupación, exigían algo más fuerte. Su religión estaba en peligro. Los bárbaros estaban a las puertas. Esos infieles que rezaban a las imágenes y a las piedras y se perpetuaban en la ignorancia y el pecado. Dejémosles que hagan lo que quieran en sus guaridas de inmundicia. Dios podía ver lo que estaba ocurriendo. Habían traído su bestialismo cerca del mismísimo recinto de la mezquita. El terreno donde los kafirs pretendían construir su templo –¿cómo que pretendían? de hecho ya lo estaban construyendo– se trataba de un terreno en litigio, en litigio ante los ojos de Dios y ante los ojos de los hombres, pero no ante los ojos de esos animales que pasaban el tiempo soplando conchas y adorando partes del cuerpo cuyo nombre solo mencionarlo era ya una vergüenza. ¿Sabían los fieles allí reunidos en presencia de Dios cómo planeaban consagrar su Shiva-linga? Desnudos y espolvoreados de ceniza bailarían delante de la imagen –¡desnudos! Eran unos desvergonzados, como los habitantes de Sodoma, que se mofaban del poder del Todo-Misericordioso. Dios no guía al pueblo de los incrédulos. Aquellos a quienes Dios ha sellado sus corazón, su oído y su vista; ellos son los negligentes. Sin duda alguna, en el mundo venidero, ellos serán los perdedores. Adoran a cientos de ídolos y afirman que son divinos –ídolos con cuatro cabezas, con cinco cabezas o con cabeza de elefante– y ahora esos infieles que detentan el poder en la tierra quieren que los musulmanes, cuando vuelvan la cabeza en oración hacia el oeste, hacia la Kaaba, se enfrenten cara a cara con esos mismos ídolos, con esos objetos obscenos y se postren ante ellos. —Pero —prosiguió el imán— nosotros, que hemos pasado por épocas duras y amargas y hemos sufrido por nuestra fe y pagado con sangre nuestras creencias, sólo tenemos que recordar el destino de los idólatras: Y pusieron iguales a Dios, para desviar a otros de Su camino. Decidles: “¡Que disfruten mientras puedan! Su destino será... ¡el Fuego!” Una atenta y sobrecogida expectación llenó el silencio que siguió. —Pero incluso ahora —gritó el imán con renovado frenesí, a medias jadeando—, mientras os hablo, puede que estén tramando un plan para evitar nuestra oración de la tarde, soplando en sus conchas para ahogar la llamada a la oración. Puede que sean ignorantes, pero están llenos de culpa. Se están deshaciendo de todos los musulmanes en la policía para que la comunidad de Dios quede indefensa. Entonces podrán atacarnos y esclavizarnos. Para nosotros ha quedado claro que no vivimos en una tierra de protección, sino de enemigos. Hemos apelado a la justicia y nos han echado a patadas de la mismísima puerta a donde habíamos ido a suplicar. El propio ministro del Interior apoya al comité del templo... ¡y el espíritu que les guía es ese búfalo depravado de Marh! No vamos a dejar que nuestros lugares sagrados se vean contaminados por la proximidad de esa obscenidad, no vamos a dejarles, pero qué puede salvarnos ahora que nos hemos quedado indefensos ante la espada de nuestros enemigos, en la tierra de los hindúes, qué puede salvarnos sino nuestro propio esfuerzo, nuestra propia —aquí luchó por coger aliento y dar más énfasis—, nuestra propia acción directa, para protegernos. Y no sólo a nosotros mismos, no sólo a nuestras familias, sino también a esos pocos metros de suelo que nos fue concedida desde hace siglos, donde hemos extendido nuestras esterillas y alzado llorando nuestras manos al Todopoderoso, esas losas desgastadas ya por los rezos de nuestros ancestros y por los nuestros y –si Dios lo quiere– por los de nuestros descendientes. Pero no tengáis miedo, Dios así lo quiere, no tengáis miedo, Dios está con vosotros: ¿Acaso no has visto lo que hizo tu Señor con los 'Ad, con Iram, la ciudad de los pilares, como la cual nunca se creó nada en la tierra, y con los Thamud, quienes excavaron las rocas en el valle, y con el Faraón, el de las estacas? Todos ellos fueron insolentes en la tierra, y causaron mucha corrupción en ella. Tu Señor desató sobre ellos un azote de castigo; en verdad, tu Señor siempre está vigilante.» Oh, Dios, ayuda a aquellos que ayudan a la religión del profeta Mahoma, la paz sea con él. Que nosotros podamos hacer lo mismo. Haz débiles, a aquellos que quieren debilitar la religión de Mahoma. Gloria a Dios, Señor de Todas las Cosas. El rollizo imán descendió del púlpito y guio la oración de los fieles. Aquella tarde se armó una revuelta.

Cap. 5.02 - The Imam's sermon

Cap. 5.2 On Friday at the midday prayer the hereditary Imam of the Alamgiri Mosque gave his sermon. He was a short, plump man with short breath, but this did not stem his jerky crescendos of oratory. If anything, his breathlessness gave the impression that he was choked with emotion. The construction of the Shiva Temple was going ahead. The Imam’s appeals to everyone from the Governor down had fallen on deaf ears. A legal case contesting the Raja of Marh’s title to the land contiguous to the mosque had been instituted and was at present going through the lowest court. A stay order on the construction of the temple, however, could not be immediately obtained—indeed, perhaps could not be obtained at all. Meanwhile the dung-heap was growing before the Imam’s agonized eyes. His congregation was tense already. It was with dismay that many Muslims in Brahmpur had, over the months, seen the foundations of the temple rising in the plot to the west of their mosque. Now, after the first part of the prayers, the Imam gave his audience the most stirring and inflammatory speech he had given in years, very far removed from his ordinary sermon on personal morality or cleanliness or alms or piety. His grief and frustration as much as their own bitter anxiety called for something stronger. Their religion was in danger. The barbarians were at the gates. They prayed, these infidels, to their pictures and stones and perpetuated themselves in ignorance and sin. Let them do what they wanted to in their dens of filth. But God could see what was happening now. They had brought their beastliness near the very precincts of the mosque itself. The land that the kafirs sought to build on—why sought? were at this very moment building on—was disputed land—disputed in God’s eyes and in man’s eyes—but not in the eyes of animals who spent their time blowing conches and worshipping parts of the body whose very names it was shameful to mention. Did the people of the faith gathered here in God’s presence know how it was planned to consecrate this Shiva-linga? Naked ash-smeared savages would dance before it—naked! These were the shameless, like the people of Sodom, who mocked at the power of the All-Merciful. . . . God guides not the people of the unbelievers. Those—God has set a seal on their hearts, and their hearing, and their eyes, and those—they are the heedless ones; Without a doubt, in the world to come they will be the losers. They worshipped their hundreds of idols that they claimed were divine—idols with four heads and five heads and the heads of elephants—and now the infidels who held power in the land wanted Muslims, when they turned their faces westwards in prayer to the Kaaba, to face these same idols and these same obscene objects with their heads bowed. ‘But,’ continued the Imam, ‘we who have lived through hard and bitter times and have suffered for our faith and paid for our faith in blood need only remember the fate of the idolaters: +And they set up compeers to God, that they might lead astray from His way. Say: “Take your joy! Your homecoming shall be—the Fire!”’ A slow, attentive, shocked expectation filled the silence that followed. ‘But even now,’ cried the Imam in renewed frenzy, half-gasping for air, ‘even as I speak—they could be hatching their designs to prevent our evening devotion by blowing their conches to drown out the call to prayer. Ignorant they may be, but they are full of guile. They are already getting rid of Muslims in the police force so that the community of God will be left defenceless. Then they can attack and enslave us. Now it is too clear to us that we are living not in a land of protection but a land of enmity. We have appealed for justice, and have been kicked down at the very doors where we have gone pleading. The Home Minister himself supports this temple committee—and its guiding spirit is the debauched buffalo of Marh! Let it not happen that our holy places are to be polluted by the proximity of filth—let it not happen—but what can save us now that we are left defenceless before the sword of our enemies in the land of the Hindus, what can save us but our own efforts, our own’—here he struggled for breath and emphasis again—‘our own direct action—to protect ourselves. And not just ourselves, not just our families but these few feet of paved earth that have been given to us for centuries, where we have unrolled our mats and raised our hands in tears to the All-Powerful, which are worn smooth by the devotions of our ancestors and ourselves and—if God so wills—will so be by our descendants also. But have no fear, God does so will, have no fear, God will be with you: Hast thou not seen how thy Lord did with Ad, Iram of the pillars, the like of which was never created in the land, and Thamood, who hollowed the rocks in the valley, and Pharaoh, he of the tent-pegs, who all were insolent in the land and worked much corruption therein? Thy Lord unloosed on them a scourge of chastisement; surely thy Lord is ever on the watch. O God, help those who help the religion of the Prophet Muhammad, peace be upon Him. May we also do the same. Make those weak, who weaken the religion of Muhammad. Praise be to God, the Lord of all Being.’ The plump Imam descended from the pulpit, and led the people in more prayer. That evening there was a riot.

blanco chalinas.jpeg
tela-de-lycra-imitacion-escamas-de-pez-y-de-sirena-holograficas-pieza-de-10-metros_edited.

Cap. 5.01 - Como iniciar un disturbio

Cap. 5.1 Cómo iniciar un disturbio Algunos disturbios son provocados, otros brotan de forma espontánea. Nadie esperaba que los problemas que tenían lugar en Misri Mandi llegaran a la violencia. Sin embargo, pocos días después de la marcha de Haresh, el corazón de Misri Mandi, incluyendo la zona que rodeaba la tienda de Kedarnath, estaba completamente tomado por la policía. La noche anterior había estallado una pelea en el interior de un antro de mala muerte, situado en la calle sin asfaltar que llevaba a las curtidurías del Viejo Brahmpur. La huelga significaba menos dinero, pero más tiempo libre para todos, de manera que el tugurio del kalari estaba tan concurrido como siempre. Principalmente era frecuentado por jatavas aunque no en exclusividad. La bebida hacia iguales a los bebedores, y poco les importaba quién estuviera sentado a su lado, a la sencilla mesa de madera. Bebían, reían, gritaban, y luego se tambaleaban hasta la salida, a veces cantando, a veces maldiciendo. Se juraban amistad eterna, divulgaban confidencias, se imaginaban insultos. El dependiente de una zapatería de Misri Mandi estaba de un humor de perros porque se llevaba mal con su suegro. Estaba bebiendo solo y se iba calentando cada vez más. Oyó detrás suya un comentario sobre los abusivos métodos de su patrón, y cerró las manos en un puño. Al darse la vuelta para ver quién hablaba, volcó el taburete en el que estaba sentado y se cayó al suelo. Los tres hombres de la mesa de detrás se echaron a reír. Eran jatavas que ya habían tenido tratos con él, pues él era quien les solía coger los zapatos de las cestas cuando desesperados se apresuraban al anochecer en Misri Mandi; a su jefe, el dueño de la zapatería, no le gustaba tocar los zapatos porque creía que le contaminarían. Los jatavas sabían que el colapso del mercado en Misri Mandi había perjudicado especialmente a los que habían abusado del sistema de chits. Sabían también que ellos mismos habían sufrido aún más, pero para ellos no se trataba de que los poderosos hubieran sido derribados. Sin embargo, justo frente a ellos, eso era precisamente lo que estaba ocurriendo. El alcohol barato de destilación casera se les había subido a la cabeza, y no tenían dinero para comprar pakoras ni ningún otro tentempié que podría haberles asentado la bebida. Se reían totalmente descontrolados. —Está luchando con el aire —bromeó uno. —Supongo que preferiría hacer otro tipo de lucha —se burló otro. —Pero ¿sería bueno para él? Dicen que es porque tiene problemas en casa... —Rechazado —dijo provocador el primero que había hablado, haciendo con la mano el mismo gesto que los comerciantes utilizaban para rechazar un cesto de zapatos con la excusa de que había un par defectuoso. Su manera de hablar era pastosa, su mirada despectiva. El hombre que había caído al suelo arremetió contra ellos, y ellos se abalanzaron contra él. Un par de personas, incluyendo el kalari, intentaron poner paz, pero la mayoría se puso alrededor para disfrutar de la diversión y animarles con gritos de borrachos. Los cuatro se revolcaban por el suelo peleando. Todo acabó cuando el hombre que había empezado la pelea quedó inconsciente de un golpe, y el resto heridos. Uno sangraba por un ojo y aullaba de dolor. Esa noche, cuando perdió la visión del ojo, una amenazante multitud de jatavas se reunió en el Mercado del Calzado de Govinda, donde el comerciante tenía su puesto. Estaba cerrado. La multitud comenzó a gritar consignas, luego amenazaron con quemar el puesto. Uno de los otros comerciantes intentó razonar con la muchedumbre, y se le echaron encima. Un par de policías, viendo como se calentaban los ánimos corrieron a la comisaría en busca de refuerzos. Llegaron diez policías, armados con gruesos y cortos lathis de bambú, y comenzaron a golpear a la gente indiscriminadamente. La multitud se dispersó. Con sorprendente rapidez, todas las autoridades relevantes se enteraron del suceso: desde el superintendente de policía del distrito hasta el inspector general de Purva Pradesh, desde el secretario del Interior hasta el ministro del Interior. Cada uno recibió diferentes hechos e interpretaciones, y tenían diferentes sugerencias en cuanto a lo que hacer o no hacer. El primer ministro estaba fuera de la ciudad. En su ausencia —y debido a que la ley y el orden eran de su competencia— el ministro del Interior se puso al frente. Mahesh Kapoor, aunque ministro de Economía, y por tanto no directamente afectado, se enteró de los disturbios porque parte del Misri Mandi pertenecía a su distrito. Fue corriendo al lugar de los hechos y habló con el Comisario de policía y con el juez de distrito. El Comisario y el Juez creían que las cosas se calmarían por sí solas, si no se provocaba a ninguno de los dos bandos. Sin embargo, el ministro del Interior, L. N. Agarwal, que también tenía en Misri Mandi parte de su distrito electoral, no creyó necesario acudir a la escena de los hechos. Recibió unas cuantas llamadas telefónicas en su casa y decidió que había que hacer algo a modo de ejemplo. Aquellos jatavas ya llevaban demasiado tiempo alterando el comercio de la ciudad con sus frívolas quejas y su perversa huelga. Sin duda habían sido soliviantados por los líderes del sindicato. Y ahora amenazaban con bloquear la entrada del Mercado del Calzado de Govinda en el punto donde se unía a la calle principal del Misri Mandi. Muchos comerciantes pasaban ya apuros financieros. Los amenazadores piquetes acabarían hundiéndoles. El propio L N. Agarwal procedía de una familia del negocio del calzado, y algunos de los comerciantes eran buenos amigos suyos. Otros le proporcionaban fondos para su campaña electoral. Ya había recibido tres llamadas desesperadas. No era momento de hablar, sino de actuar. No se trataba simplemente de una cuestión legal, sino de una cuestión de orden, el orden de la misma sociedad. Seguramente eso sería lo que el Hombre de Hierro de la India, el difunto Sardar Patel, habría pensado en su lugar. Pero ¿qué habría hecho si hubiera estado allí? Como en un sueño, el ministro del Interior evocó la redondeada y severa cabeza de su mentor político, fallecido hacia cuatro meses. Se quedó un rato pensativo. A continuación le dijo a su ayudante personal que le pusiera con el juez de distrito. Éste, de unos treinta y tantos años, se encargaba directamente de la administración civil del distrito de Brahmpur, y junto con el Comisario –como todo el mundo se refería al superintendente de policía– mantenían la ley y el orden. El ayudante intentó ponerse en contacto con él, pero no lo consiguió y le dijo:—Lo siento, señor, el juez no está en el edificio. Está intentando poner paz en... —Dame el teléfono —dijo el ministro con voz serena. El ayudante, nervioso, le entregó el auricular… —¿Quién?... ¿Dónde? … Soy el ministro Agarwal..., sí, si, instrucciones directas... No me importa. Que se ponga Dayal inmediatamente... Sí, diez minutos..., vuelva a llamarme... El Comisario está allí, con eso es mas que suficiente, ¿acaso es un circo? Colgó el teléfono y se agarró con fuerza los rizos grises que se curvaban como una herradura alrededor de su por otro lado oronda cabeza. Tras un rato hizo ademán de volver a coger el auricular, a continuación decidió lo contrario, y centró su atención en una carpeta. Diez minutos más tarde, el joven juez de distrito, Krishan Dayal, estaba al teléfono. El ministro del Interior le ordenó que protegiera la entrada al Mercado del Calzado de Govinda. Debía dispersar inmediatamente a los piquetes, si era necesario leyéndoles la Sección 144 del Código Penal, y disparar si la multitud no se dispersaba. El teléfono no se oía muy bien, pero el mensaje era alarmantemente claro. Krishan Dayal dijo con una voz fuerte, aunque llena de preocupación: —Señor, con todo respeto, ¿puedo sugerir una acción alternativa? Estamos hablando con los líderes de la multitud... —¿Así que tienen líderes?, Si los tienen, entonces ¿no es algo espontáneo? —Señor, es algo espontáneo, pero tienen líderes. L N. Agarwal reflexionó que fueron los cachorros de la índole de Krishan Dayal quienes le tuvieron encerrado en las cárceles británicas. Dijo, sereno: —¿Se cree usted ingenioso, señor Dayal? —No, señor, yo... —Ya tiene sus instrucciones. Esto es una emergencia. Ya lo he discutido con el secretario del gabinete por teléfono. Según tengo entendido la multitud la componen unas trescientas personas. Quiero que el Comisario ponga policía a lo largo de la calle principal de Misri Mandi y vigile todas las entradas, al Mercado del Calzado de Govinda, al de Brahmpur, etcétera. Haga lo que sea necesario. Hubo una pausa. El ministro del Interior estaba a punto de colgar el teléfono cuando el magistrado dijo: —Señor, puede que sea imposible disponer de tantos policías en tan poco tiempo. Algunos están apostados en el solar donde se construye el Templo de Shiva por si surgen problemas. Las cosas están muy tensar, señor. El ministro de Economía cree que el viernes... —¿Están ahora allí? No les vi esta mañana —dijo L. N. Agarwal en un tono relajado pero seco. —No, señor, pero están en la comisaría central de la zona del Chowk, lo suficientemente cerca del templo. Lo mejor es mantenerlos allí para una verdadera emergencia. —Krishan Dayal había estado en el ejército durante la guerra, pero le desconcertaba el aire tranquilo casi desdeñoso de interrogación y mando del ministro del Interior. —Dios cuidará del Templo de Shiva. Mantengo excelentes relaciones con muchos miembros del comité, ¿cree que no conozco las circunstancias? —Le había picado el que Dayal se refiriera a “una verdadera emergencia”, así como la mención de Mahesh Kapoor, su rival –y que por una maldita casualidad– fuera el diputado de la circunscripción electoral contigua a la suya. —Sí, señor —dijo Krishan Dayal, sonrojándose, hecho que, por fortuna, el ministro del Interior no vio—. ¿Y puedo saber durante cuánto tiempo debe permanecer allí la policía? —Hasta nueva orden —dijo el ministro del Interior, y colgó para evitar otra respuesta. No le gustaba la manera en la que los así llamados funcionarios civiles respondían a los que estaban por encima de ellos en la jerarquía, quienes por otro lado, les llevaban veinte años. Era necesario tener una administración, sin duda, pero era igualmente necesario que sus miembros se dieran cuenta de que ya no gobernaban el país.

Cap. 5.01 - How to start a riot

Cap. 5.1 Some riots are caused, some bring themselves into being. The problems at Misri Mandi were not expected to reach a point of violence. A few days after Haresh left, however, the heart of Misri Mandi—including the area around Kedarnath’s shop, was full of armed police. The previous evening there had been a fight inside a cheap drinking place along the unpaved road that led towards the tannery from Old Brahmpur. The strike meant less money but more time for everyone, so the kalari’s joint was about as crowded as usual. The place was mainly frequented by jatavs, but not exclusively so. Drink equalized the drinkers, and they didn’t care who was sitting at the plain wooden table next to them. They drank, laughed, cried, then tottered and staggered out, sometimes singing, sometimes cursing. They swore undying friendship, they divulged confidences, they imagined insults. The assistant of a trader in Misri Mandi was in a foul mood because he was having a hard time with his father-in-law. He was drinking alone and working himself into a generalized state of aggressiveness. He overheard a comment from behind him about the sharp practice of his employer, and his hands clenched into a fist. Knocking his bench over as he twisted around to see who was speaking, he fell on to the floor. The three men at the table behind him laughed. They were jatavs who had dealt with him before. It was he who used to take the shoes from their baskets when they scurried desperately in the evening to Misri Mandi—his employer the trader did not like to touch shoes because he felt they would pollute him. The jatavs knew that the breakdown of the trade in Misri Mandi had particularly hurt those traders who had over-extended themselves on the chit system. That it had hurt themselves still more, they also knew—but for them it was not a case of the mighty being brought to their knees. Here, however, literally in front of them, it was. The locally distilled cheap alcohol had gone to their heads, and they did not have the money to buy the pakoras and other snacks that could have settled it. They laughed uncontrollably. ‘He’s wrestling with the air,’ jeered one. ‘I bet he’d rather be doing another kind of wrestling,’ sneered another. ‘But would he be any good at it? They say that’s why he has trouble at home—’ ‘What a reject,’ taunted the first man, waving him away with the airy gesture of a trader rejecting a basket on the basis of a single faulty pair. Their speech was slurred, their eyes contemptuous. The man who had fallen lunged at them, and they set upon him. A couple of people, including the kalari, tried to make peace, but most gathered around to enjoy the fun and shout drunken encouragement. The four rolled around on the floor, fighting. It ended with the man who had started the fight being beaten unconscious, and all of the others being injured. One was bleeding from the eye and screaming in pain. That night, when he lost the sight of his eye, an ominous crowd of jatavs gathered at the Govind Shoe Mart, where the trader had his stall. They found the stall closed. The crowd began to shout slogans, then threatened to burn the stall down. One of the other traders tried to reason with the crowd, and they set upon him. A couple of policemen, sensing the crowd’s mood, ran to the local police station for reinforcements. Ten policemen now emerged, armed with short stout bamboo lathis, and they began to beat people up indiscriminately. The crowd scattered. Surprisingly soon, every relevant authority knew about the matter: from the Superintendent of Police of the district to the Inspector-General of Purva Pradesh, from the Home Secretary to the Home Minister. Everyone received different facts and interpretations, and had different suggestions for action or inaction. The Chief Minister was out of town. In his absence—and because law and order lay in his domain—the Home Minister ran things. Mahesh Kapoor, though Revenue Minister, and not therefore directly concerned, heard about the unrest because part of Misri Mandi lay in his constituency. He hurried to the spot and talked with the Superintendent of Police and the District Magistrate. The SP and the DM believed that things would blow over if neither side was provoked. However, the Home Minister, L.N. Agarwal, part of whose constituency also lay in Misri Mandi, did not think it necessary to go to the spot. He received a number of phone calls at home and decided that something by way of a salutary example needed to be provided. These jatavs had disrupted the trade of the city long enough with their frivolous complaints and their mischievous strike. They had doubtless been stirred up by union leaders. Now they were threatening to block the entrance of the Govind Shoe Mart at the point where it joined the main road of Misri Mandi. Many traders there were already in financial straits. The threatened picketing would finish them off. L.N. Agarwal himself came from a shopkeeping family and some of the traders were good friends of his. Others supplied him with election funds. He had received three desperate calls from them. It was a time not for talk but for action. It was not merely a question of law, but of order, the order of society itself. Surely this is what the Iron Man of India, the late Sardar Patel, would have felt in his place. But what would he have done had he been here? As if in a dream, the Home Minister conjured up the domed and severe head of his political mentor, dead these four months. He sat in thought for a while. Then he told his personal assistant to get him the District Magistrate on the phone. The District Magistrate, who was in his mid-thirties, was directly in charge of the civil administration of Brahmpur District and, together with the SP—as the Superintendent of Police was referred to by everyone—maintained law and order. The PA tried to get through, then said: ‘Sorry, Sir, DM is out on the site. He is trying to conciliate—’ ‘Give me the phone,’ said the Home Minister in a calm voice. The PA nervously handed him the receiver. ‘Who? . . . Where? . . . I am Agarwal speaking, that’s who . . . yes, direct instructions . . . I don’t care. Get Dayal at once. . . . Yes, ten minutes . . . call me back. . . . The SP is there, that is enough surely, is it a cinema show?’ He put down the phone and grasped the grey curls that curved like a horseshoe around his otherwise bald head. After a while he made as if to pick up the receiver again, then decided against it, and turned his attention to a file. Ten minutes later the young District Magistrate, Krishan Dayal, was on the phone. The Home Minister told him to guard the entrance of the Govind Shoe Mart. He was to disperse any pickets forthwith, if necessary by reading out Section 144 of the Criminal Procedure Code—and then firing if the crowd did not disperse. The line was unclear but the message disturbingly clear. Krishan Dayal said in a strong voice, but one which was fraught with concern: ‘Sir, with respect, may I suggest an alternative course of action? We are talking with the leaders of the crowd—’ ‘So there are leaders, are there, it is not spontaneous?’ ‘Sir, it is spontaneous, but there are leaders.’ L.N. Agarwal reflected that it was puppies of the ilk of Krishan Dayal who used to lock him up in British jails. He said, calmly: ‘Are you being witty, Mr Dayal?’ ‘No, Sir, I—’ ‘You have your instructions. This is an emergency. I have discussed things with the Chief Secretary by phone. I understand that the crowd is some three hundred strong. I want the SP to get the police stationed everywhere along the main road of Misri Mandi and to guard all entrances—Govind Shoe Mart, Brahmpur Shoe Mart and so on—you just do the needful.’ There was a pause. The Home Minister was about to put down the phone when the DM said: ‘Sir, we may not be able to spare such a large number of police at short notice. A number of policemen are stationed at the site of the Shiva Temple in case of trouble. Things are very tense, Sir. The Revenue Minister thinks that on Friday—’ ‘Are they there at the moment? I did not notice them this morning,’ said L.N. Agarwal in a relaxed but steely tone. ‘No, Sir, but they are in the main police station in the Chowk area, so it is sufficiently close to the temple site. It is best to keep them there for a true emergency.’ Krishan Dayal had been in the army during the war, but he was rattled by the Home Minister’s calm air of almost dismissive interrogation and command. ‘God will take care of the Shiva Temple. I am in close touch with many members of the committee, do you think I do not know the circumstances?’ He had been irked by Dayal’s reference to ‘a true emergency’ as much as by his mention of Mahesh Kapoor, his rival and—as abrasive chance would have it—the MLA from the constituency contiguous to his own. ‘Yes, Sir,’ said Krishan Dayal, his face reddening—which luckily the Home Minister could not see. ‘And may I know how long the police are to remain there?’ ‘Until further notice,’ said the Home Minister and put down the phone to pre-empt further backchat. He did not like the way these so-called civil servants answered back to those above them in the chain of command—who were besides, twenty years older than them. It was necessary to have an administrative service, no doubt, but it was equally necessary that it should learn that it no longer ruled this country.

bottom of page