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Cap. 5.10 - El Nawab Sahib 

Cap. 5.10 – El Nawab Sahib La ancestral Casa Baitar, donde vivía el Nawab Sahib con sus hijos, era uno de los edificios más hermosos de Brahmpur. Una larga fachada amarillo pálido, contraventanas verde oscuro, arcadas, techos altos, grandes espejos, mobiliario pesado y oscuro, candelabros, retratos al óleo de los anteriores moradores de la casa y fotografías enmarcadas a lo largo de los pasillos, que conmemoraban las visitas de diversos oficiales británicos de alto rango: la mayoría de los visitantes de la enorme casa, al observar los alrededores, sucumbían a una especie de melancólico sobrecogimiento, reforzado en los últimos tiempos por el aspecto descuidado y polvoriento de amplias zonas de la mansión, cuyos anteriores ocupantes se habían marchado a Pakistán. La Begum Abida Khan también solía vivir allí con su marido, el hermano menor del Nawab Sahib. Pasó irritantes años en la zona de las mujeres, antes de convencerle para que le permitiera un acceso más razonable y directo al mundo exterior. Dónde demostró ser mucho más eficaz que su marido en las causas sociales y políticas. Con la llegada de la Partición, su marido —firme partidario de ésta— se dio cuenta de lo vulnerable que era su posición en Brahmpur y decidió marcharse. Primero fue a Karachi. Más tarde —en parte porque no sabia con certeza cómo afectaría a sus propiedades en la India y a la fortuna de su mujer; en parte porque no era una persona sedentaria y en parte porque era religioso— marchó a Iraq a visitar varios santuarios chiítas, y decidió quedarse allí durante unos años. Habían pasado tres años desde la última vez que estuvo en la India, y nadie sabía qué planeaba hacer. Él y Abida no tenían hijos, por lo que quizá tampoco tenía mucha importancia. Toda la cuestión de los derechos de la propiedad estaba sin resolver. Baitar no era —como Marh— un principado sujeto a primogenitura, sino una gran hacienda zamindari cuyo extensión se hallaba por completo dentro de la India británica, sujeto a las leyes de herencia musulmanas. Existía la posibilidad de dividir la propiedad en caso de muerte o disolución de la familia, pero hacía generaciones que no había habido una división efectiva y casi todo el mundo había seguido viviendo en la misma laberíntica casa de Brahmpur o en el Fuerte Baitar en el campo, si no de manera amigable, al menos sin litigios. Y debido al constante ajetreo, las visitas, los festivales, las celebraciones, tanto en las zona de los hombres como en la de las mujeres reinaba un vívido ambiente lleno de energía. Con la Partición las cosas habían cambiado. La casa ya no era la gran comunidad que había sido. En muchos aspectos se había quedado sola. Tíos y primos se habían dispersado a Karachi o Lahore. De los tres hermanos, uno había muerto, otro se había marchado y sólo el apacible viudo, el Nawab Sahib, seguía viviendo allí. Cada vez pasaba más tiempo en la biblioteca, leyendo poesía persa, la historia de Roma o cualquier cosa que le apeteciera en ese día en concreto. Dejaba casi todos los asuntos del manejo de la hacienda de Baitar —la fuente de la mayoría de sus ingresos— a su munshi. El astuto a medias mayordomo a medias secretario no le animaba a que gastara tiempo en los asuntos del zamindari. Para las cuestiones no relacionadas con la hacienda, el Nawab Sahib tenía su secretario particular. Con la muerte de su esposa, y cada vez con más años a sus espaldas, el Nawab Sahib se había vuelto menos sociable, más consciente de la proximidad de su muerte. Deseaba pasar más tiempo con sus hijos, pero éstos tenían veinte años, y solían tratar a su padre con afectuosa distancia. La abogacía de Firoz, la medicina de Imtiaz, sus círculos de amigos, sus asuntos amorosos (de los cuales sabía poco), les alejaban de la órbita de la Casa Baitar. Y su querida hija Zainab rara vez le visitaba —una vez cada tantos meses—sólo cuando su marido le permitía a ella y a los dos nietos del Nawab Sahib ir a Brahmpur. A veces incluso echaba de menos la fulgurante presencia de Abida, una mujer cuya inmodestia y atrevimiento el Nawab Sahib desaprobaba instintivamente. La Begum Abida Khan, diputada del Congreso, se había negado a someterse a las restricciones del zenana y a las obligaciones de una mansión, y ahora vivía en una casita cerca de la Asamblea Legislativa. Creía que debía ser agresiva, y, si era necesario, descarada, a la hora de luchar por las causas que ella consideraba justas o útiles, y consideraba al Nawab Sahib como un completo inútil. De hecho, tampoco tenía una gran opinión de su marido, que, en su opinión, había “volado” de Brahmpur en la Partición presa de pánico y ahora se arrastraba por Oriente Medio en un estado de chochez religiosa. Debido a que su sobrina Zainab —a la que apreciaba— estaba en la mansión, fue de visita a la Casa Baitar, pero el purdah que se esperaba que mantuviera la irritaba, como las inevitables críticas por su modo de vida que tenía que aguantar de las mujeres mayores del zenana. Después de todo, ¿quiénes eran aquellas mujeres que se arrogaban el papel de depositarias de la tradición y la historia familiar? Sólo dos viejas tías del Nawab Sahib y la viuda del otro hermano. No quedaba nadie más en aquel zenana antaño tan concurrida. Los únicos niños en la Casa Baitar eran los dos que estaban de visita: los nietos del Nawab Sahib, de tres y seis años de edad. Les encantaba venir de visita a la Casa Baitar y Brahmpur, porque aquella enorme mansión era emocionante, porque podían ver a las mangostas deslizándose bajo las puertas de las habitaciones cerradas y abandonadas, y porque todo el mundo, desde Firoz Mamu e Imtiaz Mamu hasta los “viejos sirvientes” y los cocineros, les hacían muchas fiestas. Y porque su madre parecía mucho más feliz allí que en casa. Al Nawab Sahib no le gustaba en lo más mínimo que le molestaran mientras estaba leyendo, pero había hecho más que una excepción con sus dos nietos. Hassan y Abbas que corrían con entera libertad por toda la casa. Fuera cual fuera el estado de ánimo del Nawab, ellos siempre le animaban; incluso cuando estaba sumido en el impersonal consuelo de la historia, se sentía feliz de que le devolvieran al mundo real, siempre y cuando fueran sus nietos quienes lo hicieran en persona. Al igual que el resto de la casa, la biblioteca también se iba echando a perder. Aquella espléndida colección, reunida por su padre más las incorporaciones de los tres hermanos —cada uno con un gusto diferente—, se hallaba en una habitación igualmente espléndida con sus apartados de altas ventanales. Aquella mañana, el Nawab Sahib, que llevaba una kurta recién almidonada —con unos cuantos agujeritos cuadrados que parecían causados por las polillas (aunque qué polilla se comería un cuadradito tan perfecto) estaba sentado en una mesa redonda en uno de los rincones leyendo Las notas marginales de Lord Macaulay, seleccionadas por su sobrino G. O. Trevelyan. Los comentarios de Macaulay acerca de Shakespeare, Platón y Cicerón eran tan incisivos como perspicaces, y el editor claramente estaba convencido de que valía la pena editar las notas al margen de su distinguido tío. Sus propios comentarios eran de declarada admiración: “Incluso para la poesía de Cicerón, Macaulay muestra suficiente respeto como para distinguir cuidadosamente entre la mala y la menos mala” era una frase capaz de provocar una leve sonrisa en el Nawab Sahib. Aunque, después de todo, pensaba el Nawab Sahib, ¿cómo distinguir entre lo que vale la pena hacer y lo que no? Al menos para gente como yo las cosas estaban en decadencia, y no creo que valga la pena consumir el resto de mi vida combatiendo a los políticos, a los arrendatarios, a los pececillos de plata, a mi yerno o a Abida para conservar y mantener un mundo que encuentro agotador preservar o mantener. Cada uno de nosotros vive en un pequeño dominio y regresa a la nada. Supongo que si yo tuviera un tío tan distinguido podría pasarme un año o dos cotejando y editando sus notas al margen. Y cayó en reflexionar cómo la Casa Baitar finalmente acabaría en la ruina con la abolición del zamindari y el agotamiento de los fondos procedentes de la hacienda. Ya resultaba difícil, según su munshi, sacarles a los arrendatarios la renta. Se quejaban de que los tiempos eran difíciles, pero bajo esa excusa se percibía la sensación de que la ecuación política entre propiedad y dependencia estaba cambiando inexorablemente. Entre los que más ruido hacían contra el Nawab Sahib había algunos a quienes en el pasado había tratado con excepcional indulgencia, incluso con generosidad, y que encontraban difícil perdonarle. ¿Qué le sobreviviría? Se le ocurrió que aunque durante toda su vida había estado interesado en la poesía urdu, jamás había escrito ni un solo poema, ni un solo pareado, por el que pudiera ser recordado. Pensó que aquellos que no vivían en Brahmpur menospreciaban la poesía de Mast, aunque incluso dormidos pudieran completar muchos de los gazales que había escrito. El que nunca se hubiera hecho una edición realmente erudita sobre sus poemas, le produjo sorpresa y hasta cierto sobresalto, y comenzó a observar las motas en el rayo de sol que caía sobre la mesa. Quizá, se dijo a sí mismo, esa sea la labor más adecuada para mí tal como estás las cosas. En cualquier caso, es muy probable que la mayor parte del tiempo lo disfrutaría. Siguió leyendo, deleitándose con la perspicacia con la que Macaulay analizaba sin piedad el carácter de Cicerón: un hombre asimilado por la aristocracia que lo había adoptado, hipócrita, consumido por la vanidad y el odio, pero sin duda 'grandioso'. El Nawab Sahib, que últimamente reflexionaba mucho sobre la muerte, se sorprendió ante la observación de Macaulay: 'Realmente creo que recibió lo que se merecía porparte de los Triunviros' A pesar de que el libro había sido espolvoreado con polvos preservativos, un pececillo de plata surgió reptando del lomo y correteó por la franja de sol que había en la mesa redonda. El Nawab Sahib se lo quedó mirando un instante, y se preguntó qué le habría ocurrido a aquel joven que parecía tan entusiasmado con la idea de hacerse cargo de su biblioteca. Había dicho que se pasaría por la Casa Baitar, pero eso había sido lo último que el Nawab Sahib había sabido de él, y de eso debía hacer un mes. Cerró el libro y lo sacudió, abrió una página al azar y siguió leyendo como si el nuevo párrafo enlazara directamente con el anterior: El documento que más admiraba de toda la correspondencia era la respuesta de César al mensaje de gratitud de Cicerón por la humanidad con la que el conquistador había mostrado ante sus adversarios políticos que habían caído en su poder durante la rendición de Corfinio. Contenía (eso solía decir Macaulay) la frase más elegante jamás escrita: "Triunfo y me regocijo de que mis actos hayan obtenido tu aprobación; ni me perturba escuchar que aquellos a quienes he dejado ir libres y vivos volverán a tomar las armas contra mí. Pues no hay nada que ansíe tanto como ser siempre fiel a mi carácter, y que ellos lo sean al suyo." El Nawab Sahib leyó la frase varias veces. En una ocasión contrató a un profesor particular de latín, pero no llegó muy lejos. Ahora intentaba encajar las sonoras frases del inglés con las frases aún más sonoras del original. Permaneció unos diez minutos como en un ensueño, meditando acerca del significado y la expresión de la frase, y así habría continuado si alguien no le hubiera tirado de la pernera del pantalón.

Cap. 5.10 - The Nawab Sahib

Cap. 5.10 – El Nawab Sahib The ancestral Baitar House, where the Nawab Sahib and his sons lived, was one of the most handsome buildings in Brahmpur. A long, pale yellow facade, dark-green shutters, colonnades, high ceilings, tall mirrors, immensely heavy dark furniture, chandeliers, oil portraits of previous aristocratic denizens and framed photographs along the corridors commemorating the visits of various high British officials: most visitors to the huge house, surveying their surroundings, succumbed to a kind of gloomy awe—reinforced in recent days by the dusty and uncared-for appearance of those large sections of the mansion the former occupants of which had left for Pakistan. Begum Abida Khan too used to live here once with her husband, the Nawab Sahib’s younger brother. She spent years chafing in the women’s quarters before she persuaded him to allow her more reasonable and direct access to the outside world. There she had proved to be more effective than him in social and political causes. With the coming of Partition, her husband—a firm supporter of that Partition—had realized how vulnerable his position was in Brahmpur and decided to leave. He went to Karachi at first. Then—partly because he was uncertain of the effect his settling in Pakistan might have on his Indian property and the fortunes of his wife, and partly because he was restless, and partly because he was religious—he went on to Iraq on a visit to the various holy shrines of the Shias, and decided to live there for a few years. Three years had passed since he had last returned to India, and no one knew what he planned to do. He and Abida were childless, so perhaps it did not greatly matter. The entire question of property rights was unsettled. Baitar was not—like Marh—a princely state subject to primogeniture but a large zamindari estate whose territory lay squarely within British India and was subject to the Muslim personal law of inheritance. Division of the property upon death or dissolution of the family was possible, but for generations now there had been no effective division, and almost everyone had continued to live in the same rambling house in Brahmpur or at Baitar Fort in the countryside, if not amicably, at least not litigiously. And owing to the constant bustle, the visiting, the festivals, the celebrations, in both the men’s and the women’s quarters it had had a grand atmosphere of energy and life. With Partition things had changed. The house was no longer the great community it had been. It had become, in many ways, lonely. Uncles and cousins had dispersed to Karachi or Lahore. Of the three brothers, one had died, one had gone away, and only that gentle widower, the Nawab Sahib, remained. He spent more and more of his time in his library reading Persian poetry or Roman history or whatever he felt inclined to on any particular day. He left most of the management of his country estate in Baitar—the source of most of his income—to his munshi. That crafty half-steward, half-clerk did not encourage him to spend much time going over his own zamindari affairs. For matters not related to his estate, the Nawab Sahib kept a private secretary. With the death of his wife and his own increasing years the Nawab Sahib had become less sociable, more aware of the approach of death. He wanted to spend more time with his sons, but they were now in their twenties, and inclined to treat their father with affectionate distance. Firoz’s law, Imtiaz’s medicine, their own circle of young friends, their love affairs (of which he heard little) all drew them outside the orbit of Baitar House. And his dear daughter Zainab visited only rarely—once every few months—whenever her husband allowed her and the Nawab Sahib’s two grandsons to come to Brahmpur. Sometimes he even missed the lightning-like presence of Abida, a woman of whose immodesty and forwardness the Nawab Sahib instinctively disapproved. Begum Abida Khan, MLA, had refused to abide by the strictures of the zenana quarters and the constraints of a mansion, and was now living in a small house closer to the Legislative Assembly. She believed in being aggressive and if necessary immodest in fighting for causes she considered just or useful, and she looked upon the Nawab Sahib as utterly ineffectual. Indeed, she did not have a very high opinion of her own husband who had, as she thought, ‘fled’ Brahmpur at Partition in a state of panic and was now crawling around the Middle East in a state of religious dotage. Because her niece Zainab—of whom she was fond—was visiting, she did pay a visit to Baitar House, but the purdah she was expected to maintain irked her, and so did the inevitable criticism of her style of life that she faced from the old women of the zenana. But who were these old women after all?—the repository of tradition and old affection and family history. Only two old aunts of the Nawab Sahib, and the widow of his other brother—no one else remained of that whole busy zenana. The only children in Baitar House were the two who were visiting, the six- and three-year-old grandchildren of the Nawab Sahib. They loved visiting Baitar House and Brahmpur because they found the huge old house exciting, because they could see mongooses sliding under the doors of locked and deserted rooms, because much was made of them by everyone from Firoz Mamu and Imtiaz Mamu to the ‘old servitors’ and the cooks. And because their mother seemed much happier here than at home. The Nawab Sahib did not at all like to be disturbed when he was reading, but he made more than an exception for his grandsons. Hassan and Abbas were given a free run of the house. No matter what mood he was in, they lifted it; and even when he was sunk in the impersonal comfort of history, he was happy to be brought back to the present world, as long as it was personally through them. Like the rest of the house, the library too was running to seed. The magnificent collection, built up by his father and incorporating additions by the three brothers—each with his different tastes—was housed in an equally magnificent alcoved and high-windowed room. The Nawab Sahib, wearing a freshly starched kurta-pyjama—with a few small squarish holes in the kurta which looked a bit like moth-holes (but what moth would bite quite so squarely?)—was seated this morning at a round table in one of the alcoves, reading The Marginal Notes of Lord Macaulay selected by his nephew G.O. Trevelyan. Macaulay’s comments on Shakespeare, Plato and Cicero were as trenchant as they were discriminating, and the editor clearly believed that the marginalia of his distinguished uncle were well worth publishing. His own remarks were openly admiring: ‘Even for Cicero’s poetry Macaulay had enough respect to distinguish carefully between the bad and the less bad,’ was one sentence that drew a mild smile from the Nawab Sahib. But what, after all, thought the Nawab Sahib, is worth doing, and what is not? For people like me at least things are in decline, and I do not feel it worth my while consuming the rest of my life fighting politicians or tenants or silverfish or my son-in-law or Abida to preserve and maintain worlds that I find exhausting to preserve or maintain. Each of us lives in a small domain and returns to nothing. I suppose if I had a distinguished uncle I might spend a year or two collating and printing his marginal notes. And he fell to musing about how Baitar House would eventually fall into ruin with the abolition of zamindari and the exhaustion of funds from the estate. Already it was becoming difficult, according to his munshi, to extract the standard rent from the tenants. They pleaded hard times, but underneath the pleas was the sense that the political equations of ownership and dependence were inexorably shifting. Among those who were most vocal against the Nawab Sahib were some whom he had treated with exceptional leniency, even generosity, in the past, and who found this difficult to forgive. What would survive him? It occurred to him that although he had dabbled in Urdu poetry much of his life, he had never written a single poem, a single couplet, that would be remembered. Those who do not live in Brahmpur decry the poetry of Mast, he thought, but they can complete in their sleep many of the ghazals he has written. It struck him, with a start, that there had never been a truly scholarly edition of the poems of Mast, and he began to stare at the motes in the beam of sunlight that fell on his table. Perhaps, he said to himself, this is the labour that I am best fitted for at this stage of things. At any rate, it is probably what I would most enjoy. He read on, savouring the insight with which Macaulay unsparingly analysed the character of Cicero, a man taken over by the aristocracy into which he had been adopted, two-faced, eaten up by vanity and hatred, yet undoubtedly ‘great’. The Nawab Sahib, who thought much of death these days, was startled by Macaulay’s remark: ‘I really think that he met with little more than his deserts from the Triumvirs.’ Despite the fact that the book had been dusted with a white preservative powder, a silverfish crawled out of the spine and scuttled across the band of sunlight on the round table. The Nawab Sahib looked at it for an instant, and wondered what had happened to the young man who had sounded so enthusiastic about taking charge of his library. He had said he would come over to Baitar House but that had been the last that the Nawab Sahib had heard of him—and it must have been at least a month ago. He shut the book and shook it, opened it again on a random page, and continued reading as if the new paragraph had led directly on from the previous one: The document which he most admired in the whole collection of the correspondence was Caesar’s answer to Cicero’s message of gratitude for the humanity which the conqueror had displayed towards those political adversaries who had fallen into his power at the surrender of Corfinium. It contained (so Macaulay used to say) the finest sentence ever written: ‘I triumph and rejoice that my action should have obtained your approval; nor am I disturbed when I hear it said that those whom I have sent off alive and free will again bear arms against me; for there is nothing which I so much covet as that I should be like myself, and they like themselves.’ The Nawab Sahib read the sentence several times. He had once hired a Latin tutor but had not got very far. Now he attempted to fit the resonant phrases of the English to what must have been the still more resonant phrases of the original. He sat in a reverie for a good ten minutes meditating on the content and manner of the sentence, and would have continued to do so had he not felt a tug at the leg of his pyjamas.

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Cap. 5.09 - El otro Ministro

Cap- 5.9 – El otro Ministro Aunque habían pasado menos de cinco minutos desde que mandara al criado en busca de su secretario parlamentario, Mahesh Kapoor esperaba impaciente en el despacho de la Asesoría Jurídica. Se encontraba solo, ya que había enviado a los ocupantes habituales del despacho a que se apresuraran en traer diversos documentos y libros de leyes. —¡Oh, Su Excelencia, por fin se digna a regalarnos con su presencia! —dijo cuando vio a Abdus Salaam. Abdus Salaam hizo un respetuoso —¿o era irónico?— adaab, y le preguntó qué podía hacer por él. —Llegaremos a eso enseguida. La pregunta es qué es lo que ya ha hecho. —¿Ya? —Abdus Salaam estaba perplejo. —Esta mañana, en la Asamblea Legislativa. Convirtiendo a nuestro honorable ministro del Interior en un kebab. —Yo sólo pregunté... —Sé que sólo preguntó, Salaam —dijo el ministro con una sonrisa—. Lo que me pregunto es por qué lo preguntó. —Me estaba preguntando por qué la policía... —Mi pobre e ingenuo amigo —dilo Mahesh Kapoor cariñosamente—, ¿no se da cuenta de que Lakshmi Narayan Agarwal cree que yo le ordené que lo hiciera? —¿Usted? —¡Si, yo! —Mahesh Kapoor estaba de buen humor, recordando la sesión de la mañana y el mal trago que pasó su rival—. Es exactamente lo que él haría, así que piensa que yo haría lo mismo. Dígame —prosiguió—, ¿Comió en la cafetería? —Sí, sí. —¿Y estaba allí el Primer Ministro? ¿Qué le dijo? —No, Sharma Sahib no estaba allí. La imagen de S. S. Sharma comiendo sentado en el suelo de su casa, como era la tradición, con el torso desnudo a excepción de su cordón sagrado, pasó ante los ojos de Mahesh Kapoor. —No, supongo que no —dijo con cierto pesar—. ¿Qué aspecto tenía? —¿Se refiere a Agarwal sahib? Bastante bueno, creo. Muy sereno. —¡Uff! Como informante es usted una nulidad —dijo Mahesh Kapoor, impaciente—. De todos modos, he estado pensando en ello. Más vale que piense mejor en lo que dice o nos pondrá las cosas más difíciles tanto a Agarwal como a mí. Al menos reprímase hasta que se haya aprobado la Ley del Zamindari. Para que esa ley prospere, todos necesitamos la cooperación de todos. —Muy bien, ministro sahib. —Y hablando del tema, ¿por qué no ha vuelto ya todo el mundo? —preguntó Mahesh Kapoor, recorriendo con la mirada el despacho de la Asesoría Jurídica—. Les envié hace una hora. —Eso no era del todo cierto—. En este país todo el mundo llega siempre tarde, y nadie valora el tiempo. Ése es nuestro gran problema. Si, ¿quién es? Pase, pase —dijo tras oír un ligero golpe en la puerta. Era un criado que le traía el almuerzo, que solía tomar bastante tarde. Al abrir su fiambrera, Mahesh Kapoor gastó medio minuto en pensar en su esposa, la cual a pesar de sus dolencias, se tomaba tantas molestias por él. Para ella el mes de abril en Brahmpur era casi insoportable, debido a su alergia a las flores de neem, y el problema se había ido agravando con los años. A veces, cuando los neem florecían, respiraba con tanta dificultad que se parecía al asma de Pran. Estaba también muy preocupada por la relación de su hijo menor con Saeda Bai. Hasta el momento, Mahesh Kapoor no se había tomado el asunto tan en serio como hubiera hecho si hubiera comprendido el grado de enamoramiento de Maan. Estaba demasiado ocupado con asuntos que afectaban a la vida de millones de personas, y no le quedaba mucho tiempo para adentrarse en las irritantes regiones de su vida familiar. Tarde o temprano habría que meter en vereda a Maan, pensó, pero por el momento tenía que atender a otros asuntos. —Coma un poco: supongo que le he dejado sin comer —le dijo Mahesh Kapoor a su secretario parlamentario. —No, muchas gracias, ministro sahib, ya había acabado cuando me mandó llamar. ¿De modo que cree que todo irá bien con la ley? —Básicamente sí, al menos en la Cámara, ¿no le parece? Ahora que el Consejo Legislativo nos la devuelve con solo unos mínimos cambios, debería aprobarse sin dificultad una vez se le hayan añadido los cambios de la Asamblea Legislativa. Claro que no hay nada seguro. —Mahesh Kapoor miró el interior de su fiambrera. Tras unos momentos prosiguió—: Ah, bien, coliflor en vinagre. Lo que realmente me preocupa es lo que vaya a ocurrir con la ley posteriormente, suponiendo que se apruebe. —Bueno, los aspectos legales no deberían ser un problema —dijo Abdus Salaam—. El borrador es bueno, y creo que debería pasar la asamblea. —¿Eso cree, Salaam? ¿Y qué me dice del hecho de que el Tribunal Superior de Patna haya derogado la Ley del Zamindari de Bihar? —preguntó Mahesh Kapoor. —Creo que la gente está mas preocupada de lo que debiera, ministro sahib. Como sabe, el Tribunal Superior de Brahmpur no tiene que seguir al de Patna. Sólo está sujeto a las decisiones del Tribunal Supremo de Delhi. —Puede que eso sea cierto en teoría —dijo Mahesh Kapoor, ceñudo—. En la práctica, las sentencias previas establecen precedentes psicológicos. Tenemos que encontrar una manera, incluso en esta última fase de aprobación de la ley, de modificarla a fin de que sea menos vulnerable a las dificultades legales, especialmente en la cuestión de la igualdad ante la ley. Hubo una pausa. El ministro tenía en alta estima la erudición de su joven colega, pero no albergaba muchas esperanzas de que se le ocurriera algo brillante en tan corto plazo. Respetaba su experiencia en aquel terreno en particular y sabía que su inteligencia era lo mejor que podía tener. —Se me ocurrió algo hace un par de días —dijo Abdus Salaam tras un minuto—. Deje que piense en ello un poco más, ministro sahib. Y puede que tenga un par de ideas útiles. El ministro de Finanzas miró a su secretario parlamentario con lo que podía ser casi una expresión divertida, y dijo: —Prepáreme un borrador con sus ideas para esta noche. —¿Para esta noche? —Abdus Salaam parecía perplejo. —Sí —dijo Mahesh Kapoor—. Vamos a someter la ley a una segunda lectura. Si hay que hacer algo, debe hacerse ahora. —Bien —dijo Abdul Salaam con una cierta expresión de aturdimiento—. Entonces será mejor que me vaya a la biblioteca enseguida. —Cuando estaba en la puerta se volvió y dijo—: Quizá pueda pedirle a la Asesoría que mas tarde, me envíe a un par de ayudantes de los que trabajan en el borrador. Pero ¿no me necesitará en la Cámara esta tarde mientras se discute la ley? —No, esto es mucho más importante —replicó el ministro, poniéndose en pie para lavarse las manos—. Además, creo ya ha causado suficiente descalabros por un día. Mientras se lavaba las manos, Mahesh Kapoor pensó en su viejo amigo, el nawab de Baitar. Sería una de las personas más afectadas por la aprobación de la Ley de Abolición del Zamindari. Sus tierras de Baitar, en el distrito de Rudhia, de las que probablemente obtenía los dos tercios de sus ingresos, si la ley entraba en vigor, pasarían a manos del estado de Purva Pradesh. No recibiría una gran compensación. Los arrendatarios tendrían derecho a comprar la tierra que trabajaban, y hasta que lo hicieran sus rentas ya no irían a parar a las arcas del nawab sahib, sino directamente a las del Departamento de Finanzas del Gobierno del Estado. Mahesh Kapoor sin embargo creía que estaba haciendo lo correcto. Aunque su distrito electoral fuera urbano, había vivido lo suficiente en su propia granja, en el distrito de Rudhia, para ver la pauperización que el sistema zamindari había generado en la zona rural a su alrededor. Con sus propios ojos había visto la falta de productividad y las consiguientes hambrunas, la ausencia de inversión en la mejora de la tierra y las peores formas de arrogancia y servilismo feudal, la arbitraria opresión de los débiles y de los pobres por parte de los sicarios y matones de los terratenientes. Si el estilo de vida de unos pocos hombres, como el nawab sahib, tenía que ser sacrificado por el bien de millones de agricultores, era un coste que había que soportar. Tras lavarse las manos, Mahesh Kapoor se las secó meticulosamente, dejó una nota para el Jefe de la Asesoría Jurídica y se dirigió al Edificio Legislativo.

Cap. 5.09 - The Other Minister

Cap. 5.9 – The Other Minister Though it had been less than five minutes since he had sent off the peon to fetch his Parliamentary Secretary, Mahesh Kapoor was waiting in the Legal Remembrancer’s Office with great impatience. He was alone, as he had sent the regular occupants of the office scurrying about to get various papers and law-books. ‘Ah, Huzoor has brought his presence to the Secretariat at last!’ he said when he saw Abdus Salaam. Abdus Salaam did a respectful—or was it ironical?—adaab, and asked what he could do. ‘I’ll come to that in a moment. The question is what you’ve done already.’ ‘Already?’ Abdus Salaam was nonplussed. ‘This morning. On the floor of the House. Making a kabab out of our honourable Home Minister.’ ‘I only asked—’ ‘I know what you only asked, Salaam,’ said his Minister with a smile. ‘I’m asking you why you asked it.’ ‘I was wondering why the police—’ ‘My good fool,’ said Mahesh Kapoor fondly, ‘don’t you realize that Lakshmi Narayan Agarwal thinks I put you up to it?’ ‘You?’ ‘Yes, me!’ Mahesh Kapoor was in good humour, thinking of this morning’s proceedings and his rival’s extreme discomfiture. ‘It’s exactly the kind of thing he would do—so he imagines the same of me. Tell me’—he went on—‘did he go to the canteen for lunch?’ ‘Oh, yes.’ ‘And was the Chief Minister there? What did he have to say?’ ‘No, Sharma Sahib was not there.’ The image of S.S. Sharma eating lunch seated traditionally on the floor at home, his upper body bare except for his sacred thread, passed before Mahesh Kapoor’s eyes. ‘No, I suppose not,’ he said with some regret. ‘So, how did he appear?’ ‘You mean Agarwal Sahib? Quite well, I think. Quite composed.’ ‘Uff! You are a useless informant,’ said Mahesh Kapoor impatiently. ‘Anyway, I’ve been thinking a little about this. You had better mind what you say or you’ll make things difficult for both Agarwal and myself. At least restrain yourself until the Zamindari Bill has passed. Everyone needs everyone’s cooperation on that.’ ‘All right, Minister Sahib.’ ‘Speaking of which, why have these people not returned yet?’ asked Mahesh Kapoor, looking around the Legal Remembrancer’s Office. ‘I sent them out an hour ago.’ This was not quite true. ‘Everyone is always late and no one values time in this country. That’s our main problem. . . . Yes, what is it? Come in, come in,’ he continued, hearing a light knock at the door. It was a peon with his lunch, which he usually ate quite late. Opening his tiffin-carrier, Mahesh Kapoor spared half a moment’s thought for his wife, who, despite her own ailments, took such pains on his behalf. April in Brahmpur was almost unbearable for her because of her allergy to neem blossoms, and the problem had become increasingly acute over the years. Sometimes, when the neem trees were in flower, she was reduced to a breathlessness that superficially resembled Pran’s asthma. She was also very upset these days by her younger son’s affair with Saeeda Bai. So far, Mahesh Kapoor himself had not taken the matter as seriously as he would have had he realized the extent of Maan’s infatuation. He was far too busy with matters that affected the lives of millions to have much time to go into the more irksome regions of his own family life. Maan would have to be brought to heel sooner or later, he thought, but for the moment he had other work to attend to. ‘Have some of this: I suppose I’ve dragged you away from your lunch,’ said Mahesh Kapoor to his Parliamentary Secretary. ‘No, thank you, Minister Sahib, I’d finished when you sent for me. So do you think that everything is going well with the bill?’ ‘Yes, basically—at least on the floor, wouldn’t you say? Now that it has come back from the Legislative Council with only a few minor changes, it shouldn’t be difficult to get it repassed in its amended form by the Legislative Assembly. Of course, nothing is certain.’ Mahesh Kapoor looked into his tiffin-carrier. After a while he went on: ‘Ah, good, cauliflower pickle. . . . What really concerns me is what is going to happen to the bill later, assuming that it passes.’ ‘Well, legal challenges should not be much of a problem,’ said Abdus Salaam. ‘It’s been well drafted, and I think it should pass muster.’ ‘You think so, do you, Salaam? What did you think about the Bihar Zamindari Act being struck down by the Patna High Court?’ demanded Mahesh Kapoor. ‘I think people are more worried than they need to be, Minister Sahib. As you know, the Brahmpur High Court does not have to follow the Patna High Court. It is only bound by the judgements of the Supreme Court in Delhi.’ ‘That may be true in theory,’ said Mahesh Kapoor, frowning. ‘In practice, previous judgements set psychological precedents. We have got to find a way, even at this late stage in the passage of the bill, of amending it so that it will be less vulnerable to legal challenge—especially on this question of equal protection.’ There was a pause for a while. The Minister had high regard for his scholarly young colleague, but did not hold out much hope that he would come up with something brilliant at short notice. But he respected his experience in this particular area and knew that his brains were the best that he could pick. ‘Something occurred to me a few days ago,’ said Abdus Salaam after a minute. ‘Let me think about it further, Minister Sahib. I might have a helpful idea or two.’ The Revenue Minister looked at his Parliamentary Secretary with what might almost have been an amused expression, and said: ‘Give me a draft of your ideas by tonight.’ ‘By tonight?’ Abdus Salaam looked astonished. ‘Yes,’ said Mahesh Kapoor. ‘The bill is going through its second reading. If anything is to be done, it must be done now.’ ‘Well,’ said Abdus Salaam with a dazed look on his face, ‘I had better go off to the library at once.’ At the door he turned around and said, ‘Perhaps you could ask the Legal Remembrancer to send me a couple of people from his drafting cell later this afternoon. But won’t you need me on the floor this afternoon while the bill is being discussed?’ ‘No, this is far more important,’ replied the Minister, getting up to wash his hands. ‘Besides, I think you’ve caused enough mischief for one day on the floor of the House.’ As he washed his hands, Mahesh Kapoor thought about his old friend, the Nawab of Baitar. He would be one of those most deeply affected by the passage of the Zamindari Abolition Bill. His lands around Baitar in Rudhia District, from which he probably derived two-thirds of his income, would, if the act went into effect, be vested in the state of Purva Pradesh. He would not receive much compensation. The tenants would have the right to purchase the land they tilled, and until they did so their rents would go not into the coffers of the Nawab Sahib but directly into those of the Revenue Department of the State Government. Mahesh Kapoor believed, however, that he was doing the right thing. Although his was an urban constituency, he had lived on his own farm in Rudhia District long enough to see the immiserating effects of the zamindari system on the countryside all around him. With his own eyes he had seen the lack of productivity and the consequent hunger, the absence of investment in land improvement, the worst forms of feudal arrogance and subservience, the arbitrary oppression of the weak and the miserable by the agents and musclemen of the typical landlord. If the lifestyle of a few good men like the Nawab Sahib had to be sacrificed for the greater good of millions of tenant farmers, it was a cost that had to be borne. Having washed his hands, Mahesh Kapoor dried them carefully, left a note for the Legal Remembrancer, and walked over to the Legislative Building.

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