Sedas y saris
Lectura por entregas
del libro de Vikram Seth
"Un buen Partido"
Cap. 2.10 - El anciano sirviente
Cap. 2.10 Ya era tarde cuando Maan volvió a casa de sus amigos –a la Casa Baitar que se mantenía en pie a duras penas– y como hasta la madrugada estuvo charlando con Firoz e Imtiaz se quedó a pasar la noche. Imtiaz recibió una llamada y salió de casa muy temprano, bostezando y maldiciendo su profesión. Firoz tenía trabajo urgente que hacer con un cliente, fue a la sección de la enorme biblioteca de su padre que le servía de despacho, permaneció encerrado allí un par de horas y salió silbando a tiempo para un desayuno tardío. Maan, que había aplazado su desayuno hasta que Firoz pudiera tomarlo con él, estaba todavía sentado en el dormitorio de invitados, echándole un vistazo al Brahmpur Chronicle y bostezando. Tenía un poco de resaca. Un viejo criado de la familia del nawab sahib apareció ante él y, tras mostrarle sus respetos y saludarle, anunció que el joven sahib —el Choote sahib— bajaría a desayunar inmediatamente. ¿Le importaría a Maan sahib ir al piso de abajo? Todo esto fue dicho en comedido y solemne urdu. Maan asintió. Tras aproximadamente medio minuto se dio cuenta de que el viejo sirviente seguía de pie a poca distancia de él y le miraba expectante. Maan le miró inquisitivamente. —¿Necesita algo más? —preguntó el sirviente, quien –observó Maan– parecía tener al menos setenta años, pero todavía bastante activo. Tendrá que estar en forma, pensó Maan, para salvar las escaleras de la casa del nawab sahib varias veces al día. Maan se preguntó por qué nunca le había visto antes. —No —dijo Maan—, puedes irte. Bajaré enseguida. —A continuación, mientras el anciano se llevaba las dos manos a la frente en un cortés saludo y se volvía para irse, Maan dijo—: Em, espera... El anciano dio media vuelta y aguardó a oír lo que Maan tenía que decirle. —Debes de llevar muchos años con el nawab sahib —dijo Maan. —Sí, Huzoor, así es. Soy un antiguo servidor de la familia. Pasé casi toda mi vida en el Fuerte Baitar, pero ahora, a mi edad, al nawab sahib le ha parecido más conveniente traerme aquí. Maan sonrió al ver con qué timidez y callado orgullo el hombre se refería a sí mismo con las mismísimas palabras —purana khidmatgar— que Maan había utilizado para calificarle. Viendo que Maan no decía nada, el anciano prosiguió. —Entré a su servicio cuando tenía, creo, diez años. Yo vengo de Raipur, el pueblo del nawab sahib, en el estado de Baitar. En aquellos días ganaba una rupia al mes, y era más que suficiente para mis necesidades. Después de la guerra, Huzoor, los precios han subido tanto que muchas veces con ese salario la gente tiene dificultades en llegar a fin de mes. Y ahora, con la Partición, y todos los problemas que conlleva, y con el hermano del nawab sahib en Pakistán y todas esas leyes amenazando la propiedad, las cosas son inciertas, muy —hizo una pausa para encontrar la palabra justa, pero al final repitió la misma—, muy inciertas. Maan sacudió la cabeza con la esperanza de que se le despejara y dijo: —¿Hay alguna aspirina? El anciano pareció complacido de poder serle de utilidad y dijo: —Sí, creo que sí, Huzoor. Iré y le traeré una. —Estupendo —dijo Maan—. No, no me la traigas —añadió, tras ocurrírsele que no quería hacer trabajar al anciano—. Deja un par de tabletas cerca de mi plato cuando baje a desayunar. Ah, por cierto —prosiguió, mientras visualizaba las dos pequeñas tabletas en su plato—, ¿por qué se le llama Choote sahib a Firoz, cuando él e Imtiaz nacieron al mismo tiempo? El anciano miró por la ventana, más allá de la cual se distinguía el magnolio plantado un par de días después del nacimiento de los gemelos. Tosió durante un segundo y dijo: —Choote sahib, es decir Firoz sahib, nació siete minutos después que Burré sahib. —Ah —dijo Maan. —Por eso parece más delicado y menos robusto que Burre sahib. Maan quedó en silencio, ponderando su teoría fisiológica. —Posee los hermosos rasgos de su madre —dijo el anciano, y a continuación hizo una pausa, como si hubiera hablado de más. Maan recordó que la begum sahib —la mujer del nawab de Baitar y la madre de una hija y de los gemelos— había mantenido un estricto purdah a lo largo de toda su vida. Se preguntó cómo era posible que un sirviente masculino conociera sus rasgos, pero pudo percibir el embarazo del anciano y no preguntó más. Posiblemente por alguna fotografía, o, mucho más verosímil aún, debido a alguna conversación entre los sirvientes, pensó. —O eso es lo que dicen —añadió el anciano. A continuación hizo una pausa y dijo—: Era una mujer muy buena, descanse en paz. Fue buena con todos nosotros. Tenía una voluntad muy fuerte. Maan estaba intrigado por las vacilantes pero vehementes incursiones del anciano en la historia de la familia a la cual había consagrado su vida. Pero —a pesar de su dolor de cabeza— se sentía muy hambriento, y decidió que no era hora de seguir hablando. De manera que dijo: —Dile a Choote sahib que bajaré ya, bueno, dentro de siete minutos. Si el viejo quedó sorprendido por la desacostumbrada exactitud de Maan, no lo demostró. Asintió y se dispuso a marcharse. —¿Cómo te llaman? —preguntó Maan. —Ghulam Rusool, Huzoor —dijo el anciano sirviente. Maan asintió y el anciano se marchó.
Cap. 2.10 - The Old Servant
Cap. 2.10 Returning later to the sadly ill-maintained mansion of Baitar House, Maan chatted till late with Firoz and Imtiaz, and then stayed overnight. Imtiaz went out very early on a call, yawning and cursing his profession. Firoz had some urgent work with a client, went into the section of his father’s vast library that served as his chambers, remained closeted in there for a couple of hours, and emerged whistling in time for a late breakfast. Maan, who had deferred having breakfast until Firoz could eat with him, was still sitting in his guest bedroom, looking over the Brahmpur Chronicle, and yawning. He had a slight hangover. An ancient retainer of the Nawab Sahib’s family appeared before him and, after making his obeisance and salutation, announced that the younger Sahib—Chhoté Sahib—would be coming for breakfast immediately, and would Maan Sahib be pleased to go downstairs? All this was pronounced in stately and measured Urdu. Maan nodded. After about half a minute he noticed that the old servant was still standing a little distance away and gazing expectantly at him. Maan looked at him quizzically. ‘Any other command?’ asked the servant, who—Maan noticed—looked at least seventy years old, but quite spry. He would have to be fit, thought Maan, in order to negotiate the stairs of the Nawab Sahib’s house several times a day. Maan wondered why he had never seen him before. ‘No,’ said Maan. ‘You can go. I’ll be down shortly.’ Then, as the old man raised his cupped palm to his forehead in polite salutation and turned to leave, Maan said, ‘Er, wait. . . .’ The old man turned around and waited to hear what Maan had to say. ‘You must have been with the Nawab Sahib for many years,’ said Maan. ‘Yes, Huzoor, that I have. I am an old servitor of the family. Most of my life I have worked at Baitar Fort, but now in my old age it has pleased him to bring me here.’ Maan smiled to see how unselfconsciously and with what quiet pride the old man referred to himself in the very words—‘purana khidmatgar’—that Maan had used mentally to classify him. Seeing Maan silent, the old man went on. ‘I entered service when I was, I think, ten years old. I came from the Nawab Sahib’s village of Raipur on the Baitar Estate. In those days I would get a rupee a month, and it was more than sufficient for my needs. This war, Huzoor, has raised the price of things so much that with many times such a salary people find the going difficult. And now with Partition—and all its troubles, and with the Nawab Sahib’s brother going to Pakistan and all these laws threatening the property—things are uncertain, very’—he paused to find another word, but in the end merely repeated himself—‘very uncertain.’ Maan shook his head in the hope of clearing it and said, ‘Is there any aspirin available here?’ The old man looked pleased that he could be of some use, and said, ‘Yes, I believe so, Huzoor. I will go and get some for you.’ ‘Excellent,’ said Maan. ‘No, don’t get it for me,’ he added, having second thoughts about making the old man exert himself. ‘Just leave a couple of tablets near my plate when I come downstairs for breakfast. Oh, by the way,’ he went on, as he visualized the two small tablets at the side of his plate, ‘why is Firoz called Chhoté Sahib, when he and Imtiaz were born at the same time?’ The old man looked out of the window at the spreading magnolia tree which had been planted a few days after the twins had been born. He coughed for a second, and said, ‘Chhoté Sahib, that is Firoz Sahib, was born seven minutes after Burré Sahib.’ ‘Ah,’ said Maan. ‘That is why he looks more delicate, less robust, than Burré Sahib.’ Maan was silent, pondering this physiological theory. ‘He has his mother’s fine features,’ said the old man, then stopped, as if he had transgressed some limit of explanation. Maan recalled that the Begum Sahiba—the Nawab of Baitar’s wife and the mother of his daughter and twin sons—had maintained strict purdah throughout her life. He wondered how a male servant could have known what she looked like, but could sense the old man’s embarrassment and did not ask. Possibly a photograph, much more likely discussion among the servants, he thought. ‘Or so they say,’ added the old man. Then he paused, and said, ‘She was a very good woman, rest her soul. She was good to us all. She had a strong will.’ Maan was intrigued by the old man’s hesitant but eager incursions into the history of the family to which he had given his life. But he was—despite his headache—quite hungry now, and decided that this was not the time to talk. So he said, ‘Tell Chhoté Sahib I will be down in, well, in seven minutes.’ If the old man was puzzled by Maan’s unusual sense of timing, he did not show it. He nodded and was about to go. ‘What do they call you?’ asked Maan. ‘Ghulam Rusool, Huzoor,’ said the old servant. Maan nodded and he left.
Cap. 2.9 - El mercado del calzado
Cap. 2.9 Ya había anochecido para cuando Maan volvió a la bulliciosa ciudad, de nuevo indeciso por si debía probar suerte en casa de Saeeda Bai. En unos minutos llegaría a Misri Mandi. Era domingo, pero allí no era festivo. El mercado del calzado estaba lleno de actividad, luz y ruido: la tienda de Kedarnath Tandon estaba abierta, como todas las otras en el pasaje comercial —conocido como el Mercado del Calzado de Brahmpur—, situado justo enfrente de la calle principal. Los llamados “cesteros” corrían apresuradamente de una tienda a otra con las cestas de zapatos en la cabeza, ofreciendo sus mercancías a los mayoristas: zapatos que ellos y sus familias habían hecho durante el día y que tenían que vender a fin de comprar comida, cuero y el resto de materiales para el día siguiente. Estos artesanos, principalmente miembros de la casta “intocable” jatav, y también unos cuantos musulmanes de casta inferior, un gran número de los que habían permanecido en Brahmpur tras la Partición, estaban escuálidos e iban mal vestidos, y muchos de ellos parecían desesperados. Las tiendas estaban más o menos a un metro por encima del suelo, para que pudieran depositar sus cestos en el borde cubierto de tela de la tienda, a fin de que los examinara el posible comprador. Podía ocurrir, por ejemplo, que Kedarnath sacara un par de zapatos de un cesto sometido a su inspección. Si rechazaba el cesto, el vendedor tendría que correr al siguiente mayorista, o a otro pasaje. También podía ocurrir que Kedarnath ofreciera un precio muy bajo, que el artesano podía aceptar o no. Y también que Kedarnath dosificara sus fondos ofreciendo al zapatero el mismo precio pero solo una parte en efectivo, y el resto mediante un pagaré, vale o “chit”, que sería aceptado por un tratante de descuentos o un vendedor de materia prima. Corno los cesteros tenían que comprar el material necesario para trabajar al día siguiente, se veían realmente obligados a no tardar demasiado a la hora de vender, aunque fuera en condiciones desfavorables. Maan no comprendía el sistema, el gran volumen de ventas dependía de una efectiva red de créditos en las que los chits lo eran todo y los bancos apenas jugaban ningún papel. Tampoco es que quisiera entenderlo; el negocio textil de Benarés dependía de unas estructuras financieras totalmente diferentes. Simplemente se había dejado caer por allí para hacer una visita, tomar una taza de té y tener la oportunidad de ver a su sobrino. Bhaskar, que iba vestido con una kurta blanca, al igual que su padre, estaba sentado descalzo sobre una tela blanca extendida en el suelo de la tienda. Kedarnath ocasionalmente se giraba hacia él y le pedía que efectuara algún cálculo, en ocasiones para mantener al muchacho entretenido y en otras porque resultaba una auténtica ayuda. Bhaskar encontraba la tienda muy emocionante: el placer de calcular las tasas de descuento o las tasas postales para pedidos lejanos, y las fascinantes relaciones geométricas y aritméticas de las cajas de zapatos apiladas. Retrasaba la hora de irse a la cama todo lo que podía a fin de permanecer con su padre, y a menudo Veena tenía que enviar recado para que volviera a casa. —¿Qué tal está la rana? —preguntó Maan, agarrando la nariz de Bhaskar—. ¿Está despierta? Hoy va muy elegante. —Deberías haberle visto ayer por la mañana —dijo Kedarnath—. Sólo se le veían los ojos. La cara de Bhaskar se iluminó. —¿Qué me has traído? —le preguntó a Maan—. Tú eras el que estaba durmiendo. Tienes que pagar una penalización. —Hijo... —comenzó a decir su padre. —Nada —dijo Maan gravemente, soltándole la nariz y juntando las manos sobre la boca—. Pero dime..., ¿qué quieres? ¡Rápido! Bhaskar arrugó la frente mientras pensaba. Dos hombres pasaron caminando, hablando de la inminente huelga de los cesteros. Una radio sonó con estrépito. Un policía gritó. El chico de la tienda trajo dos vasos de té del mercado, y tras soplar en la superficie durante un minuto, Maan comenzó a beber. —¿Todo va bien? —le preguntó a Kedarnath—. Esta tarde no pudimos hablar mucho. Kedarnath se encogió de hombros, a continuación asintió. —Todo va bien. Pero tú pareces preocupado. —¿Preocupado? ¿Yo? Oh, no, no... —protestó Maan—. Pero ¿qué es eso que acabo de oír de una huelga de cesteros? —Bueno... —dijo Kedarnath. Se imaginaba los estragos que causaría esa huelga, y no quería tocar el tema. Se pasó la mano por el pelo ya grisáceo en un gesto de angustia y cerró los ojos. —Todavía estoy pensando —dijo Bhaskar. —Ésa es una buena costumbre —dijo Maan—. Bueno, ya me comunicarás tu decisión la próxima vez, o envíame una postal. —Muy bien —dijo Bhaskar con la más imperceptible de las sonrisas. —Pues hasta pronto. —Adiós, Maan Maama..., ah, ¿sabías que si tienes un triángulo como éste, y dibujas dos cuadrados en los lados así, y después le añades otros dos cuadrados, obtienes otro cuadrado? —gesticuló Bhaskar—. Invariablemente —añadió. —Sí, lo sabía. —Rana presuntuosa, pensó Maan. Bhaskar parecía decepcionado, y a continuación se animó. —¿Te digo por qué? —le preguntó a Maan. —Hoy no. Tengo que irme. ¿Quieres una suma de despedida? Bhaskar estuvo tentado de decir: “Hoy no”, pero cambió de opinión. —Sí —dijo. —¿Cuántos son 256 por 512? —preguntó Maan, que lo había calculado de antemano. —Eso es demasiado fácil —dijo Bhaskar—. Pregúntame otra. —Bueno, ¿cuál es la respuesta, entonces? —Ciento treinta y un mil setenta y dos. —Hummm. ¿Cuántos son 400 por 400? Bhaskar volvió la cara, ofendido. —Muy bien, muy bien —dijo Maan—. ¿Cuántas son 789 por 987? —Setecientas setenta y ocho mil setecientos cuarenta y tres —dijo Bhaskar tras una pausa de unos segundos. —Aceptaré tu palabra —dijo Maan. De pronto le había asaltado el pensamiento de que quizá era mejor no arriesgarse con Saeeda Bai, que tenía fama de temperamental. —¿No vas a comprobarlo? —preguntó Bhaskar. —No, genio, he de marcharme. —Revolvió el pelo de su sobrino, saludó con la cabeza a su cuñado y salió a la calle principal de Misri Mandi. Allí paró un tonga para volver a casa. Por el camino volvió a cambiar de opinión y se fue derecho a casa de Saeeda Bai. El vigilante de turbante caqui que había en la entrada le miró de arriba abajo durante unos segundos, y le dijo que Saeeda Bai no estaba en casa. Maan pensó en escribirle una nota, pero se enfrentó con un problema. ¿En qué idioma debía escribirle? Seguramente Saeeda Bai no leería en inglés, y casi seguro que tampoco en hindi, y Maan no sabia escribir en urdu. Le dio al guardián una rupia de propina y le dijo: —Por favor, dígale que he venido a presentarle mis respetos. El vigilante se llevó la mano derecha al turbante en un saludo y dijo: —¿Y el nombre del sahib? Maan estaba a punto de dar su nombre cuando se lo pensó mejor. —Dile que soy el que vive en el amor —dijo. Era un horrible juego de palabras en torno al nombre de Prem Nivas, “la morada del amor”. El guardián asintió impasible. Maan observó la pequeña casa, de dos plantas de color rosa. Dentro había encendidas algunas luces, pero eso no significaba nada. Con el corazón encogido y un profundo sentimiento de frustración dio media vuelta y caminó en dirección a su casa. Pero entonces hizo lo que solía hacer cuando estaba decaído o no tenía mejor ocupación: buscar la compañía de sus amigos. Le dijo al conductor del tonga que le llevara a la casa del nawab sahib de Baitar. Al averiguar que Firoz e Imtiaz estarían fuera hasta tarde, decidió visitar a Pran. A Pran no le había hecho mucha gracia la zambullida de la ballena, y Maan pensó que debía calmarle. Su hermano le parecía un buen tipo, pero hombre de afectos tibios y nada borrascosos. Con cierta alegría, pensó que Pran no debía saber como era sentirse tan enamorado ni tan desgraciado como él.
Cap. 2.9 - The Shoe Mart
Cap. 2.9 It was dark by the time Maan walked back into the crowded town, uncertain once again about whether he should try his luck at Saeeda Bai’s. He was in Misri Mandi in a few minutes. It was a Sunday, but not a holiday here. The shoe market was full of bustle, light and noise: Kedarnath Tandon’s shop was open, as were all the other shops in the arcade—known as the Brahmpur Shoe Mart—that was located just off the main street. The so-called basket-wallahs ran hastily from shop to shop with baskets on their heads, offering their wares to the wholesalers: shoes that they and their families had made during the day and that they would have to sell in order to buy food as well as leather and other materials for their next day’s work. These shoemakers, mainly members of the ‘untouchable’ jatav caste or a few lower-caste Muslims, a large number of whom had remained in Brahmpur after Partition, were gaunt and poorly clad, and many of them looked desperate. The shops were elevated three feet or so above street level to enable them to place their baskets at the edge of the cloth-covered floor for examination by a possible buyer. Kedarnath, for instance, might take a pair of shoes out of a basket submitted for his inspection. If he rejected the basket, the seller would have to run to the next wholesaler—or to one in another arcade. Or Kedarnath might offer a lower price, which the shoemaker might or might not accept. Or Kedarnath might husband his funds by offering the shoemaker the same price but less cash, making up the remainder with a credit note or ‘chit’ that would be accepted by a discount agent or a seller of raw materials. Even after the shoes were sold, the material for the next day remained to be bought, and the basket-wallahs were virtually forced to sell to someone not too late in the evening, even on unfavourable terms. Maan did not understand the system, the large turnover of which depended on an effective network of credit in which chits were everything and banks played almost no role. Not that he wanted to understand it; the cloth business in Banaras was dependent on different financial structures. He had merely dropped in for a social chat, a cup of tea, and a chance to meet his nephew. Bhaskar, who was dressed in a white kurta-pyjama like his father, was sitting barefoot on the white cloth spread out on the floor of the shop. Kedarnath would occasionally turn to him and ask him to calculate something—sometimes to keep the boy entertained, sometimes because he was of real help. Bhaskar found the shop very exciting—what with the pleasure of working out discount rates or postal rates for distant orders, and the intriguing geometrical and arithmetical relationships of the stacked shoeboxes. He would delay going to bed as long as possible in order to remain with his father, and Veena sometimes had to send word more than once that he should come home. ‘How’s the frog?’ asked Maan, holding Bhaskar’s nose. ‘Is he awake? He’s looking very neat today.’ ‘You should have seen him yesterday morning,’ said Kedarnath. ‘You could only see his eyes.’ Bhaskar’s face lit up. ‘What have you brought me?’ he asked Maan. ‘You were the one who was sleeping. You have to pay me a forfeit.’ ‘Son—’ began his father reprovingly. ‘Nothing,’ said Maan gravely, releasing his nose and clapping his hand over his mouth. ‘But tell me—what do you want? Quickly!’ Bhaskar furrowed his forehead in thought. Two men walked past, talking about the impending strike by the basket-wallahs. A radio blared. A policeman shouted. The shop boy brought in two glasses of tea from the market and, after blowing on the surface for a minute, Maan began drinking. ‘Is everything going well?’ he asked Kedarnath. ‘We didn’t get much chance to talk this afternoon.’ Kedarnath shrugged, then nodded. ‘Everything’s fine. But you look preoccupied.’ ‘Preoccupied? Me? Oh, no, no—’ Maan protested. ‘But what’s this I hear about the basket-wallahs threatening to go on strike?’ ‘Well—’ said Kedarnath. He could imagine the havoc that the threatened strike would spell, and didn’t want to get on to the subject. He passed his hand through his greying hair in an anxious gesture and closed his eyes. ‘I’m still thinking,’ said Bhaskar. ‘That’s a good habit,’ said Maan. ‘Well, tell me your decision next time—or send me a postcard.’ ‘All right,’ said Bhaskar, with the faintest of smiles. ‘Bye, now.’ ‘Bye, Maan Maama . . . oh, did you know that if you have a triangle like this, and if you draw squares on the sides like this, and then add up these two squares you get that square,’ Bhaskar gesticulated. ‘Every time,’ he added. ‘Yes, I do know that.’ Smug frog, thought Maan. Bhaskar looked disappointed, then cheered up. ‘Shall I tell you why?’ he asked Maan. ‘Not today. I have to go. Do you want a goodbye sum?’ Bhaskar was tempted to say, ‘Not today,’ but changed his mind. ‘Yes,’ he said. ‘What is 256 times 512?’ asked Maan, who had worked this out beforehand. ‘That’s too easy,’ said Bhaskar. ‘Ask me another one.’ ‘Well, what’s the answer, then?’ ‘One lakh, thirty-one thousand and seventy-two.’ ‘Hmm. What’s 400 times 400?’ Bhaskar turned away, hurt. ‘All right, all right,’ said Maan. ‘What’s 789 times 987?’ ‘Seven lakhs, seventy-eight thousand, seven hundred and forty-three,’ said Bhaskar after a pause of a few seconds. ‘I’ll take your word for it,’ said Maan. The thought had suddenly entered his mind that perhaps he had better not risk his luck with Saeeda Bai, who was so notoriously temperamental. ‘Aren’t you going to check?’ asked Bhaskar. ‘No, genius, I have to be off.’ He tousled his nephew’s hair, gave his brother-in-law a nod, and walked out on to the main street of Misri Mandi. There he hailed a tonga to go back home. On the way he changed his mind yet again and went straight to Saeeda Bai’s instead. The khaki-turbaned watchman at the entrance appraised him for a moment and told him that Saeeda Bai was not in. Maan thought of writing her a note, but was faced with a problem. Which language should he write it in? Saeeda Bai would certainly not be able to read English and would almost certainly not be able to read Hindi, and Maan could not write Urdu. He tipped the watchman a rupee and said, ‘Please inform her that I came to pay my respects.’ The watchman raised his right hand to his turban in a salute, and said: ‘And Sahib’s name?’ Maan was about to give his name when he thought of something better. ‘Tell her that I am one who lives in love,’ he said. This was an atrocious pun on Prem Nivas. The watchman nodded impassively. Maan looked at the small, two-storeyed, rose-coloured house. Some lights were on inside, but that might not mean anything. With a sinking heart and a sense of deep frustration he turned away and walked in the general direction of home. But then he did what he usually did when he was feeling low or at a loose end—he sought out the company of friends. He told the tonga-wallah to take him to the house of the Nawab Sahib of Baitar. Upon finding that Firoz and Imtiaz were out till late, he decided to pay a visit to Pran. Pran hadn’t been pleased about the ducking of the whale, and Maan felt he should smooth his ruffled feathers. His brother struck him as being a decent fellow, but a man of tepid, unboisterous affections. Maan thought cheerfully that Pran just did not have it in him to be as love-struck and miserable as he was.
Cap. 2.8 - Un paseo al anochecer
Cap. 2.8 Era de noche cuando Maan llegó al Barsaat Mahal, y los jardines ya no estaban muy concurridos. Cruzó bajo la bóveda de entrada en el muro del primer recinto y recorrió el jardín exterior, una especie de parque que en su mayor parte estaba cubierto de hierba seca y arbustos. Unos pocos antílopes pacían bajo un gran neem, y saltaron con desgana en cuanto él se acercó. El muro interior era más bajo, la bóveda de entrada menos imponente, más delicada. Con versos del Corán en piedra negra y formas geométricas en piedras de colores incrustadas en la fachada de mármol. Al igual que el muro exterior, el interior formaba los tres lados de un rectángulo. El cuarto era común a ambos: una caída a pico desde una plataforma de piedra —protegida sólo por una balaustrada— a las aguas del Ganges. Entre la entrada interior y el río se encontraba el famoso jardín y el pequeño pero exquisito palacio. El jardín, en sí mismo, era un triunfo tanto por la geometría como por la jardinería. De hecho, era harto improbable que las flores que había plantadas —aparte del jazmín y la rosa hindú, de color rojo oscuro e intenso aroma— fueran las mismas que para las que se planeó hacía más de dos siglos. Las pocas flores que quedaban parecían consumidas por el calor. Pero el césped bien cuidado y regado y los enormes y umbrosos neems dispersos simétricamente por los jardines, y las estrechas franjas de arenisca que dividían los arriates y céspedes en octógonos y cuadrados, proporcionaban una isla de calma en la atestada ciudad. Lo más hermoso de todo era el pequeño pero perfecto palacio de recreo de los nawabs de Brahmpur, emplazado en el centro exacto del jardín interior, un joyero de filigrana en mármol blanco, cuyo espíritu mezclaba por igual la disipación extravagante y la moderación arquitectónica. En tiempos de los nawabs, los pavos reales solían vagar por los jardines, y en ocasiones sus chillonas voces competirían con los entretenimientos musicales ofrecidos a aquellos recostados y decadentes príncipes: una danza ejecutada por las bailarinas, una representación más seria de khayal a cargo de un músico de la corte, una contienda poética, un nuevo gazal del poeta Mast. Al pensar en Mast, la mente de Maan voló a la maravillosa velada de la noche pasada. Los diáfanos versos del gazal, las suaves líneas de la cara de Saeeda Bai, sus bromas, que ahora le parecían alegres y tiernas, la manera en que se colocaba el sari por encima de la cabeza cuando éste amenazaba con resbalársele, las atenciones especiales que le había otorgado, detalles que evocó mientras caminaba a lo largo del pretil con pensamientos muy alejados del suicidio. La brisa del río era agradable, y Maan comenzó a sentirse animado por los acontecimientos. Se había estado preguntado si debía pasar por casa de Saeeda Bai aquella noche, y de pronto se sintió optimista. Un enorme cielo rojo cubría el Ganges como si fuera un bol en llamas. En la orilla opuesta, la arena parecía no tener fin. Mientras miraba el río le vino a la mente un comentario que le había oído a la madre de su prometida. Una mujer piadosa que estaba convencida de que en el festival de Ganga Dusshera, el obediente río comenzaría a crecer de nuevo y en ese día en concreto, cubriría los escalones a lo largo de los ghats de su nativo Benarés. Maan comenzó a pensar en su prometida y en su familia, y se deprimió por el compromiso, tal y como le ocurría siempre que pensaba en ello. Su padre lo había arreglado, como había amenazado hacer; Maan, siguiendo el camino de la menor resistencia, había consentido; y ahora era un hecho que amenazaba su vida. Más pronto o más tarde tendría que acabar casándose. Maan no sentía ningún afecto por ella —apenas se habían visto excepto en la compañía de sus respectivas familias— y además la verdad es que no quería pensar en ella. Se sentía mucho más feliz pensando en Samia, que ahora estaba en Pakistán con su familia, pero que quería regresar a Brahmpur sólo para visitar a Maan, o en Sarla, la hija del anterior inspector general de Policía, o en cualquier otra de sus anteriores pasiones. Una llama posterior, por muy brillante que ardiera, no extinguía la anterior en el corazón de Maan. Seguía sintiendo repentinos estallidos de afecto y bienestar cuando pensaba en cualquiera de ellas.
Cap. 2.8 - A walk at twilight
Cap. 2.8 It was evening by the time Maan got to the Barsaat Mahal, and the grounds were not crowded. He walked through the arched entrance in the boundary wall, and passed through the outer grounds, a sort of park which was for the most part covered with dry grass and bushes. A few antelope browsed under a large neem tree, bounding lazily away as he approached. The inner wall was lower, the arched entranceway less imposing, more delicate. Verses from the Quran in black stone and bold geometrical patterns in coloured stone were embedded in its marble facade. Like the outer wall, the inner wall ran along three sides of a rectangle. The fourth side was common to both: a sheer drop from a stone platform—protected only by a balustrade—to the waters of the Ganga below. Between the inner entrance and the river was the celebrated garden and the small but exquisite palace. The garden itself was a triumph as much of geometry as of horticulture. It was unlikely in fact that the flowers with which it was now planted—other than jasmine and the dark-red, deep-scented Indian rose—were the same as those for which it had been planned more than two centuries ago. What few flowers remained now looked exhausted from the daily heat. But the well-tended, well-watered lawns, the great, shady neem trees dispersed symmetrically about the grounds, and the narrow sandstone strips that divided the flower beds and lawns into octagons and squares provided an island of calm in a troubled and crowded town. Most beautiful of all was the small, perfectly shaped pleasure-palace of the Nawabs of Brahmpur, set in the exact centre of the inner gardens, a filigreed jewel box of white marble, its spirit compounded equally of extravagant dissipation and architectural restraint. In the days of the Nawabs, peacocks used to roam the grounds, and their raucous voices would on occasion compete with the musical entertainments laid on for those reclining and declining rulers: a performance by dancing girls, a more serious performance of khyaal by a court musician, a poetry competition, a new ghazal by the poet Mast. The thought of Mast brought the wonder of the previous evening back into Maan’s mind. The clear lines of the ghazal, the soft lines of Saeeda Bai’s face, her banter, which now seemed to Maan to be both lively and tender, the way she would pull her sari over her head as it threatened to slip off, the special attentions she had granted Maan, all these came back to him as he wandered up and down along the parapet with thoughts very far from suicide. The river breeze was pleasant, and Maan began to feel encouraged by events. He had been wondering whether to stop by Saeeda Bai’s house in the evening, and he felt suddenly optimistic. The great red sky covered the burnished Ganga like an inflamed bowl. On the far shore the sands stretched endlessly away. As he looked at the river he was struck by a remark he had heard from the mother of his fiancée. She, pious woman, was convinced that on the festival of Ganga Dussehra the obedient river would begin to rise again and would cover on that particular day one of the steps along the ghats of her native Banaras. Maan began to think about his fiancée and her family and became depressed about his engagement, as he usually did when he gave it any thought. His father had arranged it, as he had threatened to do; Maan, taking the path of least resistance, had gone along with it; and now it was an ominous fact of life. He would sooner or later have to get married to her. Maan felt no affection for her—they had hardly met each other except in the company of their families—and he did not really want to think about her. He was much happier thinking about Samia, who was now in Pakistan with her family but who wanted to return to Brahmpur just to visit Maan, or Sarla, the daughter of the former Inspector-General of Police, or any of his other earlier passions. A later flame, however brightly it burned, did not douse an earlier one in Maan’s heart. He continued to feel sudden throbs of warmth and goodwill at the thought of almost any of them.
Cap. 2.07 - Mi hermana mayor
Cap. 2.7 Veena era unos años mayor que Maan tenía el mismo tipo que su madre, bajita y un poco gordita. Cuando Maan apareció en la azotea hablaba levantando la voz, y su alegre cara tenía el ceño fruncido, aunque en cuanto vio a Maan resplandeció de alegría. Pero enseguida recordó algo y el ceño regresó. —De manera que has venido a disculparte. ¡Por fín! Ya era hora. Ayer todos nos enfadamos mucho contigo. ¿Qué clase de hermano eres, durmiendo horas y horas cuando sabes que teníamos que ir de visita a Prem Nivas? —Pensé que os quedaríais al recital... —dijo Maan. —Ya, ya —dijo Veena asintiendo con la cabeza—. Estoy segura de que pensaste todo eso mientras estabas frito. Y seguro que no tuvo nada que ver con el bhang, por ejemplo. Simplemente se te fue de la cabeza que teníamos que llevar a la madre de Kedarnath a casa antes de que empezara la música. Al menos Pran llegó pronto y pudimos estar en Prem Nivas con Savita, su suegra y Lata. —Oh, Pran, Pran, Pran... —dijo Maan exasperado—. Siempre el héroe y yo el malvado. —Eso no es cierto, no dramatices —dijo Veena, recordando a Maan cuando de niño intentaba disparar a la palomas con una catapulta en el jardín y afirmaba ser un arquero del Mahabbarata—. Lo que pasa es que no tienes sentido de la responsabilidad. —Por cierto,¿de qué estabaís discutiendo hace un momento? ¿Y dónde está Bhaskar? —preguntó Maan, recordando los idénticos comentarios de su padre e intentando cambiar de tema. —Está con los amigos, volando cometas. Sí, él también se enfadó. Quería despertarte. Tendrás que cenar con nosotros para compensarnos. —Ya..., uf... —dijo Maan indeciso, preguntándose si podría arriesgarse a dejar de ir la casa de Saeeda Bai por la noche. Tosió—. Pero ¿de qué estabais discutiendo? —No estábamos riñendo —le respondió el apacible Kedarnarth, con una sonrisa. Tenía treinta y tantos, pero el pelo ya empezaba a volverse gris. Era un hombre preocupado pero optimista, y, a diferencia de Maan, tenía un casi excesivo sentido de la responsabilidad, y las dificultades de tener que empezar desde cero en Brahmpur después de la Partición le habían envejecido prematuramente. Cuando no estaba de camino a algún lugar del sur de la India, tratando a los clientes, trabajaba hasta bien entrada la noche en su tienda de Misri Mandi. Allí era por las noches cuando se hacían los negocios, cuando los intermediarios como él compraban cestas de zapatos a los fabricantes. A cambio las tardes, las tenía bastante libres. —No, no reñíamos, en absoluto. Sólo discutíamos por el chaupar, eso es todo —dijo Veena apresuradamente, lanzando las conchas de cauri una vez más, contando el total, y moviendo las piezas sobre el tablero de tela en forma de cruz. —Ya, ya, estoy seguro de que reñíais —dijo Maan. Se sentó sobre la alfombra y miró a su alrededor las macetas de hojas frondosas que la señora Mahesh Kapoor había aportado al jardín que decoraba la azotea de su hija. Los saris de Veena colgados para secarse en una lado de la azotea, salpicaban de los vivos colores del Holi la terraza. Más allá de la azotea una amalgama de tejados, minaretes, torrecillas y tejados de templos se extendía hasta la estación de ferrocarril, en el “Nuevo” Brahmpur. Unas cuantas cometas de papel, rosas, verdes y amarillas, como los colores del Holi, luchaban entre sí en el cielo sin nubes. —¿Quieres tomar algo? —preguntó Veena rápidamente—. Te traeré un poco de sorbete... ¿o prefieres té? Me temo que no tenemos thandai —añadió sin necesidad. —No, gracias... Pero responde a mi pregunta. ¿A qué se debía la discusión? —exigió Maan—. Déjame adivinar. Kedarnath desea tener una segunda esposa, y naturalmente quiere tu consentimiento. —No seas estúpido —dijo Veena, un tanto bruscamente—. Yo quiero otro hijo y, naturalmente, quiero su consentimiento. ¡Oh, —exclamó dándose cuenta de su indiscreción y mirando a su marido—. No tenía intención de..., de todos modos, es mi hermano..., podemos pedirle consejo, desde luego. —Pero si no querías el consejo de mi madre en este asunto, ¿no? —replicó Kedarnath. —Bueno, ya es demasiado tarde —dijo Maan afablemente—. ¿Para qué quieres otro hijo? ¿No te basta con Bhaskar? —No podemos permitirnos otro hijo —dijo Kedarnath cerrando los ojos, un hábito que Veena todavía encontraba irritante—. Al menos, no por ahora. Mi negocio está..., bueno, ya sabes cómo está. Y además existe la posibilidad de una huelga de zapateros. —Abrió los ojos—. Y Bhaskar es tan inteligente que queremos mandarlo a los mejores colegios. Y no son baratos. —Sí, nos hubiera gustado que fuera idiota, pero por desgracia... —Veena tan aguda como siempre —dijo Kedarnath—. Hace solo dos días antes del Holi me recordó lo difícil que le resultaba llegar a fin de mes, entre el alquiler, la subida de los precios y todo lo demás. El coste de sus clases de música y las medicinas de mi madre y los libros especiales de matemáticas de Bashkar y mis cigarrillos. Luego dijo que debíamos empezar a contar las rupias, y ahora sale con que deberíamos tener otro hijo porque cada grano de arroz que comerá ya lleva marcado su nombre. ¡Lógica femenina! Nació en una familia de tres hijos, de manera que cree que tener tres hijos es una ley natural. ¿Te imaginas cómo sobreviviríamos si todos fuesen tan inteligentes como Bhaskar? Kedarnath, que normalmente vivía dominado por su mujer, le estaba plantando cara. —Por regla general, sólo el primer hijo es inteligente —dijo Veena—. Te garantizo que mis otros dos hijos serán tan estúpidos como Pran y Maan—.Y retomó la costura. Kedarnath sonrió, cogió las conchas moteadas que tenía en su arrugada mano y las lanzó al tablero. Normalmente era un hombre muy cortés y le habría prestado toda su atención a Maan, pero el chaupar era el chaupar, y resultaba casi imposible dejar de jugar una vez iniciada la partida. Era aún más adictivo que el ajedrez. Las cenas se enfriaban en Misri Mandi, los invitados se marchaban, los acreedores sufrían verdaderas rabietas, pero los jugadores de chaupar imploraban que les permitieran jugar otra partida. En una ocasión la anciana señora Tandon tiró el tablero de tela y las pecaminosas conchas a un pozo en desuso que había en un terreno cercano, pero, a pesar de las finanzas familiares, consiguieron otro tablero, y la culpable pareja jugaba ahora en la azotea, aunque hiciera más calor. De esta manera evitaban a la madre de Kedarnath, cuyos problemas gástricos y la artritis, le impedían subir las escaleras. En Lahore, tanto por la geografía horizontal de la casa como por el hecho de ser la matriarca de una familia rica y unida, había ejercido un férreo control casi tiránico. Su mundo se había derrumbado con el trauma de la Partición. La conversación fue interrumpida por un grito de indignación procedente de un tejado vecino. Una robusta mujer de mediana edad, que llevaba un sari de algodón escarlata, estaba gritando desde la azotea a un invisible adversario más abajo. —¡Está claro que quieren chuparme la sangre! No puedo ni echarme un rato ni sentarme a descansar en paz. El ruido de esas pelotas botando me está volviendo loca… ¡Naturalmente que lo que. ocurre en la azotea se puede oír en el piso de abajo! Condenados kahars, inútiles fregaplatos, ¿es que no podéis controlar a vuestros hijos? Viendo a Veena y Kedarnath en su azotea, se acercó por la zona que unía los dos tejados, trepando por un murete de poca altura situado en la pared del fondo. Con su voz chillona, sus dientes feroces y sus enormes pechos, desparramados y caídos, a Maan le causó una honda impresión. Una vez Veena les hubo presentado, la mujer dijo con una sonrisa desafiante: —Ah, así que éste es el que no está casado. —Sí es éste —admitió Veena. No tentó al destino mencionando el provisional compromiso de Maan con una chica de Benarés. —Pero ¿no me contastes que le habías presentado a aquella chica...cómo se llamaba, recuérdame..., la que vino de Allahabad para visitar a su hermano? Maan dijo: —Es increible cómo son algunas personas. Escribes “A” y leen “Z”. —Bueno, es bastante natural —dijo la mujer—. Un chico, una chica... —Ella era muy guapa —dijo Veena—. Tenía una mirada como de cierva. —Pero no la nariz de su hermano... afortunadamente —añadió la mujer—. No, eramucho más distinguida. E incluso le temblaba un poco, como a los ciervos. Kedarnath, desesperando ya de proseguir la partida de chaupar, se levantó para bajar al piso de abajo. No soportaba las visitas de aquella vecina en exceso amistosa. Además desde que su marido había hecho instalar un teléfono en su casa, se había vuelto aún más engreída y chillona. —¿Cómo debo llamarla? —le preguntó Maan a la mujer. —Bhabhi. Simplemente bhabhi —dijo Veena. —Así que..., ¿te gustó? —le preguntó la mujer. —Excelente —dijo Maan. —¿Excelente? —dijo la mujer, aferrándose encantada a la palabra. —Quiero decir que me parece excelente que deba llamarle bhabhi. —Es muy ingenioso —dijo Veena. —Yo no lo soy menos —afirmó su vecina—. Deberías venir más por aquí, conocerías a gente, mujeres guapas —le dijo a Maan—. ¿Qué atractivo tiene vivir en los barrios coloniales? Te diré una cosa, cuando visito Pasand Bagh o Civil Lines se me paraliza el cerebro durante cuatro horas. Luego al regresar a los callejones de nuestro vecindario el motor arranca de nuevo. Aquí la gente nos preocupamos los unos por los otros; si alguien se pone enfermo todo el vecindario pregunta por él. Aunque puede que sea difícil encontrar alguien a tu medida. Deberías conseguir una chica un poco más alta de lo normal... —Eso no me preocupa —dijo Maan, riendo—. Si es bajita también me vale. —¿O sea que no te importa que sea alta o baja, de piel clara u oscura, delgada o gorda, fea o guapa? —Otra vez Z por A —dijo Maan, mirando en dirección al tejado de la mujer—. Por cierto, me gusta su método de secar las blusas. La mujer soltó una breve carcajada, que podría haber sido de disculpa si no hubiera sido tan sonora. Miró hacia atrás, a la estructura de acero en forma de percha colocada encima del depósito de agua. —En mi azotea no hay otro lugar —dijo—. Vosotros teneis cuerdas de tender por todas partes... Sabes —prosiguió la mujer, saliéndose por la tangente—, el matrimonio es algo extraño. Leí en el Star-Gazer que una chica de Madrás, bien casada, con dos hijos, vio Hulchul cinco veces..., ¡cinco veces!..., y se enamoró perdidamente de Dalip Kumar..., hasta el punto que perdió la cabeza. Se marchó a Bombay , sin saber lo que hacía, pues ni siquiera tenía su dirección. Por fin la encontró con la ayuda de una de esas revistas de cine, cogió un taxi y se presentó en su casa, haciéndole todo tipo de comentarios perturbados y obsesivos. Finalmente él le dio cien rupias para que volviera a casa, y la echó. Pero ella regresó. —¡Dalip Kumar! —dijo Veena, arrugando el ceño—. Nunca le he considerado un gran actor. Seguro que se lo inventó para hacerse publicidad. —¡Oh, no, no! ¿Le has visto en Deedar? ¡Está increíble! Y la Star-Gazer dice que es un hombre muy agradable..., no es de los que buscan publicidad. Debes decirle a Kedarnath que tenga cuidado con las mujeres de Madras, pasa tanto tiempo allí, y son tan salvajes. He oído que ni siquiera lavan sus saris de seda con cuidado, simplemente les golpean, ¡pam!, ¡pam!, ¡pam!, como lavanderas bajo el grifo. ¡Oh, la leche! —gritó la mujer, repentinamente alarmada—. Debo irme..., espero que no se haya..., mi marido... —Y se fue a toda prisa por los tejados, como una gran aparición roja. Maan estalló en carcajadas. —Yo también me voy —dijo—. Ya llevo demasiado tiempo fuera del barrio colonial. Mi cerebro funciona a demasiada velocidad. —No puedes irte —dijo Veena, severa y dulcemente—. Acabas de llegar. Dicen que estuviste toda la mañana celebrando el Holi con Pran, su Jefe, Savita y Lata, de manera que bien puedes pasar la tarde con nosotros. Y Bhaskar se enfadará mucho si tampoco te ve esta vez. Deberías haberle visto ayer. Parecía un diablillo negro. —¿Estará en la tienda esta noche? —preguntó Maan, tosiendo un poco. —Supongo que sí. Pensando en la forma que han de tener las cajas de zapatos. Extraño muchacho —dijo Veena. —Entonces le veré a la vuelta. —¿A la vuelta de dónde? —preguntó Veena—. ¿No vas a venir a cenar? —Lo intentaré, te lo prometo —dijo Maan. —¿Qué te pasa en la garganta? —preguntó Veena—. Habrás estado levantado hasta tarde, ¿verdad? Hasta qué hora me pregunto yo. ¿O es de haberte quedado empapado en el Holi? Te daré un poco de joshanda para que te recuperes. —¡No quiero esa cosa asquerosa! Tómatelo tú como preventivo —exclamó Maan. —Y bien, ¿cómo fue el recital? ¿Y la cantante? —preguntó Veena. Maan se encogió de hombros con tanta indiferencia que Veena se preocupó. —Ten cuidado, Maan —le advirtió. Maan conocía a su hermana demasiado bien como para intentar hacerse el inocente. Además, Veena pronto oiría hablar de su flirteo en público. —No será a ella a quien vas a visitar ahora, ¿no? —preguntó Veena en tono mordaz. —No, el cielo lo impida —dijo Maan. —Sí, que el cielo lo impida. ¿Adónde vas, pues? —Al Barsaat Mahal —dijo Maan—. ¡Vente conmigo! ¿Recuerdas que cuando éramos niños solíamos ir allí de picnic? Vamos. Aquí lo único que haces es jugar al chaupar. —Así que crees que no hago otra cosa en todo el día, ¿eh? Pues te diré que trabajo casi tan duro como ammaji. Lo cual me recuerda que ayer vi que habían cortado la copa del neem, al que trepabas para llegar a la ventana del priso de arriba. Hace que Prem Nivas parezca diferente. —Sí, se enfadó mucho —dijo Maan pensando en su madre—. El Departamento de Obras Públicas debía podarlo para deshacerse del nido de buitres, pero escogieron a un contratista que lo podó para sacar toda la madera que pudo y luego se la llevó. Pero ya conoces a ammaji. Lo único que dijo fue: “Realmente, lo que ha hecho no está bien.” —Si baoji se preocupara mínimamente de esos asuntos, le habría hecho a ese hombre lo que él le hizo al árbol —dijo Veena—. En esta parte de la ciudad hay tan poco verde que realmente aprendes a apreciarlo cuando lo ves. Cuando mi amiga Priya vino a la boda de Pran, el jardín tenía un aspecto tan bonito que me dijo: “Me siento como si hubiera salido de una jaula”. Ni siquiera tiene un jardín en la azotea, pobrecita. Y apenas le dejan salir de casa. “Entró en palanquín y saldrá en el féretro” así es como tratan a las nueras en esa casa. —Veena miró con pesimismo por encima de los tejados, hacia la casa de su amiga, en el barrio vecino. Un pensamiento la asaltó—. — ¿Ayer por la noche, habló baoji con alguien del trabajo de Pran? ¿Tiene el gobernador algo que ver con la designación de plazas de profesor titular? ¿Hace uso de sus competencias como Rector Honorario de la Universidad? —Si habló con alguien, no le oí —dijo Maan. —Humm —dijo Veena, no muy complacida—. Si conozco a baoji, probablemente pensó en ello, y luego desechó la idea por considerarla indigna. Incluso nosotros tuvimos que esperar a que nos llegara el turno para conseguir esa penosa compensación por la pérdida de nuestro negocio en Lahore. Y lo mismo cuando ammaji trabajaba día y noche en los campos de refugiados. A veces creo que sólo le preocupa la política. Priya dice que su padre es igual de malo. Muy bien, las ocho. Te prepararé tu alu paratha favorito. —Puedes mangonear a Kedarnath, pero no a mí —dijo Maan con una sonrisa. —¡Muy bien, vete, vete! —dijo Veena, negando con la cabeza—. Para lo que nos ves, es como si aún estuviéramos en Lahore. Maan emitió un sonido conciliador, un chasqueo de lengua seguido por un medio suspiro. —Con todos sus viajes de negocios, a veces creo que sólo tengo un cuarto de marido —prosiguió Veena—. Y un octavo de hermano. —Enrolló el tablero de chaupar—. Cuando regreses a Benarés, ¿conseguirás trabajar honradamente un día entero? —Ah, Benarés —dijo Maan con una sonrisa, como si Veena le hubiera sugerido Saturno. Y Veena lo dejó estar.
Cap. 2.7 - My Older Sister
Cap.- 2.7 Veena was a few years older than Maan, and she took after her mother in shape—she was short and a bit dumpy. When Maan appeared on the roof, her voice had been raised, and her plump, cheerful face was frowning, but when she saw Maan she beamed at him. Then she remembered something and frowned again. ‘So you’ve come to apologize. Good! And not a moment too soon. We were all very annoyed with you yesterday. What kind of brother are you, sleeping for hours on end when you know that we’re bound to visit Prem Nivas?’ ‘But I thought you’d stay for the singing—’ said Maan. ‘Yes, yes,’ said Veena nodding her head. ‘I’m quite sure you thought of all that when you dozed off. It had nothing to do with bhang, for instance. And it simply slipped your mind that we had to get Kedarnath’s mother home before the music began. At least Pran came early and met us at Prem Nivas, with Savita and his mother-in-law and Lata—’ ‘Oh, Pran, Pran, Pran—’ said Maan in exasperation. ‘He’s always the hero and I’m always the villain.’ ‘That’s not true, don’t dramatize things,’ said Veena, thinking of Maan as a small boy trying to shoot pigeons with a catapult in the garden and claiming to be an archer in the Mahabharata. ‘It’s just that you have no sense of responsibility.’ ‘Anyway, what were you quarrelling about when I came up the stairs? And where’s Bhaskar?’ asked Maan, thinking of his father’s recent remarks and trying to change the subject. ‘He’s out with his friends flying kites. Yes, he was annoyed as well. He wanted to wake you up. You’ll have to have dinner with us today to make up.’ ‘Oh—uh—’ said Maan undecidedly, wondering whether he might not risk visiting Saeeda Bai’s house in the evening. He coughed. ‘But what were you quarrelling about?’ ‘We weren’t quarrelling,’ said the mild Kedarnath, smiling at Maan. He was in his thirties, but already greying. A worried optimist, he, unlike Maan, had—if anything—too strong a sense of his responsibilities, and the difficulties of starting from scratch in Brahmpur after Partition had aged him prematurely. When he was not on the road somewhere in south India drumming up orders, he was working till late at night in his shop in Misri Mandi. It was in the evenings that business was conducted there, when middlemen like him bought baskets of shoes from the shoemakers. His afternoons, though, were fairly free. ‘No, not quarrelling, not quarrelling at all. Just arguing about chaupar, that’s all,’ said Veena hastily, throwing the cowrie-shells down once more, counting her tally, and moving her pieces forward on the cross-shaped cloth board. ‘Yes, yes, I’m quite sure,’ said Maan. He sat down on the rug and looked around at the flowerpots filled with leafy plants, which Mrs Mahesh Kapoor had contributed to her daughter’s roof garden. Veena’s saris were hanging up to dry on one side of the roof, and there were bright splashes of Holi colour all over the terrace. Beyond the roof a jumble of rooftops, minarets, towers and temple-tops stretched out as far as the railway station in ‘New’ Brahmpur. A few paper kites, pink, green and yellow, like the colours of Holi, fought each other in the cloudless sky. ‘Don’t you want something to drink?’ asked Veena quickly. ‘I’ll get you some sherbet—or will you have tea? I’m afraid we don’t have any thandai,’ she added gratuitously. ‘No, thank you. . . . But you can answer my question. What was the debate about?’ demanded Maan. ‘Let me guess. Kedarnath wants to keep a second wife, and he naturally wants your consent.’ ‘Don’t be stupid,’ said Veena, a little sharply. ‘I want a second child and I naturally want his consent. Oh!’ she exclaimed, realizing her indiscretion and looking at her husband. ‘I didn’t mean to—anyway, he’s my brother—we can ask his advice, surely.’ ‘But you don’t want my mother’s advice in the matter, do you?’ countered Kedarnath. ‘Well, it’s too late now,’ said Maan genially. ‘What do you want a second child for? Isn’t Bhaskar enough?’ ‘We can’t afford a second child,’ said Kedarnath, with his eyes closed—a habit that Veena still found bothersome. ‘Not at the moment, at any rate. My business is—well, you know how it is. And now there’s the possibility of a shoemakers’ strike.’ He opened his eyes. ‘And Bhaskar is so bright that we want to send him to the very best schools. And they don’t come cheap.’ ‘Yes, we wish he was stupid, but unfortunately—’ ‘Veena is being witty as usual,’ said Kedarnath. ‘Just two days before Holi she reminded me that it was difficult to make ends meet, what with the rent and the rise in food prices and everything. And the cost of her music lessons and my mother’s medicines and Bhaskar’s special maths books and my cigarettes. Then she said that we had to count the rupees, and now she’s saying that we should have another child because every grain of rice it will eat has already been marked with its name. The logic of women! She was born into a family of three children, so she thinks that having three children is a law of nature. Can you imagine how we’ll survive if they’re all as bright as Bhaskar?’ Kedarnath, who was usually quite henpecked, was putting up a good fight. ‘Only the first child is bright as a rule,’ said Veena. ‘I guarantee that my next two will be as stupid as Pran and Maan.’ She resumed her sewing. Kedarnath smiled, picked up the speckled cowries in his scarred palm, and threw them on to the board. Normally he was a very polite man and would have given Maan his full attention, but chaupar was chaupar, and it was almost impossible to stop playing once the game had begun. It was even more addictive than chess. Dinners grew cold in Misri Mandi, guests left, creditors threw tantrums, but the chaupar players pleaded for just one more game. Old Mrs Tandon had once thrown the cloth board and the sinful shells into a disused well in a neighbouring lane, but, despite the family finances, another set had been procured, and the truant couple now played on the roof, even though it was hotter there. In this way they avoided Kedarnath’s mother, whose gastric and arthritic problems made climbing stairs difficult. In Lahore, both because of the horizontal geography of the house and because of her role as the confident matriarch of a wealthy and unscattered family, she had exercised tight, even tyrannical, control. Her world had collapsed with the trauma of Partition. Their conversation was interrupted by a scream of outrage from a neighbouring rooftop. A large, middle-aged woman in a scarlet cotton sari was shouting down from her roof at an invisible adversary: ‘They want to suck my blood, it’s clear! Neither can I lie down anywhere nor can I sit anywhere in peace. The sound of the thumping of balls is driving me mad. . . . Of course what takes place on the roof can be heard downstairs! You wretched kahars, you useless washers of dishes, can’t you keep your children under control?’ Noticing Veena and Kedarnath on their roof, she walked over the connecting rooftops, clambering through a low gap in the far wall. With her piercing voice, wild teeth and large, spreading, sagging breasts, she made a powerful impression on Maan. After Veena had introduced them, the woman said with a fierce smile: ‘Oh, so this is the one who isn’t getting married.’ ‘He’s the one,’ admitted Veena. She didn’t tempt fate by mentioning Maan’s tentative engagement to the girl from Banaras. ‘But didn’t you tell me you’d introduced him to that girl—what’s her name, remind me—the one who came here from Allahabad to visit her brother?’ Maan said: ‘Amazing how it is with some people. You write “A” and they read “Z”.’ ‘Well, it’s quite natural,’ said the woman in a predatory manner. ‘A young man, a young woman. . . .’ ‘She was very pretty,’ Veena said. ‘With eyes like a deer.’ ‘But she doesn’t have her brother’s nose—luckily,’ added the woman. ‘No—it’s much finer. And it even quivers a bit like a deer’s.’ Kedarnath, despairing of his game of chaupar, got up to go downstairs. He couldn’t stand visits from this over-friendly neighbour. Ever since her husband had got a telephone installed in their house, she had become even more self-confident and strident. ‘What shall I call you?’ Maan asked the woman. ‘Bhabhi. Just bhabhi,’ said Veena. ‘So—how did you like her?’ asked the woman. ‘Fine,’ said Maan. ‘Fine?’ said the woman, pouncing delightedly on the word. ‘I meant, fine that I should call you bhabhi.’ ‘He’s very cunning,’ said Veena. ‘I’m no less so,’ asserted her neighbour. ‘You should come here, meet people, meet nice women,’ she told Maan. ‘What is the charm of living in the colonies? I tell you, when I visit Pasand Bagh or Civil Lines my brain goes dead in four hours. When I return to the lanes of our neighbourhood it starts whirring again. People here care for each other; if someone falls ill the whole neighbourhood asks about them. But it may be difficult to fix you up. You should get a slightly taller girl than average—’ ‘I’m not concerned about all that,’ said Maan, laughing. ‘A short one is fine by me.’ ‘So you don’t mind whether she’s tall or short, dark or fair, thin or fat, ugly or beautiful?’ ‘Z for A again,’ said Maan, glancing in the direction of her roof. ‘By the way, I like your method of drying your blouses.’ The woman gave a short hoot of laughter, which might have been self-deprecatory if it hadn’t been so loud. She looked back at the rack-like arrangement of steel on the top of her water tank. ‘There’s no other place on my roof,’ she said. ‘You’ve got lines all over on your side. . . . You know,’ continued the woman, off on a tangent, ‘marriage is strange. I read in Star-Gazer that a girl from Madras, well married, with two children, saw Hulchul five times—five times!—and got completely besotted with Daleep Kumar—to the extent that she went off her head. She went down to Bombay, clearly not knowing what she was doing, because she didn’t even have his address. Then she found it with the help of one of these filmi fan magazines, took a taxi there, and confronted him with all kinds of mad, obsessed remarks. Eventually he gave her a hundred rupees to help her get back, and threw her out. But she returned.’ ‘Daleep Kumar!’ said Veena, frowning. ‘I don’t think much of his acting. I think he must have made it all up for publicity.’ ‘Oh no, no! Have you seen him in Deedar? He is amazing! And Star-Gazer says he’s such a nice man—he would never go after publicity. You must tell Kedarnath to beware of Madrasi women, he spends so much time there, they’re very fierce. . . . I hear that they don’t even wash their silk saris gently, they just go dhup! dhup! dhup! like washerwomen under the tap—Oh! my milk!’ cried the woman in sudden alarm. ‘I must go—I hope it hasn’t—my husband—’ And she rushed off like a great red apparition across the rooftops. Maan burst out laughing. ‘Now I’m off as well,’ he said. ‘I’ve had enough of life outside the colonies. My brain’s whirring too much.’ ‘You can’t go,’ said Veena sternly and sweetly. ‘You’ve just come. They said you played Holi the whole morning with Pran and his professor and Savita and Lata, so you can certainly spend this afternoon with us. And Bhaskar will be very annoyed if he misses you again. You should have seen him yesterday. He looked like a black imp.’ ‘Will he be at the shop this evening?’ asked Maan, coughing a bit. ‘Yes. I suppose so. Thinking about the patterns of the shoeboxes. Strange boy,’ said Veena. ‘Then I’ll visit him on my way back.’ ‘On your way back from where?’ asked Veena. ‘And aren’t you coming for dinner?’ ‘I’ll try—I promise,’ said Maan. ‘What’s wrong with your throat?’ asked Veena. ‘You’ve been up till late, haven’t you? How late, I wonder? Or is it just from getting soaked at Holi? I’ll give you some dushanda to cure it.’ ‘No—that vile stuff! Take it yourself as a preventative,’ exclaimed Maan. ‘So—how was the singing? And the singer?’ asked Veena. Maan shrugged so indifferently that Veena got worried. ‘Be careful, Maan,’ she warned him. Maan knew his sister too well to try to protest his innocence. Besides, Veena would soon enough hear about his public flirting. ‘It’s not her that you’re going to visit?’ asked Veena sharply. ‘No—heaven forbid,’ said Maan. ‘Yes, heaven forbid. So where are you going?’ ‘To the Barsaat Mahal,’ said Maan. ‘Come along with me! You remember we used to go there for picnics as children? Come. All you’re doing is playing chaupar.’ ‘So that’s how you think I fill my days, do you? Let me tell you, I work almost as hard as Ammaji. Which reminds me, I saw yesterday that they’d chopped the top of the neem tree down, the one you used to climb to get to the upstairs window. It makes a difference to Prem Nivas.’ ‘Yes, she was very angry,’ said Maan, thinking of his mother. ‘The Public Works Department were just supposed to trim it to get rid of the vulture’s roost, but they hired a contractor who chopped down as much wood as possible and made off with it. But you know Ammaji. All she said was, “What you have done is really not right.”’ ‘If Baoji had been in the least concerned about these matters, he’d have done to that man what he did to that tree,’ said Veena. ‘There’s so little greenery in this part of town that you really learn to appreciate it when you see it. When my friend Priya came to Pran’s wedding, the garden was looking so beautiful that she said to me: “I feel as if I’ve been let out of a cage.” She doesn’t even have a roof garden, poor thing. And they hardly ever let her out of the house. “Come in the palanquin, leave on the bier”: that’s the way it is with the daughters-in-law in that house.’ Veena looked darkly over the rooftops towards her friend’s house in the next neighbourhood. A thought struck her. ‘Did Baoji talk to anyone about Pran’s job yesterday evening? Doesn’t the Governor have something to do with these appointments? In his capacity as Chancellor of the university?’ ‘If he did I didn’t hear him,’ said Maan. ‘Hmm,’ said Veena, not very pleased. ‘If I know Baoji, he probably thought about it, and then pushed the thought aside as being unworthy of him. Even we had to wait in line for our turn to get that pitiful compensation for the loss of our business in Lahore. And that too when Ammaji was working day and night in the refugee camps. I sometimes think he cares for nothing but politics. Priya says her father’s equally bad. All right, eight o’clock. I’ll make your favourite alu paratha.’ ‘You can bully Kedarnath, but not me,’ said Maan with a smile. ‘All right, go, go!’ said Veena, tossing her head. ‘You’d think we were still in Lahore from the amount we get to see you.’ Maan made a propitiatory sound, a tongue-click followed by a half-sigh. ‘With all his sales trips, I sometimes feel I have a quarter of a husband,’ continued Veena. ‘And an eighth of a brother each.’ She rolled up the chaupar board. ‘When are you returning to Banaras to do an honest day’s work?’ ‘Ah, Banaras,’ said Maan with a smile, as if Veena had suggested Saturn. And Veena left it at that.
Cap. 2.06 - La ciudad vieja
Cap. - 2.6 El día siguiente al recital de Saeeda Bai era domingo. El espíritu festivo del Holi aún flotaba en el aire y Maan no podía sacársela de la cabeza. Daba vueltas por la casa un poco aturdido. Lo dispuso todo para que el armonio fuera transportado a casa de Saeeda Bai a primera hora de la tarde, y se sintió tentado de ir él mismo en el coche. Pero ése no era momento de visitar a Saeeda Bai, quien, por otra parte, tampoco le había dado ninguna señal de que se sintitía complacida de volver a verle. Maan no tenía nada que hacer, y en parte ese era su problema. En Benarés siempre tenía algo que le mantenían ocupado; en Brahmpur siempre se sentía un poco perdido. Aunque en realidad no le importaba. Leer no era algo que le entusiasmara, pero sí le gustaba salir con los amigos. Quizá debería visitar a Firoz, pensó. Así que pensando en los gazales de Mast, se subió a un tonga y le dijo al conductor que le llevara al Barsaat Mahal. Habían pasado años desde la última vez que estuviera allí, y hoy le atraía la idea de visitarlo. El tonga pasó entre las verdes “colonias” residenciales de la parte oriental de Brahmpur y llegó a Nabiganj, la calle comercial que señalaba el final de la amplitud y el inicio del abigarramiento y la confusión. La ciudad vieja empezaba allí, y en su extremo occidental, casi sobre el Ganges, se hallaban los hermosos jardines y los aún más hermosos edificios de mármol del Barsaat Mahal. Nabiganj era una elegante calle comercial donde al caer la tarde se podía ver a la buena sociedad de Brahmpur pasear arriba y abajo. En aquel momento, en el calor de las primeras hora de la tarde, no había muchos compradores, y sólo algunos coches, tongas y bicicletas. Los carteles de Nabiganj estaban escritos en inglés, y los precios iban a juego. Librerías como la Imperial Book Depot, grandes almacenes bien surtidos como Dowling & Snapp (cuyos propietarios ahora eran hindúes), elegantes sastres como los Magourian, donde Firoz encargaba toda su ropa (desde trajes hasta achkans+), la zapatería Praha, un elegante joyero, restaurantes y cafés como el Zorro Rojo, Chez Yasmeen y el Danubio Azul, y dos cines: el Manorma Talkies (que proyectaba películas en hindi) y el Rialto (que tendía más hacia películas rodadas en Hollywood e Ealing). Cada uno de aquellos lugares había desempeñado un papel más o menos importante en algún romance de Maan. Pero aquel día, mientras el tonga trotaba a través de la amplia calle, Maan no les prestaba atención. El tonga giró para coger una calle más estrecha y casi inmediatamente entró en otra que era poco más que un callejón, y de pronto se hallaron en un mundo distinto. Apenas había espacio suficiente para que el tonga consiguiera pasar entre los carros de bueyes, los rickshaws, las bicicletas y los peatones que abarrotaban tanto la acera como la calzada, que compartían con barberos que ejercían su profesión en el exterior, adivinos, precarios tenderetes de té, puestos de verdura, adiestradores de monos, carteristas, reses sin rumbo, los curiosos policías adormilados que deambulaban lentamente con sus descoloridos uniformes caquis, hombres empapados en sudor que llevaban a la espalda pesadas cargas de cobre, acero, vidrio o papel y que gritaban: “¡Cuidado, que voy!” en una voz que de algún modo conseguía atravesar el estrépito, tiendas de objetos de latón y ropa (donde los propietarios intentaban atraer con gritos y gestos a los compradores indecisos), la pequeña entrada labrada en piedra de Tinny Tots (el parvulario de habla inglesa), que daba a un patio del reconvertido haveli de un aristócrata arruinado y mendigos —viejos y jóvenes, agresivos y pacíficos, leprosos, lisiados o ciegos— que rapidamente invadirían Nabiganj a medida que caía la tarde, intentando esquivar a la policía para hacer las colas de los cines. Los cuervos graznaban, algunos chavales harapientos corrían haciendo recados (uno llevaba en equilibrio en una vieja bandeja de hojalata seis sucios vasitos de té, mientras zigzagueaba entre la gente), los monos chillaban y saltaban alrededor de una higuera sagrada de hojas temblorosas e intentaban asaltar a los desprevenidos clientes mientras éstos abandonaban los bien vigilados tenderetes de fruta, mujeres que caminaban arrastrando los pies, con anónimos burkas o llamativos saris, con o sin acompañantes masculinos, unos cuantos estudiantes de la universidad ganduleaban junto a un tenderete de chaat y se gritaban el uno al otro desde una distancia de treinta centímetros, bien por costumbre o bien para hacerse oír, perros sarnosos intentando morder a alguien que los ahuyentaba a patadas, mientras que gatos esqueléticos maullaban y eran apedreados, y moscas, moscas por todas partes: sobre pilas de apestosa basura podrida, sobre los dulces sin cubrir de la confitería, en cuyas curvas cazuelas de ghee se churruscaban deliciosos jalebis, en la cara de las mujeres vestidas con saris —pero no sobre la de las mujeres con burkas—, y en la nariz de los caballos, que agitaban sus cabeza con anteojeras e intentaban abrirse camino a través del Viejo Brahmpur en dirección al Barsaat Mahal. Los pensamientos de Maan se interrumpieron al ver a Firoz junto a un tenderete que había en la calle. De inmediato le dijo al conductor del tonga que parara y se apeó. —Firoz, tendrás una larga vida..., justamente estaba pensando en ti. ¡Bueno, hace media hora! Firoz le contestó que andaba por ahí, y que había decidido comprarse un bastón. —¿Para ti o para tu padre? —Para mí. —Un hombre que tiene que comprarse un bastón a los veinte años quizá no tenga una vida tan larga, después de todo —dijo Maan. Firoz, después de inclinarse en distintos ángulos sobre varios bastones, se decidió por uno y, sin discutir el precio, lo compró. —¿Y tú, qué estás haciendo aquí? ¿Visitando el Tarbuz ka Bazaar? —preguntó. —No seas desagradable —dijo Maan alegremente. El Tarbuz ka Bazaar era la calle de las cantantes y las prostitutas. —Oh, lo había olvidado —dijo Firoz, guasón—: ¿Por qué deberías conformarte con sencillos melones cuando puedes probar los melocotones de Samarkanda? Maan frunció el ceño. —¿Qué novedades tienes de Saeeda Bai? —prosiguió Firoz, que, desde las últimas filas se lo había pasado estupendamente la velada anterior. Aunque se había marchado a medianoche, había notado el enamoramiento, el romance que estaba a punto de volver a irrumpir en la vida de su amigo. Quizás fuera el que mejor que nadie conocía y comprendía a Maan. —¿Qué esperabas? —preguntó Maan, un poco taciturno—. Las cosas son como son. Ni siquiera me permitió que la acompañara a casa. Esto no es propio de Maan, pensó Firoz, quien muy rara vez había visto deprimido a su amigo. —¿Adónde vas entonces? —le preguntó. —Al Barsaat Mahal. —¿A poner fin a tu vida? —inquirió Firoz con cierta ternura. El pretil del Barsaat Mahal daba al Ganges, y cada año era escenario de numerosos suicidios románticos. —Ya, ya, a poner fin a mi vida —dijo Maan impaciente—. Pero dime,¿ tú qué me aconsejas? Firoz se rió. —Dilo otra vez. No me lo puedo creer —dijo—. Maan Kapoor, el galán de Brahmpur, a cuyos pies se apresuran a lanzarse las jóvenes de las mejores familias sin preocuparse de su reputación, como abejas sobre un loto, busca el consejo del inflexible y sin tacha Firoz en asuntos del corazón. No me estarás pidiendo consejo legal, ¿verdad? —Si vas a seguir así... —comenzó a decir Maan, conrariado. De pronto le asaltó un pensamiento—. Firoz, ¿por qué llaman Firozabadi a Saeeda Bai? Creía que era originaria de ese lugar. Firoz replicó. —Bueno, de hecho su familia procedía originariamente de Firozabad. Pero ahí acaba todo. De hecho, su madre, Moshina Bai, se estableció en el Tarbuz ka Bazaar, y Saeeda Bai fue educada en esa parte de la ciudad. —Con su bastón señaló en dirección a aquel barrio de mala reputación—. Pero, naturalmente, a Saeeda Bai, ahora que le va bien y vive en Pasand Bagh, y respira el mismo aire que tú o yo, no le gusta que la gente hable de sus orígenes. Maan se quedó pensando un momento. —¿Cómo sabes tanto de ella? —preguntó, perplejo. —Ah, pues no se —dijo Firoz, espantando una mosca—. Es la clase de información que simplemente está en el aire. —Sin reaccionar ante la mirada de asombro de Maan, prosiguió—. Pero debo marcharme. Mi padre quiere que conozca a alguien aburrido que viene a tomar el té. —Firoz saltó al tonga de Maan—. Hay demasiada gente para ir en tonga por la ciudad vieja; es mejor que vayas andando —le dijo a Maan, y se alejó. Maan caminó sin rumbo, reflexionando —aunque no por mucho tiempo— sobre lo que Firoz le había dicho. Canturreando un fragmento del gazal que le rondaba por la cabeza, se detuvo a comprar una hoja de paan (prefería el desi paan, de hojas más oscuras y más especiadas, que el paan de Benarés, de hojas más claras), se abrió paso por la calle a través de una multitud de bicicletas, rickshaws, carretillas de mano y ganado, y acabó en Misri Mandi, junto a un puestecito de verduras, cerca de donde vivía su hermana Veena. Sintiéndose culpable por haber estado dormido cuando ella fue a Prem Nivas la tarde anterior, en un impulso decidió ir a visitarla, a ella, a su cuñado Kedarnath y a su sobrino Bhashkar. A Maan le caía muy bien Bhashkar, y le gustaba lanzarle problemas de aritmética como si fueran pelotas a una foca amaestrada. A medida que entraba en la zona residencial de Misri Mandi, los callejones se volvían más estrechos, más frescos y más silenciosos, aunque todavía estaban llenos de gente que iba de un lado a otro y de personas que simplemente ganduleaban o jugaban al ajedrez en una cornisa cerca del Templo de Radhakrishna, cuyos paredes todavía resplandecían con las manchas de colores del Holi. La franja de sol que había por encima de su cabeza era ahora tenue y nada opresiva, y había menos moscas. Tras doblar una esquina e internarse en un callejón aún más estrecho, de apenas un metro de ancho, y esquivar a una vaca que orinaba, llegó a casa de su hermana. Era una casa muy estrecha: tres pisos y una azotea plana, con más o menos una habitación y media en cada planta y un enrejado central en mitad del hueco de la escalera, por el que llegaba la luz hasta el piso inferior. La puerta no estaba cerrada con pestillo, y Maan entró. Vio a la anciana señora Tandon, la suegra de Veena, cocinando algo en una sartén. La anciana señora Tandon desaprobaba los gustos musicales de Veena, y por ese motivo, la noche anterior, la familia se tuvo que volver sin quedarse a escuchar a Saeeda Bai. A Maan la anciana siempre le daba escalofríos; por lo que, tras un saludo poco efusivo, subió las escaleras y enseguida se encontró con Veena y Kedarnath en la azotea, jugando al chaupar a la sombra de un emparrado y claramente en medio de una acalorada discusión.
Cap. 2.6 - The Old Town
Cap. 2.6 The day after Saeeda Bai sang at Prem Nivas was Sunday. The light-hearted spirit of Holi was still in the air. Maan could not get her out of his mind. He wandered about in a daze. He arranged for her harmonium to be sent on to her house early in the afternoon, and was tempted to get into the car himself. But that was hardly the time to visit Saeeda Bai—who had, anyway, given him no indication that she would be pleased to see him again. Maan had nothing as such to do. That was part of his problem. In Banaras there was business of a kind to keep him busy; in Brahmpur he had always felt himself to be at a loose end. He didn’t really mind, though. Reading was not something he enjoyed much, but he did like wandering around with friends. Perhaps he should visit Firoz, he thought. Then, thinking of the ghazals of Mast, he jumped into a tonga, and told the tonga-wallah to take him to the Barsaat Mahal. It had been years since Maan had been there, and the thought of seeing it appealed to him today. The tonga passed through the green residential ‘colonies’ of the eastern part of Brahmpur, and came to Nabiganj, the commercial street that marked the end of spaciousness and the start of clutter and confusion. Old Brahmpur lay beyond it, and, almost at the western end of the old town, on the Ganga itself, stood the beautiful grounds and the still more beautiful marble structure of the Barsaat Mahal. Nabiganj was the fashionable shopping street where the quality of Brahmpur were to be seen strolling up and down of an evening. At the moment, in the heat of the afternoon, there were not many shoppers about, and only a few cars and tongas and bicycles. The signs of Nabiganj were painted in English, and the prices matched the signs. Bookshops like the Imperial Book Depot, well-stocked general stores such as Dowling & Snapp (now under Indian management), fine tailors such as Magourian’s where Firoz had all his clothes (from suits to achkans) made, the Praha shoe shop, an elegant jeweller’s, restaurants and coffee houses such as the Red Fox, Chez Yasmeen, and the Blue Danube, and two cinema halls—Manorma Talkies (which showed Hindi films) and the Rialto (which leaned towards Hollywood and Ealing): each of these places had played some minor or major role in one or another of Maan’s romances. But today, as the tonga trotted through the broad street, Maan paid them no attention. The tonga turned off on to a smaller road, and almost immediately on to a yet smaller one, and they were now in a different world. There was just enough room for the tonga to get through among the bullock-carts, rickshaws, cycles and pedestrians who thronged both the road and the pavement—which they shared with barbers plying their trade out of doors, fortune tellers, flimsy tea-stalls, vegetable-stands, monkey-trainers, ear-cleaners, pickpockets, stray cattle, the odd sleepy policeman sauntering along in faded khaki, sweat-soaked men carrying impossible loads of copper, steel rods, glass or scrap paper on their backs as they yelled ‘Look out! Look out!’ in voices that somehow pierced through the din, shops of brassware and cloth (the owners attempting with shouts and gestures to entice uncertain shoppers in), the small carved stone entrance of the Tinny Tots (English Medium) School which opened out on to the courtyard of the reconverted haveli of a bankrupt aristocrat, and beggars—young and old, aggressive and meek, leprous, maimed or blinded—who would quietly invade Nabiganj as evening fell, attempting to avoid the police as they worked the queues in front of the cinema halls. Crows cawed, small boys in rags rushed around on errands (one balancing six small dirty glasses of tea on a cheap tin tray as he weaved through the crowd), monkeys chattered in and bounded about a great shivering-leafed pipal tree and tried to raid unwary customers as they left the well-guarded fruit-stand, women shuffled along in anonymous burqas or bright saris, with or without their menfolk, a few students from the university lounging around a chaat-stand shouted at each other from a foot away either out of habit or in order to be heard, mangy dogs snapped and were kicked, skeletal cats mewed and were stoned, and flies settled everywhere: on heaps of foetid, rotting rubbish, on the uncovered sweets at the sweetseller’s in whose huge curved pans of ghee sizzled delicious jalebis, on the faces of the sari-clad but not the burqa-clad women, and on the horse’s nostrils as he shook his blinkered head and tried to forge his way through Old Brahmpur in the direction of the Barsaat Mahal. Maan’s thoughts were suddenly interrupted by the sight of Firoz standing by a pavement stall. He halted the tonga at once and got down. ‘Firoz, you’ll have a long life—I was just thinking about you. Well, half an hour ago!’ Firoz said that he was just wandering about, and had decided to buy a walking stick. ‘For yourself or for your father?’ ‘For myself.’ ‘A man who has to buy himself a walking stick in his twenties might not have such a long life after all,’ said Maan. Firoz, after leaning at various angles on various sticks, decided upon one and, without haggling about the price, bought it. ‘And you, what are you doing here? Paying a visit to Tarbuz ka Bazaar?’ he asked. ‘Don’t be disgusting,’ said Maan cheerfully. Tarbuz ka Bazaar was the street of singing girls and prostitutes. ‘Oh, but I forgot,’ said Firoz slyly: ‘Why should you consort with mere melons when you can taste the peaches of Samarkand?’ Maan frowned. ‘What further news of Saeeda Bai?’ continued Firoz, who, from the back of the audience, had enjoyed the previous night. Though he had left by midnight, he had sensed that, Maan’s engagement notwithstanding, romance was once again entering his friend’s life. More, perhaps, than anyone else, he knew and understood Maan. ‘What do you expect?’ asked Maan, a little glumly. ‘Things will happen the way they will. She didn’t even allow me to escort her back.’ This was quite unlike Maan, thought Firoz, who had very rarely seen his friend depressed. ‘So where are you going?’ he asked him. ‘To the Barsaat Mahal.’ ‘To end it all?’ inquired Firoz tenderly. The parapet of the Barsaat Mahal faced the Ganga and was the venue of a number of romantic suicides every year. ‘Yes, yes, to end it all,’ said Maan impatiently. ‘Now tell me, Firoz, what do you advise?’ Firoz laughed. ‘Say that again. I can’t believe it,’ he said. ‘Maan Kapoor, beau of Brahmpur, at whose feet young women of good families, heedless of reputation, hasten to fling themselves like bees on a lotus, seeks the advice of the steely and stainless Firoz on how to proceed in a matter of the heart. You’re not asking for my legal advice, are you?’ ‘If you’re going to act like that—’ began Maan, disgruntled. Suddenly a thought struck him. ‘Firoz, why is Saeeda Bai called Firozabadi? I thought she came from these parts.’ Firoz replied: ‘Well, her people did in fact originally come from Firozabad. But that’s all history. In fact her mother Mohsina Bai settled in Tarbuz ka Bazaar, and Saeeda Bai was brought up in this part of the city.’ He pointed his stick towards the disreputable quarter. ‘But naturally Saeeda Bai herself, now that she’s made good and lives in Pasand Bagh—and breathes the same air as you and I—doesn’t like people to talk about her local origins.’ Maan mused over this for a few moments. ‘How do you know so much about her?’ he asked, puzzled. ‘Oh, I don’t know,’ said Firoz, waving away a fly. ‘This sort of information just floats around in the air.’ Not reacting to Maan’s look of astonishment, he went on, ‘But I must be off. My father wants me to meet someone boring who’s coming to tea.’ Firoz leapt into Maan’s tonga. ‘It’s too crowded to ride a tonga through Old Brahmpur; you’re better off on foot,’ he told Maan, and drove off. Maan wandered along, mulling—but not for long—over what Firoz had said. He hummed a bit of the ghazal that had embedded itself in his mind, stopped to buy a paan (he preferred the spicier, darker green leaves of the desi paan to the paler Banarasi), manoeuvred his way across the road through a crowd of cycles, rickshaws, pushcarts, men and cattle, and found himself in Misri Mandi, near a small vegetable-stall, close to where his sister Veena lived. Feeling guilty for having been asleep when she came to Prem Nivas the previous afternoon, Maan decided impulsively to visit her—and his brother-in-law Kedarnath and nephew Bhaskar. Maan was very fond of Bhaskar and liked throwing arithmetical problems at him like a ball to a performing seal. As he entered the residential areas of Misri Mandi, the alleys became narrower and cooler and somewhat quieter, though there were still plenty of people getting about from place to place and others just lounging around or playing chess on the ledge near the Radhakrishna Temple, whose walls were still bright with the stains of Holi colours. The strip of bright sunlight above his head was now thin and unoppressive, and there were fewer flies. After turning into a still narrower alley, just three feet across, and avoiding a urinating cow, he arrived at his sister’s house. It was a very narrow house: three storeys and a flat rooftop, with about a room and a half on each storey and a central grating in the middle of the stairwell that allowed light from the sky all the way through to the bottom. Maan entered through the unlocked door and saw old Mrs Tandon, Veena’s mother-in-law, cooking something in a pan. Old Mrs Tandon disapproved of Veena’s taste for music, and it was because of her that the family had had to come back the previous evening without listening to Saeeda Bai. She always gave Maan the shivers; and so, after a perfunctory greeting, he went up the stairs, and soon found Veena and Kedarnath on the roof—playing chaupar in the shade of a trellis and evidently deep in an argument.
Cap. 2.05 - El embeleso de la poesía cantada
Cap. 2.5 Maan, por su parte, no sintió ninguna lástima por su pusilánime rival. Se adelantó y con un breve gesto a derecha o izquierda, y un respetuoso saludo a la cantante, se sentó en el lugar de Hashim. Saeeda Bai, encantada de tener a un voluntario tan atractivo, aunque no tan espigado, como fuente de inspiración para el resto de la velada, le sonrió y dijo: “De ningún modo abandones la fidelidad, Oh, corazón, pues el amor sin fidelidad tiene débiles cimientos.” A lo cual Maan replicó instantánea y resueltamente: “Dondequiera que Dagh el poeta haya decidido sentarse, allí se ha sentado. ¡Puede que otros abandonen tu compañía, él no!” Esto fue recibido con carcajadas por parte del público, pero Saeeda Bai decidió que la última palabra era suya, y le replicó con unos versos del mismo poeta citado por Maan: “Dagh otra vez está lanzando miraditas y curioseando. En algún momento tropezará y quedará atrapado.” Ante esta respuesta, el público estalló en un aplauso espontáneo. Maan estaba tan encantado como cualquiera al ver que Saeeda Bai Firozabadi había superado su mejor carta, o como ella misma diría, había jugado un diez contra su nueve. Saeeda Bai reía con tantas ganas como los demás, al igual que los músicos que la acompañaban, el grueso intérprete de tabla y su flaco colega en el sarangui. Después de un rato, Saeeda Bai levantó la mano para pedir silencio y dijo: —Espero que la mitad de este aplauso sea para mi ingenioso y joven amigo aquí presente. Maan replicó con fingida contrición: —Ah, Saeeda Begum, he tenido la temeridad de bromear contigo, pero todos mis intentos han sido en vano. El público volvió a reír, y Saeeda Bai Firozabadi recompensó esta cita de Mir con una maravillosa interpretación del resto del gazal. “Todos mis intentos han sido en vano, ninguna droga curará mi enfermedad. Fue una dolencia del corazón lo que acabó conmigo. Mi juventud la pasé en lágrimas, con la edad al fín cerré mis ojos; Quiero decir: las largas noches me quedaba despierto hasta que finalmente el sueño y el alba llegaran.” Maan la miraba, hechizado, encantado y embelesado. ¿Cómo sería permanecer despierta la larga noche hasta el amanecer, oyendo su voz en el oído? “A nosotros, los impotentes, se nos acusó de actuar y pensar con independencia. Ellos obraban a su antojo, y nos embadurnaron con sus calumnias. Aquí, en este mundo de oscuridad y luz esta es mi única tarea: pasar de algún modo de la noche al día y del día a la noche sufriendo. ¿Por qué me preguntas qué ha sido de la religión de Mir, de su islam? Llevando la marca del brahman merodea por los templos idólatras.” La noche prosiguió, aternando bromas y música. Ya era muy tarde; de los cien espectadores sólo quedaba una docena. Pero Saeeda Bai estaba tan profundamente inmersa en el fluir de la música que aquellos que se quedaron, se quedaron embelesados. Se acercaron a las primeras filas para formar un grupo más íntimo. Maan no sabía si estaba allí por los ojos o por el oído. De vez en cuando, Saeeda Bai hacía una pausa en su cántar y hablaba con los fieles supervivientes. Despidió a sus acompañantes, al sarangui y al tanpura. Finalmente incluso despidió al tocador de tabla, que apenas podía mantener los ojos abiertos. Lo único que quedó fue su voz y el armonio, más que hechizo suficiente. Casi amanecía cuando ella también bostezó y se puso en pie. Maan la miró con unos ojos medió anhelantes y medio alegres. —Me encargaré de que te preparen el coche —dijo. —Pasearé por el jardín hasta que esté listo —dijo Saeeda Bai—. Ésta es la hora más hermosa de la noche. Guárdame esto —señaló el armonio— y las demás cosas envíalas a mi casa mañana por la mañana. Bueno, pues —siguió diciendo a las cinco o seis personas que había en el patio—: “Ahora Mir abandona el templo de los ídolos” —volveremos a encontrarnos...” Maan completó el verso: “... si es la voluntad de Dios.” La miró buscando un gesto de aprobación, pero ella ya se había vuelto hacia el jardín. Saeeda Bai Firozabadi, repentinamente cansada “de todo esto” (pero ¿qué era “todo esto”?), deambuló por el jardín de Prem Nivas durante un minuto o dos. Tocó las lustrosas hojas de un pomelo. El harsingar ya no estaba en flor, pero una flor de jacarandá cayó en la oscuridad. Alzó la mirada y sonrió para sí misma con cierta tristeza. Todo estaba en silencio: ni un vigilante, ni un perro. Unos cuantos versos de un poeta menor, Minai, le vinieron a la mente, y los recitó, más que cantarlos, en voz alta: “La reunión se ha dispersado; las polillas se despiden de la luz de las velas; La hora de partida está en el cielo. Solo una cuantas estrellas marcan la noche...” Tosió un poco —pues la noche se había vuelto repentinamente fría—, se abrigó apretándose el ligero chal contra el cuerpo y aguardó a que alguien la acompañara a su casa, también en Pasand Bahg, a no más de unos pocos minutos de distancia.
Cap. 2.5 - The delight of Sung Poetry
Cap. 2.5 Maan, on the other hand, did not feel at all sorry for his lily-livered rival. He came forward, and with a nod to the left and the right, and a respectful salutation to the singer, seated himself in Hashim’s place. Saeeda Bai, happy to have a prepossessing if not quite so sprig-like a volunteer as her source of inspiration for the rest of the evening, smiled at him and said: ‘By no means forsake constancy, O heart, For love without constancy has weak foundations.’ To which Maan replied instantly and stoutly: ‘Wherever Dagh has sat down he has sat down. Others may quit your assembly, not he!’ This met with laughter from the audience, but Saeeda Bai decided to have the last word by repaying him in his own poet: ‘Dagh is ogling and peeping once more. He will trip up and get ensnared somewhere.’ At this just response the audience burst into spontaneous applause. Maan was as delighted as anyone that Saeeda Bai Firozabadi had trumped his ace or, as she would have put it, tenned his nine. She was laughing as hard as anyone, and so were her accompanists, the fat tabla player and his lean counterpart on the sarangi. After a while, Saeeda Bai raised her hand for silence and said, ‘I hope that half that applause was intended for my witty young friend here.’ Maan replied with playful contrition: ‘Ah, Saeeda Begum, I had the temerity to banter with you but—all my arrangements were in vain.’ The audience laughed again, and Saeeda Bai Firozabadi rewarded this quotation from Mir with a lovely rendition of the appropriate ghazal: ‘All my arrangements were in vain, no drug could cure my malady. It was an ailment of my heart that made a final end of me. My term of youth I passed in tears, in age I closed my eyes at last; That is: I lay awake long nights till dawn and sleep came finally.’ Maan looked at her, bewitched, entranced and enraptured. What would it be like to lie awake long nights till dawn, listening to her voice in his ear? ‘We who were helpless were accused of independent thought and deed. They did whatever they desired, and us they smeared with calumny. Here in this world of darkness and of light this is my only part: To somehow pass from day to night and night to day in misery. Why do you ask what has become of Mir’s religion, his Islam? Wearing the brahmin’s mark he haunts the temples of idolatry.’ The night continued with alternating banter and music. It was very late now; the audience of a hundred had thinned to a dozen. But Saeeda Bai was now so deep in the flow of music that those who remained, remained spellbound. They moved forward into a more intimate group. Maan did not know whether he was held there more by his ears or by his eyes. From time to time Saeeda Bai paused in her singing and talked to the surviving faithful. She dismissed the sarangi and tanpura players. Finally she even dismissed her tabla player, who could hardly keep his eyes open. Her voice and the harmonium were all that were left, and they provided enchantment enough. It was near dawn when she herself yawned and rose. Maan looked at her with half-longing, half-laughing eyes. ‘I’ll arrange for the car,’ he said. ‘I’ll walk in the garden till then,’ said Saeeda Bai. ‘This is the most beautiful time of night. Just have this’—she indicated the harmonium—‘and the other things—sent back to my place tomorrow morning. Well, then,’ she continued to the five or six people left in the courtyard: ‘Now Mir takes his leave from the temple of idols— We shall meet again . . .’ Maan completed the couplet: ‘. . . if it be God’s will.’ He looked at her for an acknowledging nod, but she had turned towards the garden already. Saeeda Bai Firozabadi, suddenly weary ‘of all this’ (but what was ‘all this’?) strolled for a minute or two through the garden of Prem Nivas. She touched the glossy leaves of a pomelo tree. The harsingar was no longer in bloom, but a jacaranda flower dropped downwards in the darkness. She looked up and smiled to herself a little sadly. Everything was quiet: not even a watchman, not even a dog. A few favourite lines from a minor poet, Minai, came to her mind, and she recited, rather than sang, them aloud: ‘The meeting has dispersed; the moths Bid farewell to the candlelight. Departure’s hour is on the sky. Only a few stars mark the night. . . .’ She coughed a little—for the night had got chilly all of a sudden—wrapped her light shawl more closely around her, and waited for someone to escort her to her own house, also in Pasand Bagh, no more than a few minutes away.
Cap. 2.04 - La "Encantadora"
Cap. 2.4 Apenas unas pocas palabras habían brotado de aquella encantadora garganta cuando los ¡Bravo! ¡Bravo! y otros comentarios admirativos por parte del público lograron una sonrisa de agradecimiento de Saeeda Bai. Desde luego era encantadora, pero ¿dónde residía su encanto? A la mayoría de los hombres les habría resultado difícil explicarlo; las mujeres sentadas en la planta superior puede que hubieran sido más receptivas. Saeeda Bai poseía un físico simplemente agradable, pero tenía las maneras de una distinguida cortesana: los sutiles gestos de insinuación, la inclinación de cabeza, el centelleo del pin de la nariz, esa deliciosa mezcla de franqueza y ambigüedad en su trato con aquellos que la atraían, el conocimiento de la poesía urdu —en especial de los gazales—, que de ningún modo resultaba superficial, ni siquiera entre un público especializado. Pero más que eso, y más que sus ropas, sus joyas, y más incluso que su excepcional talento natural y su educación musical, era la emotividad que había en su voz. De dónde procedía, nadie estaba seguro de ello, aunque los rumores concernientes a su pasado eran moneda corriente en Brahmpur. Ni siquiera las mujeres dirían que esa tristeza era tan solo un recurso. De alguna manera parecía a la vez atrevida y vulnerable, y esa combinación era lo que resultaba irresistible. Al ser la festividad del Holi, comenzó el recital con unas cuantas canciones propias de ese día. Saeeda Bai Firozabadi era musulmana, pero cantaba las alegres descripciones del joven Krishna celebrando el Holi con las vaqueras del pueblo de su padre adoptivo con tanto encanto y energía que parecía que la escena transcurría ante sus propios ojos. Los niños que había entre el público la miraban asombrados. Incluso Savita, que celebraba su primer Holi en casa de sus suegros, y que había asistido más por deber que por placer, comenzó a pasárselo bien. La señora Rupa Mehra indecisa entre la necesidad de proteger a su hija menor y lo inapropiado de que alguien de su generación, en particular una viuda, formara parte del público, había desaparecido en el piso de arriba tras advertirle seriamente a Pran que no perdiera de vista a Lata. Observaba a través de una rendija que había en la cortina de cañas y le decía a la señora Mahesh Kapoor: —En mi época, a ninguna mujer se le habría permitido estar en el patio para presenciar una velada de este tipo. Fue un poco injusto por parte de la señora Rupa Mehra hacer esa objeción, ya que era algo bien sabido por su callada y abrumada anfitriona, que de hecho había hecho el mismo comentario a su marido, el cual, impaciente, había rechazado sus palabras con el argumento de que los tiempos están cambiando. La gente entraba y salía del patio durante el recital, y, en cuanto la mirada de Saeeda Bai captaba un movimiento en algún lugar del público, saludaba al nuevo invitado con un gesto de la mano que rompía la melodía del armonio con el que se acompañaba. Pero las plañideras cuerdas del sarangui, recorridas por el arco, eran un telón más que suficiente para su voz, y ella a menudo se volvía hacia el intérprete con un gesto de apreciación por alguna especialmente buena interpretación o improvisación. Sin embargo casi toda su atención, estaba dedicada al joven Hashim Durrani, sentado en primera fila, que se ponía rojo como la grana cada vez que ella interrumpía la canción para hacer algún agudo comentario o alguna inocente rima dirigida a él. Saeeda Bai era famosa por elegir a alguien de entre el público al comenzar el recital y dirigir todas sus canciones a esa persona —que se convertía en el cruel, el asesino, el cazador, el verdugo, etcétera—, el ancla, de hecho, para sus gazales. Con lo que más disfrutaba Saeeda Bai era cantando los gazales de Mir y Ghalib, pero también le gustaba Vali Dakkani, y Mast, cuya poesía, quizá de menor calidad, era muy apreciada en la región, pues había pasado gran parte de su vida en Brahmpur, recitando muchos de sus gazales por primera vez en el Barsaat Mahal, ante el embobado por el arte, nawab de Brahmpur, antes de que su incompetencia, llevara a su reino a la bancarrota y lo que es peor, al no dejar heredero fuera anexionado por los británicos. Así que su primer gazal fue uno de Mast, y, no bien hubo acabado de cantar el primer verso, el público, enfervorizado, prorrumpió en un rugido de entusiasmo. —“No me inclino, pero encuentro el cuello de mi camisa rasgado...” —comenzó, y entrecerró los ojos—. No me inclino, pero encuentro el cuello de mi camisa rasgado Las espinas, están aquí, bajo mis pies, no allí.” —Oh —exclamó el juez Maheshwari sin poder evitarlo; su cabeza vibrando de éxtasis en su orondo cuello. Saeeda Bai continuó: “¿Puedo ser inocente si ninguna voz culpará al cazador que me ha atrapado en esta trampa?” En este punto Saeeda Bai le lanzó una mirada medio tierna, medio acusadora al pobre muchacho de dieciocho años. Él bajó los ojos de inmediato, y uno de sus amigos le dio un codazo y repitió encantado: “¿Puedes ser inocente?”, lo cual le azoró aún más. Lata miró al joven con simpatía y a Saeeda Bai fascinada. ¿Cómo conseguía hacer eso?, pensó, admirándola y ligeramente horrorizada. ¡Moldea sus sentimientos como arcilla, y todo lo que pueden hacer los hombres es sonreír y gruñir! ¡Y Maan es el peor de todos! Por regla general, a Lata le gustaba más la música clásica. Pero ahora —al igual que su hermana— estaba disfrutando del gazal, y también —por extraño que le resultara— de la transformada y romántica atmósfera de Prem Nivas. Se alegraba de que su madre estuviera arriba. Mientras tanto, Saeeda Bai, extendiendo un brazo hacia los invitados, siguió cantando: “Los piadosos evitan la puerta de la taberna pero yo necesito valor para desafiar su mirada.” —¡Guau! ¡guau! —gritó Imtiaz desde el fondo. Saeeda Bai le concedió una deslumbrante sonrisa, luego frunció el ceño como si se sobrecogiera. Sin embargo, armándose de valor, prosiguió—: “Tras una noche en vela en aquel callejón. La brisa de la mañana agita el aire perfumado. La Puerta de la Interpretación está cerrada y atrancada. Más la atravieso, y ni lo se ni me importa.” “Y ni lo sé ni me importa” fue cantado simultáneamente por veinte voces. Saeeda Bai recompensó su entusiasmo con una inclinación de cabeza. Pero la heterodoxia de aquella rima fue superada por la siguiente: “Me arrodillo dentro de la Kaaba de mi corazón y a mi ídolo levanto el rostro en oración.” El público suspiró y gimió; su voz casi se quebró ante la palabra “oración”; había que ser un ídolo carente de sentimientos para desaprobarlo. “Aunque cegado por el sol, veo, Oh, Mast, la luz de la luna de tu rostro, las nubes de tu pelo.” Maan estaba tan afectado por la forma de recitar que Saeeda Bai había hecho de la rima final que levantó los brazos hacia ella en un gesto de desamparo. Saeeda Bai tosió para aclararse la garganta y le miró de manera enigmática. Maan sintió como le recorría un calor y un estremecimiento, y durante un rato se quedó sin habla, aunque tamborileó un ritmo de tabla sobre la cabeza de uno de sus sobrinillos, de siete años. —¿Qué le gustaría escuchar a continuación, Maheshji? —le preguntó Saeeda Bai a su padre—. Qué magnífico público acoge siempre en su casa. Y tan entendido que a veces tengo la impresión de que sobro. Sólo tengo que cantar un par de palabras y ustedes, caballeros, completan el resto del gazal. Hubo gritos de: “¡No, no!”, “¿Qué está usted diciendo?” y “¡Nosotros somos simples sombras tuyas, Saeeda begum!”. —Sé que no es por mi voz, sino por vuestra gracia... –y por la de la que está arriba–añadió— que me hallo aquí esta noche. Veo que vuestro hijo es muy amable con mis pobres esfuerzos, al igual que lo ha sido usted durante muchos años. Eso es algo que debe de llevarse en la sangre. Su padre, que en paz descanse, fue todo amabilidad hacia mi madre. Y ahora soy yo quien recibe sus favores. —Permítame decir que el favor nos lo hace usted —respondió galante Mahesh Kapoor. Lata le miró con cierta sorpresa. Maan captó su mirada y le guiñó un ojo, y Lata no pudo evitar devolverle la sonrisa. Ahora que Maan era pariente suyo, se sentía mucho más cómoda en su compañía. En un destello fugaz, recordó el comportamiento de Maan aquella misma mañana, y una sonrisa asomó a sus labios. Lata nunca sería capaz de asistir a las clases del profesor Mishra sin verle saliendo de aquella bañera, tan rosado, húmedo y desamparado como un bebé. —Pero algunos jóvenes son tan silenciosos —prosiguió Saeeda Bai— que podrían ser ídolos de algún templo. Quizá se han abierto las venas tan a menudo que ya no les queda sangre. ¿No? —Rió de una manera deliciosa. “¿Por qué mi corazón no debería estar atado a él? —citó Hoy se ha vestido con ropa de colores.” El joven Hashim bajó la mirada, con aspecto culpable, a su bordada kurta azul. Pero Saeeda Bai continuó implacable: “¿Cómo voy a alabar su buen gusto en el vestir? Si parece un príncipe.” Puesto que en gran parte de la poesía urdu, al igual que en gran parte de la poesía persa y en la árabe anterior a ella, los poetas se dirigían a los jóvenes, a Saeeda Bai le resultaba maquiavélicamente fácil encontrar referencias al atuendo y porte masculinos, con lo que siempre quedaba bien claro a quién dirigía sus dardos. Hashim ya podía sonrojarse y abrasarse y morderse el labio inferior, pero no era probable que el carcaj de Saeeda Bai se quedara sin versos. Le miró y recitó: “Tus labios rojos están llenos de néctar. ¡Con qué acierto te llaman Amrit Lal!” Los amigos de Hashim se destornillaron de risa. Pero quizá Saeeda Bai se dio cuenta de que Hashim no era capaz de tragar mucho más cebo amoroso por el momento, y gentilmente le permitió un pequeño respiro. Para entonces el público se sentía lo suficientemente atrevido como para hacer sus propias sugerencias, y después de que Saeeda Bai se permitiera elegir uno de los gazales más abstrusos y llenos de referencias de Ghalib —una elección ciertamente intelectual para una cantante tan sensual— alguien de entre el público sugirió uno de los más sencillos: “¿A dónde fueron aquellos encuentros y aquellas despedidas?” Saeeda Bai asintió volviéndose hacia los intérpretes de sarangui y tabla y les murmuró unas palabras. El sarangui comenzó a interpretar una introducción a ese gazal lento, melancólico y nostálgico, escrito por Ghalib no en su vejez, sino cuando no era mucho mayor que la propia cantante. Pero Saeeda Bai revestía con tanta dulzura y amargura cada uno de las interrogativas rimas que incluso conmovía los corazones de la gente de más edad de entre el público. Cuando se le unieron, al final de un conocido verso sentimental, fue como si se estuvieran preguntando a sí mismos mas que exhibiendo sus conocimientos poéticos ante sus vecinos. Y su cortesía provocó una respuesta aún más profunda por parte de la cantante, de manera que incluso el difícil pareado final, donde Ghalib regresa a sus abstracciones metafísicas, constituyó un clímax en lugar de romper la unicidad del gazal. Después de aquella rendición total, el público comía de la palma de la mano de Saeeda Bai. Aquellos que habían planeado marcharse como muy tarde a las once se vieron incapaces de abandonar el recital, y no tardó en ser más de medianoche. El sobrinillo menor de Maan se había dormido en su regazo, al igual que muchos otros de los niños, y los sirvientes los iban llevando a la cama. El propio Maan, que a menudo se había enamorado, y era por tanto proclive a una especie de alegre nostalgia, se vio superado por el último gazal de Saeeda Bai, y, pensativo, se llevó un anacardo a la boca. ¿Qué podía hacer? Sentía que irresistiblemente se estaba enamorando de ella. Saeeda Bai volvía a su juego con Hashim, y Maan sintió una leve punzada de celos cuando ella intentó provocar una reacción en el muchacho. Cuando “El tulipán y la rosa, ¿cómo pueden compararse contigo? No son más que metáforas incompletas” sólo consiguió que Hashim se revolviera en su asiento, probó con un pareado más audaz: “Tu belleza es tal la que una vez hechizó al mundo... que incluso la primera pelusa en tus mejillas fue un milagro”. Aquel dio en el blanco. Había ahí dos juegos de palabras, uno suave y otro no tanto: “mundo” y “milagro” eran la misma palabra —aalam— y “la primera pelusa” podía significar también “una carta”. Hashim, que tenía muy poco pelo en la barba, hizo lo que pudo para comportarse como si “khat” simplemente significara carta, pero le costaba un montón. Miró a su alrededor, buscando a su padre para que le apoyara en su sufrimiento —sus propios amigos no le eran de ninguna ayuda, pues ya hacía rato que habían decidido unirse a la broma—, pero el distraído doctor Durrani estaba medio dormido en algún lugar del fondo. Uno de sus amigos le frotó suavemente las mejillas con la palma de la mano y suspiró afligido. Sonrojándose, Hashim se levantó para abandonar el patio y dar un paseo por el jardín. Aún no se había acabado de poner en pie cuando Saeeda Bai le disparó un cargador de Ghalib: “Ante la sola mención de mi nombre en la reunión, ella se levantó para marcharse...” Hashim, casi llorando, le saludó con un adaab a Saeeda Bai y salió del patio. Lata, con los ojos brillándole de muda excitación, sintió bastante lástima por el; pero pronto tuvo también que marcharse con su madre, Savita y Pran.
Cap. 2.04 - The Enchantress
Cap. 2.4 Only a few words had emerged from that lovely throat when the ‘wah! wahs!’ and other appreciative comments of the audience elicited an acknowledging smile from Saeeda Bai. Lovely she certainly was, and yet in what did her loveliness lie? Most of the men there would have been hard-pressed to explain it; the women sitting above might have been more perceptive. She was no more than pleasing-looking, but she had all the airs of the distinguished courtesan—the small marks of favour, the tilt of the head, the flash of the nose-pin, a delightful mixture of directness and circuitousness in her attentions to those whom she was attracted by, a knowledge of Urdu poetry, especially of the ghazal, that was by no means viewed as shallow even in an audience of cognoscenti. But more than all this, and more than her clothes and jewels and even her exceptional natural talent and musical training, was a touch of heartache in her voice. Where it had come from, no one knew for sure, though rumours about her past were common enough in Brahmpur. Even the women could not say that this sadness was a device. She seemed somehow to be both bold and vulnerable, and it was this combination that was irresistible. It being Holi, she began her recital with a few Holi songs. Saeeda Bai Firozabadi was Muslim, but sang these happy descriptions of young Krishna playing Holi with the milkmaids of his foster-father’s village with such charm and energy that one would have had to be convinced that she saw the scene before her own eyes. The little boys in the audience looked at her wonderingly. Even Savita, whose first Holi this was at her parents-in-law’s house, and who had come more out of duty than from the expectation of pleasure, began to enjoy herself. Mrs Rupa Mehra, torn between the need to protect her younger daughter and the inappropriateness of one of her generation, particularly a widow, forming a part of the downstairs audience, had (with a strict admonition to Pran to keep an eye on Lata) disappeared upstairs. She was looking through a gap in the cane screen and saying to Mrs Mahesh Kapoor, ‘In my time, no women would have been allowed in the courtyard for such an evening.’ It was a little unfair of Mrs Rupa Mehra to make such an objection known to her quiet, much-put-upon hostess, who had in fact spoken about this very matter to her husband, and had been impatiently overruled by him on the grounds that the times were changing. People came in and out of the courtyard during the recital, and, as Saeeda Bai’s eye caught a movement somewhere in the audience, she acknowledged the new guest with a gesture of her hand that broke the line of her self-accompaniment on the harmonium. But the mournful bowed strings of the sarangi were more than a sufficient shadow to her voice, and she often turned to the player with a look of appreciation for some particularly fine imitation or improvisation. Most of her attention, however, was devoted to young Hashim Durrani, who sat in the front row and blushed beetroot whenever she broke off singing to make some pointed remark or address some casual couplet towards him. Saeeda Bai was notorious for choosing a single person in the audience early in the evening and addressing all her songs to that one person—he would become for her the cruel one, the slayer, the hunter, the executioner and so on—the anchor, in fact, for her ghazals. Saeeda Bai enjoyed most of all singing the ghazals of Mir and Ghalib, but she also had a taste for Vali Dakkani—and for Mast, whose poetry was not particularly distinguished, but who was a great local favourite because he had spent much of his unhappy life in Brahmpur, reciting many of his ghazals for the first time in the Barsaat Mahal for the culture-stricken Nawab of Brahmpur before his incompetent, bankrupt, and heirless kingdom was annexed by the British. So her first ghazal was one of Mast’s, and no sooner had the first phrase been sung than the enraptured audience burst into a roar of appreciation. ‘I do not stoop, yet find my collar torn. The thorns were here, beneath my feet, not there.’ ‘Can I be blameless when no voice will blame The hunter who has caught me in this snare?’ ‘I do not stoop, yet find my collar torn . . .’ she began, and half-closed her eyes. ‘I do not stoop, yet find my collar torn. The thorns were here, beneath my feet, not there.’ ‘Ah,’ said Mr Justice Maheshwari helplessly, his head vibrating in ecstasy on his plump neck. Saeeda Bai continued: ‘Can I be blameless when no voice will blame The hunter who has caught me in this snare?’ Here Saeeda Bai shot a half-melting, half-accusing look at the poor eighteen-year-old. He looked down immediately, and one of his friends nudged him and repeated delightedly, ‘Can you be blameless?’ which embarrassed him yet further. Lata looked at the young fellow with sympathy, and at Saeeda Bai with fascination. How can she do this? she thought, admiring and slightly horrified—she’s just moulding their feelings like putty, and all those men can do is grin and groan! And Maan’s the worst of the lot! Lata liked more serious classical music as a rule. But now she—like her sister—found herself enjoying the ghazal too, and also—though it was strange to her—the transformed, romantic atmosphere of Prem Nivas. She was glad her mother was upstairs. Meanwhile, Saeeda Bai, extending an arm to the guests, sang on: ‘The pious people shun the tavern door— But I need courage to outstare their stare.’ ‘Wah! wah!’ cried Imtiaz loudly from the back. Saeeda Bai graced him with a dazzling smile, then frowned as if startled. However, gathering herself together, she continued: ‘After a wakeful night outside that lane, The breeze of morning stirs the scented air. Interpretation’s Gate is closed and barred But I go through and neither know nor care.’ ‘And neither know nor care,’ was sung simultaneously by twenty voices. Saeeda Bai rewarded their enthusiasm with a tilt of her head. But the unorthodoxy of this couplet was outdone by that of the next: ‘I kneel within the Kaaba of my heart And to my idol raise my face in prayer.’ The audience sighed and groaned; her voice almost broke at the word ‘prayer’; one would have had to be an unfeeling idol oneself to have disapproved. ‘Though blinded by the sun I see, O Mast, The moonlight of the face, the clouds of hair.’ Maan was so affected by Saeeda Bai’s recitation of this final couplet that he raised his arms helplessly towards her. Saeeda Bai coughed to clear her throat, and looked at him enigmatically. Maan felt hot and shivery all over, and was speechless for a while, but drummed a tabla beat on the head of one of his rustic nephews, aged seven. ‘What will you listen to next, Maheshji?’ Saeeda Bai asked his father. ‘What a grand audience you always provide in your house. And so knowledgeable that I sometimes feel myself redundant. I need only sing two words and you gentlemen complete the rest of the ghazal.’ There were cries of ‘No, no!’, ‘What are you saying?’ and ‘We are your mere shadows, Saeeda Begum!’ ‘I know that it is not because of my voice but through your grace—and that of the one above—’ she added, ‘that I am here tonight. I see your son is as appreciative of my poor efforts as you have been for many years. Such things must run in the blood. Your father, may he rest in peace, was full of kindness to my mother. And now I am the recipient of your graciousness.’ ‘Who has graced whom?’ responded Mahesh Kapoor gallantly. Lata looked at him in some surprise. Maan caught her eye and winked—and Lata could not help smiling back. Now that he was a relative, she felt much easier with him. Her mind flashed back to his behaviour this morning, and again a smile curled up at the corners of her mouth. Lata would never be able to hear Professor Mishra lecturing again without seeing him emerge from the tub as wet and pink and helpless as a baby. ‘But some young men are so silent,’ Saeeda Bai continued, ‘that they might as well themselves be idols in temples. Perhaps they have opened their veins so often that they have no blood left. Hanh?’ She laughed delightfully. ‘Why should my heart not be tied to him?’ she quoted— ‘Today he is dressed in colourful clothes.’ Young Hashim looked down guiltily at his blue, embroidered kurta. But Saeeda Bai continued unmercifully: ‘How can I praise his fine taste in dress? In appearance he is like a prince.’ Since much Urdu poetry, like much Persian and Arabic poetry before it, had been addressed by poets to young men, Saeeda Bai found it mischievously easy to find such references to male dress and demeanour as would make it clear whom she was aiming her shafts at. Hashim might blush and burn and bite his lower lip but her quiver was not likely to run out of couplets. She looked at him and recited: ‘Your red lips are full of nectar. How rightly you have been named Amrit Lal!’ Hashim’s friends were by now convulsed with laughter. But perhaps Saeeda Bai realized that he could not take much more amorous baiting for the moment, and she graciously permitted him a little respite. By now the audience felt bold enough to make its own suggestions, and after Saeeda Bai had indulged her taste for one of the more abstruse and referential ghazals of Ghalib—a strongly intellectual taste for so sensuous a singer—someone in the audience suggested one of his simpler favourites, ‘Where have those meetings and those partings gone?’ Saeeda Bai assented by turning to the sarangi and tabla players and murmuring a few words. The sarangi began to play an introduction to the slow, melancholy, nostalgic ghazal, written by Ghalib not in his old age but when he was not much older than the singer herself. But Saeeda Bai invested each of its questioning couplets with such bitterness and sweetness that even the hearts of the oldest in the audience were moved. When they joined in at the end of a familiar sentimental line it was as if they were asking a question of themselves rather than displaying their knowledge to their neighbours. And this attentiveness brought forth a yet deeper response from the singer, so that even the difficult last couplet, where Ghalib reverts to his metaphysical abstractions, climaxed rather than ebbed away from the ghazal as a whole. After this wonderful rendition, the audience was eating out of the palm of Saeeda Bai’s hand. Those who had planned to leave at the latest by eleven o’clock found themselves unable to tear themselves away, and soon it was past midnight. Maan’s little nephew had gone off to sleep in his lap, as had many of the other young boys, and they had been taken off to bed by the servants. Maan himself, who had been in love often enough in the past and was therefore prone to a sort of cheerful nostalgia, was overwhelmed by Saeeda Bai’s last ghazal, and popped a thoughtful cashew nut into his mouth. What could he do?—he felt he was falling irresistibly in love with her. Saeeda Bai had now reverted to her playfulness with Hashim, and Maan felt a little jab of jealousy as she tried to get a response out of the boy. When ‘The tulip and the rose, how do they compare with you? They are no more than incomplete metaphors’ produced no result beyond a restless shifting in his place, she attempted the bolder couplet: ‘Your beauty was that which once bewitched the world— Even after the first down came on your cheeks it was a wonder.’ This found its mark. There were two puns here, one mild and one not so mild: ‘world’ and ‘wonder’ were the same word—aalam—and ‘the first down’ could possibly be taken as meaning ‘a letter’. Hashim, who had a very light down on his face, tried his best to act as if ‘khat’ simply meant letter, but it cost him a great deal of discomfiture. He looked around at his father for support in his suffering—his own friends were less than no help, having long ago decided to join in teasing him—but the absent-minded Dr Durrani was half-asleep somewhere at the back. One of his friends rubbed his palm gently along Hashim’s cheek and sighed strickenly. Blushing, Hashim got up to leave the courtyard and take a walk in the garden. He was only half on his feet when Saeeda Bai fired a barrel of Ghalib at him: ‘At the mere mention of my name in the gathering she got up to go. . . .’ Hashim, almost in tears, did adaab to Saeeda Bai, and walked out of the courtyard. Lata, her eyes shining with quiet excitement, felt rather sorry for him; but soon she too had to leave with her mother and Savita and Pran.
Cap. 2.03 - La desdeñosa mirada de las esposas
Cap. 2.3 De hecho, hacía más de media hora que habían enviado el coche a recoger a Saeeda Bai y a sus músicos, y Mahesh Kapoor empezaba a preocuparse. La mayoría de la audiencia estaba ya sentada, aunque algunos aún seguían de pie, charlando. Saeeda Bai era famosa, porque en una ocasión después de haberse comprometido a cantar en cierto lugar, sintió un impulso y se marchó, quizá a visitar a un nuevo o a un viejo amor, a ver un pariente o incluso a cantar ante un círculo reducido de amigos. Solo se guiaba por sus inclinaciones. Dicha política, o mas bien dicha tendencia, podría haberle causado un gran perjuicio profesional si su voz y su manera de ser no fueran tan cautivadoras como así eran. Incluso su irresponsabilidad quedaba envuelta en cierto halo de misterio, según bajo qué luz se mirara. Dicha luz, sin embargo, estaba comenzando a palidecer para Mahesh Kapoor cuando de pronto oyó una ahogada exclamación procedente de la puerta: Saeeda Bai y sus tres acompañantes por fin habían llegado. Estaba deslumbrante. Aunque no llegara a cantar ni una nota en toda la noche mientras siguiera sonriendo a esas caras familiares y recorriera la habitación con su apreciativa mirada, haciendo una pausa siempre que veía a un hombre apuesto o a una mujer hermosa (y moderna), eso habría sido suficiente para la mayoría de los hombres allí presentes. Pero. no tardó en encaminarse a la parte abierta del patio –la zona que bordeaba el jardín– y sentarse cerca de su armonio, que un sirviente de la casa había transportado desde el coche. Se cubrió la cabeza con el pallu del sari de seda: tendía a resbalarse, y uno de sus movimientos más atractivos —que seria repetido una y otra vez a lo largo de la velada— consistía en ajustarse el sari para asegurarse de que su cabeza no quedara al descubierto. Los músicos —un tocador de tabla, un intérprete de sarangi y un hombre que rasgueaba el tanpura— se sentaron y comenzaron a afinar sus instrumentos mientras ella apretaba una tecla negra con su mano derecha cargada de anillos, haciendo salir suavemente el aire a través de los fuelles con la mano izquierda, igualmente enjoyada. El tocador de tabla utilizaba un pequeño martillo de plata para tensar las tiras de cuero, y el tocador de sarangi ajustaba las clavijas mientras tañía unas cuentas frases sobre las cuerdas. El público se acomodó e hizo lugar a los recién llegados. Varios niños, algunos de apenas seis años, se sentaron cerca de sus padres o tíos. El ambiente era de una agradable expectación. Unos cuencos poco profundos llenos de pétalos de rosa y jazmín pasaron de mano en mano: aquellos que, como Imtiaz, estaban todavía un poco colgados por el bhang, se entretuvieron disfrutando su intensa fragancia. En el balcón del piso de arriba, dos de las esposas (menos modernas) se asomaban por las rendijas de una cortina de mimbre y hablaban del vestido de Saeeda, de sus adornos, de su cara, sus modales, sus antecedentes y su voz. —Bonito sari, pero nada especial. Siempre lleva saris de seda de Benarés. Esta noche es rojo. El año pasado fue verde. Como un semáforo. —Observa el bordado zari. —Muy llamativo, muy llamativo...; aunque imagino que todo esto es necesario en su profesión, pobrecilla. —Yo no diría “pobrecilla”. Mira las joyas que lleva. Ese grueso collar de oro con el trabajo de esmaltado... —Para mi gusto todo resulta un tanto vulgar... —¡... bueno, de todos modos, dicen que se lo regalaron la gente de Sitargah! —Ah. —Y me parece que muchos de esos anillos también. Es la favorita del nawab, de Sitargah. Dicen que es un gran amante de la música. —¿Y de las cantantes? —Desde luego. Mírala, ahora está saludando a Maheshji y a su hijo Maan. Él parece muy satisfecho de sí mismo. ¿El que está con él no es el gobernador...? —Sí, sí, todos los políticos del Congreso son iguales. Hablan de la sencillez y de la vida humilde, y luego invitan a esta clase de personas a su casa para entretener a los amigos. —Bueno, no es una bailarina ni nada parecido. —¡No, pero no se puede negar lo que es! —Pero tu marido también ha venido. —¡Mi marido! Las dos damas —una de ellas la esposa de un otorrinolaringólogo, y la otra de un importante intermediario en el comercio del calzado— se miraron con exasperada resignación ante la manera de ser de los hombres. —Ahora está saludando al gobernador. Mira cómo sonríe él. Menudo gordinflón..., pero dicen que aún es muy capaz. —“Aré”, ¿para lo qué tiene que hacer un gobernador aparte de cortar unas cuantas cintas aquí y allá y disfrutar de los lujos del gobierno? ¿Puedes oír lo que ella está diciendo? —No. —Cada vez que menea la cabeza centellea el diamante que lleva en la nariz. Es como el faro de un coche. —Un coche que ha visto pasar a muchos pasajeros en su vida. —¿Su vida? Si sólo tiene treinta y cinco años. Aún le quedan muchos kilómetros por recorrer. Y todos esos anillos. No me extraña que le guste saludar con el “adaab” a todo el que ve. —Principalmente diamantes y zafiros, aunque desde aquí no lo veo con mucha claridad. Menudo diamante lleva en la mano derecha... —No, eso es un no sé qué blanco...; iba a decir un zafiro, pero no lo es..., me dijeron que era más caro que un diamante, pero no recuerdo cómo se llama. —Por qué tiene que llevar todas esas relucientes pulseras de cristal mezcladas con las de oro. ¡Resultan un poco vulgares! —Bueno, por algo se llama Firozabadi. Aun cuando sus antepasados no procedieran de Firozabad, al menos sí sus pulseras de cristal. ¡Oh, oh, mira qué ojitos les pone a los jóvenes! —Qué desvergüenza. —Ese pobre joven no sabe dónde mirar. —¿Quién es? —El hijo pequeño del doctor Durrani, Hashim. Sólo tiene dieciocho años. —Hummm... —Muy guapo. Mira cómo se sonroja. —¡Sonrojarse! Dejame decirte que puede que todos estos musulmanes parezcan inocentes, pero por dentro son unos lascivos. Cuando vivíamos en Karachi... Pero en ese momento Saeeda Bai Firozabadi, tras cambiar unos saludos con varios miembros del público, hablar con los músicos en voz baja, colocar un poco paan en la esquina de su mejilla derecha, y haber tosido un par de veces para aclararse la voz, comenzó a cantar.
Cap. 2.03 - The disdainful gaze of the wives
Cap 2.3 The car had in fact been sent for Saeeda Bai and her musicians more than half an hour ago, and Mahesh Kapoor was just beginning to be concerned. Most of the audience had by now sat down, but some were still standing around and talking. Saeeda Bai was known on occasion to have committed to sing somewhere and then simply gone off on an impulse somewhere else—perhaps to visit an old or a new flame, or to see a relative, or even to sing to a small circle of friends. She behaved very much to suit her own inclinations. This policy, or rather tendency, could have done her a great deal of harm professionally if her voice and her manner had not been as captivating as they were. There was even a mystery to her irresponsibility if seen in a certain light. This light had begun to dim for Mahesh Kapoor, however, when he heard a buzz of muted exclamation from the door: Saeeda Bai and her three accompanists had finally arrived. She looked stunning. If she had not sung a word all evening but had kept smiling at familiar faces and looking appreciatively around the room, pausing whenever she saw a handsome man or a good-looking (if modern) woman, that would have been enough for most of the men present. But very shortly she made her way to the open side of the courtyard—the part bordering the garden—and sat down near her harmonium, which a servant of the house had carried from the car. She moved the pallu of her silk sari further forward over her head: it tended to slip down, and one of her most charming gestures—to be repeated throughout the evening—was to adjust her sari to ensure that her head was not left uncovered. The musicians—a tabla player, a sarangi player, and a man who strummed the tanpura—sat down and started tuning their instruments as she pressed down a black key with a heavily ringed right hand, gently forcing air through the bellows with an equally bejewelled left. The tabla player used a small silver hammer to tauten the leather straps on his right-hand drum, the sarangi player adjusted his tuning pegs and bowed a few phrases on the strings. The audience adjusted itself and found places for new arrivals. Several boys, some as young as six, sat down near their fathers or uncles. There was an air of pleasant expectancy. Shallow bowls filled with rose and jasmine petals were passed around: those who, like Imtiaz, were still somewhat high on bhang, lingered delightedly over their enhanced fragrance. Upstairs on the balcony two of the (less modern) women looked down through the slits in a cane screen and discussed Saeeda Bai’s dress, ornament, face, manner, antecedents and voice. ‘Nice sari, but nothing special. She always wears Banarasi silk. Red tonight. Last year it was green. Stop and go.’ ‘Look at that zari work in the sari.’ ‘Very flashy, very flashy—but I suppose all that is necessary in her profession, poor thing.’ ‘I wouldn’t say “poor thing”. Look at her jewels. That heavy gold necklace with the enamel work—’ ‘It comes down a bit too low for my taste—’ ‘—well, anyway, they say it was given to her by the Sitagarh people!’ ‘Oh.’ ‘And many of those rings too, I should think. She’s quite a favourite of the Nawab of Sitagarh. They say he’s quite a lover of music.’ ‘And of music-makers?’ ‘Naturally. Now she’s greeting Maheshji and his son Maan. He looks very pleased with himself. Is that the Governor he’s—’ ‘Yes, yes, all these Congress-wallahs are the same. They talk about simplicity and plain living, and then they invite this kind of person to the house to entertain their friends.’ ‘Well, she’s not a dancer or anything like that.’ ‘No, but you can’t deny what she is!’ ‘But your husband has come as well.’ ‘My husband!’ The two ladies—one the wife of an ear, nose and throat specialist, one the wife of an important middleman in the shoe trade—looked at each other in exasperated resignation at the ways of men. ‘She’s exchanging greetings with the Governor now. Look at him grinning. What a fat little man—but they say he’s very capable.’ ‘Aré, what does a Governor have to do except snip a few ribbons here and there and enjoy the luxuries of Government House? Can you hear what she’s saying?’ ‘No.’ ‘Every time she shakes her head the diamond on her nose-pin flashes. It’s like the headlight of a car.’ ‘A car that has seen many passengers in its time.’ ‘What time? She’s only thirty-five. She’s guaranteed for many more miles. And all those rings. No wonder she loves doing adaab to anyone she sees.’ ‘Diamonds and sapphires mainly, though I can’t see clearly from here. What a large diamond that is on her right hand—’ ‘No, that’s a white something—I was going to say a white sapphire, but it isn’t that—I was told it was even more expensive than a diamond, but I can’t remember what they call it.’ ‘Why does she need to wear all those bright glass bangles among the gold ones. They look a bit cheap!’ ‘Well, she’s not called Firozabadi for nothing. Even if her forefathers—her foremothers—don’t come from Firozabad, at least her glass bangles do. Oh-hoh, look at the eyes she’s making at the young men!’ ‘Shameless.’ ‘That poor young man doesn’t know where to look.’ ‘Who is he?’ ‘Dr Durrani’s younger son, Hashim. He’s just eighteen.’ ‘Hmm. . . .’ ‘Very good-looking. Look at him blush.’ ‘Blush! All these Muslim boys might look innocent, but they are lascivious in their hearts, let me tell you. When we used to live in Karachi—’ But at this point Saeeda Bai Firozabadi, having exchanged salutations with various members of the audience, having spoken to her musicians in a low tone, having placed a paan in the corner of her right cheek, and having coughed twice to clear her throat, began to sing.
Cap. 2.02 - Un sueño, un tren
Cap. 2.2 Bañado y vestido con una kurta fresca y limpia, feliz bajo la influencia del bhang y de una tarde cálida, Maan se volvió a Pram Nivas, para echar la siesta. Tuvo un sueño extraño: estaba a punto de coger un tren con destino a Benarés para reunirse con su prometida. Sabía que si no cogía ese tren le encarcelarían, aunque no sabía por qué. Un gran número de policías, desde el inspector general de Purva Pradesh hasta una docena de agentes, formaban un cordón a su alrededor, y tanto él, como unos cuantos campesinos manchados de barro y una veintena de estudiantes vestidas de fiesta, eran conducidos a un vagón. Pero él se había dejado algo atrás y suplicaba que le dieran permiso para ir a buscarlo. Nadie le escuchaba y se encontraba cada vez más molesto y preocupado. De rodillas a los pies de los policías y del revisor les suplicaba que le dejaran salir: se había dejado algo en alguna parte, quizá en casa, quizá en otro andén, y era imprescindible que le permitieran salir a buscarlo. Pero ya sonaba el silbato y le habían metido en el tren a la fuerza. Algunas de las mujeres se reían de él a medida que se desesperaba más y más. “Por favor, déjenme salir”, seguía insistiendo, pero el tren había dejado la estación y estaba cogiendo velocidad. Levantó la mirada y vio una plaquita blanca y roja: Tire del cordón para detener el tren. Multa de 50 rupias por uso indebido. Saltó a la litera. Los campesinos intentaron detenerlo cuando vieron lo que iba a hacer, pero luchó contra ellos y agarró el cordón tirando con toda su fuerza. No ocurrió nada. El tren siguió ganando velocidad, y ahora las mujeres se reían de él descaradamente. “Allí me dejé algo”, seguía repitiéndose, señalando vagamente el lugar de donde habían partido, como si de algún modo el tren escuchara su explicación y consintiera en detenerse. Sacó la cartera y le imploró al revisor: “Aquí tiene cincuenta rupias. Detenga el tren. Se lo suplico, haga que dé la vuelta. No me importa ir a la cárcel.” Pero el hombre seguía revisando los billetes de los demás y le miraba sin hacerle caso, como si fuera un loco inofensivo. Maan se despertó sudando, aliviado al regresar a los objetos familiares de su habitación de Pram Nivas: la butaca y el ventilador del techo, la alfombra roja y las cinco o seis novelas de misterio que había en la mesilla. Quitándose el sueño de la cabeza fue a lavarse la cara. Pero mientras observaba la alarmada expresión de su cara en el espejo, la imagen de las mujeres del sueño le vino con toda claridad. ¿Por qué se reirían de mí?, se preguntó. ¿Eran risas desagradables…? Ha sido sólo un sueño, se dijo para tranquilizarse. Pero aunque seguía salpicándose la cara con agua, no podía sacarse de la cabeza la idea de que existía una explicación, y que ésta estaba fuera de su alcance. Cerró los ojos para revivir el sueño, pero ya todo era extremadamente vago y sólo quedaba su incomodidad, la sensación de haberse dejado algo. Las caras de las mujeres, los campesinos, el revisor, los policías, todo se iba disipando. ¿Qué pude haberme dejado?, se preguntó. ¿Por qué se reirían de mí? Desde algún lugar de la casa se oyó a su padre gritando con toda claridad: —Maan, Maan, ¿estás despierto? Los invitados comenzarán a llegar dentro de media hora para el concierto. No respondió y se miró en el espejo. No está mal mi cara, pensó: alegre, con buen color, rasgos marcados, aunque el pelo clareaba ligeramente en las sienes, cosa que le pareció un poco injusta, considerando que sólo tenía veinticinco años. Unos minutos más tarde le enviaron un sirviente para informarle de que su padre deseaba verle en el patio. Maan le preguntó al sirviente si su hermana Veena ya había llegado, y se enteró de que ella y su familia habían venido y ya se habían marchado. De hecho, Veena había ido a su habitación, pero al encontrarle dormido no había permitido que su hijo Bhaskar le importunara. Maan arrugó el entrecejo, bostezó y fue a su guardarropa. No tenía el más mínimo interés ni en los invitados ni en el concierto, y lo único que quería era irse a dormir otra vez, esta vez sin sueños. Eso era lo que solía hacer la noche del Holi cuando estaba en Benarés: dormir el bhang. En el piso de abajo los invitados habían comenzado a llegar. Casi todos estrenaban ropa, y, aparte de un poco de rojo bajo las uñas y en el pelo, no se les veía señales coloreadas de los festejos matinales. Pero estaban de un humor excelente, todos sonrientes, y no sólo por efecto del bhang. Los conciertos del Holi en casa de Mahesh Kapoor constituían uno de los ritos anuales de Pram Nivas, se celebraban hacía tanto tiempo que nadie recordaba cuando empezaron. Su padre y su abuelo ya los ofrecían, y los únicos años en que dejaron de celebrarse fueron aquellos en los que el anfitrión estaba en la cárcel. Aquella noche la cantante era Saeeda Bai Firozabadi, igual que en los dos años anteriores. Vivía no lejos de Pram Nivas, procedía de una familia de cantantes y cortesanas y tenía una rica y hermosa voz, muy conmovedora. Era una mujer de unos treinta y cinco años, pero su fama como cantante ya se había extendido más allá de Brahmpur, y en la actualidad la llamaban de ciudades tan remotas como Bombay o Calcuta para que diera un recital. Aquella noche, muchos de los invitados de Mahesh Kapoor no habían acudido tanto para disfrutar de la excelente hospitalidad de su anfitrión —o, más exactamente, de su discreta anfitriona—, sino para escuchar a Saeeda Bai. Maan, que había pasado los dos últimos Holis en Benarés, sabía de su fama, aunque nunca la había oído cantar. Alfombras y telas blancas se extendían sobre el patio semicircular, que lindaba con habitaciones encaladas y pasillos abiertos en la parte curva, y que por la parte recta se abrían al jardín. No había escenario ni micrófono, ni ninguna separación visible entre la zona de la cantante y el público. No había sillas, sólo cojines y almohadones sobre los que reclinarse, y unas cuantas macetas delimitando la zona que ocuparía el público. Los primeros invitados estaban de pie, bebiendo zumo de fruta o thandai, o mordisqueando kababs, nueces o dulces tradicionales del Holi. Mahesh Kapoor de pie saludaba a sus invitados a medida que entraban en el patio, y esperaba a que Maan bajara para relevarle, a fin de poder hablar un rato con algunos de ellos en lugar de, simplemente, cambiar bromas superficiales con todos. Si no baja en cinco minutos, se dijo Mahesh Kapoor, subiré yo mismo y le zarandearé hasta que se despierte. Para lo que hace, podría haberse quedado en Benarés. ¿Dónde estará ese muchacho? Ya he enviado el coche a buscar a Saeeda Bai.
Cap. 2.02 - A dream, a train
Cap. 2.2 Dressed in a fresh, clean kurta-pyjama after a long bath, happy under the influence of bhang and a warm afternoon, Maan had gone to sleep back in Prem Nivas. He dreamed an unusual dream: he was about to catch a train to Banaras to meet his fiancée. He realized that if he did not catch this train he would be imprisoned, but under what charge he did not know. A large body of policemen, from the Inspector-General of Purva Pradesh down to a dozen constables, had formed a cordon around him, and he, together with a number of mud-spattered villagers and about twenty festively dressed women students, was being herded into a compartment. But he had left something behind and was pleading for permission to go and get it. No one was listening to him and he was becoming more and more vehement and upset. And he was falling at the feet of the policemen and the ticket examiner and pleading that he be allowed to go out: he had left something somewhere else, perhaps at home, perhaps on another platform, and it was imperative that he be allowed to go and get it. But now the whistle was blowing and he had been forced on to the train. Some of the women were laughing at him as he got more and more desperate. ‘Please let me out,’ he kept insisting, but the train had left the station and was picking up speed. He looked up and saw a small red-and-white sign: To Stop Train Pull Chain. Penalty for Improper Use Rupees 50. He leapt on to a berth. The villagers tried to stop him as they saw what he was about to do, but he struggled against them and grabbed hold of the chain and pulled it down with all his might. But it had no effect. The train kept gathering speed, and now the women were laughing even more openly at him. ‘I’ve left something there,’ he kept repeating, pointing in the general direction from which they had come, as if somehow the train would listen to his explanation and consent to stop. He took out his wallet and begged the ticket examiner: ‘Here is fifty rupees. Just stop the train. I beg you—turn it back. I don’t mind going to jail.’ But the man kept examining everyone else’s ticket and shrugging off Maan as if he was a harmless madman. Maan woke up, sweating, and was relieved to return to the familiar objects of his room in Prem Nivas—the stuffed chair and the overhead fan and the red rug and the five or six paperback thrillers. Quickly dismissing the dream from his mind, he went to wash his face. But as he looked at his startled expression in the mirror a picture of the women in the dream came vividly back to him. Why were they laughing at me? he asked himself. Was the laughter unkind . . .? It was just a dream, he went on, reassuringly. But though he kept splashing water on his face, he could not get the notion out of his head that there was an explanation, and that it lay just beyond his reach. He closed his eyes to recapture something of the dream once more, but it was all extremely vague now, and only his unease, the sense that he had left something behind, remained. The faces of the women, the villagers, the ticket collector, the policemen, had all been washed away. What could I have left behind? he wondered. Why were they laughing at me? From somewhere in the house he could hear his father calling sharply: ‘Maan, Maan—are you awake? The guests will start arriving for the concert in half an hour.’ He did not answer and looked at himself in the mirror. Not a bad face, he thought: lively, fresh, strong-featured, but balding slightly at the temples—which struck him as being a bit unfair, considering that he was only twenty-five. A few minutes later a servant was sent to inform him that his father wished to see him in the courtyard. Maan asked the servant if his sister Veena had arrived yet, and heard that she and her family had come and gone. Veena had in fact come to his room but, finding him asleep, had not let her son Bhaskar disturb him. Maan frowned, yawned, and went to the clothes’ cupboard. He wasn’t interested in guests and concerts and he wanted to go to sleep again, dreamlessly this time. That was how he usually spent the evening of Holi when he was in Banaras—sleeping off his bhang. Downstairs the guests had started coming in. They were most of them dressed in new clothes and, apart from a little red under the nails and in the hair, were not outwardly coloured by the morning’s revels. But they were all in excellent humour, and smiling, not just from the effect of the bhang. Mahesh Kapoor’s Holi concerts were an annual ritual, and had been going on at Prem Nivas for as long as anyone could remember. His father and grandfather had hosted them as well, and the only years that anyone could remember that they had not been held were when their host had been in jail. Saeeda Bai Firozabadi was the singer tonight, as she had been for the last two years. She lived not far from Prem Nivas, came from a family of singers and courtesans, and had a fine, rich, and powerfully emotional voice. She was a woman of about thirty-five, but her fame as a singer had already spread outwards from Brahmpur and nowadays she was called for recitals as far away as Bombay and Calcutta. Many of Mahesh Kapoor’s guests this evening had come not so much to enjoy their host’s—or, more accurately, their unobtrusive hostess’s—excellent hospitality as to listen to Saeeda Bai. Maan, who had spent his previous two Holis in Banaras, knew of her fame but had not heard her sing. Rugs and white sheets were spread over the semi-circular courtyard, which was bounded by whitewashed rooms and open corridors along the curve, and was open to the garden on the straight side. There was no stage, no microphone, no visible separation of the singer’s area from the audience. There were no chairs, just pillows and bolsters to lean on, and a few potted plants around the edge of the sitting area. The first few guests were standing around sipping fruit juice or thandai and nibbling kababs or nuts or traditional Holi sweets. Mahesh Kapoor stood greeting his guests as they came into the courtyard, but he was waiting for Maan to come down to relieve him so that he could spend a little time talking to some of his guests instead of merely exchanging perfunctory pleasantries with all of them. If he doesn’t come down in five minutes, said Mahesh Kapoor to himself, I’ll go upstairs and shake him awake myself. He may as well be in Banaras for all his usefulness. Where is the boy? The car’s already been sent for Saeeda Bai.
Cap. 2.01 - ¡Ay, hermano!
Cap. 2.1 La mañana del festival Holi, Maan se despertó sonriendo. Bebió no uno, sino varios vasos de thandai reforzados con bhang y pronto se sintió tan ligero como una cometa. Sintió que el cielo flotaba hacia él... ¿o era él quien flotaba hacia el cielo? Entre la bruma neblinosa vio a sus amigos Firoz e Imtiaz llegando a Prem Nivas en compañía del nawab sahib para saludar a la familia. Se adelantó para desearles un feliz Holi, pero todo lo que consiguió fue soltar una ininterrumpida carcajada. Le mancharon la cara de colores y él siguió riendo. Le sentaron en un rincón y él siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Ahora el techo se alejaba flotando, y las paredes palpitaban de una manera asombrosa. Repentinamente se puso de pie y rodeó con sus brazos a Firoz e Imtiaz y se dirigió a la puerta, arrastrándoles con él. —¿Adónde vamos? —preguntó Firoz. —A casa de Pran —replicó Maan—. Tengo que pasar el Holi con mi cuñada. —Agarró un par de paquetes de polvos de colores y se los puso en el bolsillo de su kurta. —Es mejor que no conduzcas el coche de tu padre en este estado —dijo Firoz. —Vale, cogeremos un tonga, tonga —dijo Maan, agitando los brazos y a continuación abrazando a Firoz—. Pero primero bebamos un poco de thandai. Subes como un cohete. Tuvieron suerte. Aquella mañana no había muchos tongas, pero justo uno pasó trotando por donde se encontraban, en Cornwallis Road. El caballo se puso nervioso al pasar junto a la multitud de pintados y vociferantes estudiantes que iban camino de la universidad para celebrar el Holi. Le pagaron al tonga-wallah el doble de la tarifa normal y le pintaron la frente de rosa y por si acaso, también la del caballo de verde. Cuando Pran los vio bajar se levantó y les dio la bienvenida en el jardín. En la puerta del porche había una gran bañera de agua rosa y varias jeringuillas de cobre de más de medio metro de largo. La kurta y el pijama de Pran estaban empapados, y llevaba la cara y el pelo manchados de polvo rosa y amarillo. —¿Dónde está mi bhabhi? —gritó Maan. —No voy a salir... —dijo Savita desde dentro. —Muy bien —gritó Maan—, pues entraré yo. —Oh, no, de ninguna manera —dijo Savita—. No hasta que me traigas un sari. —Tendrás tu sari, lo que yo quiero es mi libra de carne —dijo Maan. —Muy gracioso —dijo Savita—. Puedes jugar al Holi cuanto quieras con mi marido, pero prométeme que sólo me pondrás un poco de color. —¡Sí, sí, te lo prometo! Sólo una pizca, solo de polvos... y un poquito en la bonita cara de tu hermanita... y me quedaré satisfecho... hasta el año que viene. Savita abrió la puerta con cautela. Llevaba un salwaar-kameez viejo y descolorido y estaba encantadora: riendo y preparada, para salir huyendo. Maan sujetando el paquete de povos rosas en la mano izquierda. Manchó ligeramente la frente de su cuñada. Ella metió la mano en el paquete para hacer lo mismo con él. —... y un poquito en cada mejilla... —prosiguió Maan mientras espolvoreaba más polvos en sua cara.. —Vale, vale, así vale —dijo Savita—. Muy bien. ¡Feliz Holi! —... y un poco más aquí... —dijo Maan, frotándole el cuello, los hombros y la espalda, sujetándola con fuerza y acariciándola un poco mientras ella luchaba por escapar. —Eres un verdadero rufián, nunca volveré a confiar en ti —dijo Savita—. Por favor, déjame ir, por favor, basta, Maan, por favor... en mi estado no... —De manera que soy un rufián, ¿eh? —dijo Maan, alcanzando una taza y llenándola en la bañera. —No, no, no... —dijo Savita—. No quise decir eso. Por favor, ayudadme —dijo Savita, medio riendo y medio gritando. La señora Rupa Mehra observaba alarmada a través de la ventana—. Agua de color no, por favor, Maan... —gritó Savita, alzando la voz hasta gritar. Pero, a pesar de su súplica, Maan derramó tres o cuatro tazas de agua fría y rosada sobre su cabeza, y frotó el polvo húmedo sobre su kameez, en la zona del pecho, riendo sin parar. Lata también estaba mirando por la ventana, estupefacta ante el atrevido y licencioso ataque de Maan, una licencia que probablemente era típica de aquella festividad. Casi podía sentir el tacto de las manos de Maan, y a continuación el frío sobresalto del agua. Para su sorpresa y la de su madre, que estaba de pie a su lado, soltó un grito ahogado y sintió un escalofrío. Pero nada la induciría a salir fuera, donde Maan proseguía con sus polícromos placeres. —Basta... —gritó Savita, enojada—. ¿Qué clase de cobardes sois? ¿Por qué no me ayudáis? Ha estado bebiendo bhang, se le nota, basta con mirarle a los ojos... Firoz y Pran consiguieron apartar a Maan lanzándole varios jeringillazos de agua coloreada, y éste huyó al jardín. Como no andaba muy firme, trastabilló y se cayó entre las canas amarillas. Sacó la cabeza entre las flores, justo el tiempo suficiente para cantar un único verso: “¡Vamos, hermanos, es Holi en la tierra de Braj!”, y volvió a sentarse, desapareciendo de la vista de todos. Un minuto después, como un reloj de cuco, se levantó, repitió el mismo estribillo y volvió a sentarse. Savita, decidida a vengarse, llenó un pequeño cubo de latón con el agua rosa y bajó la escalerita hacia el jardín, acercándose sigilosamente al parterre de canas. Justo en ese momento, Maan se levantó una vez más para cantar. Cuando su cabeza apareció entre las canas, vio a Savita y la lota de agua. Pero fue demasiado tarde. Savita, feroz y decidida, le arrojó todo el contenido del recipiente a la cara y al pecho. Al ver la expresión de asombro de Maan, soltó una risita. Pero Maan se había sentado de nuevo y estaba llorando: —Bhabhi no me quiere, mi bhabhi no me quiere. —Pues claro que no —dijo Savita—. ¿Por qué iba a quererte? Las lágrimas rodaron por las mejillas de Maan y nadie fue capaz de consolarle. Cuando Firoz intentó que se pusiera en pie, se le colgó sollozando: —Eres mi único amigo. ¿Dónde están los dulces? Ahora que Maan parecía más calmado, Lata se aventuró a salir y celebró un suave Holi con Pran, Firoz y Savita. También a la señora Rupa Mehra la espolvorearon con un poquito de color. Pero todo el rato Lata siguió preguntándose como se sentería ser frotada y espolvoreada por el alegre Maan de una manera tan íntima y pública. ¡Y se trataba de un hombre que estaba comprometido! Nunca había visto a nadie, ni remotamente, comportarse como Maan, y Pran distaba mucho de sentirse furioso. Una extraña familia, los Kapoor, pensó. Mientras tanto, Imtiaz, al igual que Maan, se sentía bastante colocado a causa del bhang que había puesto en su thandai, y estaba sentado en los escalones, sonriéndole al mundo y murmurando repetidamente para sí mismo una palabra que sonaba como «miocárdico». A veces la murmuraba y a veces la cantaba, y en ocasiones parecía ser una pregunta trascendente y sin respuesta. De vez en cuando se tocaba el pequeño lunar que tenía en la mejilla con aire pensativo. Un grupo de unos veinte estudiantes —multicolores y casi irreconocibles— apareció por la calle. Incluso había unas cuantas chicas en el grupo, y una de ellas era Malati, con la piel de color púrpura (pero todavía con los ojos verdes). Habían convencido al profesor Mishra para que se les uniera; vivía solo a unas pocas casas de distancia. Su mole cetácea era inconfundible, y además casi no estaba pintado. —Qué gran honor, qué gran honor —dijo Pran—, pero soy yo quien debería ir a su casa, señor, no usted a la mía. —Bueno, en estas cosas no hace falta ser muy formal —dijo el profesor Mishra, frunciendo los labios y parpadeando—. Ahora, dígame, ¿dónde está la encantadora señora Kapoor? —Hola, profesor Mishra, qué amable ha sido al venir a celebrar el Holi con nosotros —dijo Savita, avanzando con un poco de polvo en la mano—. Bienvenidos. Hola, Malati, nos estábamos preguntando qué te había ocurrido. Es casi mediodía. Bienvenidos, bienvenidos... Alguien aplicó un poco de color a la amplia frente del catedrático, para lo cual éste se inclinó ligeramente. Pero Maan, que hasta entonces había permanecido alicaído y reclinado sobre el hombro de Firoz, dejó caer una cana con la que había estado jugando y se adelantó con una ancha sonrisa hacia el profesor Mishra. —De manera que usted es el famoso profesor Mishra —dijo afablemente—. Qué maravilla conocer a un hombre con tan mala prensa—. Le abrazó efusivamente—. Dígame, ¿es usted de verdad un Enemigo del Pueblo? —preguntó en tono halagüeño—. ¡Qué cara tan extraordinaria, qué expresividad en el gesto! —murmuró en una reverencial apreciación mientras al catedrático se le desencajaba la cara.. —Maan —dijo Pran, perplejo. —¡Que malvado! —dijo Maan, con entusiasta aprobación. El profesoro Mishra se lo quedó mirando. —Mi hermano le llama Moby Dick, la gran ballena blanca —prosiguió Maan de forma amistosa—. Ya veo por qué. Venga a nadar —invitó al profesor Mishra, señalándole la bañera llena de agua rosa. —No, no, creo que no... —comenzó a decir el profesor Mishra débilmente. —Imtiaz, échame una mano —dijo Maan. —Miocárdico —dijo Imtiaz para indicar su buena disposición. Levantaron al catedrático Mishra por los hombros y le condujeron en volandas a la bañera. —¡No, no, cogeré una neumonía! —gritó el catedrático Mishra lleno de cólera y asombro. —¡Basta, Maan! —dijo Pran bruscamente. —¿Qué dice usted, doctor sahib? —preguntó Maan a Imtiaz. —Ninguna contraindicación —dijo Imtiaz, y los dos empujaron al desprevenido profesor dentro de la bañera. Éste chapoteó, calado hasta los huesos, inmerso en la rosez, frenético de ira y confusión. Todo el mundo observaba horrorizado. Cuando el profesor Mishra salió de la bañera, durante un momento permaneció de pie en la galería, temblando de humedad e irritación. Luego miró a la gente que había a su alrededor como un toro acorralado, bajó las escaleras dejando un reguero de agua a su paso y salió al jardín. Pran estaba tan desconcertado que ni siquiera intentó disculparse. Con indignada dignidad, la gran figura rosa se encaminó hacia la verja y desapareció calle abajo. Maan miró a todos los allí presentes buscando aprobación. Savita evitó devolverle la mirada, y todos los demás estaban quietos y abatidos, Maan pensó que, por alguna extraña razón, había vuelto a caer en desgracia.
Cap. 2.01 - ¡Oh, Bro!
Cap. 2.1 On the morning of Holi, Maan woke up smiling. He drank not just one but several glasses of thandai laced with bhang and was soon as high as a kite. He felt the ceiling floating down towards him—or was it he who was floating up towards it? As if in a mist he saw his friends Firoz and Imtiaz together with the Nawab Sahib arrive at Prem Nivas to greet the family. He went forward to wish them a happy Holi. But all he could manage was a continuous stream of laughter. They smeared his face with colour and he went on laughing. They sat him down in a corner and he continued laughing until the tears rolled down his cheeks. The ceiling had now floated away entirely, and it was the walls that were pulsing in and out in an immensely puzzling way. Suddenly he got up and put his arms around Firoz and Imtiaz and made for the door, pushing them along with him. ‘Where are we going?’ asked Firoz. ‘To Pran’s,’ Maan replied. ‘I have to play Holi with my sister-in-law.’ He grabbed a couple of packets of coloured powder and put them in the pocket of his kurta. ‘You’d better not drive your father’s car in this state,’ Firoz said. ‘Oh, we’ll take a tonga, a tonga,’ Maan said, waving his arms around, and then embracing Firoz. ‘But first drink some thandai. It’s got an amazing kick.’ They were lucky. There weren’t many tongas out this morning, but one trotted up just as they got on to Cornwallis Road. The horse was nervous as he passed the crowds of stained and shouting merrymakers on the way to the university. They paid the tonga-wallah double his regular fare and smeared his forehead pink and that of his horse green for good measure. When Pran saw them dismounting he went up and welcomed them into the garden. Just outside the door on the verandah of the house was a large bathtub filled with pink colour and several foot-long copper syringes. Pran’s kurta and pyjama were soaked and his face and hair smeared with yellow and pink powder. ‘Where’s my bhabhi?’ shouted Maan. ‘I’m not coming out—’ said Savita from inside. ‘That’s fine,’ shouted Maan, ‘we’ll come in.’ ‘Oh no you won’t,’ said Savita. ‘Not unless you’ve brought me a sari.’ ‘You’ll get your sari, what I want now is my pound of flesh,’ Maan said. ‘Very funny,’ said Savita. ‘You can play Holi as much as you like with my husband, but promise me you’ll only put a bit of colour on me.’ ‘Yes, yes, I promise! Just a smidgeon, no more, of powder—and then a bit on your pretty little sister’s face—and I’ll be satisfied—until next year.’ Savita opened the door cautiously. She was wearing an old and faded salwaar-kameez and looked lovely: laughing and cautious, half-poised for flight. Maan held the packet of pink powder in his left hand. He now smeared a bit on his sister-in-law’s forehead. She reached into the packet to do the same to him. ‘—and a little bit on each cheek—’ Maan continued as he smeared more powder on her face. ‘Good, that’s fine,’ said Savita. ‘Very good. Happy Holi!’ ‘—and a little bit here—’ said Maan, rubbing more on her neck and shoulders and back, holding her firmly and fondling her a bit as she struggled to get away. ‘You’re a real ruffian, I’ll never trust you again,’ said Savita. ‘Please let me go, please stop it, no, Maan, please—not in my condition. . . .’ ‘So I’m a ruffian, am I?’ said Maan, reaching for a mug and dipping it in the tub. ‘No, no, no—’ said Savita. ‘I didn’t mean it. Pran, please help me,’ said Savita, half laughing and half crying. Mrs Rupa Mehra was peeping in alarm through the window. ‘No wet colour, Maan, please—’ cried Savita, her voice rising to a scream. But despite all her pleading Maan poured three or four mugs of cold pink water over her head, and rubbed the moist powder on to her kameez over her breasts, laughing all the while. Lata was looking out of the window too, amazed by Maan’s bold, licentious attack—the licence presumably being provided by the day. She could almost feel Maan’s hands on her and then the cold shock of the water. To her surprise, and to that of her mother, who was standing next to her, she gave a gasp and a shiver. But nothing would induce her to go outside, where Maan was continuing his polychrome pleasures. ‘Stop—’ cried Savita, outraged. ‘What kind of cowards are you? Why don’t you help me? He’s had bhang, I can see it—just look at his eyes—’ Firoz and Pran managed to distract Maan by squirting several syringes full of coloured water at him, and he fled into the garden. He was not very steady on his feet as it was, and he stumbled and fell into the bed of yellow cannas. He raised his head among the flowers long enough to sing the single line: ‘Oh revellers, it’s Holi in the land of Braj!’ and sat down again, disappearing from view. A minute later, like a cuckoo clock, he got up to repeat the same line and sat down once more. Savita, bent on revenge, filled a small brass pot with coloured water and came down the steps into the garden. She made her way stealthily to the bed of cannas. Just at that moment Maan got up once again to sing. As his head appeared above the cannas he saw Savita and the lota of water. But it was too late. Savita, fierce and determined, threw the entire contents on his face and chest. Looking at Maan’s astonished expression she began to giggle. But Maan had sat down once again and was now crying, ‘Bhabhi doesn’t love me, my bhabhi doesn’t love me.’ ‘Of course, I don’t,’ said Savita. ‘Why should I?’ Tears rolled down Maan’s cheeks and he was inconsolable. When Firoz tried to get him on to his feet he clung to him. ‘You’re my only real friend,’ he wept. ‘Where are the sweets?’ Now that Maan had neutralized himself, Lata ventured out and played a little mild Holi with Pran, Firoz and Savita. Mrs Rupa Mehra got smeared with a bit of colour too. But all the while Lata kept wondering what it would have felt like to be rubbed and smeared by the cheerful Maan in such a public and intimate way. And this was a man who was engaged! She had never seen anyone behave even remotely like Maan—and Pran was very far from furious. A strange family, the Kapoors, she thought. Meanwhile Imtiaz, like Maan, had got fairly stoned on the bhang in his thandai and was sitting on the steps, smiling at the world and murmuring repeatedly to himself a word that sounded like ‘myocardial’. Sometimes he murmured it, sometimes he sang it, at other times it seemed to be a question both profound and unanswerable. Occasionally he would touch the small mole on his cheek in a thoughtful manner. A group of about twenty students—multicoloured and almost unrecognizable—appeared along the road. There were even a few girls in the group—and one of them was the now purple-skinned (but still green-eyed) Malati. They had induced Professor Mishra to join them; he lived just a few houses away. His whale-like bulk was unmistakable, and besides, he had very little colour on him. ‘What an honour, what an honour,’ said Pran, ‘but I should have come to your house, Sir, not you to mine.’ ‘Oh, I don’t stand on ceremony in such matters,’ said Professor Mishra, pursing his lips and twinkling his eyes. ‘Now, do tell me, where is the charming Mrs Kapoor?’ ‘Hello, Professor Mishra, how nice of you to have come to play Holi with us,’ Savita said, advancing with a little powder in her hand. ‘Welcome, all of you. Hello, Malati, we were wondering what had happened to you. It’s almost noon. Welcome, welcome—’ A little colour was applied to the Professor’s broad forehead as he bent downwards. But Maan, who had been leaning, downcast, on Firoz’s shoulder, now dropped a canna he had been toying with and advanced with an open-hearted smile towards Professor Mishra. ‘So you are the notorious Professor Mishra,’ he said in delighted welcome. ‘How wonderful to meet so infamous a man.’ He embraced him warmly. ‘Tell me, are you really an Enemy of the People?’ he asked encouragingly. ‘What a remarkable face, what a mobile expression!’ he murmured in awed appreciation as Professor Mishra’s jaw dropped. ‘Maan,’ said Pran, startled. ‘So nefarious!’ said Maan, in wholehearted approval. Professor Mishra stared at him. ‘My brother calls you Moby-Dick, the great white whale,’ continued Maan in a friendly way. ‘Now I see why. Come for a swim,’ he invited Professor Mishra generously, indicating the tub full of pink water. ‘No, no, I don’t think—’ began Professor Mishra weakly. ‘Imtiaz, give me a hand,’ said Maan. ‘Myocardial,’ said Imtiaz to indicate his willingness. They lifted Professor Mishra by the shoulders and led him physically to the tub. ‘No, no, I’ll get pneumonia!’ cried Professor Mishra in anger and bewilderment. ‘Stop it, Maan!’ said Pran sharply. ‘What do you say, Doctor Sahib?’ Maan asked Imtiaz. ‘No contraindications,’ said Imtiaz, and the two pushed the unprepared professor into the tub. He splashed around, wet to the bone, submerged in pinkness, wild with rage and confusion. Maan looked on, helpless with happy laughter, while Imtiaz grinned beneficently. Pran sat down on a step with his head in his hands. Everyone else looked on horrified. When Professor Mishra got out of the tub he stood on the verandah for a second, trembling with wetness and emotion. Then he looked around the company like a bull at bay, and walked dripping down the steps and out of the garden. Pran was too taken aback even to apologize. With indignant dignity the great pink figure made its way out of the gate and disappeared along the road. Maan looked around at the assembled company for approval. Savita avoided looking at him, and everyone else was quiet and subdued, and Maan felt that for some reason he was in the doghouse again.