Sedas y saris
Lectura por entregas
del libro de Vikram Seth
"Un buen Partido"
Cap. 2.20 - Una lectura apasionante
Cap.- 2.20 A la noche siguiente, cuando Maan le preguntó al guardián por la salud de Saeeda Bai, se le informó que habían dejado instrucciones para que le condujera a su presencia. Lo cual era maravilloso, considerando que ni había dicho ni había mandado una nota diciendo que volvería. Mientras subía las escaleras, al final del vestíbulo, se detuvo para admirarse en el espejo, y se saludó con un “Adaab arz, Dagh sahib” en sotto voce, llevándose la mano ahuecada a la frente en alegre saludo. Iba vestido tan elegante como siempre, con una kurta almidonada e impecable; llevaba el mismo gorro blanco que había llamado la atención de Saeeda Bai. Cuando llegó a la galería del último piso, que bordeaba el vestíbulo de la planta baja, se detuvo. No se oían música ni voces. Saeeda Bai probablemente estaría sola. Se sintió embargado por una agradable perspectiva; el corazón comenzó a latirle con fuerza. Ella debía de haber oído sus pasos: dejó la novela que estaba leyendo –o al menos parecía una novela por la ilustración de la portada–y se puso de pie para saludarle. Mientras cruzaba el umbral de la habitación, le dijo. —Dagh sahib, Dagh sahib, no tenías que haber hecho eso. Maan la miró: Saeeda Bai parecía un poco cansada. Llevaba el mismo sari de seda roja que aquella noche en Prem Nivas. Él sonrió y le contestó: —Todo objeto pugna por hallar su lugar idóneo. Un libro busca estar cerca de su más ferviente admirador. Al igual que esta indefensa polilla busca estar cerca de la vela que la seduce. —Pero, Maan sahib, los libros se eligen con cuidado y se tratan con amor —dijo Saeeda Bai, llamándole tiernamente por su nombre –por primera vez, ¿no?– y haciendo caso omiso de su comentario convencionalmente galante—. Debes de haber tenido este libro en tu biblioteca durante muchos años. No deberías haberte separado de él. De hecho, Maan tenía el libro en sus estanterías, pero en Benarés. Por alguna razón se había acordado de él y de inmediato había pensado en Saeeda Bai, y tras buscar un poco había encontrado un ejemplar de segunda mano, en perfecto estado, en una librería del Chowk. Pero deleitándose escuchando con qué gentileza se dirigía a él, todo lo que dijo fue: —El urdu, aun en estos poemas que me se de memoria, escapa a mi comprensión. No sé leerlo. ¿Os gusta? —Sí —dijo Saeeda Bai bajito—. Todo el mundo me regala joyas y cosas que brillan, pero nada ha cautivado tanto mis ojos y mi corazón como tu regalo. Pero, ¿Por qué estamos de pie? Por favor, siéntate. Maan se sentó. Le llegaba la misma suave fragancia que ya había percibido antes en la habitación. Aunque aquel día la esencia de rosas se entremezclaba ligeramente con un olor a almizcle, combinación que casi hizo desfallecer de deseo al resistente Maan. —¿Quieres un whisky, Dagh sahib? —preguntó Saeeda Bai—. Lo siento, pero éste es el único que tengo —añadió, señalando la botella medio vacía de Black Dog. —Pero sí es un whisky excelente, Saeeda Begum —dijo Maan. —Hace tiempo que lo tenemos —dijo ella, alargándole un vaso. Maan se quedó sentado en silencio durante un rato, reclinado sobre un largo cojín cilíndrico bebiendo su wisky. A continuación dijo: —A menudo me he preguntado por los versos que inspiraron las láminas de Chughtai, pero nunca he conseguido pedirle a alguien que supiera urdu que me los leyera. Por ejemplo, hay una lámina que siempre me ha intrigado. Puedo describirla sin tan siquiera abrir el libro. Muestra un paisaje acuático en marrones y naranjas, con un árbol, un árbol de hojas marchitas surgiendo del agua. Y en algún lugar, en mitad del agua, flota un loto en el que descansa una pequeña y humeante lámpara de aceite. ¿Sabes a cual me refiero? Creo que está al principio del libro. En la página de papel de seda que lo protege hay una sola palabra: “¡Vida!” Es lo único que hay escrito en inglés, y es muy misterioso, porque debajo hay un pareado completo en urdu. ¿Quizá podrías leérmelo? Saeeda Bai cogió el libro. Se sentó a la izquierda de Maan, y mientras él volvía las páginas de su magnífico regalo, ella rezaba para que no llegara a la página rota que con tanto esmero había pegado. Los títulos en inglés eran extrañamente sucintos. Después de dejar atrás “En torno al Amado”, “La Copa Rebosante”, “La Vigilia Inútil”, Maan llegó hasta el que decía “¡Vida!”. —Éste— dijo, mientras volvía a examinar la misteriosa reproducción—.Ghalib tiene montones de versos que hablan de lámparas. Me pregunto cuál será éste. Saeeda Bai volvió la hoja de papel de seda que lo cubría, y al hacerlo las manos de ambos se tocaron por un instante. Inhalando suavemente, Saeeda Bai bajó la mirada hacia los versos en urdu, y leyó en voz alta: El caballo del tiempo galopa deprisa: veamos dónde se detiene. Ni hay mano en las riendas, ni pie en el estribo. Maan prorrumpió en carcajadas. —Bueno —dijo—, eso debería enseñarme lo peligroso que es llegar a conclusiones basadas en premisas dudosas. Leyeron otros páginas y luego Saeeda Bai dijo: —Cuando esta mañana hojeé los poemas, me pregunté qué dirían las páginas en inglés que hay al final del libro. Al principio del libro, desde mi punto de vista, pensó Maan, aún sonriendo. Y en voz alta dijo:—Supongo que es una traducción de las páginas en urdu que hay al otro extremo del libro, pero ¿por qué no asegurarnos? —Por supuesto —dijo Saeeda Bai—. Pero para hacerlo tendremos que cambiar de lugar, y Dagh sahib tendrá que sentarse a mi izquierda. Así podrás leer la frase en inglés y yo la traducción en urdu. Será como tener un profesor particular —añadió con una leve sonrisa en los labios. La proximidad de Saeeda Bai durante aquellos minutos, aunque había sido deliciosa, le creaba ahora un pequeño problema a Maan. Antes de ponerse en pie para cambiar de sitio tuvo que arreglarse ligeramente la ropa a fin de que ella no viera lo excitado que estaba. Pero cuando volvió a sentarse le pareció que Saeeda Bai se estaba divirtiendo como nunca. Es una verdadera sitam-zareef, se dijo: con una sonrisa te tiene a sus pies. —Así que Ustad sahib, vamos a empezar la clase —dijo alzando una ceja. —Muy bien —dijo Maan sin mirarla, pero muy consciente de su proximidad—. El primer texto es una introducción de un tal James Cousins a las ilustraciones de Chughtai. —Oh —dijo Saeeda Bai—, el primer texto en urdu es una explicación del propio artista acerca de cuáles eran sus expectativas al entregar este libro a la imprenta. —Y —prosiguió Maan— mi segundo articulo es un prólogo del poeta Iqbal, del libro como un todo. —En el mío —dijo Saeeda Bai— es un largo ensayo, otra vez del propio Chughtai, sobre diversos temas, incluyendo sus opiniones sobre arte. —Mira esto —dijo Maan, de pronto interesado en lo que estaba leyendo—. Ya no me acordaba de lo pretencioso que era el prólogo que escribió Iqbal. Parece que sólo hable de sus propios libros, no del que está presentando. “En ese libro mío dije esto, en aquel dije lo otro...”, y sólo unos cuantos comentarios condescendientes sobre Chughtai y lo joven que era.... Se interrumpió indignado. —Dagh sahib —dijo Saeeda Bai—, se está acalorando. Se miraron. Maan se sintió un tanto desconcertado por la franqueza de Saeeda Bai. Le pareció que ella estaba reprimiendo una carcajada. —Quizá debería enfriarle un poco con un gazal melancólico —prosiguió Saeeda Bai. —Sí, ¿por qué no lo pruebas —dijo Maan, recordando lo que ella dijera una vez de los gazales—. Veamos qué efecto tiene sobre mí. —Déjame llamar a mis músicos —dijo Saeeda Bai. —No —dijo Maan, colocando la mano sobre la de ella—. Sólo tú y el armonio, eso será suficiente. —¿Al menos mi acompañante a la tabla? —Llevaré el ritmo con mi corazón —dijo Maan. Con una ligera inclinación de cabeza —un gesto que casi detuvo en seco el corazón de Maan— Saeeda Bai consintió. —¿Será capaz de ponerse en pie y traérmelo? —preguntó maliciosa. —Hummm —dijo Maan, pero permaneció sentado. —Y también veo que está vacío su vaso —añadió Saeeda Bai. Negándose esta vez a que nada le azorara, Maan se puso en pie. Le trajo el armonio y se sirvió otra bebida. Saeeda Bai canturreó unos segundos y dijo: —Sí, ya sé cuál servirá. —Y comenzó a cantar los enigmáticos versos—: En el jardín ni un grano de polvo se desperdicia. Incluso el sendero es como una lámpara para la mancha del tulipán. Al llegar a la palabra “dagh”, Saeeda Bai le lanzó una irónica y furtiva mirada a Maan. Los siguientes versos pasaron sin pena ni gloria. Pero los siguientes: La rosa se ríe del aleteo del ruiseñor; lo que ellos llaman amor es un defecto de la mente. Maan, que conocía bien estos versos, debió de poner un evidente gesto de consternación; pues, a continuación, Saeeda Bai se volvió para mirarle, echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas. La visión de su cuello blanco y suave al descubierto, su risa repentina y ligeramente ronca, y la excitación de no saber si se estaba riendo con él o de él, hizo que Maan perdiera totalmente los estribos. Antes de saber lo que estaba haciendo, y a pesar del estorbo del armonio, se inclinó sobre ella y la besó en el cuello, y antes de darse cuenta, ella le estaba respondiendo. —Ahora no, ahora no, Dagh sahib —dijo ella, casi sin aliento. —Ahora..., ahora... —dijo Maan. —Entonces es mejor que vayamos a la otra habitación —dijo Saeeda Bai—. Estás cogiendo la costumbre de interrumpir mis gazales. —¿En qué otra ocasión he interrumpido tus gazales? —preguntó Maan mientras ella le conducía a su dormitorio. —Te lo contaré en otro momento —dijo Saeeda Bai.
Cap. 2.20 - A Literary Tryst
Cap. 2.20 The next evening, when Maan asked the watchman about Saeeda Bai’s health, he was told that she had left instructions that he was to be sent up. This was wonderful, considering that he had neither left word nor sent a note to say that he would be coming. As he walked up the stairs at the end of the hall he paused to admire himself in the mirror, and greeted himself with a sotto voce ‘Adaab arz, Dagh Sahib’, raising his cupped hand to his forehead in happy salutation. He was dressed as smartly as ever in a starched and immaculate kurta-pyjama; he wore the same white cap that had drawn a comment from Saeeda Bai. When he got to the upstairs gallery that fringed the hall below, he stopped. There was no sound of music or talk. Saeeda Bai would probably be alone. He was filled with a pleased expectation; his heart began beating hard. She must have heard his footsteps: she had put down the slim novel she had been reading—at least it appeared to be a novel from the illustration on the cover—and had stood up to greet him. As he entered the doorway she said, ‘Dagh Sahib, Dagh Sahib, you did not need to do that.’ Maan looked at her—she appeared a little tired. She was wearing the same red silk sari that she had worn in Prem Nivas. He smiled and said: ‘Every object strives for its proper place. A book seeks to be near its truest admirer. Just as this helpless moth seeks to be near the candle that infatuates him.’ ‘But, Maan Sahib, books are chosen with care and treated with love,’ said Saeeda Bai, addressing him tenderly by his own name for—was it?—the first time, and entirely disregarding his conventionally gallant remark. ‘You must have had this book in your library for many years. You should not have parted with it.’ Maan had in fact had the book on his bookshelf, but in Banaras. He had remembered it for some reason, had thought immediately of Saeeda Bai, and after some search had obtained a perfect second-hand copy from a bookseller in Chowk. But in the pleasure of hearing himself so gently addressed, all he now said was, ‘The Urdu, even of those poems that I know by heart, is wasted on me. I cannot read the script. Did you like it?’ ‘Yes,’ said Saeeda Bai very quietly. ‘Everyone gives me jewels and other glittering things, but nothing has caught my eyes or my heart like your gift. But why are we standing? Please sit down.’ Maan sat down. There was the same slight fragrance that he had noticed before in this room. But today attar of roses was slightly interfused with attar of musk, a combination which made the robust Maan almost weak with longing. ‘Will you have some whisky, Dagh Sahib?’ asked Saeeda Bai. ‘I am sorry that this is the only kind we have got,’ she added, indicating the half-empty bottle of Black Dog. ‘But this is excellent whisky, Saeeda Begum,’ said Maan. ‘We’ve had it for some time,’ she said, handing him the glass. Maan sat silent for a while, leaning against a long cylindrical bolster and sipping his Scotch. Then he said, ‘I’ve often wondered about the couplets that inspired Chughtai’s paintings, but have never got around to asking someone who knows Urdu to read them to me. For instance, there is one picture that has always intrigued me. I can describe it even without opening the book. It shows a watery landscape in orange and brown, with a tree, a withered tree, rising out from the water. And somewhere in the middle of the water floats a lotus on which a small, smoky oil lamp is resting. Do you know the one I’m talking about? I think it’s somewhere at the beginning of the book. On the page of tissue that covers it is the single word “Life!” That’s all there is in English, and it is very mysterious—because there is a whole couplet underneath in Urdu. Perhaps you could tell me how it reads?’ Saeeda Bai fetched the book. She sat down on Maan’s left, and as he turned the pages of his magnificent gift, she prayed that he would not come upon the torn page that she had carefully patched together. The English titles were oddly succinct. After flipping past ‘Around the Beloved’, ‘The Brimming Cup’, and ‘The Wasted Vigil’, Maan came to ‘Life!’ ‘This is the one,’ he said, as they re-examined the mysterious painting. ‘Ghalib has plenty of couplets dealing with lamps. I wonder which one this is.’ Saeeda Bai turned back to the covering sheet of tissue, and as she did their hands touched for a moment. With a slight intake of breath, Saeeda Bai looked down at the Urdu couplet, then read it out: ‘The horse of time is galloping fast: let us see where he halts. Neither is the hand on the reins nor the foot in the stirrup.’ Maan burst out laughing. ‘Well,’ he said, ‘that should teach me how dangerous it is to come to conclusions based on shaky assumptions.’ They went through a couple of other couplets, and then Saeeda Bai said: ‘When I looked through the poems this morning, I wondered what the few pages in English at the end of the book were all about.’ The beginning of the book from my point of view, thought Maan, still smiling. Aloud, he said: ‘I suppose it’s a translation of the Urdu pages at the other end—but why don’t we make sure?’ ‘Certainly,’ said Saeeda Bai. ‘But to do so you will have to change places with me and sit on my left. Then you can read a sentence in English and I can read its translation in Urdu. It will be like having a private tutor,’ she added, a slight smile forming on her lips. The very nearness of Saeeda Bai in these last few minutes, delightful as it had been, now created a small problem for Maan. Before he got up to change places with her he had to make a slight adjustment to his clothing in order not to let her see how aroused he was. But when he sat down again it seemed to him that Saeeda Bai was more amused than ever. She’s a real sitam-zareef, he thought to himself—a tyrant with a smile. ‘So, Ustad Sahib, let’s begin our lesson,’ she said, raising an eyebrow. ‘Well,’ said Maan, not looking at her, but acutely conscious of her closeness. ‘The first item is an introduction by a certain James Cousins to Chughtai’s illustrations.’ ‘Oh,’ said Saeeda Bai, ‘the first item from the Urdu side is an explanation by the artist himself of what he hoped to do by having this book printed.’ ‘And,’ continued Maan, ‘my second item is a foreword by the poet Iqbal to the book as a whole.’ ‘And mine,’ said Saeeda Bai, ‘is a long essay, again by Chughtai himself, on various matters, including his views on art.’ ‘Look at this,’ said Maan, suddenly involved in what he was reading. ‘I’d forgotten what a pompous foreword Iqbal wrote. All he seems to talk about is his own books, not the one that he’s introducing. “In this book of mine I said this, in that book of mine I said that”—and only a few patronizing remarks about Chughtai and how young he is—’ He stopped indignantly. ‘Dagh Sahib,’ said Saeeda Bai, ‘you’re getting heated all right.’ They looked at each other, Maan thrown a little off balance by her directness. It seemed to him that she was trying to refrain from laughing outright. ‘Perhaps I should cool you down with a melancholy ghazal,’ continued Saeeda Bai. ‘Yes, why don’t you try?’ said Maan, remembering what she had once said about ghazals. ‘Let’s see what effect it has on me.’ ‘Let me summon my musicians,’ said Saeeda Bai. ‘No,’ said Maan, placing his hand on hers. ‘Just you and the harmonium, that’ll be enough.’ ‘At least the tabla player?’ ‘I’ll keep the beat with my heart,’ said Maan. With a slight inclination of the head—a gesture that made Maan’s heart almost skip a beat—Saeeda Bai acquiesced. ‘Would you be capable of standing up and getting it for me?’ she asked slyly. ‘Hmm,’ said Maan, but remained seated. ‘And I also see that your glass is empty,’ added Saeeda Bai. Refusing this time to be embarrassed by anything, Maan got up. He fetched her the harmonium and himself another drink. Saeeda Bai hummed for a few seconds and said, ‘Yes, I know which one will do.’ She began to sing the enigmatic lines: ‘No grain of dust in the garden is wasted. Even the path is like a lamp to the tulip’s stain.’ At the word ‘dagh’ Saeeda Bai shot Maan a quick and amused glance. The next couplet was fairly uneventful. But it was followed by: ‘The rose laughs at the activities of the nightingale— What they call love is a defect of the mind.’ Maan, who knew these lines well, must have shown a very transparent dismay; for as soon as Saeeda Bai looked at him, she threw back her head and laughed with pleasure. The sight of her soft white throat exposed, her sudden, slightly husky laughter, and the piquancy of not knowing whether she was laughing with or at him made Maan completely forget himself. Before he knew it and despite the hindrance of the harmonium, he had leaned over and kissed her on the neck, and before she knew it she was responding. ‘Not now, not now, Dagh Sahib,’ she said, a little out of breath. ‘Now—now—’ said Maan. ‘Then we’d better go to the other room,’ said Saeeda Bai. ‘You are getting into the habit of interrupting my ghazals.’ ‘When else have I interrupted your ghazals?’ asked Maan as she led him to her bedroom. ‘I’ll tell you some other time,’ said Saeeda Bai.
Cap. 2.19 - Las alas de la cortesana
Cap. 2.19 Mientras los gazales sonaban en el piso de arriba, Maan caminaba hacia la casa. Desde la calle no se oía el sonido de la música. Le dijo al guardián que venía a ver a Saeeda Bai, pero el hombre impasible le dijo que estaba indispuesta. —Oh —dijo Maan, lleno de preocupación—. Déjame entrar. Veré cómo está, quizá pueda ir a buscar a un médico. —Begum sahiba hoy no recibe visitas. —Pero tengo algo para ella —dijo Maan. Llevaba un libro de considerable tamaño en la mano izquierda. Metió la derecha en el bolsillo y sacó la cartera—. ¿Te encargarás de que lo reciba? —Sí, Huzoor —dijo el guardián, aceptando un billete de cinco rupias. —Muy bien,—dijo Maan, y mirando con desilusión la casa color rosa que había al otro lado de la verja verde, se alejó lentamente. Pasados un par de minutos el guardián llevó el libro a la puerta principal y se lo entregó a Bibbo. —¿Es para mí? —dijo Bibbo con coquetería. El guardián la miró con tal ausencia de expresión que fue casi una expresión en sí misma. —No. Y dile a begum sahiba que es de parte del joven que vino el otro día. —¿El que te ocasionó algún problema con begum sahiba? —No tuve ningún problema con ella. Y el guardián regresó a la verja. Bibbo soltó una risita y cerró la puerta. Observó el libro unos minutos. Era muy bonito y, aparte de las letras, contenía imágenes de lánguidos hombres y mujeres en diversos escenarios románticos. Una ilustración le gustó especialmente. Una mujer con una túnica negra estaba arrodillada junto a una tumba. Tenía los ojos cerrados. Había estrellas en el ciclo, tras un alto muro que se veía al fondo. En primer plano aparecía un árbol sin hojas, de poca altura y de tronco retorcido, las raíces engarfiadas alrededor de enormes piedras. Bibbo se quedó perpleja durante unos instantes. A continuación, sin acordarse del rajá de Marh, cerró el libro y se lo llevó a Saeeda Bai. Como la chispa en una larga mecha, el libro recorrió el camino desde la verja hasta la puerta principal, siguió por el pasillo, subió las escaleras, atravesó la galería hasta llegar a la puerta abierta de la habitación donde Saeeda Bai entretenía al rajá. Cuando Bibbo le vio, se detuvo abruptamente e hizo ademán de retirarse hacia la galería. Pero Saeeda Bai la había visto. Interrumpió el gazal que estaba cantando. —Bibbo, ¿qué pasa? Entra. —Nada, Saeeda begum. Volveré más tarde. —¿Qué ocurre con esta chica? Primero nos interrumpe y a continuación dice: “Nada, Saeeda begum. Volveré más tarde.” ¿Qué tienes en las manos? —Nada, begum sahiba. —Vamos a ver esa nada —dijo Saeeda Bai. Bibbo entró con un atemorizado salaam y le entregó el libro. Sobre la cubierta marrón, en letras doradas, decía en urdu: Obras poéticas de Ghalib. Ilustraciones de Chughtai. Estaba claro que no se trataba de una edición cualquiera de los poemas de Ghalib. Saeeda Bai no pudo resistirse a abrirlo. Pasó las páginas. El libro contenía unas palabras de introducción y un prólogo del artista Chughtai, los poemas completos en urdu del gran Ghalib, una serie de láminas con hermosas pinturas de estilo persa (cada una de ellas ilustraba un verso o dos de la poesía de Ghalib) y un texto en inglés. Este último debía de ser un prefacio si abrías el libro por el final, pensó Saeeda Bai, a quien todavía le divertía el hecho de que los libros en inglés se abrieran por el lado equivocado. Tan encantada estaba con el regalo que lo colocó sobre el armonio y comenzó a hojear las ilustraciones. —¿Quién lo envía? —preguntó, al observar que no habla dedicatoria. Tanta era su satisfacción que se había olvidado de la presencia del rajá, que ya hervía de cólera o celos. Bibbo, recorriendo el cuarto con la mirada en busca de inspiración, dijo: —Me lo dio el guardián. Había percibido la peligrosa furia del rajá, y no deseaba que su ama diera muestras de la involuntaria alegría que la invadiría si el nombre del admirador era mencionado directamente. Además, lo más probable era que el rajá tampoco mostrara una actitud demasiado favorable hacia el remitente del libro; y Bibbo, aunque traviesa, no le deseaba a Maan ningún mal. De hecho, todo lo contrario. Mientras tanto, Saeeda Bai, la cabeza gacha, miraba la imagen de una anciana, una muchacha y un muchacho que rezaban ante una ventana, hacia la luna nueva que asomaba al anochecer. —Sí, sí... —dijo—, pero ¿quién lo envía? —Levantó la mirada y frunció el ceño. Bibbo, al verse obligada a ello, intentó pronunciar el nombre de Maan tan elípticamente como le fue posible. Con la esperanza de que el rajá no la viera, señaló una mancha en la blanca alfombra del suelo donde éste derramara un poco de whisky. En voz alta dijo: —No lo sé. No dejaron ningún nombre. ¿Puedo marcharme? —Sí, sí. Menuda idiota... —dijo su ama, irritada por el enigmático comportamiento de Bibbo. Pero el rajá de Mahr no iba a seguir tolerando esa insolente interrupción. Con un desagradable bufido hizo un movimiento para agarrar el libro de las manos de Saeeda Bai. Si ella no lo hubiera alejado velozmente en el último momento se lo habría arrancado de las manos. El rajá, respirando pesadamente, dijo: —¿Quién es él? ¿A cuánto asciende su fortuna? ¿Cómo se llama? ¿Todo esto forma parte de tu espectáculo? —No..., no... —dijo Saeeda Bai—, por favor, perdona a esa chica estúpida. Es imposible enseñar modales y discernimiento a estas chicas de pueblo. —A continuación, para ablandarle, añadió—: Pero mira esta imagen..., es encantadora..., las manos levantadas, orando..., la puesta de sol, la cúpula y el minarete blancos de la mezquita... Fue una táctica equivocada. Con un gutural gruñido de rabia, el rajá de Mahr arrancó la página que le estaba mostrando. Saeeda Bai se lo quedó mirando, petrificada. —¡Tocad! —les rugió a Motu y a Ishaq. Y a Saeeda Bai le dijo, acercándole la cara amenazante—: ¡Y tú Canta! Acaba el gazal... ¡No! Empieza de nuevo. Recuerda para quién tienes reservada esta velada. Saeeda Bai volvió a colocar la página desgarrada en el libro, lo cerró y lo colocó junto al armonio. A continuación, cerrando los ojos, comenzó a cantar de nuevo las palabras de amor. Su voz temblaba y no había vida en los versos. De hecho, ni siquiera pensaba en ellos. Tras sus lágrimas, estaba pálida de cólera. Si hubiera tenido libertad para hacerlo, se habría abalanzado contra el rajá, le habría arrojado el whisky a sus saltones y enrojecidos ojos, le habría azotado la cara y le habría echado a la calle. Pero sabía que, a pesar de su saber mundano, estaba totalmente indefensa. Para evitar esos pensamientos, su mente se centró en los gestos de Bibbo. ¿Whisky? ¿Licor? ¿La alfombra blanca? ¿El suelo?, se preguntó. Entonces de repente comprendió lo que Bibbo había intentado decirle. Era la palabra que significaba mancha: “Dagh”. Entonces con una canción en el corazón, y no sólo en los labios, Saeeda Bai abrió los ojos y sonrió, mirando la mancha de whisky. ¡Como la meada de un perro negro!, pensó. Debo hacerle un regalo a esta muchacha tan espabilada. Pensó en Maan, un hombre —de hecho el único hombre— que le atraía y sobre el que, al mismo tiempo, creía poder ejercer un control total. Quizá no le había tratado lo suficientemente bien, quizás había sido demasiado desdeñosa con su enamoramiento. El gazal que estaba cantando brotó lleno de vida. Ishaq Khan se quedó perplejo y no conseguía entenderlo. Incluso Motu Chand estaba asombrado. Y también poseía encanto para apaciguar a una bestia salvaje. La cabeza del rajá de Mahr cayó suavemente sobre su corpachón, y al poco empezó a roncar.
Cap. 2.19 - The Courtesan's Wings
Cap. 2.19 While the ghazals were proceeding upstairs, Maan was walking towards the house. From the street he could not make out the sound of singing. He told the watchman he was there to see Saeeda Bai, but the stolid man told him that she was indisposed. ‘Oh,’ said Maan, his voice filled with concern. ‘Let me go in—I’ll see how she is—perhaps I can fetch a doctor.’ ‘Begum Sahiba is not admitting anyone today.’ ‘But I have something for her with me here,’ said Maan. He had a large book in his left hand. He reached into his pocket with his right and extracted his wallet. ‘Would you see she gets it?’ ‘Yes, Huzoor,’ said the watchman, accepting a five-rupee note. ‘Well, then—’ said Maan and, with a disappointed look at the rose-coloured house beyond the small green gate, walked slowly away. The watchman carried the book a couple of minutes later to the front door and gave it to Bibbo. ‘What—for me?’ said Bibbo flirtatiously. The watchman looked at her with such a lack of expression it was almost an expression in itself. ‘No. And tell Begum Sahiba it was from that young man who came the other day.’ ‘The one who got you into such trouble with Begum Sahiba?’ ‘I was not in trouble.’ And the watchman walked back to the gate. Bibbo giggled and closed the door. She looked at the book for a few minutes. It was very handsome and—apart from print—contained pictures of languid men and women in various romantic settings. One particular picture took her fancy. A woman in a black robe was kneeling by a grave. Her eyes were closed. There were stars in the sky behind a high wall in the background. In the foreground was a short, gnarled, leafless tree, its roots entwined among large stones. Bibbo stood wondering for a few moments. Then, without thinking about the Raja of Marh, she closed the book to take it up to Saeeda Bai. Like a spark on a slow fuse, the book now moved from the gate to the front door, across the hall, up the stairs and along the gallery to the open doorway of the room where Saeeda Bai was entertaining the Raja. When she saw him, Bibbo stopped abruptly and tried to retreat along the gallery. But Saeeda Bai had spotted her. She broke off the ghazal she was singing. ‘Bibbo, what’s the matter? Come in.’ ‘Nothing, Saeeda Begum. I’ll come back later.’ ‘What’s the matter with the girl? First she interrupts, then it’s “Nothing, Saeeda Begum, I’ll come back later!” What’s that in your hands?’ ‘Nothing, Begum Sahiba.’ ‘Let’s have a look at that nothing,’ said Saeeda Bai. Bibbo entered with a frightened salaam, and handed the book to her. On the brown cover in gold letters it said in Urdu: The Poetical Works of Ghalib. An Album of Pictures by Chughtai. It was clearly no ordinary collected poems of Ghalib. Saeeda Bai could not resist opening it. She turned the pages. The book contained a few words of introduction and an essay by the artist Chughtai, the entire collected Urdu poems of the great Ghalib, a group of plates of the most beautiful paintings in the Persian style (each illustrating a line or two of Ghalib’s poetry), and some text in English. This English text was probably a foreword when seen from the other side, thought Saeeda Bai, who was still amused by the fact that books in English opened at the wrong end. So delighted was she by the gift that she placed it on the harmonium and began to leaf through the illustrations. ‘Who sent it?’ she asked, when she noticed that there was no inscription. In her pleasure she had forgotten the presence of the Raja, who was simmering with anger and jealousy. Bibbo, with a quick glance around the room for inspiration, said, ‘It came with the watchman.’ She had sensed the Raja’s dangerous rage, and did not wish her mistress to display the involuntary joy she might if her admirer’s name were mentioned directly. Besides, the Raja would not be tenderly disposed towards the sender of the book; and Bibbo, though mischievous, did not wish Maan ill. Far from it, in fact. Meanwhile, Saeeda Bai, her head down, was looking at a picture of an old woman, a young woman and a boy praying before a window towards a new moon at sunset. ‘Yes, yes—’ she said ‘—but who sent it?’ She looked up and frowned. Bibbo, now under duress, tried to name Maan as elliptically as possible. Hoping that the Raja would not notice, she pointed to a spot on the white-sheeted floor where he had spilt some of his whisky. Aloud she said, ‘I don’t know. No name was left. May I go?’ ‘Yes, yes—what a fool—’ said her mistress, impatient with Bibbo’s enigmatic behaviour. But the Raja of Marh had had enough of this insolent interruption. With an ugly snort he moved forward to snatch the book from Saeeda Bai’s hands. If she had not moved it swiftly away at the last moment he would have ripped it from her grasp. Now, breathing heavily, he said: ‘Who is he? How much is his life worth? What is his name? Is this exhibition to be part of my entertainment?’ ‘No—no—’ said Saeeda Bai, ‘please forgive the silly girl. It is impossible to teach etiquette and discrimination to these unsophisticated things.’ Then, to mollify him, she added: ‘But look at this picture—how lovely it is—their hands raised in prayer—the sunset, the white dome and minaret of the mosque—’ It was the wrong word to use. With a guttural grunt of rage, the Raja of Marh ripped out the page she was showing him. Saeeda Bai stared at him, petrified. ‘Play!’ he roared at Motu and Ishaq. And to Saeeda Bai he said, moving his face forward in threat: ‘Sing! Finish the ghazal—No! begin it again. Remember who has reserved you for the evening.’ Saeeda Bai replaced the ragged page in the book, closed it, and set it by the harmonium. Then, closing her eyes, she began again to sing the words of love. Her voice was trembling and there was no life to the lines. Indeed, she was not even thinking of them. Beneath her tears she was in a white rage. If she had had the freedom to, she would have lashed out against the Raja—flung her whisky at his bulging red eyes, slashed his face, thrown him out on to the street. But she knew that, for all her worldly wisdom, she was utterly powerless. To avoid these thoughts her mind strayed to Bibbo’s gestures. Whisky? Liquor? Floor? Sheet? she wondered to herself. Then suddenly she realized what Bibbo had tried to say to her. It was the word for stain—‘dagh’. With a song now in her heart, not only on her lips, Saeeda Bai opened her eyes and smiled, looking at the whisky stain. As of a black dog pissing! she thought. I must give that quick-thinking girl a gift. She thought of Maan, one man—the only man, in fact—whom she both liked and felt she could have almost complete control over. Perhaps she had not treated him well enough—perhaps she had been too cavalier with his infatuation. The ghazal she was singing bloomed into life. Ishaq Khan was startled and could not understand it. Even Motu Chand was puzzled. It certainly also had charms to soothe the savage breast. The Raja of Marh’s head sank gently on to his chest, and in a while he began snoring. The Muraqqa-e-Chughtai, Diwan-i-Ghalib is one of the most fascinating objects from the Partition Museum, Amritsar. With this illustrated selection of Ghalib’s poems published in 1928, artist A.R Chughtai shot to fame, in South Asia and internationally. The Artist : Abdur Rehman Chughtai Chughtai was an artist from Lahore, known for his distinctive style that combined the Mughal and calligraphic styles; took inspiration from Abanindranath Tagore’s Japanese wash technique. [Swipe to see both images] The Muraqqa-i-Chughtai The foreword, written by Iqbal describes the artistic work as “a unique enterprise in modern Indian painting and printing”. Indeed it is, for before this, nobody could have visualized Ghalib’s deep poetry! Here are a few favourites:
Cap. 2.18 - La cadena de la cortesana
Cap. 2.18 Cuando llegó su Alteza el rajá de Mahr, estaba menos borracho que de costumbre pero rápidamente puso remedio a la situación. Se había traído una botella de Black Dog, su whisky favorito. Lo cual inmediatamente le recordó a Saeeda Bai uno de sus rasgos más desagradables, el hecho de que se excitara terriblemente cada vez que veía copular a una pareja de perros. En Mahr, cuando Saeeda Bai le visitaba, tenía a dos perros dedicados a montar a una perra en celo. Aquel era el preludio para arrojar su corpulenta mole sobre Saeeda Bai. Aquello ocurrió un par de años antes de la Independencia; y a pesar de la repugnancia que sentía Saeeda Bai, no pudo escapar inmediatamente de Mahr, donde el gordo rajá, refrenado tan sólo por una sucesión de asqueados pero cautos “residentes británicos”, tenía siempre la última palabra. Y después estaba demasiado atemorizada por aquel hombre blando y brutal con sus rufianes a sueldo como para cortar completamente la relación con él. Su única esperanza era que con el tiempo sus visitas a Brahmpur se hicieran cada vez menos frecuentes. El rajá había degenerado desde sus días de estudiante en Brahmpur, cuando daba la impresión de ser tolerablemente presentable. Su hijo, apartado del estilo de vida de su padre por la raní y la viuda raní, era ahora el estudiante en la Universidad de Brahmpur; aunque tampoco había duda de que él, cuando volviera al feudalismo de Marh ya siendo adulto, se desembarazaría de la influencia materna y se volvería tan tamásico como su padre: ignorante, brutal, indolente y apestoso. El padre ignoraba al hijo durante sus estancias en la ciudad, y se dedicaba a visitar a una serie de cortesanas y prostitutas. Hoy, de nuevo, le tocaba el turno a Saeeda Bai. El rajá llegó adornado con diamantes en la parte superior de las orejas y un rubí en su turbante de seda, y oliendo intensamente a esencia de almizcle. Colocó una bolsita de seda que contenía quinientas rupias en la mesa cercana a la puerta que conducía a la habitación de arriba, donde Saeeda Bai entretenía a sus clientes. A continuación, se tendió apoyando la cabeza sobre un largo cojín blanco colocado en el suelo y miró a su alrededor buscando los vasos. Se hallaban en una mesita baja, donde también estaban la tabla y el armonio. Abrió la botella de Black Dog y sirvió dos whiskies. Los músicos permanecieron en el piso de abajo. —Cuánto tiempo desde que estos ojos te vieran por última vez—dijo Saeeda Bai, dando un sorbo a su whisky y reprimiendo una mueca ante el fuerte sabor. El rajá estaba demasiado ocupado bebiendo como para pensar en responder. —Te has vuelto tan difícil de ver como la luna en los Eid. El rajá gruñó ante la broma. Tras haber apurado unos cuantos whiskies, se volvió más amable, y le dijo lo guapa que estaba antes de empujarla con voz ronca hacia la puerta que conducía a su dormitorio. Después de media hora salieron y llamaron a los músicos. Saeeda Bai parecía ligeramente mareada. Le hizo cantar los mismos gazales de siempre; ella los cantó con el mismo quiebro de voz en las mismas frases desgarradoras, algo que había aprendido a hacer sin dificultad. Acunaba su vaso de whisky. El rajá ya había dado cuenta de un tercio de la botella, y sus ojos se iban enrojeciendo. De vez en cuando gritaba: “¡Guau! ¡Guau!” en elogio indiscriminado, o eructaba, o soltaba un bufido, o jadeaba o se rascaba la entrepierna.
Cap. 2.18 - The Courtesan's Chain
Cap. 2.18 His Highness the Raja of Marh was less drunk on arrival than he usually was, but rapidly remedied the situation. He had brought along a bottle of Black Dog, his favourite whisky. This immediately reminded Saeeda Bai of one of his more unpleasant characteristics, the fact that he would get incredibly excited when he saw dogs copulating. In Marh, when Saeeda Bai had visited, he had twice got dogs to mount a bitch in heat. This was the prelude to his flinging his own gross body on Saeeda Bai. This took place a couple of years before Independence; despite Saeeda Bai’s revulsion she had not been able immediately to escape from Marh, where the crass Raja, restrained only by a succession of disgusted but tactful British Residents, held ultimate sway. Afterwards, she was too frightened of the sluggish and brutal man and his hired ruffians to cut off relations completely with him. She could only hope that his visits to Brahmpur would become less frequent with time. The Raja had degenerated from his student days in Brahmpur, when he had given the impression of being tolerably presentable. His son, who had been protected from his father’s way of life by the Rani and Dowager Rani, was now himself a student at Brahmpur University; no doubt he too, upon returning to feudal Marh as an adult, would shake off the maternal influence and grow to be as tamasic as his father: ignorant, brutal, slothful, and rank. The father ignored the son during his stay in town and visited a series of courtesans and prostitutes. Today, once again, it was Saeeda Bai’s turn. He arrived adorned with diamond ear-tops and a ruby in his silk turban, and smelling strongly of attar of musk. He placed a small silken pouch containing five hundred rupees on a table near the door of the upstairs room where Saeeda Bai entertained. The Raja then stretched out against a long white bolster on the white-sheeted floor, and looked around for glasses. They were lying on the low table where the tablas and harmonium stood. The Black Dog was opened and the whisky poured into two glasses. The musicians remained downstairs. ‘How long it has been since these eyes last saw you—’ said Saeeda Bai, sipping her whisky and restraining a grimace at its strong taste. The Raja was too involved with his drink to think of answering. ‘You have become as difficult to sight as the moon at Id.’ The Raja grunted at the pleasantry. After he had downed a few whiskies, he became more affable, and told her how beautiful she was looking—before pushing her thickly towards the door that led into the bedroom. After half an hour, they came out, and the musicians were summoned. Saeeda Bai was looking slightly sick. He made her sing the same set of ghazals he always did; she sang them with the same break in her voice at the same heartrending phrases—something she had learned to do without difficulty. She nursed her glass of whisky. The Raja had finished a third of his bottle by now, and his eyes were becoming red. From time to time he shouted, ‘wah! wah!’ in indiscriminate praise, or belched or snorted or gaped or scratched his crotch.
Cap. 2.17 - El búfalo de agua
Cap. 2.17 Bibbo, la joven y hermosa doncella de Saeeda Bai, viendo que su ama estaba triste, pensó en animarla hablándole del rajá de Marh, que acudiría aquella noche. Pero con las cacerías de tigres, las fortalezas en las montañas, su reputación como constructor de templos, y sus extraños gustos en lo referente al sexo, el tirano rajá no era el tema ideal para mejorar el humor de su ama. Había venido a colocar los cimientos del templo de Shiva, su última empresa, en el centro del casco antiguo. El templo se levantaría codo con codo con la gran mezquita construida por orden del emperador Aurangzeb dos siglos y medio atrás sobre las ruinas del templo de Shiva que había mandado derribar. Si por el Rajá de Marh fuera, los cimientos del templo se habrían erigido sobre los escombros de la mezquita. Con estos antecedentes resultaba curioso que, tiempo atrás, el rajá de Marh hubiera perdido la cabeza por Saeeda Bai hasta el límite de proponerle matrimonio, aun cuando ella no tuviera la menor intención de renunciar a su fe musulmana. La idea de convertirse en su esposa era tan molesta y le preocupaba tanto, que Saeeda Bai le impuso unas condiciones inaceptables. Cualquier futuro heredero de la actual mujer del rajá debía ser desposeído de sus derechos, y el primogénito que engendrara con Saeeda Bai —suponiendo que tuvieran hijos— heredaría el principado de Mahr. Le impuso esas exigencias al rajá a pesar del hecho de que la raní de Marh y la viuda raní de Mahr la trataron con la gran amabilidad cuando fue invitada a su estado para cantar en la boda de la hermana del rajá; las ranís le cayeron simpáticas, y sabía que no había ninguna posibilidad de que sus condiciones fueran aceptadas. Pero el rajá pensaba con la entrepierna en lugar de con el cerebro. Aceptó sus exigencias, y Saeeda Bai, atrapada, tuvo que caer gravemente enferma y que sus complacientes médicos dijeran que un traslado desde la ciudad hasta el principesco estado en la montaña probablemente la mataría. El rajá, que se parecía mucho a uno de esos enormes búfalos de agua, piafó peligrosamente durante una temporada. Sospechaba del engaño y se entregó a una cólera ebria y —literalmente— inyectada en sangre; probablemente, el factor principal que evitó que contratara a alguien para que liquidara a Saeeda Bai fue el saber que los ingleses, si la verdad salía al descubierto, le habrían depuesto, tal como habían hecho con otros rajás, e incluso maharajás, por escándalos y asesinatos similares. La doncella Bibbo no estaba al corriente de todo esto, aunque no era ajena a las habladurías que afirmaban que el rajá, algunos años antes, le había propuesto matrimonio a su ama. Saeeda Bai estaba hablando con el pájaro de Tasnim, un tanto prematuramente, considerando lo diminuto que era, aunque Saeeda Bai opinaba que así era como los pájaros aprendían mejor. Cuando Bibbo entró le preguntó, —¿Hay que preparar algo especial para cuando llegue el rajá sahib? —No, claro que no —dijo Saeeda Bai. —Quizá podría ir a buscar una guirnalda de caléndulas... —¿Estás loca, Bibbo? —... para que se las coma. Saeeda Bai sonrió. Bibbo prosiguió: —¿Tendremos que irnos a vivir a Marh, raní sahiba? —Oh, cállate —dijo Saeeda Bai. —Pero gobernar un estado... —Hoy en día nadie gobierna realmente un estado; sólo gobierna Delhi —dijo Saeeda Bai—. Y escucha, Bibbo, no sería con la corona con quien tendría que casarme sino con el búfalo que hay debajo. Ahora vete, estás echando a perder la educación del periquito. La doncella se giró para marcharse. —Ah, sí, y tráeme un poco de azúcar, y mira si el daal que pusiste antes en remojo ya está blando. Aunque no lo creo. Saeeda Bai siguió hablando con el periquito, que estaba acurrucado en un pequeño nido de trapos limpios en mitad de la jaula de latón que una vez había alojado al miná de Moshina Bai. —Ahora, Miya Michu —le dijo Saeeda Bai, con cierta tristeza, al periquito—. Es mejor que aprendas cosas buenas y de buen augurio desde temprana edad, o toda tu vida será un desastre, como el de aquel deslenguado miná. Como suele decirse, si no aprendes correctamente el alef-be-pe-te, nunca llegarás a calígrafo. ¿Qué me dices? ¿Quieres aprender? La bolita de carne sin plumas no estaba en condiciones de responder, y no lo hizo. —Ahora mírame —dijo Saeeda Bai—. Todavía me siento joven, aunque admito que naturalmente no lo soy tanto como tu. Voy a pasar la velada con ese gordo desagradable de cincuenta y cinco años, que se hurga la nariz y eructa, y que ya estará borracho cuando llegue. Entonces querrá que le cante canciones románticas.— Todo el mundo cree que soy el no-va-mas del romanticismo, Miya Michu, pero ¿y mis sentimientos? ¿Cómo puedo sentir nada por esos viejos animales, a los que les cuelga la piel de las quijadas como la de las vacas viejas que vagan sin rumbo por el Chowk? El periquito abrió la boca. —Miya Michu —dijo Saeeda Bai. El periquito se meció de un lado a otro. Su cabezota parecía poco estable. —Miya Michu —repitió Saeeda Bai, intentando imprimir las sílabas en la mente del pájaro. El periquito cerró la boca. —Lo que realmente deseo esta noche no es divertir a nadie, sino que alguien me divierta a mí. Alguien joven y apuesto —añadió. Saeeda Bai sonrió al pensar en Maan. —¿Qué opinas de él, Miya Michu? —continuó Saeeda Bai—. Oh, lo siento, aún no conoces al Dagh sahib, claro, acabas de llegar. Y debes de tener hambre, por eso te niegas a hablar conmigo, no puedes cantar bajanas con el estómago vacío. Siento que el servicio sea tan lento en este local, pero esta chica es una atolondrada. Pero al poco entró Bibbo y dieron de comer al periquito. La vieja cocinera había decidido hervir un poco de daal y dejarlo enfriar, en vez de simplemente remojarlo en agua. También ella vino a verlo. Ishaq Khan llegó con su sarangi; parecía un poco avergonzado. Motu Chand llegó y admiró al periquito. Tasnim dejó la novela que estaba leyendo y entro para decirle “Miya Michu” y “Michu Miya” varias veces al periquito, haciendo las delicias de Ishaq por cada repetición. Por fin Tasnim amaba al pájarito. Y a su debido tiempo, la llegada del raja de Marh fue anunciada.
Cap. 2.17 - Indian Water Buffalo
Cap. 2.17 Saeeda Bai’s pretty young maidservant, Bibbo, sensing her mistress was distressed, thought she would try to cheer her up by talking of the Raja of Marh, who was to visit that evening. With his tiger hunts and mountain fastnesses, his reputation as temple-builder and tyrant, and his strange tastes in sex, the Raja was not the ideal subject for comic relief. He had come to lay the foundation of the Shiva temple, his latest venture, in the centre of the old town. The temple was to stand cheek by jowl with the grand mosque constructed by order of the Emperor Aurangzeb two and a half centuries ago on the ruins of an earlier temple to Shiva. If the Raja of Marh had had his way, the foundation of his temple would have stood on the rubble of the mosque itself. Given this background, it was interesting that the Raja of Marh had once been so utterly besotted with Saeeda Bai that he had some years ago proposed to marry her even though there was no question of her renouncing her beliefs as a Muslim. The thought of being his wife made Saeeda Bai so uneasy that she set impossible conditions upon him. Any possible heirs of the Raja’s present wife were to be dispossessed, and Saeeda Bai’s eldest son by him—assuming she had any—was to inherit Marh. Saeeda Bai made this demand of the Raja despite the fact that the Rani of Marh and the Dowager Rani of Marh had both treated her with kindness when she had been summoned to the state to perform at the wedding of the Raja’s sister; she liked the Ranis, and knew that there was no possibility of her conditions being accepted. But the Raja thought with his crotch rather than his brain. He accepted these demands, and Saeeda Bai, trapped, had to fall seriously ill and be told by compliant doctors that to move her away from the city to a princely hill state would very likely kill her. The Raja, whose looks resembled those of a huge water buffalo, pawed the earth dangerously for a while. He suspected duplicity and fell into a drunken and—literally—bloodshot rage; probably the main factor that prevented his hiring someone to get rid of Saeeda Bai was the knowledge that the British, if they discovered the truth, would probably depose him—as they had other Rajas, and even Maharajas, for similar scandals and killings. Not a great deal of this was known to the maidservant Bibbo, who was, however, keyed into the gossip that the Raja had some years previously proposed to her mistress. Saeeda Bai was talking to Tasneem’s bird—rather prematurely, considering how tiny it was, but Saeeda Bai felt that this was how birds learned best—when Bibbo appeared. ‘Are any special arrangements to be made for the Raja Sahib?’ she asked. ‘Why? No, of course not,’ said Saeeda Bai. ‘Perhaps I should get a garland of marigolds—’ ‘Are you crazy, Bibbo?’ ‘—for him to eat.’ Saeeda Bai smiled. Bibbo went on: ‘Will we have to move to Marh, Rani Sahiba?’ ‘Oh do be quiet,’ said Saeeda Bai. ‘But to rule a state—’ ‘No one really rules their states now; Delhi does,’ said Saeeda Bai. ‘And listen, Bibbo, it would not be the crown I would have to marry but the buffalo underneath. Now go—you are ruining the education of this parakeet.’ The maidservant turned to leave. ‘Oh, yes, and get me a little sugar, and see if the daal that you soaked earlier is soft yet. It probably isn’t.’ Saeeda Bai continued to talk to the parakeet, who was sitting on a little nest of clean rags in the middle of the brass cage that had once held Mohsina Bai’s myna. ‘Now, Miya Mitthu,’ said Saeeda Bai rather sadly to the parakeet, ‘you had better learn good and auspicious things at an early age, or you’ll be ruined for life, like that foul-mouthed myna. As they say, if you don’t learn your alif-be-pe-te clearly, you’ll never amount to a calligrapher. What do you have to say for yourself? Do you want to learn?’ The small, unfeathered ball of flesh was in no position to answer, and didn’t. ‘Now look at me,’ said Saeeda Bai. ‘I still feel young, though I admit I am naturally not as young as you. I am waiting to spend the evening with this disgustingly ugly man who is fifty-five years old, who picks his nose and belches, and who is going to be drunk even before he gets here. Then he’ll want me to sing romantic songs to him. Everyone feels that I am the epitome of romance, Miya Mitthu, but what about my feelings? How can I feel anything for these ancient animals, whose skin hangs from their jaws—like that of the old cattle straying around Chowk?’ The parakeet opened his mouth. ‘Miya Mitthu,’ said Saeeda Bai. The parakeet rocked a little from side to side. His big head looked unsteady. ‘Miya Mitthu,’ repeated Saeeda Bai, trying to imprint the syllables on his mind. The parakeet closed his mouth. ‘What I really want tonight is not to entertain but to be entertained. By someone young and handsome,’ she added. Saeeda Bai smiled at the thought of Maan. ‘What do you think of him, Miya Mitthu?’ continued Saeeda Bai. ‘Oh, I’m sorry, you haven’t yet met Dagh Sahib, you have just brought your presence here today. And you must be hungry, that’s why you are refusing to talk to me—you can’t sing bhajans on an empty stomach. I’m sorry the service is so slow in this establishment, but Bibbo is a very scatterbrained girl.’ But soon Bibbo came in and the parakeet was fed. The old cook had decided that a little daal should be boiled and then cooled, rather than merely soaked, for the bird. Now she too came to look at him. Ishaq Khan came in with his sarangi, looking a little shamefaced. Motu Chand came in and admired the parakeet. Tasneem put down the novel she was reading, and came in to say ‘Miya Mitthu’ and ‘Mitthu Miya’ several times to the parakeet, delighting Ishaq with each iteration. At least she loved his bird. And in due course the Raja of Marh was announced.
Cap. 2.16 - El peso de los sueños
Cap. 2.16 Nadie hablaba. Tras unos instantes, Saeeda Bai rompió el silencio. —Ishaq, has llegado temprano —dijo. Ishaq puso cara de culpable. Tasnim bajó la mirada, a medias sollozando. El periquito hizo un débil intento de moverse. Saeeda Bai, mirando a Tasnim y a Ishaq alternativamente, de repente dijo: —¿Y además dónde está tu sarangi? Ishaq se dio cuenta de que ni siquiera lo había traído. Se puso rojo. —Se me ha olvidado. Estaba pensando en el periquito. —¿Y ? —Sí, si claro, iré a por él inmediatamente. —El rajá de Marh ha anunciado que vendrá esta noche. —Ahora mismo voy —dijo Ishaq. Y a continuación añadió, mirando a Tasnim—. ¿Me tengo que llevar el periquito? —No, no... —dijo Saeeda Bai—, ¿por qué ibas a llevártelo? Venga ve a por tu sarangi. Y no tardes todo el día. Ishaq se fue apresuradamente. Tasnim, que había estado a punto de llorar, miró agradecida a su hermana. Saeeda Bai, sin embargo, tenía la mente en otra parte. Todo el asunto del pájaro le había despertado de un sueño agobiante y extraño que tenía que ver con la muerte de su madre y su propia vida anterior, y cuando Ishaq se marchó, la atmósfera de temor, e incluso de culpa, volvió a apoderarse de ella. Tasnim, al ver a su hermana repentinamente triste, le cogió la mano. —¿Qué te ocurre, Apa? —preguntó, utilizando el término cariñoso y de respeto que siempre utilizaba con su hermana mayor. Saeeda Bai comenzó a sollozar y estrechó a Tasnim ente sus brazos, besándole la frente y las mejillas. —Eres lo único que me importa en el mundo —dijo—. Que Dios te mantenga feliz…. Tasnim la abrazó y dijo: —¿Apa, por qué, por qué lloras? ¿Por qué estás tan alterada? ¿Estabas pensando en la tumba de ammi-jan? —Sí, sí, en eso —dijo Saeeda Bai rápidamente, y se giro—. Ahora ve dentro, coge la jaula que hay en la antigua habitación de ammi-jan. Límpiala y tráela aquí. Y pon a remojar un poco de daal, un poco de chané ki daal, para dárselo más tarde. Tasnim se fue a la cocina. Saeeda Bai se sentó, un tanto aturdida. Luego cogió el pequeño periquito entre sus manos para mantenerlo caliente. Estaba así sentada cuando la doncella entró para anunciar que había llegado alguien de la casa del nawab sahib, y que estaba esperando fuera. Saeeda Bai sobreponiéndose se secó los ojos. —Dile que pase —dijo. Pero cuando Firoz entró, apuesto y sonriente, llevando con donaire su elegante bastón en la mano derecha, soltó un grito ahogado de sorpresa. —¿Tú? —Sí —dijo Firoz—. Traigo un sobre de parte de mi padre. —Llegas tarde... Quiero decir que generalmente envía a alguien por la mañana —murmuró Saeeda Bai, procurando calmar la confusión de su mente—. Siéntate, por favor, siéntate. Hasta entonces, el sobre mensual del nawab sahib siempre lo había traído un sirviente. Saeeda Bai recordó que en los dos últimos meses siempre llegaba un par de días después de su período. Y este mes también, por supuesto… Firoz interrumpió sus pensamientos diciendo: —Me tropecé con el secretario particular de mi padre, que venía hacia aquí... —Si, si —Saeeda Bai parecía alterada. Firoz se preguntó por qué su aparición la había turbado tanto. Que muchos años atrás debió de haber algo entre el nawab sahib y la madre de Saeeda Bai, y que su padre siguiera enviándole algo de dinero cada mes para ayudar a la familia, probablemente no tenía nada que ver con el origen de aquella agitación. Entonces cayó en la cuenta que su alteración debía de haberse producido antes de su llegada por alguna razón totalmente diferente. He llegado en mal momento, pensó, y decidió marcharse. Tasnim entró con la jaula de cobre y, al verle, se paró de repente. Se miraron el uno al otro. Para Tasnim, Firoz no era más que otro apuesto admirador de su hermana, aunque éste tan guapo. Bajó los ojos rápidamente, y luego volvió a mirarle. Se quedó allí de pie con su dupatta amarilla, la jaula en la mano derecha, la boca ligeramente abierta de asombro..., quizá ante el asombro de él. Firoz la miraba fijamente, embelesado. —¿Nos conocemos? —preguntó en voz muy baja, el corazón latiéndole con fuerza. Tasnim estaba a punto de responder cuando Saeeda Bai dijo: —Siempre que mi hermana sale de casa lleva el purdah. Y ésta es la primera vez que el nawabzada honra mis pobres aposentos con su presencia. Así que no es posible que se hayan conocido. Tasnim, deja la jaula en el suelo y ve a hacer tus ejercicios de árabe. No te he puesto un profesor nuevo para nada. —Pero... —comenzó a decir Tasnim. —Vete a tu habitación enseguida. Ya me encargaré yo del pájaro. ¿Has puesto en remojo el daal? —Yo... —Ve y hazlo inmediatamente. ¿Quieres que el pájaro se muera de hambre? Cuando la desconcertada Tasnim hubo salido, Firoz intentó orientar sus pensamientos. Tenía la boca seca. Se sentía extrañamente perturbado. Seguramente, pensó, que aún cuando no se hubieran conocido en esta región mortal, debían de haberse conocido en alguna vida anterior. La idea, contraria a la religión a la que nominalmente guardaba fidelidad, le afectó de forma muy intensa. La muchacha con la jaula en la mano, en aquellos escasos segundos, le había causado una impresión profunda y desconcertante. Tras intercambiar unos comentarios ingeniosos con Saeeda Bai, que parecía prestar tan poca atención a sus palabras como él a las de ella, se dirigió lentamente hacia la puerta. Saeeda Bai se sentó completamente inmóvil en el sofá durante unos minutos. Sus manos aun acunaban suavemente al pequeño periquito, que parecía haberse quedado dormido. Lo envolvió cariñosamente en un trozo de tela y volvió a ponerlo junto al jarrón rojo. Desde la calle oyó la llamada para la oración vespertina y se cubrió la cabeza. Por toda la India, por todo el mundo, a medida que el sol o las sombras de la noche se mueven de este a oeste, la llamada a la oración se desplazaba con ellas, y la gente se arrodillaba en oleadas para rezarle a Dios. Cinco oleadas cada día —una por cada namaaz—recorriendo el globo ondulantes de un extremo a otro. Los elementos que las componen cambiaban de dirección, como limaduras de hierro cerca de un imán, hacia la casa de Dios en La Meca. Saeeda Bai se levantó para dirigirse a una habitación interior donde llevaba a cabo su ablución ritual y comenzó su plegaria: ¡En el Nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo! Alabado sea Dios, Señor de todos los Seres, El Compasivo, el Misericordioso, El Señor del día del Juicio final. A Ti solo te servimos y a Ti solo imploramos ayuda.. Dirígenos por el recto sendero El sendero de aquellos a quien Tu has bendecido, No de los que han incurrido en tu ira, Ni de los extraviados. Pero durante la oración, y durante las subsiguientes prosternaciones, un verso aterrador del Libro Sagrado acudía una y otra vez a su mente: Y sólo Dios sabe lo que guardas en secreto y lo que haces público.
Cap. 2.16 - The Weight of Dreams
Cap. 2.16 No one spoke. After a while Saeeda Bai broke the silence. ‘Ishaq, you are here early,’ she said. Ishaq looked guilty. Tasneem looked down with half a sob. The parakeet made a feeble attempt to move. Saeeda Bai, looking from one to the other, suddenly said: ‘Where is your sarangi anyway?’ Ishaq realized he had not even brought it. He flushed. ‘I forgot. I was thinking of the parakeet.’ ‘Well?’ ‘Of course I’ll go and get it immediately.’ ‘The Raja of Marh has sent word he will be coming this evening.’ ‘I’m just going,’ said Ishaq. Then he added, looking at Tasneem, ‘Shall I take the parakeet?’ ‘No, no—’ said Saeeda Bai, ‘why should you want to take it? Just get your sarangi. And don’t be all day about it.’ Ishaq left hurriedly. Tasneem, who had been close to tears, looked gratefully at her sister. Saeeda Bai, however, was far away. The business of the bird had woken her up from a haunting and peculiar dream involving the death of her mother and her own earlier life—and when Ishaq left, its atmosphere of dread and even guilt had surged back over her. Tasneem, noticing her sister suddenly sad, held her hand. ‘What’s the matter, Apa?’ she asked, using the term of endearment and respect she always used for her elder sister. Saeeda Bai began to sob, and hugged Tasneem to her, kissing her forehead and cheeks. ‘You are the only thing I care for in the world,’ she said. ‘May God keep you happy. . . .’ Tasneem hugged her and said, ‘Why, Apa, why are you crying? Why are you so overwrought? Is it Ammi-jaan’s grave you are thinking of?’ ‘Yes, yes,’ said Saeeda Bai quickly, and turned away. ‘Now go inside, get the cage lying in Ammi-jaan’s old room. Polish it and bring it here. And soak some daal—some chané ki daal—for him to eat later.’ Tasneem went in towards the kitchen. Saeeda Bai sat down, looking a bit dazed. Then she held the small parakeet in her hands to keep him warm. She was sitting like this when the maidservant came in to announce that someone had arrived from the Nawab Sahib’s place, and was waiting outside. Saeeda Bai pulled herself together and dried her eyes. ‘Let him in,’ she said. But when Firoz walked in, handsome and smiling, gripping his elegant walking stick lightly in his right hand, she gave a startled gasp. ‘You?’ ‘Yes,’ said Firoz. ‘I’ve brought an envelope from my father.’ ‘You’ve come late. . . . I mean, he usually sends someone in the morning,’ murmured Saeeda Bai, trying to still the confusion in her mind. ‘Please sit down, please sit down.’ Until now the Nawab Sahib had sent a servant with the monthly envelope. For the last two months, Saeeda Bai remembered it had been just a couple of days after her period. And this month too, of course. . . . Her thoughts were interrupted by Firoz, who said: ‘I happened to bump into my father’s private secretary, who was coming—’ ‘Yes, yes.’ Saeeda Bai looked upset. Firoz wondered why his appearance should have distressed her so much. That many years ago there must have been something between the Nawab Sahib and Saeeda Bai’s mother—and that his father continued to send a little something each month to support the family—surely there was nothing in this to cause her such agitation. Then he realized that she must have been upset even before his arrival by something quite different. I have come at a bad time, he thought, and decided to go. Tasneem walked in with the copper birdcage and, seeing him, suddenly stopped. They looked at each other. For Tasneem, Firoz was just another handsome admirer of her sister’s—but startlingly so. She lowered her eyes quickly, then looked at him again. She stood there with her yellow dupatta, the birdcage in her right hand, her mouth slightly open in astonishment—perhaps at his astonishment. Firoz was staring at her, transfixed. ‘Have we met before?’ he asked gently, his heart beating fast. Tasneem was about to reply when Saeeda Bai said, ‘Whenever my sister goes out of the house she goes in purdah. And this is the first time that the Nawabzada has graced my poor lodgings with his presence. So it is not possible that you could have met. Tasneem, put the cage down, and go back to your Arabic exercises. I have not got you a new teacher for nothing.’ ‘But . . .’ began Tasneem. ‘Go back to your room at once. I will take care of the bird. Have you soaked the daal yet?’ ‘I . . .’ ‘Go and do so immediately. Do you want the bird to starve?’ When the bewildered Tasneem had left, Firoz tried to orient his thoughts. His mouth was dry. He felt strangely disturbed. Surely, he felt, even if we have not met on this mortal plane, we have met in some former life. The thought, counter to the religion he nominally adhered to, affected him the more powerfully for all that. The girl with the birdcage had in a few short moments made the most profound and unsettling impression on him. After abridged pleasantries with Saeeda Bai, who seemed to be paying as little attention to his words as he to hers, he walked slowly out of the door. Saeeda Bai sat perfectly still on the sofa for a few minutes. Her hands still cradled the little parakeet gently. He appeared to have gone off to sleep. She wrapped him up warmly in a piece of cloth and set him down near the red vase again. From outside she heard the call to evening prayer, and she covered her head. All over India, all over the world, as the sun or the shadow of darkness moves from east to west, the call to prayer moves with it, and people kneel down in a wave to pray to God. Five waves each day—one for each namaaz—ripple across the globe from longitude to longitude. The component elements change direction, like iron filings near a magnet—towards the house of God in Mecca. Saeeda Bai got up to go to an inner room where she performed the ritual ablution and began her prayers: In the Name of God, the Merciful, the Compassionate Praise belongs to God, the Lord of all Being, the All-Merciful, the All-Compassionate, the Master of the Day of Doom. Thee only we serve; to Thee alone we pray for succour. Guide us in the straight path, the path of those whom Thou hast blessed, not those against whom Thou art wrathful, nor of those who are astray. But through this, and through her subsequent kneelings and prostrations, one terrifying line from the Holy Book recurred again and again to her mind: And God alone knows what you keep secret and what you publish.
Cap. 2.15 - Un pajarillo en su jaula dorada
Cap. 2.15 Ishaq se fue a su casa, almorzó y le dio al pajarito una mezcla de harina y agua. Luego, con el periquito en el pañuelo, se dirigió a casa de Saeeda Bai. De vez en cuando lo miraba con aprecio, imaginando lo inteligente y magnífico que iba a ser. Estaba de. buen humor. Los periquitos alejandrinos eran sus favoritos. Mientras caminaba hacia Nabiganj casi chocó con un carro. Llegó a casa de Saeeda Bai aproximadamente a las cuatro, y le dijo a Tasnim que le había comprado una cosa. Pero que tenía que adivinar qué era. —No te burles de mi, Ishaq Bhai —dijo Tasnim, mirándole con sus grandes y hermosos ojos—. Por favor, dime lo qué es. Ishaq la miró y le vino a la mente “como-una-gacela”, descripción que encajaba muy bien con la joven. Alta y delgada, de rasgos delicados, no se parecía mucho a su hermana mayor. Sus ojos eran brillantes y su expresión tierna. Estaba llena de vida, aunque siempre parecía a punto de alzar el vuelo. —¿Por qué insistes en llamarme Bhai? —le preguntó Ishaq. —Porque prácticamente eres mi hermano —dijo Tasnim—. Yo también necesito uno. Y el que me traigas un regalo lo demuestra. Y ahora, por favor no me dejes con la intriga. ¿Es algo para ponerse? —Ah no, eso sería algo superfluo con tu belleza —dijo Ishaq, sonriendo. —Por favor, no hables así —dijo Tasnim, frunciendo el ceño—. Apa podría oírte, y entonces tendríamos problemas. —Bueno, aquí está... —E Ishaq sacó lo que parecía una suave bola de algo como peluche envuelta en un pañuelo. —¡Una bola de lana! Quieres que te haga un par de calcetines. Pues, de eso nada. Tengo cosas mejores que hacer. —¿Como qué? —dijo Ishaq. —Como... —comenzó a decir Tasnim, y luego se calló. Se quedó mirando, incómoda, al gran espejo de la pared. ¿Qué hacía ella? Cortar verduras para ayudar en la cocina, hablar con su hermana, leer novelas, chismorrear con la doncella, pensar en la vida. Pero antes de que pudiera meditar en profundidad sobre aquel tema, la bola se movió, y sus ojos se iluminaron de placer. —Así que mira —dijo Ishaq—, es un ratón. —Que va —dijo Tasnim con desdén—. Es un pájaro. No soy una cría. —Y yo no soy exactamente tu hermano—dijo Ishaq. Desenvolvió el periquito y lo miraron juntos. A continuación lo puso sobre la mesa, cerca de un jarrón lacado en rojo La despelujada bola de carne parecía un poco desagradable. —Que monada —dijo Tasnim. —Lo escogí esta mañana —dijo Ishaq—. Me llevó horas, pero quería encontrar el más adecuado para ti. Tasnim miró el pajarito, luego alargó la mano y lo tocó. A pesar de la pinta, resultaba muy suave. Era ligeramente verdoso, al igual que las plumas que apenas empezaban a salir. —¿Un periquito? —Sí, pero no un periquito vulgar. Es un periquito de las colinas. Habla tan bien como un miná. Cuando Moshina Bai murió, su charlatán miná le siguió rápidamente a la tumba. Sin el pájaro, Tasnim se había sentido aún más sola, pero se alegraba de que Ishaq no hubiera traído otro miná, sino algo distinto. Eso era doblemente considerado por su parte. —¿Cómo se llama? Ishaq rió. —¿Por qué quieres ponerle nombre? Pues solo “tota”. No es un caballo de guerra que haya de llamarse Rujsh o Bucéfalo. Los dos estaban de pie mirando la cría de periquito. En el mismo momento, ambos alargaron la mano para tocarlo. Tasnim rápidamente retiró la suya. —Adelante —dijo Ishaq—. Yo lo he tenido todo el día. —¿Ha comido algo? —Un poco de harina con agua —dijo Ishaq. —¿Cómo consiguen pájaros tan pequeños? —preguntó Tasnim. Los ojos de ambos estaban al mismo nivel, e Ishaq, mirando la cabeza de Tasnim, cubierta con un chal amarillo, se puso a hablar sin prestar atención a lo que decía. —Oh, los cogen de los nidos cuando son muy pequeñines –si no los coges muy jóvenes nunca aprenderán a hablar– y debes conseguir un macho, le saldrá un precioso anillo rosado y negro alrededor del cuello, y además los machos son más inteligentes. Los que hablan mejor proceden de las colinas. En la tienda tenían tres que procedían del mismo nido, y tuve que pensármelo mucho antes de decidirme... —¿Quieres decir que le han separado de sus hermanitos? —interrumpió Tasnim. —Claro, —dijo Ishaq—. Tienen que hacerlo. Si tienen una pareja, nunca aprenden a imitar nada de lo que decimos. —Qué cruel —dijo Tasnim. Sus ojos se humedecieron. —Pero ya lo habían cogido del nido cuando lo compré —dijo Ishaq, molesto por haberle causado aquel dolor—. No puedes devolverlo porque sus padres lo rechazarían. —Puso su mano sobre la de ella –Tasnim no la retiró enseguida– y le dijo—. Ahora depende de ti que tenga una vida agradable. Ponlo en un nido de tela, en la jaula donde vivía el miná de tu madre. Y durante los primeros días dale harina humedecida con agua, o un poco de daal puesto a remojo por la noche. Si no le gusta esa jaula, te traeré otra. Tasnim retiró suavemente su mano de la de Ishaq. ¡Pobre periquito, querido, pero no libre! Podía cambiar una jaula por otra. Y ella cambiaría aquellas cuatro paredes por otras cuatro. Su hermana, quince años mayor, y experimentada en los asuntos mundanos, lo arreglaría todo muy pronto. Y entonces... —A veces desearía poder volar... —Tasnim se interrumpió, azorada. Ishaq la miró muy serio.—Es algo bueno que no podamos hacerlo, Tasnim. ¿Te imaginas qué lío si voláramos? La policía ya lo lleva muy mal controlando el tráfico en el Chowk, así que si pudiéramos volar además de andar, el caos sería cien veces peor. Tasnim intentó no sonreír. —Y aún sería peor si los pájaros sólo pudieran andar, como nosotros —prosiguió Ishaq—. Imagínatelos por la noche, caminando arriba y abajo por la avenida de Nabiganj con sus bastones. Tasnim se echó a reír. Ishaq la imitó, y los dos, encantados con la escena que habían imaginado, notaron como las lágrimas rodaban por sus mejillas. Ishaq se enjugó las suyas con las manos, y Tasnim con su dupatta amarilla. Sus risas resonaron por toda la casa. La cría de periquito seguía acurrucada en la mesa, junto al jarrón lacado en rojo; su garganta traslúcida se movía arriba y abajo. Saeeda Bai, que acababa de levantarse de la siesta, entró en la habitación, y con voz sorprendida y con un cierto deje de severidad, dijo: —Ishaq, ¿qué es todo esto? ¿Es que no vais a dejarme descansar ni siquiera por la tarde? —Luego su mirada se posó en la cría de periquito y chasqueó la lengua, irritada. —No, no más pájaros en esta casa. El apesadumbrado miná de mi madre ya me causó suficientes problemas. —Hizo una pausa, y a continuación añadió—. Un cantante en plantilla es más que suficiente. Libraos de él.
Cap. 2.15 - A Songbird in its Gilded Cage
Cap. 2.15 Ishaq went home, had lunch, and fed the bird a little flour mixed with water. Later, carrying the parakeet in his handkerchief, he made his way to Saeeda Bai’s house. From time to time he looked at it in appreciation, imagining what an excellent and intelligent bird it potentially was. He was in high spirits. A good Alexandrine parakeet was his favourite kind of parrot. As he walked towards Nabiganj he almost bumped into a hand-cart. He arrived at Saeeda Bai’s house at about four and told Tasneem that he had brought something for her. She was to try and guess what it was. ‘Don’t tease me, Ishaq Bhai,’ she said, fixing her beautiful large eyes on his face. ‘Please tell me what it is.’ Ishaq looked at her and thought that ‘gazelle-like’ really did suit Tasneem. Delicate-featured, tall and slender, she did not greatly resemble her elder sister. Her eyes were liquid and her expression tender. She was lively, but always seemed to be on the point of taking flight. ‘Why do you insist on calling me Bhai?’ he asked. ‘Because you are virtually my brother,’ said Tasneem. ‘I need one, too. And your bringing me this gift proves it. Now please don’t keep me in suspense. Is it something to wear?’ ‘Oh no—that would be superfluous to your beauty,’ said Ishaq, smiling. ‘Please don’t talk that way,’ said Tasneem, frowning. ‘Apa might hear you, and then there will be trouble.’ ‘Well, here it is. . . .’ And Ishaq took out what looked like a soft ball of fluffy material wrapped in a handkerchief. ‘A ball of wool! You want me to knit you a pair of socks. Well, I won’t. I have better things to do.’ ‘Like what?’ said Ishaq. ‘Like . . .’ began Tasneem, then was silent. She glanced uncomfortably at a long mirror on the wall. What did she do? Cut vegetables to help the cook, talk to her sister, read novels, gossip with the maid, think about life. But before she could meditate too deeply on the subject, the ball moved, and her eyes lit up with pleasure. ‘So you see—’ said Ishaq, ‘it’s a mouse.’ ‘It is not—’ said Tasneem with contempt. ‘It’s a bird. I’m not a child, you know.’ ‘And I’m not exactly your brother, you know,’ said Ishaq. He unwrapped the parakeet and they looked at it together. Then he placed it on a table near a red lacquer vase. The stubbly ball of flesh looked quite disgusting. ‘How lovely,’ said Tasneem. ‘I selected him this morning,’ said Ishaq. ‘It took me hours, but I wanted to have one that would be just right for you.’ Tasneem gazed at the bird, then stretched out her hand and touched it. Despite its stubble it was very soft. Its colour was very slightly green, as its feathers had only just begun to emerge. ‘A parakeet?’ ‘Yes, but not a regular one. He’s a hill parakeet. He’ll talk as well as a myna.’ When Mohsina Bai died, her highly talkative myna had quickly followed her. Tasneem had been even lonelier without the bird, but she was glad that Ishaq had not got her another myna but something quite different. That was doubly considerate of him. ‘What is he called?’ Ishaq laughed. ‘Why do you want to call him anything? Just “tota” will do. He’s not a warhorse that he should be called Ruksh or Bucephalas.’ Both of them were standing and looking at the baby parakeet. At the same moment each stretched out a hand to touch him. Tasneem swiftly drew her hand back. ‘You go ahead,’ said Ishaq. ‘I’ve had him all day.’ ‘Has he eaten anything?’ ‘A bit of flour mixed with water,’ said Ishaq. ‘How do they get such tiny birds?’ asked Tasneem. Their eyes were level, and Ishaq, looking at her head, covered with a yellow scarf, found himself speaking without paying any attention to his words. ‘Oh, they’re taken from their nests when they’re very young—if you don’t get them young they don’t learn to speak—and you should get a male one—he’ll develop a lovely rose-and-black ring around his neck—and males are more intelligent. The best talkers come from the foothills, you know. There were three of them in the stall from the same nest, and I had to think quite hard before I decided—’ ‘You mean, he’s separated from his brothers and sisters?’ Tasneem broke in. ‘But of course,’ said Ishaq. ‘He had to be. If you get a pair of them, they don’t learn to imitate anything we say.’ ‘How cruel,’ said Tasneem. Her eyes grew moist. ‘But he had already been taken from his nest when I bought him,’ said Ishaq, upset that he had caused her pain. ‘You can’t put them back or they’ll be rejected by their parents.’ He put his hand on hers—she didn’t draw back at once—and said: ‘Now it’s up to you to give him a good life. Put him in a nest of cloth in the cage in which your mother’s myna used to be kept. And for the first few days feed him a little parched gram flour moistened with water or a little daal soaked overnight. If he doesn’t like that cage, I’ll get him another one.’ Tasneem withdrew her hand gently from under Ishaq’s. Poor parakeet, loved and unfree! He could change one cage for another. And she would change these four walls for a different four. Her sister, fifteen years her senior, and experienced in the ways of the world, would arrange all that soon enough. And then— ‘Sometimes I wish I could fly. . . .’ She stopped, embarrassed. Ishaq looked at her seriously. ‘It is a good thing we can’t, Tasneem—or can you imagine the confusion? The police have a hard enough time controlling traffic in Chowk—but if we could fly as well as walk it would be a hundred times worse.’ Tasneem tried not to smile. ‘But it would be worse still if birds, like us, could only walk,’ continued Ishaq. ‘Imagine them strolling up and down Nabiganj with their walking sticks in the evenings.’ Now she was laughing. Ishaq too started laughing, and the two of them, delighted by the picture they had conjured up, felt the tears rolling down their cheeks. Ishaq wiped his away with his hand, Tasneem hers with her yellow dupatta. Their laughter sounded through the house. The baby parakeet sat quite still on the tabletop near the red lacquer vase; his translucent gullet worked up and down. Saeeda Bai, roused from her afternoon nap, came into the room, and in a surprised voice, with something of a stern edge, said: ‘Ishaq—what’s all this? Is one not to be permitted to rest even in the afternoon?’ Then her eyes alighted on the baby parakeet, and she clicked her tongue in irritation. ‘No—no more birds in this house. That miserable myna of my mother’s caused me enough trouble.’ She paused, then added: ‘One singer is enough in any establishment. Get rid of it.’
Cap. 2.14 - El mercadillo de los pájaros
Cap. 2.14 Era domingo por la mañana. El cielo estaba luminoso y despejado. El mercadillo semanal de pájaros, cerca del Barsat Mahal, estaba en plena actividad. Miles de pájaros —minás, perdices, palomas, periquitos, pájaros de pelea, pájaros comestibles, pájaros de carreras, pájaros parlantes– estaban posados o revoloteaban en jaulas de hierro o mimbre, en pequeños tenderetes desde los que los ruidosos vendedores ambulantes vociferaban las excelencias y el bajo precio de sus mercancías. La acera estaba tomada por el mercadillo de pájaros, y los compradores o los que pasaban por allí como Ishaq tenían que andar por la calle, tropezando con los rickshaws, las bicicletas y algún que otro ocasional tonga. Incluso había una acera con tenderetes de libros sobre pájaros. Ishaq cogió un libro de tapas blandas, delgado y con la letra borrosa, que trataba de búhos y hechizos, y lo hojeó indolente para ver qué utilidad se podía sacar de aquel pájaro de mal agüero. Parecía tratarse de un libro de magia negra hindú: El Tantra de los búhos, aunque estaba impreso en urdu. Leyó: Remedio supremo para conseguir empleo Coja las plumas de la cola de un búho y un cuervo, quémelas en una hoguera hecha de madera de mango hasta reducirlas a cenizas. Luego póngase esa ceniza en la frente como si fuera una señal de casta cuando vaya a buscar empleo, y seguro que lo conseguirá. Frunció el entrecejo y siguió leyendo: Método para tener a una mujer bajo su poder Si quiere mantener a una mujer bajo su control, y desea evitar que se someta a la influencia de otra persona, entonces utilice la técnica que se describe a continuación: Mezcle la sangre de un búho, la sangre de un gallo de la selva y la sangre de un murciélago en iguales proporciones, y tras untarse el pene con esa mezcla tenga relaciones con la mujer. Ella nunca más deseará a otro hombre. Ishaq casi sintió náuseas. ¡Estos hindúes!, pensó. En un arrebato compró el libro, pensando que sería excelente para provocar a su amigo Motu Chand. —También tengo uno sobre buitres —dijo el librero amablemente. —No, solo quiero esto —dijo Ishaq, y siguió caminando. Se detuvo ante un tenderete donde un gran número de bolitas de carne plumosa, casi informes y de un color gris verdoso, se hallaban encerradas en una jaula redonda. —¡Ah! —dijo. Su muestra de interés produjo un efecto inmediato en el vendedor, tocado con un gorro blanco, quien le evaluó rápidamente, observando el libro que llevaba en la mano. —Éstos no son periquitos vulgares, Huzoor, son periquitos de las colinas, periquitos alejandrinos, como dicen los sahibs ingleses. Los ingleses se habían marchado hacía más de tres años, pero Ishaq lo dejó pasar. —Lo sé, lo sé —dijo. —Puedo distinguir a un experto en cuanto le veo —dijo el vendedor de la manera más amistosa posible—. Y bien, ¿por qué no quedarse con éste? Son sólo dos rupias... y canta como un ángel. —¿Un ángel macho o un ángel hembra? —dijo Ishaq severamente. De pronto, el dueño del puesto adquirió un tono servil. —Oh, debe perdonarme, debe perdonarme. La gente de por aquí es tan ignorante, que me cuesta mucho separarme de uno de los pájaros más prometedores, pero por alguien que es un experto en periquitos haré cualquier cosa, cualquier cosa. Coja éste, Huzoor—. Y escogió uno que tenía la cabeza más grande, un macho. Ishaq lo tuvo en sus manos unos segundos, a continuación lo devolvió a la jaula. El hombre negó con la cabeza, y a continuación dijo: —Para un verdadero entusiasta, ¿qué puedo proporcionarle que sea mejor que esto? ¿Es un pájaro de la comarca de Rudhia lo que quiere? ¿O del pie de las colinas de Horshana? Cantan mejor que los minás. Ishaq simplemente dijo: —Veamos algo que valga la pena. El hombre fue a la parte de atrás de la tienda y abrió una jaula en la que había tres pequeños pájaros, apenas con todas las plumas, apretados uno contra el otro. Ishaq los miró en silencio, luego pidió ver de cerca a uno de ellos. Sonrió, pensando en los periquitos que había conocido. A su tía le entusiasmaban, y tuvo uno que a la edad de diecisiete años todavía vivía. —Éste —le dijo al hombre—. Y ahora ya sabes que tampoco me dejaré engañar con el precio. Regatearon un rato. Hasta que el dinero cambió de manos, el vendedor pareció un poco resentido. A continuación, cuando Ishaq estaba a punto de marcharse —con su compra acurrucada en el pañuelo—, el dueño de la tienda dijo con voz preocupada: —Dígame cómo le va la próxima vez que venga. —¿Cómo te llaman? —preguntó Ishaq. —Muhammad Ismail, Huzoor. ¿Y cómo debo dirigirme a usted? —Ishaq Khan. —¡Entonces somos hermanos! —La cara del dueño de la tienda resplandeció—. Siempre que vaya a comprar pájaros venga a mi tienda. —Sí, sí —asintió Ishaq, y se alejó apresuradamente. Era un buen pájaro el que había adquirido, y deleitaría el corazón de la joven Tasnim.
Cap. 2.14 - The bird market
Cap. 2.14 It was Sunday morning. The sky was bright and clear. The weekly bird market near the Barsaat Mahal was in full swing. Thousands of birds—mynas, partridges, pigeons, parakeets—fighting birds, eating birds, racing birds, talking birds—sat or fluttered in iron or cane cages in little stalls from which rowdy hawkers cried out the excellence and cheapness of their wares. The pavement had been taken over by the bird market, and buyers or passers-by like Ishaq had to walk on the road surface, bumping against rickshaws and bicycles and the occasional tonga. There was even a pavement stall with books about birds. Ishaq picked up a flimsy, blunt-typed paperback about owls and spells, and looked idly through to see what uses this unlucky bird could be put to. It appeared to be a book of Hindu black magic, The Tantra of Owls, though it was printed in Urdu. He read: Sovereign Remedy to Obtain Employment Take the tail-feathers of an owl and a crow, and burn them together in a fire made from mango wood until they form ash. Place this ash on your forehead like a caste-mark when you go to seek employment, and you will most certainly obtain it. He frowned and read on: Method of Keeping a Woman in Your Power If you want to keep a woman in your control, and wish to prevent her from coming under the influence of anyone else, then use the technique described below: Take the blood of an owl, the blood of a jungle fowl and the blood of a bat in equal proportions, and after smearing the mixture on your penis have intercourse with the woman. Then she will never desire another man. Ishaq felt almost sick. These Hindus! he thought. On an impulse he bought the book, deciding that it was an excellent means of provoking his friend Motu Chand. ‘I have one on vultures as well,’ said the bookseller helpfully. ‘No, this is all I want,’ said Ishaq, and walked on. He stopped at a stall where a large number of tiny, almost formless grey-green balls of stubbly flesh lay imprisoned in a hooped cage. ‘Ah!’ he said. His look of interest had an immediate effect on the white-capped stall-keeper, who appraised him, glancing at the book in his hand. ‘These are not ordinary parakeets, Huzoor, these are hill parakeets, Alexandrine parakeets as the English sahibs say.’ The English had left more than three years ago, but Ishaq let it pass. ‘I know, I know,’ he said. ‘I can tell an expert when I see one,’ said the stall-keeper in a most friendly manner. ‘Now, why not have this one? Only two rupees—and it will sing like an angel.’ ‘A male angel or a female angel?’ said Ishaq severely. The stall-keeper suddenly became obsequious. ‘Oh, you must forgive me, you must forgive me. People here are so ignorant, one can hardly bear to part with one’s most promising birds, but for one who knows parakeets I will do anything, anything. Have this one, Huzoor.’ And he picked out one with a larger head, a male. Ishaq held it for a few seconds, then placed it back in the cage. The man shook his head, then said: ‘Now for a true fancier, what can I provide that is better than this? Is it a bird from Rudhia District that you want? Or from the foothills in Horshana? They talk better than mynas.’ Ishaq simply said, ‘Let’s see something worth seeing.’ The man went to the back of the shop and opened a cage in which three little half-fledged birds sat huddled together. Ishaq looked at them silently, then asked to see one of them. He smiled, thinking of parakeets he had known. His aunt was very fond of them, and had one who was still alive at the age of seventeen. ‘This one,’ he said to the man. ‘And you know by now that I will not be fooled about the price either.’ They haggled for a while. Until the money changed hands the stall-keeper seemed a bit resentful. Then, as Ishaq was about to leave—with his purchase nestled in his handkerchief—the stall-keeper said in an anxious voice, ‘Tell me how he is doing when you come by next time.’ ‘What do they call you?’ asked Ishaq. ‘Muhammad Ismail, Huzoor. And how are you addressed?’ ‘Ishaq Khan.’ ‘Then we are brothers!’ beamed the stall-keeper. ‘You must always get your birds from my shop.’ ‘Yes, yes,’ agreed Ishaq, and walked hurriedly away. This was a good bird he had got, and would delight the heart of young Tasneem.
Cap. 2.13 - Un joven vestido de blanco
Cap. 2.13 Maan esperando nervioso en la entrada, no podía creer en su buena suerte cuando al poco rato le dejaron entrar. Sintió tal impulso de gratitud hacia el guardia que le puso una rupia en la mano. Éste le acompañó a la puerta de la casa, donde la doncella le señaló que subiera a la salita. En cuanto las pisadas de Maan se oyeron en la galería a la que daba la salita de Saeeda Bai, ésta le instó: —Entre, entre, Dagh sahib. Siéntese e ilumine nuestra reunión. Maan permaneció de pie en la puerta durante un segundo, y miró a Saeeda Bai. Maan sonreía de placer, y Saeeda Bai no pudo evitar devolverle la sonrisa. Iba vestido de manera sencilla pero inmaculada, con una kurta blanca bien almidonada. El elegante bordado de su kurta servía de complemento al bordado de su elegante gorro de algodón blanco. Sus zapatos —unos jutis tipo mocasín de piel blanda acabados en punta— también eran blancos. —¿Cómo ha venido? —preguntó Saeeda Bai. —Andando. —Esas ropas son muy elegantes para arriesgarse a que se llenen de polvo. Maan respondió: —Sólo he tenido que andar un par de minutos. —Por favor, siéntese. Maan se sentó con las piernas cruzadas en el suelo alfombrado en blanco. Saeeda Bai comenzó a preparar paan. Maan la miró sorprendido. —Vine ayer, pero fui menos afortunado. —Lo sé, lo sé —dijo Saeeda Bai—. Ese necio que tengo por guardia le hizo dar media vuelta. ¿Qué puedo decir? No a todos se nos ha otorgado la facultad de discernir... —Pero hoy estoy aquí —dijo Maan, algo bastante obvio. —Y en dónde se sienta el Dagh, sentado se queda, ¿no? —preguntó Saeeda Bai con una sonrisa. Con la cabeza inclinada untaba una pizca de lima blanca sobre las hojas de paan. —Puede que esta vez no abandone nunca la reunión —dijo Maan. Puesto que ella no le estaba mirando directamente a los ojos, podía contemplarla sin resultar embarazoso. Antes de que él entrara, se había cubierto la cabeza con el sari. Pero dejaba al descubierto la tersa y suave piel del cuello y los hombros, y Maan encontró la curvatura del cuello, mientras se inclinaba concentrada en su tarea, indescriptiblemente atractiva. Tras preparar un par de paans, los atravesó con un pequeño palillo de plata con sus borlitas y se los ofreció. Él los cogió y se los llevó a la boca, agradablemente sorprendido por el sabor a coco, que era un ingrediente que a Saeeda Bai le agradaba añadir al paan. —Veo que lleva la gorra Gandhi a su propio estilo —dijo Saeeda Bai, tras meterse un par de paans en la boca. No les ofreció ni a Ishaq Khan ni a Motu Chand, quienes para entonces parecían haberse fundido con el decorado. Maan inseguro de si mismo, se tocó el lateral de su gorra blanca bordada un poco nervioso. —No, no, Dagh sahib, no se preocupe. No estamos en una iglesia. —Saeeda Bai le miró y dijo— Me ha recordado a esos otros gorros blancos que uno ve flotando por Brahmpur. Parece que las cabezas que los llevan han crecido de alto. —Me temo que va a acusarme del accidente de mi nacimiento —dijo Maan. —No, no —dijo Saeeda Bai—. Vuestro padre siempre ha sido un mecenas de las artes. Estaba pensando en los otros tipos del Congreso. —Quizá debería llevar un gorro de distinto color la próxima vez que venga —dijo Maan. Saeeda Bai alzó una ceja. —Suponiendo que se me permita estar en su presencia —añadió Maan humildemente. Saeeda Bai pensó para sí misma: Qué joven tan educado. Le indicó a Motu Chand que trajera la tabla y el armonio, que estaban en un rincón del cuarto. Y le dijo a Maan: —¿Y qué nos ordena cantar Hazrat Dagh? —Bueno, cualquier cosa —dijo Maan, dejando aparte las bromas. —No un gazal, espero —dijo Saeeda Bai, presionando una tecla del armonio para que la tabla y el sarangi cogieran el tono. —¿No? —preguntó Maan, decepcionado. —Los gazales son para reuniones abiertas o para la intimidad de los amantes —dijo Saeeda Bai—. Cantaré aquello por lo que mi familia es famosa, y que es lo que aprendí mejor de mi ustad. Inició un thumrí en raga pilu, —“¿Entonces por qué no me hablas?” —Y la cara de Maan se iluminó. A medida que ella cantaba, él flotaba en un estado de embriaguez. La visión de su cara, el sonido de su voz y el aroma de su perfume se entretejían en su felicidad. Después de dos o tres thumrís y un dadra, Saeeda Bai indicó que estaba cansada y que Maan debería irse. Se fue a regañadientes, mostrando, sin embargo, más buen humor que renuencia. En la entrada, el guardia se encontró con un billete de cinco rupias apretado en la mano. Fuera, en la calle, Maan andaba como en una nube. Alguna vez cantará un gazal para mí, se prometió a sí mismo. Lo hará, seguro que lo hará.
Cap. 2.13 - A young mand dressed in white
Cap. 2.13 Maan, who was fretting by the gate, could hardly believe his good fortune at being so speedily admitted. He felt a surge of gratitude towards the watchman and pressed a rupee into his hand. The watchman left him at the door of the house, and the maid pointed him up to the room. As Maan’s footsteps were heard in the gallery outside Saeeda Bai’s room, she called out, ‘Come in, come in, Dagh Sahib. Sit down and illumine our gathering.’ Maan stood outside the door for a second, and looked at Saeeda Bai. He was smiling with pleasure, and Saeeda Bai could not help smiling back at him. He was dressed simply and immaculately in a well-starched white kurta-pyjama. The fine chikan embroidery on his kurta complemented the embroidery on his fine white cotton cap. His shoes—slip-on jutis of soft leather, pointed at the toe—were also white. ‘How did you come?’ asked Saeeda Bai. ‘I walked.’ ‘These are fine clothes to risk in the dust.’ Maan said simply, ‘It is just a few minutes away.’ ‘Please—sit down.’ Maan sat cross-legged on the white-sheeted floor. Saeeda Bai began to busy herself making paan. Maan looked at her wonderingly. ‘I came yesterday too, but was less fortunate.’ ‘I know, I know,’ said Saeeda Bai. ‘My fool of a watchman turned you away. What can I say? We are not all blessed with the faculty of discrimination. . . .’ ‘But I’m here today,’ said Maan, rather obviously. ‘Wherever Dagh has sat down, he has sat down?’ asked Saeeda Bai, with a smile. Her head was bent, and she was spreading a little white dab of lime on the paan leaves. ‘He may not quit your assembly at all this time,’ said Maan. Since she was not looking directly at him, he could look at her without embarrassment. She had covered her head with her sari before he had come in. But the soft, smooth skin of her neck and shoulders was exposed, and Maan found the tilt of her neck as she bent over her task indescribably charming. Having made a pair of paans she impaled them on a little silver toothpick with tassels, and offered them to him. He took them and put them in his mouth, pleasantly surprised at the taste of coconut, which was an ingredient Saeeda Bai was fond of adding to her paan. ‘I see you are wearing your own style of Gandhi cap,’ said Saeeda Bai, after popping a couple of paans into her mouth. She did not offer any to Ishaq Khan or Motu Chand, but then they seemed to have virtually melted into the background. Maan touched the side of his embroidered white cap nervously, unsure of himself. ‘No, no, Dagh Sahib, don’t trouble yourself. This isn’t a church, you know.’ Saeeda Bai looked at him and said, ‘I was reminded of other white caps one sees floating around in Brahmpur. The heads that wear them have grown taller recently.’ ‘I am afraid you are going to accuse me of the accident of my birth,’ said Maan. ‘No, no,’ said Saeeda Bai. ‘Your father has been an old patron of the arts. It is the other Congress-wallahs I was thinking of.’ ‘Perhaps I should wear a cap of a different colour the next time I come,’ said Maan. Saeeda Bai raised an eyebrow. ‘Assuming I am ushered into your presence,’ Maan added humbly. Saeeda Bai thought to herself: What a well-brought-up young man. She indicated to Motu Chand that he should bring the tablas and harmonium that were lying in the corner of the room. To Maan she said, ‘And now what does Hazrat Dagh command us to sing?’ ‘Why, anything,’ said Maan, throwing banter to the winds. ‘Not a ghazal, I hope,’ said Saeeda Bai, pressing down a key on the harmonium to help the tabla and sarangi tune up. ‘No?’ asked Maan, disappointed. ‘Ghazals are for open gatherings or the intimacy of lovers,’ said Saeeda Bai. ‘I’ll sing what my family is best known for and what my Ustad best taught me.’ She began a thumri in Raag Pilu, ‘Why then are you not speaking to me?’ and Maan’s face brightened up. As she sang he floated off into a state of intoxication. The sight of her face, the sound of her voice, and the scent of her perfume were intertwined in his happiness. After two or three thumris and a dadra, Saeeda Bai indicated that she was tired, and that Maan should leave. He left reluctantly, showing, however, more good humour than reluctance. Downstairs, the watchman found a five-rupee note pressed into his hand. Out on the street Maan trod on air. She will sing a ghazal for me sometime, he promised himself. She will, she certainly will.
Cap. 2.12 - Una apacible velada
Cap. 2.12 La pasada noche, cuando Maan pasó por la casa de Saeeda Bai, ésta acababa de recibir la visita de uno de sus viejos clientes: el obeso rajá de Mahr, un pequeño pero principesco estado en Madhya Barat. El rajá estaba pasando unos días en Brahmpur, en parte para supervisar la administración de algunas de las tierras que allí poseía y en parte para ayudar a la construcción del nuevo templo a Shiva en los terrenos que poseía cerca de la Mezquita de Alamgiri, en el Viejo Brahmpur. El rajá conocía bien la ciudad de sus días de estudiante, hacía veinte años, cuando había frecuentado el establecimiento de Mohsina Bai en la época en que todavía vivía con su hija Saeeda en el callejón de mala fama de Tarbuz ka Bazaar. Durante toda la infancia de Saeeda Bai, ella y su madre compartieron el piso superior de una casa con otras tres cortesanas, la mayor de las cuales, al ser la propietaria del lugar, hizo de madam durante muchos años. A la madre de Saeeda Bai no le gustaba aquel arreglo y a medida que aumentaban la fama y el atractivo de su hija procuró asegurarse la independencia de ambas. Cuando Saeeda Bai tenía aproximadamente unos diecisiete años, llamó la atención del maharajá de un gran estado en el Rajastán, y posteriormente del nawab de Sitagarh; y de ahí en adelante ya nunca volvió la vista atrás. Con el tiempo, Saeeda Bai consiguió comprar la casa de Pasand Bagh, y se fue a vivir allí con su madre y su hermana pequeña. Las tres mujeres, separadas por intervalos de veinte y quince, eran cada una a su manera muy atractivas. Si la madre poseía la fuerza y el brillo de las trompetas, Saeeda Bai tenía el empañable brillo de la plata, y la joven y dulce Tasnim, que debía su nombre a uno de los manantiales del Paraíso, protegida tanto por su madre como por su hermana de la profesión de sus antepasadas, tenía la rápida elusividad del mercurio. Mohsina Bai habla muerto hacía dos años, y para Saeeda Bai fue un golpe terrible. Seguía yendo al cementerio y se echaba a llorar tendida en el suelo abrazando la tumba de su madre. Saeeda Bai y Tasnim vivían solas en la casa de Pasand Bagh, en compañía de dos sirvientas: una doncella y una cocinera. Por la noche, un impasible guardia montaba vigilancia en la puerta. Aquella noche Saeeda Bai no tenía previsto recibir ninguna visita; sentada con sus músicos, el tocador de tabla y el de sarangi, disfrutaban pasando el rato entre chismes e improvisaciones. Los músicos de Saeeda Bai parecían un caso de estudio del contraste. Ambos tenían unos veinticinco años, y los dos eran excelentes profesionales entregados a la música. Se llevaban muy bien, y estaban muy unidos —tanto por economía como por afecto— a Saeeda Bai. Pero ahí acababa toda la semejanza. Ishaq Khan, que se inclinaba sobre el sarangi con tal facilidad y armonía, casi con humildad, era un solterón algo sardónico. Motu Chand, apodado así a causa de su redondez, era un hombre contento, padre ya de cuatro hijos. Tenía un cierto aire de bulldog, con sus grandes ojos y su nariz siempre sorbiendo sonoramente, y solía estar agradablemente aletargado, excepto cuando tamborileaba con frenesí en su tabla. Estaban hablando de Ustad Majeed Khan, uno de los cantantes clásicos más famosos de la India, un hombre conocido por su carácter distante, que vivía en el casco antiguo de la ciudad, no lejos de donde Saeeda Bai se había criado. —Pero lo que no entiendo, Saeeda begum —dijo Motu Chand, reclinándose torpemente hacia atrás a causa de su panza—, es por qué es tan crítico con nosotros, que somos gente insignificante. Desde las alturas en dónde está aposentado, con la cabeza por encima de las nubes, como el Señor Shiva en Kailash. ¿Por qué abre su tercer ojo para fulminarnos? —No hay explicación para los caprichos de los grandes —dijo Ishaq Khan. Tocó su sarangi con la mano izquierda y prosiguió—. Mira este sarangi, es un noble instrumento y, a pesar de ello, el noble Majeed Khan lo detesta. Nunca permite que le acompañe. Saeeda Bai asintió; Motu Chand emitió unos sonidos tranquilizadores. —Es el más encantador de todos los instrumentos —dijo. —Pero so cafre —dijo Ishaq Khan, torciendo el gesto y sonriendo al mismo, tiempo—. ¿Cómo puedes fingir que te gusta este instrumento? ¿De qué está hecho? —De madera, naturalmente —dijo Motu Chand, inclinándose hacia adelante con cierto esfuerzo. —Mira a este púgil de lucha libre —se rió Saeeda Bai—. Tendremos que alimentarle con unos cuantos laddus. —Llamó a la doncella y la envió a comprar algunos dulces. Ishaq siguió enrollando el hilo de su argumento alrededor del pobre Motu Chand. —¡Madera! —gritó—. ¿Y de qué más? —Oh, venga, ya lo sabes, Khan sahib, de cuerdas y eso —dijo Motu Chand, ya derrotado como era la intención de Ishaq. —¿Y de qué están hechas esas cuerdas? —prosiguió Ishaq Khan, implacable. —¡Ah! —dijo Motu Chand, atisbando adónde quería llegar. Ishaq no era un mal tipo, pero parecía sacar un cruel placer cada vez que derrotaba a Motu Chand en una discusión. —De tripa —dijo Ishaq—. Esas cuerdas están hechas de tripa. Como bien sabes. Y la parte delantera del sarangi está hecha de piel. El pellejo de un animal muerto. ¿Y qué dirían tus brahmanes de Brahmpur si se vieran obligados a tocarlo? ¿Acaso no quedarían contaminados? Motu Chand pareció abatido, y a continuación recobró el ánimo. —De todos modos, no soy ningún brahmán, ya lo sabes... —comenzó a decir. —No te metas con él —le dijo Saeeda Bai a Ishaq Khan. —Le quiero demasiado a este gordo cafre como para meterme con él —dijo Ishaq Khan. Eso no era cierto. Puesto que Motu Chand era un hombre con puntos de vista increíblemente estables, lo que más le gustaba a Ishaq Khan era alterar su equilibrio. Pero en aquella ocasión Motu Chand reaccionó con una irritante respuesta filosófica. —Khan sahib es muy amable —dijo—. Pero a veces incluso los ignorantes poseen sabiduría, y él debería ser el primero en reconocerlo. Y en cuanto al sarangi, para mi lo que cuenta no es de lo que está hecho sino de lo que es capaz de hacer, de hacer ese maravilloso sonido. En manos de un artista incluso esa tripa, y ese pellejo cantan. —Su cara resplandeció con una sonrisa de satisfacción casi sufí—. Después de todo, ¿qué somos todos, sino tripas y pellejo? Y además —su frente se arrugó mientras pensaba—, en manos del que..., de Aquel que... Pero entonces entró la doncella con los dulces y la elucubraciones teológicas de Motu Chand se interrumpieron. Sus rollizos y ágiles dedos cogieron un laddu tan redondo como él mismo y se lo metió enterito en la boca. Tras unos momentos, Saeeda Bai dijo, —Pero no hablábamos de Aquel que está en lo alto —señaló hacia arriba—, sino de Aquel que está en el Oeste. —Señaló en dirección al Viejo Brahmpur. —Son lo mismo —dijo Ishaq Khan—. Nosotros rezamos tanto hacia el oeste como hacia arriba. Estoy seguro de que Ustad Majeed Khan no se lo tomaría a mal si por error nos volviéramos hacia él en nuestras oraciones nocturnas. ¿Y por qué no? —finalizó ambiguamente—. Cuando le rezamos a un artista tan sublime, también le estamos rezando al propio Dios. —Miró a Motu Chand buscando su aprobación, pero Motu parecía estar enfurruñado o concentrado en su laddu. La doncella volvió a entrar y anunció: —Hay algún problema en la entrada. Saeeda Bai pareció más interesada que alarmada. —¿Qué clase de problema, Bibbo? La doncella la miró con descaro y dijo: —Al parecer un joven está discutiendo con el guardia. —Desvergonzada, borra esa expresión de tu cara —dijo Saeeda Bai—. Hummm —prosiguió—, ¿qué aspecto tiene? —¿Cómo voy a saberlo, begum sahib? —protestó la doncella. —No seas pesada, Bibbo. ¿Parece respetable? —Sí —admitió la doncella—. Pero la luz de la calle no es muy fuerte y no se ve gran cosa. —Dile al guardia que venga —dijo Saeeda Bai—. Aquí sólo estamos nosotros —añadió, pues la doncella parecía vacilar. —Pero ¿y el joven? —preguntó la doncella. —Si es respetable, como tú dices, Bibbo, se quedará fuera. —Sí, begum sahib —dijo la doncella, yendo a cumplir su recado. —¿Quién puede ser? —meditó Saeeda Bai en voz alta, y se quedó en silencio un minuto. El guardia entró en la casa, dejó su lanza en la entrada principal y subió pesadamente las escaleras hasta la galería. Se quedó en la puerta de la habitación donde los tres estaban sentados y saludó. Con su turbante caqui, su uniforme caqui, sus gruesas botas y su poblado bigote, estaba totalmente fuera de lugar en aquella habitación amueblada por mano femenina. Pero no parecía sentirse incómodo. —¿Quién es ese hombre y qué quiere? —preguntó Saeeda Bai. —Quiere entrar y hablar con usted —dijo el guardia, flemático. —Sí, sí, eso ya me lo imagino..., pero ¿cómo se llama? —No quiere decirlo, begum sahib. Y tampoco aceptará un no por respuesta. Ayer también vino, y me dijo que le diera un mensaje, pero fue tan impertinente que decidí no hacerlo. Los ojos de Saeeda Bai centellearon.—¿Qué tu decidiste no comunicármelo? —preguntó. —El rajá sahib estaba aquí —dijo el guardia, sin perder la calma. —Hummm. ¿Y el mensaje? —Que él es el que vive en el amor—dijo el guardia, impasible. Había utilizado una palabra distinta para amor, con lo que se había perdido el juego de palabras en torno al nombre de Prem Nivas. —¿Uno que vive enamorado? ¿Qué querrá decir? —le comentó Saeeda Bai a Motu e Ishaq. Los dos se miraron mutuamente, Ishaq Khan con una ligera sonrisa de desdén. —El mundo está lleno de burros —dijo Saeeda Bai, pero no quedaba claro a quién se refería—. ¿Por qué no dejó una nota? ¿De manera que ésas fueron sus palabras exactas? Ni coloquiales, ni ingeniosas. El guarda hurgó en su memoria y sacó una mejor aproximación a las palabras que Maan había utilizado la noche anterior. En cualquier caso, “prem” y “nivas” figuraban en la frase. De inmediato los tres músicos resolvieron el enigma. —¡Ah! —dijo Saeeda Bai, divertida—. Creo que tengo un admirador. ¿Qué pensáis? ¿Le dejamos entrar? ¿Por qué no? Ninguno de los dos puso objeción alguna; de hecho, ¿cómo iban a hacerlo? Se le dijo al guardia que dejara pasar al joven. Y a Bibbo que le dijera a Tasnim que se quedara en su habitación.
Cap. 2.12 - A gentle night
Cap 2. 12 The previous evening, when Maan had stopped by, Saeeda Bai had been entertaining an old but gross client of hers: the Raja of Marh, a small princely state in Madhya Bharat. The Raja was in Brahmpur for a few days, partly to supervise the management of some of his Brahmpur lands, and partly to help in the construction of a new temple to Shiva on the land he owned near the Alamgiri Mosque in Old Brahmpur. The Raja was familiar with Brahmpur from his student days twenty years ago; he had frequented Mohsina Bai’s establishment when she was still living with her daughter Saeeda in the infamous alley of Tarbuz ka Bazaar. Throughout Saeeda Bai’s childhood she and her mother had shared the upper floor of a house with three other courtesans, the oldest of whom, by virtue of the fact that she owned the place, had acted for years as their madam. Saeeda Bai’s mother did not like this arrangement, and as her daughter’s fame and attractiveness grew she was able to assert their independence. When Saeeda Bai was seventeen or so, she came to the attention of the Maharaja of a large state in Rajasthan, and later the Nawab of Sitagarh; and from then on there had been no looking back. In time, Saeeda Bai had been able to afford her present house in Pasand Bagh, and had gone to live there with her mother and young sister. The three women, separated by gaps of about twenty and fifteen years respectively, were all attractive, each in her own way. If the mother had the strength and brightness of brass, Saeeda Bai had the tarnishable brilliance of silver, and young, soft-hearted Tasneem, named after a spring in Paradise, protected by both mother and sister from the profession of their ancestors, had the lively elusiveness of mercury. Mohsina Bai had died two years ago. This had been a terrible blow for Saeeda Bai, who sometimes still visited the graveyard and lay weeping, stretched out on her mother’s grave. Saeeda Bai and Tasneem now lived alone in the house in Pasand Bagh with two women servants: a maid and a cook. At night the calm watchman guarded the gate. Tonight Saeeda Bai was not expecting to entertain visitors; she was sitting with her tabla player and sarangi player, and amusing herself with gossip and music. Saeeda Bai’s accompanists were a study in contrast. Both were about twenty-five, and both were devoted and skilled musicians. Both were fond of each other, and deeply attached—by economics and affection—to Saeeda Bai. But beyond that the resemblance ended. Ishaq Khan, who bowed his sarangi with such ease and harmoniousness, almost self-effacement, was a slightly sardonic bachelor. Motu Chand, so nicknamed because of his plumpness, was a contented man, already a father of four. He looked a bit like a bulldog with his large eyes and snuffling mouth, and was benignly torpid except when frenziedly drumming his tabla. They were discussing Ustad Majeed Khan, one of the most famous classical singers of India, a notoriously aloof man who lived in the old city, not far from where Saeeda Bai had grown up. ‘But what I don’t understand, Saeeda Begum,’ said Motu Chand, leaning awkwardly backwards because of his paunch, ‘is why he should be so critical of us small people. There he sits with his head above the clouds, like Lord Shiva on Kailash. Why should he open his third eye to burn us up?’ ‘There is no accounting for the moods of the great,’ said Ishaq Khan. He touched his sarangi with his left hand and went on, ‘Now look at this sarangi—it’s a noble instrument—yet the noble Majeed Khan hates it. He never allows it to accompany him.’ Saeeda Bai nodded; Motu Chand made reassuring sounds. ‘It is the loveliest of all instruments,’ he said. ‘You kafir,’ said Ishaq Khan, smiling twistedly at his friend. ‘How can you pretend to like this instrument? What is it made of?’ ‘Well, wood of course,’ said Motu Chand, now leaning forward with an effort. ‘Look at the little wrestler,’ laughed Saeeda Bai. ‘We must feed him some laddus.’ She called out for her maid, and sent her to get some sweets. Ishaq continued to wind the coils of his argument around the struggling Motu Chand. ‘Wood!’ he cried. ‘And what else?’ ‘Oh, well, you know, Khan Sahib—strings and so on,’ said Motu Chand, defeated as to Ishaq’s intention. ‘And what are these strings made of?’ continued Ishaq Khan relentlessly. ‘Ah!’ said Motu Chand, getting a glimpse of his meaning. Ishaq was not a bad fellow, but he appeared to get a cruel pleasure from worsting Motu Chand in an argument. ‘Gut,’ said Ishaq. ‘These strings are made of gut. As you well know. And the front of a sarangi is made of skin. The hide of a dead animal. Now what would your brahmins of Brahmpur say if they were forced to touch it? Would they not be polluted by it?’ Motu Chand looked downcast, then rallied. ‘Anyway, I’m not a brahmin, you know . . .’ he began. ‘Don’t tease him,’ said Saeeda Bai to Ishaq Khan. ‘I love the fat kafir too much to want to tease him,’ said Ishaq Khan. This was not true. Since Motu Chand was of an alarmingly equable bent of mind, what Ishaq Khan liked more than anything else was to upset his balance. But this time Motu Chand reacted in an irksomely philosophical manner. ‘Khan Sahib is very kind,’ he said. ‘But sometimes even the ignorant have wisdom, and he would be the first to acknowledge this. Now for me the sarangi is not what it is made of but what it makes—these divine sounds. In the hands of an artist even this gut and this skin can be made to sing.’ His face wreathed with a contented, almost Sufi, smile. ‘After all, what are we all but gut and skin? And yet’—his forehead creased with concentration—‘in the hands of one who—the One. . . .’ But the maid now came in with the sweets and Motu Chand’s theological meanderings halted. His plump and agile fingers quickly reached for a laddu as round as himself and popped it whole into his mouth. After a while Saeeda Bai said, ‘But we were not discussing the One above’—she pointed upwards—‘but the One to the West.’ She pointed in the direction of Old Brahmpur. ‘They are the same,’ said Ishaq Khan. ‘We pray both westwards and upwards. I am sure Ustad Majeed Khan would not take it amiss if we were mistakenly to turn to him in prayer one evening. And why not?’ he ended ambiguously. ‘When we pray to such lofty art, we are praying to God himself.’ He looked at Motu Chand for approval, but Motu appeared to be either sulking or concentrating on his laddu. The maid re-entered and announced: ‘There is some trouble at the gate.’ Saeeda Bai looked more interested than alarmed. ‘What sort of trouble, Bibbo?’ she asked. The maid looked at her cheekily and said, ‘It seems that a young man is quarrelling with the watchman.’ ‘Shameless thing, wipe that expression off your face,’ said Saeeda Bai. ‘Hmm,’ she went on, ‘what does he look like?’ ‘How would I know, Begum Sahiba?’ protested the maid. ‘Don’t be troublesome, Bibbo. Does he look respectable?’ ‘Yes,’ admitted the maid. ‘But the streetlights were not bright enough for me to see anything more.’ ‘Call the watchman,’ said Saeeda Bai. ‘There’s only us here,’ she added, as the maid looked hesitant. ‘But the young man?’ asked the maid. ‘If he’s as respectable as you say, Bibbo, he’ll remain outside.’ ‘Yes, Begum Sahiba,’ said the maid and went to do her bidding. ‘Who do you think it could be?’ mused Saeeda Bai aloud, and was silent for a minute. The watchman entered the house, left his spear at the front entrance, and climbed heavily up the stairs to the gallery. He stood at the doorway of the room where they were sitting, and saluted. With his khaki turban, khaki uniform, thick boots and bushy moustache, he was completely out of place in that femininely furnished room. But he did not seem at all ill at ease. ‘Who is this man and what does he want?’ asked Saeeda Bai. ‘He wants to come in and speak with you,’ said the watchman phlegmatically. ‘Yes, yes, I thought as much—but what is his name?’ ‘He won’t say, Begum Sahiba. Nor will he take no for an answer. Yesterday too he came, and told me to give you a message, but it was so impertinent, I decided not to.’ Saeeda Bai’s eyes flashed. ‘You decided not to?’ she asked. ‘The Raja Sahib was here,’ said the watchman calmly. ‘Hmmh. And the message?’ ‘That he is one who lives in love,’ said the watchman impassively. He had used a different word for love and had thus lost the pun on Prem Nivas. ‘One who lives in love? What can he mean?’ remarked Saeeda Bai to Motu and Ishaq. The two looked at each other, Ishaq Khan with a slight smirk of disdain. ‘This world is populated by donkeys,’ said Saeeda Bai, but whom she was referring to was unclear. ‘Why didn’t he leave a note? So those were his exact words? Neither very idiomatic nor very witty.’ The watchman searched his memory and came out with a closer approximation to the actual words Maan had used the previous evening. At any rate, ‘prem’ and ‘nivas’ both figured in his sentence. All three musicians solved the riddle immediately. ‘Ah!’ said Saeeda Bai, amused. ‘I think I have an admirer. What do you say? Shall we let him in? Why not?’ Neither of the others demurred—as, indeed, how could they? The watchman was told to let the young man in. And Bibbo was told to tell Tasneem to stay in her room.
Cap. 2.11 - En el desayuno
Cap. 2.11 —¿Has dormido bien? —le preguntó Firoz a Mann con una sonrisa. —Muy bien. Pero tu te levantaste temprano. —No más temprano de lo normal. Me gusta tener hecho un montón de trabajo antes de desayunar. Si no hubiera sido un cliente, habría sido algún informe. En cambio tú, parece que no tienes nada de trabajo. Maan observó las dos pequeñas píldoras que había en su platillo, pero no dijo nada, de modo que Firoz prosiguió. —Aunque la verdad es que no sé nada de telas... —comenzó a decir Firoz. Maan gruñó. —¿Estamos teniendo una conversación seria? —preguntó. —Sí, desde luego —dijo Firoz, riendo—. Hace al menos dos horas que estoy levantado. —Hombre, tengo resaca —dijo Maan—. Un poco de consideración, por favor. —Toda la que quieras —dijo Firoz, sonrojándose un poco—. Por supuesto. —Miró el reloj que había en la pared—. Pero debo ir al Club de Equitación. Un día de éstos voy a enseñarte a jugar al polo, Maan, a pesar de todas tus protestas. —Se levantó y fue hacia el pasillo. —Ah genial —dijo Maan, más animado—. Eso me va mucho más. Llegó una tortilla. Estaba tibia, pues había tenido que atravesar la enorme distancia entre las cocinas y el saloncito del desayuno en la Casa Baitar. Maan la miró unos instantes, a continuación mordió con cautela una tostada sin mantequilla. Ya no tenía hambre. Se tragó las aspirinas. Mientras tanto Firoz acababa de llegar a la puerta principal cuando vio al secretario particular de su padre, Murtaza Ali, discutiendo con un joven en la entrada. El joven quería ver al nawab sahib. Murtaza Ali, que no era mucho mayor que el joven, intentaba, a su manera benévola y preocupada, impedirlo. El joven no iba muy bien vestido —su kurta era de algodón blanco de fabricación casera—, pero su urdu era culto tanto en acento como en expresión. Estaba diciendo: —Pero él me dijo que viniera a esta hora, y aquí estoy. La intensidad de la expresión de sus rasgos enjutos hizo que Firoz se detuviera. —¿De qué se trata? —preguntó Firoz. Murtaza Ali se volvió y dijo: —Choote sahib, parece ser que este hombre quiere ver a vuestro padre en relación con un trabajo en la biblioteca. Dice que tiene una cita. —¿Sabías algo de esto? —le preguntó Firoz a Murtaza Ali. —Me temo que no, Choote sahib. El joven dijo: —Vengo desde muy lejos y me ha costado bastante llegar. El nawab sahib me dijo expresamente que estuviera aquí a las diez para verle. Firoz, en un tono carente de hostilidad, dijo: —¿Estás seguro que se refería a hoy? —Sí, seguro del todo. —Si mi padre hubiera esperado alguna visita, nos lo habría advertido —dijo Firoz—. El problema es que en cuanto mi padre entra en su biblioteca, bueno, está en otro mundo. Me temo que tendrá que esperar a que salga. ¿Quizá podrías volver más tarde? Una intensa agitación comenzó a vislumbrarse en las comisuras de la boca del joven. Estaba claro que necesitaba los ingresos de ese empleo, pero también estaba claro que poseía su orgullo. —No estoy dispuesto a ir de un lado a otro de esta forma —dijo de una manera clara y serena. Firoz se quedó sorprendido. Le pareció que tanta determinación rondaba la descortesía. No había dicho, por ejemplo: “El nawabzada comprenderá que es difícil para mí...» o alguna otra frase que facilitara las cosas. Pero ese simple “No estoy dispuesto...» —Bien, eso es cosa tuya —dijo Firoz, con despreocupación—. Ahora perdonadme, tengo una cita. —Arrugó ligeramente el entrecejo y se metió en el coche.
Cap. 2.11 - At Breakfast
Cap. 2.11 ‘Did you sleep well?’ asked Firoz, smiling at Maan. ‘Very. But you rose early.’ ‘Not earlier than usual. I like to get a great deal of work done before breakfast. If it hadn’t been a client, it would have been my briefs. It seems to me that you don’t work at all.’ Maan looked at the two little pills lying on his quarter-plate, but said nothing, so Firoz went on. ‘Now, I don’t know anything about cloth—’ began Firoz. Maan groaned. ‘Is this a serious conversation?’ he asked. ‘Yes, of course,’ said Firoz, laughing. ‘I’ve been up at least two hours.’ ‘Well, I have a hangover,’ said Maan. ‘Have a heart.’ ‘I do,’ said Firoz, reddening a bit. ‘I can assure you.’ He looked at the clock on the wall. ‘But I’m due at the Riding Club. One day I’m going to teach you polo, you know, Maan, all your protests notwithstanding.’ He got up and walked towards the corridor. ‘Oh, good,’ said Maan, more cheerfully. ‘That’s more in my line.’ An omelette came. It was lukewarm, having had to traverse the vast distance between the kitchens and the breakfast room in Baitar House. Maan looked at it for a while, then gingerly bit a slice of unbuttered toast. His hunger had disappeared again. He swallowed the aspirins. Firoz, meanwhile, had just got to the front door when he noticed his father’s private secretary, Murtaza Ali, arguing with a young man at the entrance. The young man wanted to meet the Nawab Sahib. Murtaza Ali, who was not much older, was trying, in his sympathetic, troubled way, to prevent him from doing so. The young man was not dressed very well—his kurta was of homespun white cotton—but his Urdu was cultured in both accent and expression. He was saying: ‘But he told me to come at this time, and here I am.’ The intensity of expression on his lean features made Firoz pause. ‘What seems to be the matter?’ asked Firoz. Murtaza Ali turned and said: ‘Chhoté Sahib, it appears that this man wants to meet your father in connection with a job in the library. He says he has an appointment.’ ‘Do you know anything about this?’ Firoz asked Murtaza Ali. ‘I’m afraid not, Chhoté Sahib.’ The young man said: ‘I have come from some distance and with some difficulty. The Nawab Sahib told me expressly that I should be here at ten o’clock to meet him.’ Firoz, in a not unkindly tone, said: ‘Are you sure he meant today?’ ‘Yes, quite sure.’ ‘If my father had said he was to be disturbed, he would have left word,’ said Firoz. ‘The problem is that once my father is in the library, well, he’s in a different world. You will, I am afraid, have to wait till he comes out. Or could you perhaps come back later?’ A strong emotion began to work at the corners of the young man’s mouth. Clearly he needed the income from the job, but equally clearly he had a sense of pride. ‘I am not prepared to run around like this,’ he said clearly but quietly. Firoz was surprised. This definiteness, it appeared to him, bordered on incivility. He had not said, for example: ‘The Nawabzada will appreciate that it is difficult for me . . .’ or any such ameliorative phrase. Simply: ‘I am not prepared. . . .’ ‘Well, that is up to you,’ said Firoz, easily. ‘Now, forgive me, I have to be somewhere very soon.’ He frowned slightly as he got into the car.