Sedas y saris
Lectura por entregas
del libro de Vikram Seth
"Un buen Partido"
Cap. 1.1 - Una Charla entre madre e hija
1.1 —Tú también te casarás con quien yo diga —le dijo la señora Rupa Mehra a su hija pequeña. Lata eludió el imperativo materno recorriendo con la mirada el enorme jardÃn de Prem Nivas. Los invitados a la boda se congregaban en el césped, a la luz de los grandes farolillos encendidos en el jardin. —Humm —dijo Lata. Lo que enfadó aún más a su madre. —Sé lo que significan tus hummms, señorita, y puedo asegurarte que no te consentiré ningún humm por lo que a este tema se refiere. Sé lo que más te conviene. Todo lo hago por vosotros. ¿Crees que me resulta fácil encargarme de mis cuatro hijos sin Su ayuda? —La nariz comenzó a enrojecérsele al pensar en su marido, quien, estaba segura, compartirÃa su alegrÃa con benevolencia desde algún lugar del más allá. Naturalmente, la señora Rupa Mehra creÃa en la reencarnación, aunque en momentos de gran emoción imaginaba que el difunto Raghubir Mehra todavÃa conservaba el aspecto con el que le conoció cuando estaba vivo: la apariencia robusta y animosa recien cumplido los cuarenta poco antes de que, durante la Segunda Guerra Mundial, el exceso de trabajo le provocara un ataque al corazón. Ya hacÃa de eso ocho años; ocho años, pensó con tristeza la señora Rupa Mehra. —Vamos, mamá, no puedes llorar el dÃa de la boda de Savita —dijo Lata, abrazándola cariñosamente pero sin darle gran importancia a sus lágrimas. —Si Él hubiera estado aquÃ, podrÃa haberme puesto el sari patola que me puse el dÃa de mi boda —suspiró la señora Rupa Mehra—. Pero es demasiado ostentoso para una viuda. —¡Mamá! —dijo Lata, un poco exasperada ante el caudal emocional que su madre insistÃa en extraer de todas las circunstancias—. La gente te está mirando. Quieren felicitarte, y se llevarán una extraña impresión si te ven llorar de esta manera. De hecho, varios invitados ya estaban haciendo namasté a la señora Rupa Mehra y sonriéndole; la flor y nata de la sociedad de Bramphur, se complació en observar. —¡Que me vean! —dijo la señora Rupa Mehra de manera desafiante, llevándose rápidamente a los ojos un pañuelo perfumado con agua de colonia 4711—. Lo único que pensarán es que lloro de felicidad por la boda de Savita. Todo lo hago por vosotros y nadie me lo agradece. He escogido un excelente muchacho para Savita y todo el mundo se queja. Lata reflexionó que, de sus cuatro hijos —dos chicos y dos chicas—, la única que no se habÃa quejado de esa elección habÃa sido la hermosa Savita, de carácter afable y tez clara. —Es un poco delgado, mamá —dijo Lata un tanto irreflexivamente, lo cual era una manera suave de decirlo: Pran Kapoor, que pronto serÃa su cuñado, era larguirucho, de tez bastante oscura, desgarbado y asmático. —¿Delgado? ¿Qué importa ser delgado? En estos tiempos todo el mundo quiere ser delgado. Incluso yo he tenido que ayunar todo el dÃa, y eso no es bueno para mi diabetes. Y si Savita no se queja, todo el mundo deberÃa sentirse feliz con él. Arun y Varun siempre se están quejando: ¿por qué entonces no eligen ellos un muchacho para su hermana? Pran es un muchacho khatri bueno, decente y educado. No habÃa duda de que Pran, de treinta años, era un buen muchacho, un muchacho decente, y que pertenecÃa a una casta idónea. Y, de hecho, a Lata le caÃa bien Pran. Por extraño que pueda parecer, ella le conocÃa mejor que su hermana, o al menos le habÃa visto durante más tiempo. Lata estudiaba literatura inglesa en la Universidad de Brahmpur, donde Pran Kapoor era un profesor bastante conocido. Lata habÃa asistido a su clase sobre los isabelinos, mientras que Savita, la novia, apenas habÃa estado con él durante una hora, y eso en compañÃa de su madre. —Además, Savita le engordará —añadió la señora Rupa Mehra—. ¿Por qué quieres que me enfade cuando soy tan feliz? Y Pran y Savita serán felices, ya lo verás. Serán felices —prosiguió enfáticamente—. Gracias, gracias. —Ahora sonreÃa alegremente a aquellos que se acercaban a felicitarla—. Es tan maravilloso..., el muchacho de mis sueños, y de tan buena familia. El ministro sahib ha sido muy amable con nosotros. Y Savita es muy feliz. Por favor, comed algo, comed, por favor: han preparado unos deliciosos gulab-jamuns, aunque debido a mi diabetes no podré comerlos ni siquiera después de la ceremonia. Ni siquiera se me permite probar el gajak, al que tan difÃcil es resistirse en invierno. Pero, por favor, comed, comed. Debo ir a ver qué está ocurriendo: ¡ya casi es la hora que concertamos con los panditas y no hay señal de la novia ni del novio! —Miró a Lata, frunciendo el ceño. Su hija menor iba a ponérselo más difÃcil que su hija mayor, decidió. —No olvides lo que te he dicho —pronunció en tono admonitorio. —Humm —dijo Lata—. Mamá, el pañuelo te asoma por fuera de la blusa. —Oh —dijo la señora Rupa Mehra, colocándoselo con aire de preocupación—. Y, por favor, dile a Arun que se tome en serio sus obligaciones. No hace más que estar ahà de pie, en un rincón, hablando con esa Meenakshi y su estúpido amigo de Calcuta. DeberÃa procurar que todo el mundo este comiendo y bebiendo y disfrute de la fiesta. «Esa Meenakshi» era la atractiva esposa de Arun y una nuera bastante irrespetuosa. Durante sus cuatro años de matrimonio, el único acto digno de consideración de Meenakshi ante los ojos de la señora Rupa Mehra habÃa sido dar a luz a su querida nieta, Aparna, quien ahora se abrÃa paso hacia el sari de seda de su abuela y tiraba de él para llamar su atención. La señora Rupa Mehra se alegró de verla. Le dio un beso y le dijo: —Aparna, debes quedarte con tu mamá o con Lata buá, de otro modo te perderás. ¿Y qué será de nosotros entonces? —¿Puedo ir contigo? —preguntó Aparna, quien, a los tres años, tenÃa opiniones y preferencias propias. —Cariño, ojalá pudieras —dijo la señora Rupa Mehra—, pero tengo que asegurarme de que Savita buá esté a punto para la boda. Ya se está retrasando mucho. —Y, de nuevo, la señora Rupa Mehra observó el pequeño reloj de oro que habla sido el primer regalo que le hiciera su marido, y cuya puntualidad se habÃa mantenido inalterable durante dos décadas y media. —¡Quiero ver a Savita buá! —pidió Aparna, en sus trece. La señora Rupa Mehra se vio un tanto apurada y asintió vagamente a la petición de Aparna. Lata la cogió en brazos. —Cuando Savita bua salga, las dos nos acercaremos, ¿de acuerdo?, y yo te auparé bien alto y asà podrás verla perfectamente. Pero, mientras tanto, ¿qué te parece si vamos a buscar un poco de helado? A mà también me apetece. Como casi siempre, Aparna aceptó la sugerencia de Lata. Fueron juntas hacia la mesa del bufet, una chica de tres años y una muchacha de diecinueve de la mano. Unos cuantos pétalos de rosa planearon por encima de ellas. —Lo que es bueno para tu hermana es bueno para ti —dijo la señora Rupa Merha como comentario final.
Cap. 1.1 - A talk between mother and daughter
1.1 ‘You too will marry a boy I choose,’ said Mrs Rupa Mehra firmly to her younger daughter. Lata avoided the maternal imperative by looking around the great lamp-lit garden of Prem Nivas. The wedding guests were gathered on the lawn. ‘Hmm,’ she said. This annoyed her mother further. ‘I know what your hmms mean, young lady, and I can tell you I will not stand for hmms in this matter. I do know what is best. I am doing it all for you. Do you think it is easy for me, trying to arrange things for all four of my children without His help?’ Her nose began to redden at the thought of her husband, who would, she felt certain, be partaking of their present joy from somewhere benevolently above. Mrs Rupa Mehra believed, of course, in reincarnation, but at moments of exceptional sentiment, she imagined that the late Raghubir Mehra still inhabited the form in which she had known him when he was alive: the robust, cheerful form of his early forties before overwork had brought about his heart attack at the height of the Second World War. Eight years ago, eight years, thought Mrs Rupa Mehra miserably. ‘Now, now, Ma, you can’t cry on Savita’s wedding day,’ said Lata, putting her arm gently but not very concernedly around her mother’s shoulder. ‘If He had been here, I could have worn the tissue-patola sari I wore for my own wedding,’ sighed Mrs Rupa Mehra. ‘But it is too rich for a widow to wear.’ ‘Ma!’ said Lata, a little exasperated at the emotional capital her mother insisted on making out of every possible circumstance. ‘People are looking at you. They want to congratulate you, and they’ll think it very odd if they see you crying in this way.’ Several guests were indeed doing namaste to Mrs Rupa Mehra and smiling at her; the cream of Brahmpur society, she was pleased to note. ‘Let them see me!’ said Mrs Rupa Mehra defiantly, dabbing at her eyes hastily with a handkerchief perfumed with 4711 Eau de Cologne. ‘They will only think it is because of my happiness at Savita’s wedding. Everything I do is for you, and no one appreciates me. I have chosen such a good boy for Savita, and all everyone does is complain.’ Lata reflected that of the four brothers and sisters, the only one who hadn’t complained of the match had been the sweet-tempered, fair-complexioned, beautiful Savita herself. ‘He is a little thin, Ma,’ said Lata a bit thoughtlessly. This was putting it mildly. Pran Kapoor, soon to be her brother-in-law, was lank, dark, gangly, and asthmatic. ‘Thin? What is thin? Everyone is trying to become thin these days. Even I have had to fast the whole day and it is not good for my diabetes. And if Savita is not complaining, everyone should be happy with him. Arun and Varun are always complaining: why didn’t they choose a boy for their sister then? Pran is a good, decent, cultured khatri boy.’ There was no denying that Pran, at thirty, was a good boy, a decent boy, and belonged to the right caste. And, indeed, Lata did like Pran. Oddly enough, she knew him better than her sister did—or, at least, had seen him for longer than her sister had. Lata was studying English at Brahmpur University, and Pran Kapoor was a popular lecturer there. Lata had attended his class on the Elizabethans, while Savita, the bride, had met him for only an hour, and that too in her mother’s company. ‘And Savita will fatten him up,’ added Mrs Rupa Mehra. ‘Why are you trying to annoy me when I am so happy? And Pran and Savita will be happy, you will see. They will be happy,’ she continued emphatically. ‘Thank you, thank you,’ she now beamed at those who were coming up to greet her. ‘It is so wonderful—the boy of my dreams, and such a good family. The Minister Sahib has been very kind to us. And Savita is so happy. Please eat something, please eat: they have made such delicious gulab-jamuns, but owing to my diabetes I cannot eat them even after the ceremonies. I am not even allowed gajak, which is so difficult to resist in winter. But please eat, please eat. I must go in to check what is happening: the time that the pandits have given is coming up, and there is no sign of either bride or groom!’ She looked at Lata, frowning. Her younger daughter was going to prove more difficult than her elder, she decided. ‘Don’t forget what I told you,’ she said in an admonitory voice. ‘Hmm,’ said Lata. ‘Ma, your handkerchief’s sticking out of your blouse.’ ‘Oh!’ said Mrs Rupa Mehra, worriedly tucking it in. ‘And tell Arun to please take his duties seriously. He is just standing there in a corner talking to that Meenakshi and his silly friend from Calcutta. He should see that everyone is drinking and eating properly and having a gala time.’ ‘That Meenakshi’ was Arun’s glamorous wife and her own disrespectful daughter-in-law. In four years of marriage Meenakshi’s only worthwhile act, in Mrs Rupa Mehra’s eyes, had been to give birth to her beloved granddaughter, Aparna, who even now had found her way to her grandmother’s brown silk sari and was tugging at it for attention. Mrs Rupa Mehra was delighted. She gave her a kiss and told her: ‘Aparna, you must stay with your Mummy or with Lata Bua, otherwise you will get lost. And then where would we be?’ ‘Can’t I come with you?’ asked Aparna, who, at three, naturally had views and preferences of her own. ‘Sweetheart, I wish you could,’ said Mrs Rupa Mehra, ‘but I have to make sure that your Savita Bua is ready to be married. She is so late already.’ And Mrs Rupa Mehra looked once again at the little gold watch that had been her husband’s first gift to her and which had not missed a beat for two and a half decades. ‘I want to see Savita Bua!’ said Aparna, holding her ground. Mrs Rupa Mehra looked a little harassed and nodded vaguely at Aparna. Lata picked Aparna up. ‘When Savita Bua comes out, we’ll go over there together, shall we, and I’ll hold you up like this, and we’ll both get a good view. Meanwhile, should we go and see if we can get some ice-cream? I feel like some too.’ Aparna approved of this, as of most of Lata’s suggestions. It was never too cold for ice-cream. They walked towards the buffet table together, three-year-old and nineteen-year-old hand in hand. A few rose petals wafted down on them from somewhere. ‘What is good enough for your sister is good enough for you,’ said Mrs Rupa Mehra to Lata as a parting shot. ‘We can’t both marry Pran,’ said Lata, laughing.
Cap. 1.2 - El padre del novio
1.2 El otro invitado principal a la boda era el padre del novio, el señor Mahesh Kapoor, ministro de Finanzas del estado de Purva - Pradesh. De hecho, la boda tenÃa lugar en Prem Nivas, su gran casa de dos pisos en forma de C y de color crema situada en el área residencial más tranquila y frondosa de la antigua y —en su mayor parte— superpoblada ciudad de Brahmpur. Que la ceremonia se celebrara allà era algo tan inusual que todo Brahmpur lo habÃa estado comentando durante dÃas. El padre de la señora Rupa Mehra, que se suponÃa tenÃa que ser el anfitrión, se ofendió de repente quince dÃas antes de la boda, cerró su casa y desapareció. La señora Rupa Mehra quedó muy afectada. El ministro sahib tomó la iniciativa («Su honor es nuestro honor») e insistió en organizar la boda en persona. En cuanto a los consiguientes chismorreos, hizo caso omiso. El ministro sahib no quiso ni oÃr hablar de la posibilidad de que la señora Rupa Mehra contribuyera a costear los gastos de la boda. Tampoco pidió ninguna dote. Era un viejo amigo del padre de la señora Rupa Mehra —con el que también habÃa formado pareja en el bridge—, y a pesar de que la habÃa visto pocas veces, Savita le habÃa caÃdo en gracia (aunque nunca fuera capaz de recordar el nombre de la muchacha). Siempre se mostraba solidario con las penurias económicas, pues él también las conocÃa. Durante los años que pasó en las celdas británicas, en la época de la lucha por la Independencia, no hubo nadie que se encargara de la granja de su padre ni de su negocio de telas. Como resultado, magros ingresos entraron en la casa, y su mujer y su familia salieron adelante con grandes dificultades. Esa época infeliz, sin embargo, era sólo un recuerdo para este ministro capaz, impaciente y poderoso. CorrÃa el invierno de 1950, y hacÃa tres años que la India era libre. Pero la libertad del paÃs no significaba la libertad de su hijo Maan, a quien ahora le decÃa su padre: —Lo que es bueno para tu hermano es bueno para ti. —SÃ, baoji —dijo Maan, sonriendo. . El señor Mahesh Kapoor frunció el entrecejo. Su hijo menor, que habÃa heredado su afición a la ropa elegante, no habÃa heredado, sin embargo, su obsesión por el trabajo duro. Y tampoco parecÃa tener ninguna ambición. —No creas que toda la vida vas a ser un joven apuesto y derrochador —dijo su padre—. El matrimonio te obligará a sentar la cabeza y a tomarte las cosas en serio. He escrito a Benarés, y espero una respuesta favorable cualquier dÃa de éstos. El matrimonio era la última cosa que ocupaba el interés de Maan; habÃa distinguido la mirada de un amigo entre la multitud y ahora le estaba saludando. De pronto se encendieron cientos de pequeñas luces de colores enhebradas a lo largo del seto, y los saris de seda y la joyerÃa de las mujeres resplandecieron y centellearon con un brillo aún más vivo. La estridente música del shehnai adquirió un ritmo más trepidante. Maan estaba extasiado. Observó a Lata abriéndose paso entre los invitados. Qué atractiva era la hermana de Savita, pensó. Ni muy alta ni muy blanca de piel, pero atractiva: la cara le formaba un óvalo perfecto, una tÃmida luz brillaba en sus ojos oscuros, y trataba con sumo cariño a la niña que llevaba de la mano. —SÃ, baoji —dijo Maan obediente. —¿Qué estaba diciendo? —preguntó su padre. —Hablabas del matrimonio, baoji —dijo Maan. —¿Y qué decÃa del matrimonio? Maan se quedó perplejo. —¿No me estabas escuchando? —interrogó Mahesh Kapoor, deseando retorcerle la oreja a su hijo—. Eres tan inútil como los funcionarios del Departamento de Finanzas. No estabas prestando atención. Estabas saludando a Firoz. Maan pareció un poco avergonzado. SabÃa lo que su padre pensaba de él. Pero lo habÃa estado pasando bien hasta hacÃa un par de minutos, justo en el momento en que apareció su padre y desinfló su buen humor. —De manera que todo está arreglado —prosiguió su padre—. Luego no me vengas con que no te lo advertÃ. Y no hagas que esa mujer de débil voluntad, tu madre, cambie de opinión y me venga con que no estás preparado para asumir las responsabilidades de un hombre. —No, baoji —dijo Maan, taciturno ante el sesgo tomado por la conversación. —Elegimos un buen marido para Veena, una esposa para Pran, y no serás tú quien se queje de la novia que escojamos para ti. Maan no dijo nada. Se preguntaba cómo recuperar el buen humor. Arriba, en su habitación, tenÃa una botella de whisky, y a lo mejor él y Firoz podrÃan escaparse durante unos minutos, antes de la ceremonia —o incluso durante ella—, para echar un trago. Su padre hizo una pausa para sonreÃr bruscamente a unos amigos, a continuación se volvió de nuevo hacia Maan. —No quiero malgastar más tiempo contigo. Dios sabe que por hoy ya he tenido suficiente. ¿Qué les ha pasado a Pran y a esa chica, cómo se llama? Se está haciendo tarde. Se supone que tenÃan que salir de extremos opuestos de la casa y reunirse aquà para el jaymala hace cinco minutos. —Savita —apuntó Maan. —SÃ, sà —dijo su padre, impaciente—. Savita. Tu supersticiosa madre se dejará llevar por el pánico si la ceremonia no se celebra durante la configuración astral exacta. Ve y cálmala. ¡Vete! Haz algo de provecho. Y Mahesh Kapoor regresó a sus propios deberes como anfitrión. Frunció el entrecejo de impaciencia ante uno de los sacerdotes oficiantes, quien le devolvió una leve sonrisa. Evitó por poco que tres niños embistieran contra su estómago y le derribaran; eran hijos de sus parientes de fuera de la ciudad, y correteaban alegres por el jardÃn como si se hallaran en un campo de rastrojos. Y saludó, antes de haber caminado diez pasos, a un profesor de literatura (que podÃa resultar de utilidad para la carrera de Pran); a dos miembros influyentes de la legislatura del estado en representación del Partido del Congreso (quienes quizá le apoyaran en su perenne lucha por el poder con el ministro del Interior); a un juez, el último miembro inglés del Tribunal Superior de Brahmpur tras la Independencia; y a su viejo amigo el nawab sahib de Baitar, uno de los más importantes terratenientes del estado.
Cap. 1.2 - The groom's father
1.2 The other chief host of the wedding was the groom’s father, Mr Mahesh Kapoor, who was the Minister of Revenue of the state of Purva Pradesh. It was in fact in his large, C-shaped, cream-coloured, two-storey family house, Prem Nivas, situated in the quietest, greenest residential area of the ancient, and—for the most part—over-populated city of Brahmpur, that the wedding was taking place. This was so unusual that the whole of Brahmpur had been buzzing about it for days. Mrs Rupa Mehra’s father, who was supposed to be the host, had taken sudden umbrage a fortnight before the wedding, had locked up his house, and had disappeared. Mrs Rupa Mehra had been distraught. The Minister Sahib had stepped in (‘Your honour is our honour’), and had insisted on putting on the wedding himself. As for the ensuing gossip, he ignored it. There was no question of Mrs Rupa Mehra helping to pay for the wedding. The Minister Sahib would not hear of it. Nor had he at any time asked for any dowry. He was an old friend and bridge partner of Mrs Rupa Mehra’s father and he had liked what he had seen of her daughter Savita (though he could never remember the girl’s name). He was sympathetic to economic hardship, for he too had tasted it. During the several years he had spent in British jails during the struggle for Independence, there had been no one to run his farm or his cloth business. As a result very little income had come in, and his wife and family had struggled along with great difficulty. Those unhappy times, however, were only a memory for the able, impatient, and powerful Minister. It was the early winter of 1950, and India had been free for over three years. But freedom for the country did not mean freedom for his younger son, Maan, who even now was being told by his father: ‘What is good enough for your brother is good enough for you.’ ‘Yes, Baoji,’ said Maan, smiling. Mr Mahesh Kapoor frowned. His younger son, while succeeding to his own habit of fine dress, had not succeeded to his obsession with hard work. Nor did he appear to have any ambition to speak of. ‘It is no use being a good-looking young wastrel forever,’ said his father. ‘And marriage will force you to settle down and take things seriously. I have written to the Banaras people, and I expect a favourable answer any day.’ Marriage was the last thing on Maan’s mind; he had caught a friend’s eye in the crowd and was waving at him. Hundreds of small coloured lights strung through the hedge came on all at once, and the silk saris and jewellery of the women glimmered and glinted even more brightly. The high, reedy shehnai music burst into a pattern of speed and brilliance. Maan was entranced. He noticed Lata making her way through the guests. Quite an attractive girl, Savita’s sister, he thought. Not very tall and not very fair, but attractive, with an oval face, a shy light in her dark eyes and an affectionate manner towards the child she was leading by the hand. ‘Yes, Baoji,’ said Maan obediently. ‘What did I say?’ demanded his father. ‘About marriage, Baoji,’ said Maan. ‘What about marriage?’ Maan was nonplussed. ‘Don’t you listen?’ demanded Mahesh Kapoor, wanting to twist Maan’s ear. ‘You are as bad as the clerks in the Revenue Department. You were not paying attention, you were waving at Firoz.’ Maan looked a little shamefaced. He knew what his father thought of him. But he had been enjoying himself until a couple of minutes ago, and it was just like Baoji to come and puncture his light spirits. ‘So that’s all fixed up,’ continued his father. ‘Don’t tell me later that I didn’t warn you. And don’t get that weak-willed woman, your mother, to change her mind and come telling me that you aren’t yet ready to take on the responsibilities of a man.’ ‘No, Baoji,’ said Maan, getting the drift of things and looking a trifle glum. ‘We chose well for Veena, we have chosen well for Pran, and you are not to complain about our choice of a bride for you.’ Maan said nothing. He was wondering how to repair the puncture. He had a bottle of Scotch upstairs in his room, and perhaps he and Firoz could escape for a few minutes before the ceremony—or even during it—for refreshment. His father paused to smile brusquely at a few well-wishers, then turned to Maan again. ‘I don’t want to have to waste any more time with you today. God knows I have enough to do as it is. What has happened to Pran and that girl, what’s her name? It’s getting late. They were supposed to come out from opposite ends of the house and meet here for the jaymala five minutes ago.’ ‘Savita,’ prompted Maan. ‘Yes, yes,’ said his father impatiently. ‘Savita. Your superstitious mother will start panicking if they miss the correct configuration of the stars. Go and calm her down. Go! Do some good.’ And Mahesh Kapoor went back to his own duties as a host. He frowned impatiently at one of the officiating priests, who smiled weakly back. He narrowly avoided being butted in the stomach and knocked over by three children, offspring of his rural relatives, who were careering joyfully around the garden as if it were a field of stubble. And he greeted, before he had walked ten steps, a professor of literature (who could be useful for Pran’s career); two influential members of the state legislature from the Congress Party (who might well agree to back him in his perennial power struggle with the Home Minister); a judge, the very last Englishman to remain on the bench of the Brahmpur High Court after Independence; and his old friend the Nawab Sahib of Baitar, one of the largest landowners in the state.
Cap. 1.3 - Lata sonríe al hermano del novio
1.3 Lata, que habÃa oÃdo parte de la conversación entre Maan y su padre, no pudo evitar sonreÃr mientras pasaba junto al primero. —Veo que lo estás pasando bien —le dijo Maan en inglés. La conversación con su padre habÃa sido en hindi, la de ella con su madre en inglés. Maan hablaba los dos idiomas correctamente. Lata tuvo un arrebato de timidez, tal como a veces le ocurrÃa con los desconocidos, especialmente con aquellos que le sonreÃan de manera tan descarada como Maan. Dejémosle que sonrÃa por los dos, pensó. —Sà —fue lo único que dijo Lata, mirándole a la cara tan sólo un segundo. Aparna le tiró de la mano. —Bueno, ahora estamos casi en familia —dijo Maan, quizá intuyendo que Lata se sentÃa incómoda—. Dentro de unos pocos minutos comenzará la ceremonia. —Sà —asintió Lata, y, un poco más segura de sà misma, levantó la mirada hacia él. A continuación frunció el entrecejo—. A mi madre le preocupa que no empiece a la hora. —También a mi padre —dijo Maan. Lata comenzó a sonreÃr de nuevo, pero cuando Maan le preguntó el motivo negó con la cabeza. —Bueno —dijo Maan, apartando un pétalo de rosa de su elegante achkan blanco—, no te estás riendo de mÃ, ¿verdad? —No me estoy riendo —dijo Lata. —Sonriendo, quiero decir. —No, de ti no —dijo Lata—, de mi. —Todo esto es muy misterioso —dijo Maan. Su cara afable se transformó en una expresión de exagerada perplejidad. —Me temo que la cosa tendrá que quedar asà —dijo Lata, casi riendo ahora—. Tengo que conseguir un helado para Aparna. —Prueba el de pistacho —sugirió Maan. Sus ojos siguieron su sari color rosa durante unos segundos. Una chica hermosa... en cierto modo, volvió a decirse. Aunque el rosa no era el color más adecuado para su tez. DeberÃa ir vestida de un verde intenso o de un azul oscuro... como aquella mujer de ahÃ. Su mirada se desvió hacia un nuevo objeto de atención. Unos segundos más tarde, Lata se tropezó con su mejor amiga, Malati, una estudiante de medicina con la que compartÃa habitación en la residencia de estudiantes. Malati era muy extrovertida y nunca se arredraba a la hora de hablar con desconocidos. Éstos, sin embargo, se ponÃan a parpadear ante sus encantadores ojos verdes, y a veces eran ellos quienes no sabÃan qué decir. —¿Quién era ese ChocolatÃn con quien estabas hablando? —preguntó a Lata llena de curiosidad. No lo decÃa con mala intención. En la jerga de las chicas de la Universidad de Brahmpur, un joven bien parecido era un ChocolatÃn. El término derivaba del chocolate Cadbury. —Oh, era Maan, el hermano pequeño de Pran. —¡De verdad! Es muy guapo, y Pran es tan..., bueno, no es feo, pero ya sabes, tiene la tez oscura y no es nada especial. —Quizá es una chocolatina de las más negras —sugirió Lata—. Amarga pero nutritiva. Malati se lo pensó. —Y —prosiguió Lata—, tal como mis tÃas me han recordado cinco veces durante la última hora, yo tampoco tengo la piel clara, por lo que me será imposible encontrar un buen partido. —¿Cómo puedes soportar que te digan eso, Lata? —preguntó Malati, que habÃa crecido, sin padres ni hermanos, en un cÃrculo de mujeres que siempre la habÃan apoyado en todo. —Oh, casi todas me caen bien —dijo Lata—. Y si no fuera por este tipo de especulaciones, para ellas una boda no tendrÃa mucho sentido. Una vez vean a la novia y al novio juntos, se lo pasarán aún mejor. La bella y la bestia. —Bueno, siempre que le he visto en el campus de la universidad me ha parecido que tenÃa cierto aspecto de bestia —dijo Malati—. Es como una jirafa oscura. —No seas mala —dijo Lata, riendo—. De todos modos, Pran es un profesor muy popular —prosiguió—. Y a mà me gusta. Y tú vendrás a visitarme a su casa cuando deje la residencia y vaya a vivir con él. Y puesto que es mi cuñado, tendrá que caerte bien. Prométemelo. —De ninguna manera —dijo Malati, inflexible—. Te está alejando de mi. —No digas tonterÃas, Malati —dijo Lata—. Mi madre, con su agudo sentido de la economÃa doméstica, está empeñada en que vaya a vivir a su casa. —Bueno, no veo por qué has de obedecer a tu madre. Dile que no puedes separarte de mÃ. —Siempre obedezco a mi madre —dijo Lata—. Y además, si no lo hace ella, ¿quién pagará mis facturas de la residencia? Y para mà será muy agradable vivir con Savita una temporada. Me niego a perderte. De verdad que debes visitarnos..., no debes dejar de visitarnos. Si no lo haces, sabré cuál es el valor tic tu amistad. Por unos instantes Malati pareció un tanto desdichada, pero enseguida se le pasó. —¿Quién es ésta? —preguntó. Aparna la miraba con un aspecto severo e intransigente. —Mi sobrina Aparna —dijo Lata—. Dile hola a tÃa Malati, Aparna. —Hola —dijo Aparna, a quien se le estaba agotando la paciencia—. ¿Puedo tomar mi helado de pistacho, por favor? —SÃ, kuchi kuchi, desde luego, lo siento —dijo Lata—. Ven, vamos todas juntas a buscar un poco de helado.
Cap. 1.3 - Lata smiles at the groom's brother
1.3 Lata, who had heard a part of Maan’s conversation with his father, could not help smiling to herself as she walked past. ‘I see you’re enjoying yourself,’ said Maan to her in English. His conversation with his father had been in Hindi, hers with her mother in English. Maan spoke both well. Lata was struck shy, as she sometimes was with strangers, especially those who smiled as boldly as Maan. Let him do the smiling for both of us, she thought. ‘Yes,’ she said simply, her eyes resting on his face for just a second. Aparna tugged at her hand. ‘Well, now, we’re almost family,’ said Maan, perhaps sensing her awkwardness. ‘A few minutes more, and the ceremonies will start.’ ‘Yes,’ agreed Lata, looking up at him again more confidently. She paused and frowned. ‘My mother’s concerned that they won’t start on time.’ ‘So is my father,’ said Maan. Lata began smiling again, but when Maan asked her why she shook her head. ‘Well,’ said Maan, flicking a rose petal off his beautiful tight white achkan, ‘you’re not laughing at me, are you?’ ‘I’m not laughing at all,’ said Lata. ‘Smiling, I meant.’ ‘No, not at you,’ said Lata. ‘At myself.’ ‘That’s very mysterious,’ said Maan. His good-natured face melted into an expression of exaggerated perplexity. ‘It’ll have to remain so, I’m afraid,’ said Lata, almost laughing now. ‘Aparna here wants her ice-cream, and I must supply it.’ ‘Try the pistachio ice-cream,’ suggested Maan. His eyes followed her pink sari for a few seconds. Good-looking girl—in a way, he thought again. Pink’s the wrong colour for her complexion, though. She should be dressed in deep green or dark blue . . . like that woman there. His attention veered to a new object of contemplation. A few seconds later Lata bumped into her best friend, Malati, a medical student who shared her room at the student hostel. Malati was very outgoing and never lost her tongue with strangers. Strangers, however, blinking into her lovely green eyes, sometimes lost their tongues with her. ‘Who was that Cad you were talking to?’ she asked Lata eagerly. This wasn’t as bad as it sounded. A good-looking young man, in the slang of Brahmpur University girls, was a Cad. The term derived from Cadbury’s chocolate. ‘Oh, that’s just Maan, he’s Pran’s younger brother.’ ‘Really! But he’s so good-looking and Pran’s so, well, not ugly, but, you know, dark, and nothing special.’ ‘Maybe he’s a dark Cad,’ suggested Lata. ‘Bitter but sustaining.’ Malati considered this. ‘And,’ continued Lata, ‘as my aunts have reminded me five times in the last hour, I’m not all that fair either, and will therefore find it impossible to get a suitable husband.’ ‘How can you put up with them, Lata?’ asked Malati, who had been brought up, fatherless and brotherless, in a circle of very supportive women. ‘Oh, I like most of them,’ said Lata. ‘And if it wasn’t for this sort of speculation it wouldn’t be much of a wedding for them. Once they see the bride and groom together, they’ll have an even better time. Beauty and the Beast.’ ‘Well, he’s looked rather beast-like whenever I’ve seen him on the university campus,’ said Malati. ‘Like a dark giraffe.’ ‘Don’t be mean,’ said Lata, laughing. ‘Anyway, Pran’s very popular as a lecturer,’ she continued. ‘And I like him. And you’re going to have to visit me at his house once I leave the hostel and start living there. And since he’ll be my brother-in-law you’ll have to like him too. Promise me you will.’ ‘I won’t,’ said Malati firmly. ‘He’s taking you away from me.’ ‘He’s doing nothing of the sort, Malati,’ said Lata. ‘My mother, with her fine sense of household economy, is dumping me on him.’ ‘Well, I don’t see why you should obey your mother. Tell her you can’t bear to be parted from me.’ ‘I always obey my mother,’ said Lata. ‘And besides, who will pay my hostel fees if she doesn’t? And it will be very nice for me to live with Savita for a while. I refuse to lose you. You really must visit us—you must keep visiting us. If you don’t, I’ll know how much value to put on your friendship.’ Malati looked unhappy for a second or two, then recovered. ‘Who’s this?’ she asked. Aparna was looking at her in a severe and uncompromising manner. ‘My niece, Aparna,’ said Lata. ‘Say hello to Malati Aunty, Aparna.’ ‘Hello,’ said Aparna, who had reached the end of her patience. ‘Can I have a pistachio ice-cream, please?’ ‘Yes, kuchuk, of course, I’m sorry,’ said Lata. ‘Come, let’s all go together and get some.’
Cap. 1.4 - El tirano hermano mayor
1.4 Lata no tardó en dejar a Malati con un grupo de amigas de la universidad, pero antes de que ella y Aparna pudieran llegar mucho más lejos, fueron pilladas por los padres de la niña. —De manera que estás aquÃ, mi pequeña y preciosa fugitiva —dijo la deslumbrante Meenakshi, depositando un beso en la frente de su hija—. ¿No es preciosa, Arun? ¿Donde has estado, mi preciosa pillina —Fui a buscar a Daadi —comenzó a decir Aparna—. Y la encontré, pero ella tuvo que entrar en casa a buscar a Savita bua, pero no pude ir con ella, y entonces Lata Buá me llevó a tomar un helado, pero no pudimos tomarlo porque... Pero Meenakshi ya se habÃa desinteresado del relato y se habÃa vuelto hacia Lata. —El color rosa no te sienta nada bien, Lata —dijo Meenakshi—. Carece de..., de... —Je ne sais quois? —apuntó un zalamero amigo de su marido, que estaba de pie a su lado. —Gracias —dijo Meenakshi, con un tono tan helado que el joven se escabulló silenciosamente y fingió mirar las estrellas. —No, el rosa no es el color más adecuado para ti, Lata —se reafirmó Meenakshi, estirando el cuello, largo y moreno, como si fuera un gato desperezándose. A continuación miró a su cuñada de arriba abajo. Meenakshi llevaba un sari de seda de Benarés verde y oro, con un choli verde que dejaba al descubierto más parte de su estómago de lo que la sociedad de Brahmpur solÃa estar acostumbrada a ver. —Oh —dijo Lata, repentinamente acomplejada. No tenÃa mucha idea de cómo vestirse, e imaginó que debÃa de lucir muy poco junto a esa ave del paraÃso. —¿Quién era ese tipo con el que estabas hablando? —le preguntó su hermano Arun, quien, contrariamente a su mujer, habÃa observado que Lata hablaba con Maan. Arun tenÃa veinticinco años, y era un bravucón alto, inteligente, de tez clara y aspecto agradable que mantenÃa a sus hermanos a raya mediante el sistema de aporrear sus egos. Se complacÃa en recordarles que, desde de la muerte de su padre, él, «por asà decir», era quien habÃa pasado a ocupar su lugar. —Era Maan, el hermano de Pran. —Ah. —La palabra contenÃa icebergs de desaprobación. Arun y Meenakshi habÃan llegado esa misma mañana, tras un viaje en tren que habÃa durado toda la noche, procedentes de Calcuta, donde Arun era uno de los escasos ejecutivos indios de la prestigiosa empresa, en su mayor parte de raza blanca, Bentsen & Pryce. No habÃa tenido tiempo ni ganas de relacionarse con la familia —o la tribu, como él los llamaba— Kapoor, con la que su madre habÃa concertado la boda de su hija. Miraba a su alrededor con hostilidad. TÃpico de los de su clase, excederse en todo, pensaba al observar las luces de colores en el seto. La falta de gusto de los polÃticos, con sus gorros blancos tan efusivos, y la representación de los parientes de Mahesh Kapoor que vivÃan en el campo suscitaban en él un desdén elegantemente refinado. Y el hecho de que ni el brigadier del Acantonamiento de Brahmpur ni los representantes de las empresas como Burmah Shell, Imperial Tobacco y Caltex estuvieran presentes entre la multitud de invitados le dejaba ciego ante la mayorÃa de la élite profesional de Brahmpur. —Un poco granuja, dirÃa yo —manifestó Arun, quien habÃa observado que los ojos de Maan seguÃan casualmente a Lata antes de volverlos hacia otra parte. Lata sonrió, y su dócil hermano Varun, que era como una nerviosa sombra de Arun y Meenakshi, también sonrió con una especie de reprimida complicidad. Varun estudiaba —o intentaba estudiar— matemáticas en la Universidad de Calcuta, y vivÃa con Arun y Meenakshi en su pequeño piso de planta baja. Era delgado, inseguro, de temperamento afable y mirada furtiva; y también el favorito de Lata. Aunque era un año mayor que ella, Lata sentÃa un instinto protector hacia él. Tanto Arun como Meenakshi —e incluso en cierto modo la precoz Aparna— eran capaces de provocarle verdadero terror. Su relación con las matemáticas se limitaba principalmente al cálculo de apuestas y los handicaps para las carreras de caballos. En invierno, al iniciarse la temporada hÃpica, la euforia de Varun crecÃa pareja a la ira de su hermano. Arun también solÃa calificarle de granuja. ¿Y qué sabes tú de lo que es un granuja, Arun bhai?, pensó para sà Lata. En voz alta dijo: —ParecÃa muy agradable. —Una de las tÃas con la que nos encontramos le llamó Chocolatito —dijo Aparna. —¿Es eso cierto, preciosa? —dijo Meenakshi, interesada—. Señálamelo, Arun. —Pero no vieron a Maan por ninguna parte. —Hasta cierto punto es culpa mÃa —dijo Arun con una voz que daba a entender todo lo contrario; Arun era incapaz de culparse de nada—. La verdad es que deberÃa haber hecho algo —prosiguió—. Si no hubiera estado tan atado a mi trabajo, podrÃa haber evitado todo este fiasco. Pero una vez que a mamá se le metió en la cabeza que este Kapoor era un buen partido, fue imposible disuadirla. No se puede razonar con mamá; siempre acaba echándose a llorar. Lo que también contribuyó a mitigar las suspicacias de Arun fue el hecho de que el doctor Pran Kapoor enseñara literatura inglesa. Y aun con eso, para su disgusto, apenas habÃa alguna cara inglesa en medio de esa multitud completamente provinciana. —¡Qué poco elegante es todo esto! —dijo Meenakshi cansinamente, expresando los pensamientos de su marido—. Y qué completamente distinto de Calcuta. Preciosa, te has ensuciado la nariz —añadió dirigiéndose a Aparna, medio mirando a su alrededor para decirle a una imaginaria sirvienta que la limpiara con un pañuelo. —Yo estoy disfrutando —aventuró Varun, viendo que Lata parecÃa dolida. SabÃa que a ella le gustaba Brahmpur, aunque estuviera claro que no se trataba de ninguna metrópoli. —Cállate —le espetó brutalmente Arun. Su dictamen estaba siendo discutido por un subordinado, y no estaba dispuesto a aceptarlo. Varun luchó consigo mismo; echó fuego por los ojos, a continuación bajó la mirada. —No hables de lo que no entiendes —añadió Arun, ensañándose. Varun le miró echando chispas, en silencio. —¿Me has oÃdo? —Sà —dijo Varun. —¿Si qué? —SÃ, Arun bhai —murmuró Varun. Tal machaque era moneda corriente para Varun, y a Lata no le sorprendió aquel diálogo. Lo sentÃa por Varun, y le indignaba la actitud de su otro hermano. No comprendÃa por qué le trataba asÃ, ni el placer que podÃa encontrar en ello. Decidió que hablarÃa con Varun después de la boda, lo antes posible, a fin de ayudarle a resistir —al menos internamente— tales ataques contra su espÃritu. Aunque a veces yo tampoco sé resistirlos, pensó Lata. —En fin, Arun bhai —dijo Lata con aire inocente—. Supongo que es demasiado tarde. Ahora todos somos una gran familia feliz y tendremos que soportarnos lo mejor que podamos. La frase, sin embargo, no era inocente. «Una gran familia feliz» era una frase que los Chatterji utilizaban irónicamente. Meenakshi Mehra habÃa sido una Chatterji antes de que ella y Arun se conocieran en un cóctel, se enamoraran de manera apasionada, arrebatada y elegante, y se casarán al cabo de un mes, ante la conmoción de ambas familias. Si el juez Chatterji, del Tribunal Superior de Calcuta, y su esposa se sintieron felices o no, al dar la bienvenida a Arun —que no era bengal× en calidad de primer cónyuge de sus tres hijos y sus dos hijas (además de Cuddles, el perro), y estuviera encantada o no la señora Rupa Mehra ante la idea de que su primogénito, la niña de sus ojos, contrajera matrimonio con alguien que no pertenecÃa a la casta khatri (para casarse, además, con una niña mimada y supersofisticada como Meenakshi), era harina de otro costal, Arun, ciertamente, se vanagloriaba de estar emparentado con los Chatterji. Era una familia rica y de buena posición, que poseÃa una gran casa en Calcuta donde celebraban fiestas demasiado concurridas (aunque distinguidas). Y aun cuando aquella extensa familia, especialmente los hermanos y hermanas de Meenakshi, le importunaran a veces con su incesante e imparable ingenio y sus improvisados pareados, lo aceptaba por considerarlo un rasgo innegablemente urbano. Era algo que estaba a años luz de esta capital de provincia, de esa muchedumbre de los Kapoor y de las celebraciones chillonas con luces en el seto... ¡con zumo de granada en lugar de alcohol! —¿Qué quieres decir exactamente con eso? —le preguntó Arun a Lata—. ¿Acaso crees que si papá estuviera vivo nos habrÃamos unido a esta familia? A Arun le preocupaba muy poco que alguien pudiera oÃrles. Lata se ruborizó. Pero el brutal comentario estaba bien cimentado. Si Raghubir Mehra, en lugar de fallecer prematuramente, hubiera proseguido su meteórica carrera en el Servicio de Ferrocarriles, no hay duda de que cuando los británicos dejaron todos los servicios en manos del gobierno indio en 1947, se habrÃa convertido en miembro del Consejo de Administración de los Ferrocarriles de la India, y sus aptitudes y su experiencia no habrÃan tardado en ascenderle al cargo de presidente. Desde su muerte, sin embargo, la familia se habÃa visto obligada a salir adelante con la ayuda de los magros ahorros de la señora Rupa Mehra, de la amabilidad de sus amigos y, últimamente, del salario de su primogénito. Además, la señora Rupa Mehra habÃa tenido que vender casi todas sus joyas y su pequeña casa en Darjeeling para proporcionar una educación a sus hijos, cosa que consideraba de primordial importancia. Detrás de su omnipresente sentimentalismo —y de su apego a los objetos fÃsicos que le recordaran a su amado esposo— se revelaba un concepto del sacrificio y de los valores que iba indisolublemente unida a las intangibles ventajas de estudiar en uno de esos internados donde se recibÃa una enseñanza cien por cien anglosajona. Y de este modo, Arun y Varun habÃa continuado en el St George's School, y no habÃa sacado a Savita y a Lata del convento de St Sophia. Puede que los Kapoor no estuvieran mal para lo que era la sociedad de Brahmpur, pensaba Arun, pero, de haber vivido papá, toda una constelación de brillantes pretendientes se habrÃa derramado a los pies de los Mehra. Él, al menos, habÃa superado sus circunstancias y prosperado uniéndose a una buena familia. ¿Cómo se podÃa comparar al hermano de Pran, ese individuo cuyos ojos iban de muchacha en muchacha y con quien Lata acababa de hablar —y que, según habÃa oÃdo decir, estaba al frente de una tienda de telas en Benarés—, con, digamos, el hermano mayor de Meenakshi, que habÃa estudiado en Oxford, que estudiaba leyes en la Lincoln's Inn y que, además, habÃa publicado libros de poesÃa? La hija de Arun le hizo volver a la realidad y disipar sus especulaciones cuando amenazó con gritar si no conseguÃa su helado. SabÃa por experiencia que gritar (o simplemente amenazar con hacerlo) obraba prodigios con sus padres. Y, después de todo, ellos también se gritaban a veces el uno al otro, y a menudo a los sirvientes. Lata puso un gesto culpable. —Es culpa mÃa, cariño —le dijo a Aparna—. Vamos enseguida antes de que nos encontremos con alguien más. Pero no debes llorar ni chillar, prométemelo. Conmigo no funcionará. Aparna, que sabia que asà era, permaneció en silencio. Pero, justo en ese momento, el novio apareció por un lado de la casa, vestido todo de blanco, con una expresión medrosa en su tez oscura, velada de guirnaldas de flores blancas; todo el mundo se apelotonó hacia adelante, en dirección a la puerta de donde emergerÃa la novia; y Aparna, levantada en brazos por su Lata Buá, se vio obligada una vez más a posponer tanto el premio como la amenaza.
Cap. 1.4 - The bully big brother
1.4 Lata soon lost Malati to a clutch of college friends, but before she and Aparna could get much further, they were captured by Aparna’s parents. ‘So there you are, you precious little runaway,’ said the resplendent Meenakshi, implanting a kiss on her daughter’s forehead. ‘Isn’t she precious, Arun? Now where have you been, you precious truant?’ ‘I went to find Daadi,’ began Aparna. ‘And then I found her, but she had to go into the house because of Savita Bua, but I couldn’t go with her, and then Lata Bua took me to have ice-cream, but we couldn’t because—’ But Meenakshi had lost interest and had turned to Lata. ‘That pink doesn’t really suit you, Luts,’ said Meenakshi. ‘It lacks a certain—a certain—’ ‘Je ne sais quoi?’ prompted a suave friend of her husband’s, who was standing nearby. ‘Thank you,’ said Meenakshi, with such withering charm that the young fellow glided away for a while and pretended to stare at the stars. ‘No, pink’s just not right for you, Luts,’ reaffirmed Meenakshi, stretching her long, tawny neck like a relaxed cat and appraising her sister-in-law. She herself was wearing a green-and-gold sari of Banaras silk, with a green choli that exposed more of her midriff than Brahmpur society was normally privileged or prepared to see. ‘Oh,’ said Lata, suddenly self-conscious. She knew she didn’t have much dress sense, and imagined she looked rather drab standing next to this bird of paradise. ‘Who was that fellow you were talking to?’ demanded her brother Arun, who, unlike his wife, had noticed Lata talking to Maan. Arun was twenty-five, a tall, fair, intelligent, pleasant-looking bully who kept his siblings in place by pummelling their egos. He was fond of reminding them that after their father’s death, he was ‘in a manner of speaking’, in loco parentis to them. ‘That was Maan, Pran’s brother.’ ‘Ah.’ The word spoke volumes of disapproval. Arun and Meenakshi had arrived just this morning by overnight train from Calcutta, where Arun worked as one of the few Indian executives in the prestigious and largely white firm of Bentsen & Pryce. He had had neither the time nor the desire to acquaint himself with the Kapoor family—or clan, as he called it—with whom his mother had contrived a match for his sister. He cast his eyes balefully around. Typical of their type to overdo everything, he thought, looking at the coloured lights in the hedge. The crassness of the state politicians, white-capped and effusive, and of Mahesh Kapoor’s contingent of rustic relatives excited his finely tuned disdain. And the fact that neither the brigadier from the Brahmpur Cantonment nor the Brahmpur representatives of companies like Burmah Shell, Imperial Tobacco, and Caltex were represented in the crowd of invitees blinded his eyes to the presence of the larger part of the professional elite of Brahmpur. ‘A bit of a bounder, I’d say,’ said Arun, who had noticed Maan’s eyes casually following Lata before he had turned them elsewhere. Lata smiled, and her meek brother Varun, who was a nervous shadow to Arun and Meenakshi, smiled too in a kind of stifled complicity. Varun was studying—or trying to study—mathematics at Calcutta University, and he lived with Arun and Meenakshi in their small ground-floor flat. He was thin, unsure of himself, sweet-natured and shifty-eyed; and he was Lata’s favourite. Though he was a year older than her, she felt protective of him. Varun was terrified, in different ways, of both Arun and Meenakshi, and in some ways even of the precocious Aparna. His enjoyment of mathematics was mainly limited to the calculation of odds and handicaps on the racing form. In winter, as Varun’s excitement rose with the racing season, so did his elder brother’s ire. Arun was fond of calling him a bounder as well. And what would you know about bounding, Arun Bhai? thought Lata to herself. Aloud she said: ‘He seemed quite nice.’ ‘An aunty we met called him a Cad,’ contributed Aparna. ‘Did she, precious?’ said Meenakshi, interested. ‘Do point him out to me, Arun.’ But Maan was now nowhere to be seen. ‘I blame myself to some extent,’ said Arun in a voice which implied nothing of the sort; Arun was not capable of blaming himself for anything. ‘I really should have done something,’ he continued. ‘If I hadn’t been so tied up with work, I might have prevented this whole fiasco. But once Ma got it into her head that this Kapoor chap was suitable, it was impossible to dissuade her. It’s impossible to talk reason with Ma; she just turns on the waterworks.’ What had also helped deflect Arun’s suspicions had been the fact that Dr Pran Kapoor taught English. And yet, to Arun’s chagrin, there was hardly an English face in this whole provincial crowd. How fearfully dowdy! said Meenakshi wearily to herself, encapsulating her husband’s thoughts. ‘And how utterly unlike Calcutta. Precious, you have smut on your nose,’ she added to Aparna, half looking around to tell an imaginary ayah to wipe it off with a handkerchief. ‘I’m enjoying it here,’ Varun ventured, seeing Lata look hurt. He knew that she liked Brahmpur, though it was clearly no metropolis. ‘You be quiet,’ snapped Arun brutally. His judgement was being challenged by his subordinate, and he would have none of it. Varun struggled with himself; he glared, then looked down. ‘Don’t talk about what you don’t understand,’ added Arun, putting the boot in. Varun glowered silently. ‘Did you hear me?’ ‘Yes,’ said Varun. ‘Yes, what?’ ‘Yes, Arun Bhai,’ muttered Varun. This pulverization was standard fare for Varun, and Lata was not surprised by the exchange. But she felt very bad for him, and indignant at Arun. She could not understand either the pleasure or the purpose of it. She decided she would speak to Varun as soon after the wedding as possible to try to help him withstand—at least internally—such assaults upon his spirit. Even if I’m not very good at withstanding them myself, Lata thought. ‘Well, Arun Bhai,’ she said innocently, ‘I suppose it’s too late. We’re all one big happy family now, and we’ll have to put up with each other as well as we can.’ The phrase, however, was not innocent. ‘One big happy family’ was an ironically used Chatterji phrase. Meenakshi Mehra had been a Chatterji before she and Arun had met at a cocktail party, fallen in torrid, rapturous and elegant love, and got married within a month, to the shock of both families. Whether or not Mr Justice Chatterji of the Calcutta High Court and his wife were happy to welcome the non-Bengali Arun as the first appendage to their ring of five children (plus Cuddles the dog), and whether or not Mrs Rupa Mehra had been delighted at the thought of her firstborn, the apple of her eye, marrying outside the khatri caste (and to a spoilt supersophisticate like Meenakshi at that), Arun certainly valued the Chatterji connection greatly. The Chatterjis had wealth and position and a grand Calcutta house where they threw enormous (but tasteful) parties. And even if the big happy family, especially Meenakshi’s brothers and sisters, sometimes bothered him with their endless, unchokable wit and improvised rhyming couplets, he accepted it precisely because it appeared to him to be undeniably urbane. It was a far cry from this provincial capital, this Kapoor crowd and these garish light-in-the-hedge celebrations—with pomegranate juice in lieu of alcohol! ‘What precisely do you mean by that?’ demanded Arun of Lata. ‘Do you think that if Daddy had been alive we would have married into this sort of a family?’ Arun hardly seemed to care that they might be overheard. Lata flushed. But the brutal point was well made. Had Raghubir Mehra not died in his forties but continued his meteoric rise in the Railway Service, he would—when the British left Indian government service in droves in 1947—certainly have become a member of the Railway Board. His excellence and experience might even have made him Chairman. The family would not have had to struggle, as it had had to for years and was still forced to, on Mrs Rupa Mehra’s depleted savings, the kindness of friends and, lately, her elder son’s salary. She would not have had to sell most of her jewellery and even their small house in Darjeeling to give her children the schooling which she felt that, above everything else, they must have. Beneath her pervasive sentimentality—and her attachment to the seemingly secure physical objects that reminded her of her beloved husband—lay a sense of sacrifice and a sense of values that determinedly melted them down into the insecure, intangible benefits of an excellent English-medium boarding school education. And so Arun and Varun had continued to go to St George’s School, and Savita and Lata had not been withdrawn from St Sophia’s Convent. The Kapoors might be all very well for Brahmpur society, thought Arun, but if Daddy had been alive, a constellation of brilliant matches would have been strewn at the feet of the Mehras. At least he, for one, had overcome their circumstances and done well in the way of in-laws. What possible comparison could there be between Pran’s brother, that ogling fellow whom Lata had just been talking to—who ran, of all things, a cloth shop in Banaras, from what Arun had heard—and, say, Meenakshi’s elder brother, who had been to Oxford, was supposed to be studying law at Lincoln’s Inn, and was, in addition, a published poet? Arun’s speculations were brought down to earth by his daughter, who threatened to scream if she didn’t get her ice-cream. She knew from experience that screaming (or even the threat of it) worked wonders with her parents. And, after all, they sometimes screamed at each other, and often at the servants. Lata looked guilty. ‘It’s my fault, darling,’ she said to Aparna. ‘Let’s go at once before we get caught up in something else. But you mustn’t cry or yell, promise me that. It won’t work with me.’ Aparna, who knew it wouldn’t, was silent. But just at that moment the bridegroom emerged from one side of the house, dressed all in white, his dark, rather nervous face veiled with hanging strings of white flowers; everyone crowded forward towards the door from which the bride would emerge; and Aparna, lifted into her Lata Bua’s arms, was forced to defer once again both treat and threat.
Cap. 1.5 - Llega la novia
1.5 A Lata quizá le hubiera gustado algo más tradicional: Pran llegando a la verja de la casa montado en un corcel blanco, con un sobrino de corta edad sentado con él en la grupa, y reclamando a la novia acompañado de toda su comitiva. Pero eso hubiera sido un poco absurdo, se dijo a continuación, pues Prem Nivas era la casa del novio. Y no hay duda de que si se hubiera seguido esa convención, Arun habrÃa encontrado más motivos de burla. De hecho, a Lata ya se le hacÃa difÃcil imaginarse a aquel profesor de drama isabelino bajo el velo de nardos. Ahora estaba colocando una guirnalda de rosas muy rojas y fragantes alrededor del cuello de Savita, quien hacÃa lo propio con él. Ataviada con un sari de boda rojo y oro, estaba encantadora, y mostraba un gesto muy sumiso; Lata pensó que quizá habÃa estado llorando. Llevaba la cabeza cubierta y tenÃa la vista baja, siguiendo, sin duda, las indicaciones de su madre. No era correcto, ni aun al colocar la guirnalda alrededor del cuello del novio, que mirara a la cara al hombre con el que iba a pasar el resto de su vida. Una vez acabó la ceremonia de bienvenida, el novio y la novia se desplazaron hasta el centro del jardÃn, donde se habÃa erigido una pequeña tarima, decorada con más flores blancas y abierta a los auspicios de las estrellas. AllÃ, los sacerdotes, uno por cada familia, la señora Rupa Mehra y los padres del novio estaban sentados alrededor de un pequeño fuego que serÃa testigo de sus votos. El hermano de la señora Rupa Mehra, quien rara vez coincidÃa con la familia, se habÃa encargado de la ceremonia de los brazaletes. Arun estaba enfadado porque no le habÃan dejado ocuparse de nada. Tras la crisis provocada por el inexplicable comportamiento de su abuelo, le sugirió a su madre que se casaran en Calcuta, pero era demasiado tarde para eso, y la señora Rupa Mehra no quiso ni oÃr hablar del asunto. Ahora que el intercambio de guirnaldas habÃa terminado, la multitud no prestaba gran atención a los ritos matrimoniales propiamente dichos. Éstos aún habÃan de durar casi una hora, y mientras tanto los invitados charlaban y deambulaban por los jardines de Prem Nivas. ReÃan; se estrechaban las manos o las cruzaban ante la frente; se arracimaban en pequeños corrillos, los hombres aquÃ, las mujeres allá; se calentaban en estufas de arcilla llenas de carbón, estratégicamente dispuestas alrededor del jardÃn, mientras su aliento helado y cargado de chismorreos remontaba el aire; admiraban las luces multicolores; sonreÃan para el fotógrafo mientras éste murmuraba en inglés: «¡Quietos, por favor!»; respiraban profundamente el aroma de las flores y el perfume de las especias; intercambiaban alumbramientos y fallecimientos y polÃtica y escándalos bajo el dosel de tela de vivos colores que habÃa en la parte posterior del jardÃn, bajo el cual se habÃan dispuesto largas mesas llenas de comida; se sentaban agotados en sillas con los platos llenos y se atracaban de manera insaciable. Los sirvientes, algunos vestidos con librea blanca, otros de caqui, servÃan zumos de frutas, té, café y canapés a aquellos que estaban de pie en el jardÃn: samoosas, kachois, laddus, gulab-jamuns, barfis, gajak y helados eran consumidos y repuestos, acompañados de puris y de seis tipos de verduras. Amigos que no se habÃan visto durante meses se saludaban con sonoras voces, parientes que sólo se encontraban en bodas o funerales se abrazaban con los ojos llenos de lágrimas e intercambiaban las últimas noticias de primos segundos y terceros. La tÃa de Lata, que vivÃa en Kanpur, horrorizada por la tez oscura del novio, le hablaba a una tÃa que vivÃa en Lucknow de los «nietos negros de Rupa», como si éstos ya existieran. Le daban mucha importancia a Aparna, que, obviamente, iba a ser la última nieta de piel clara de Rupa, y la ensalzaban incluso cuando se embadurnaba de helado de pistacho la pechera de su suéter de cachemira amarillo pálido. Los bárbaros infantes de la rústica región de Rudhia corrÃan chillando de un lado a otro, como si jugaran al pitthu en la granja. Y aunque la música lastimera y festiva del shenai habÃa cesado, un feliz murmullo de voces alegres se elevaba a los cielos y ahogaba la irrelevante salmodia de las ceremonias. Lata, sin embargo, permanecÃa cerca de los novios, y lo observaba todo con una atenta mezcla de fascinación y consternación. Los dos sacerdotes, uno muy gordo y el otro bastante delgado, con el pecho desnudo y aparentemente inmunes al frÃo, competÃan para ver cuál de los dos conocÃa la fórmula más elaborada del ritual. De manera que mientras las estrellas se mantenÃan en su curso a fin de mantener los auspicios favorables, el sánscrito seguirÃa sonando interminablemente. Incluso los padres del novio tuvieron que repetir algo a instancias del sacerdote gordo. Las cejas de Mahesh Kapoor temblaban; su paciencia estaba llegando al lÃmite. Lata intentó imaginar en qué estaba pensando Savita. ¿Cómo podÃa haber consentido en casarse con ese hombre sin conocerle? Por muy bondadosa y acomodaticia que fuera, debÃa de poseer opiniones propias. Lata la querÃa muchÃsimo, y admiraba su temperamento generoso y apacible; cualidad, esta última, que ciertamente contrastaba con las erráticas oscilaciones de ánimo de la propia Lata. A pesar de su lozana y cautivadora belleza, Savita carecÃa de la menor vanidad; pero ¿es que no se rebelaba contra el hecho de que Pran no pudiera pasar ni siquiera el más benevolente examen de atractivo? ¿Realmente aceptaba que su madre supiera qué era lo mejor para ella? Era difÃcil hablar con Savita, y a veces incluso intuir qué estaba pensando. Desde que Lata iba a la universidad, Malati habÃa sustituido a su hermana en el papel de confidente. Y Malati, Lata sabÃa, jamás habrÃa consentido en que la casaran con tantas prisas, ni aunque se hubieran conjurado todas las madres del mundo. En pocos minutos Savita renunciarÃa incluso a su nombre ante Pran. Ya no serÃa una Mehra, como el resto de sus hermanos, sino una Kapoor. Arun, gracias a Dios, no habÃa tenido que hacer eso. Lata intentó pronunciar «Savita Kapoor», y no le gustó. El humo procedente del fuego —o posiblemente el polen de las flores-comenzaba a importunar a Pran, que sufrió un breve acceso de tos, cubriéndose la boca con la mano. Su madre le dijo algo en voz baja. Savita también le miró con un gesto, se dijo Lata, de cariño y preocupación. Savita, bien era cierto, se preocupaba por todo aquel que sufrÃa; pero hubo una especial ternura en sus ojos que irritó y confundió a Lata. ¡Savita sólo habÃa estdo con es hombre una hora! Y ahora él le devolvÃa su afectuosa mirada. Era demasiado. Lata olvidó que no mucho antes habÃa defendido a Pran delante de Malati, y comenzó a encontrar las cosas que la molestaban. «Prem Nivas», para empezar: la morada del amor. Un nombre idiota, pensó Lata malhumorada, para una casa donde los matrimonios se concertaban de antemano. E innecesariamente grandilocuente: como si aquel lugar fuera el centro del universo y sus dueños se sintieran obligados a proclamarlo a los cuatro vientos. Y la escena, mirada con objetividad, era absurda: siete personas, ninguna de ellas estúpida, sentadas alrededor de un fuego entonando una lengua muerta que sólo tres de ellos comprendÃan. Y aun con todo, pensó Lata con la mente vagando de una cosa a otra, quizá ese pequeño fuego resultara en verdad el centro del universo. Pues ardÃa en mitad de ese fragante jardÃn situado en el corazón de Pasand Bagh, el barrio más agradable de Brahmpur, que era la capital del estado de Purva Pradesh, que se hallaba en el centro de las planicies del Ganges, que era en sà mismo el núcleo de la India..., y asà a través de las galaxias hasta los lÃmites más externos de la percepción y el conocimiento. A Lata la idea no le pareció trillada en lo más mÃnimo; la ayudó a controlar su irritación y, de hecho, su resentimiento hacia Pran. —¡Dilo ya! ¡Dilo ya! Si tu madre hubiera murmurado tanto como tú, jamás nos habrÃamos casado. Mahesh Kapoor se habÃa vuelto impaciente hacia su regordeta esposa, quien como resultado aún le costó más pronunciar las frases. Pran se volvió y sonrió a su madre para darle ánimos, y rápidamente volvió a crecer la estima que Lata sentÃa por él. Mahesh Kapoor frunció el entrecejo, aunque contuvo su ira un par de minutos, tras lo cual estalló, esta vez diciéndole al sacerdote de la familia: —¿Es que esta farsa no va a acabar nunca? El sacerdote dijo algo en sánscrito para aplacarle, como si bendijera a Mahesh Kapoor, quien se vio obligado a adentrarse en un fastidioso silencio. Estaba irritado por varias razones, una de las cuales era que, desde donde se encontraba, podÃa ver perfectamente cómo su principal rival polÃtico, el ministro del Interior, llevaba ya un buen rato charlando con el voluminoso y venerable primer ministro, S. S. Sharma. ¿Qué estarÃan tramando?, pensó. Mi estúpida mujer insistió en invitar a Agarwal porque nuestras hijas eran amigas, aun cuando sabÃa que eso me pondrÃa de mal humor. Y ahora el primer ministro está hablando con él como si no hubiera nadie más. ¡Y en mi jardÃn! Su otro motivo de irritación era la señora Rupa Mehra. Mahesh Kapoor, al hacerse cargo de los preparativos de la boda, se empeñó en invitar a una hermosa y renombrada cantante de ghazales para que los interpretara en Prem Nivas, tal como era tradición siempre que se casaba alguien de su familia. Pero la señora Rupa Mehra, aun cuando ni siquiera pagaba la boda, lo vetó. Ella no podÃa permitir que «alguien asû cantara canciones de amor en la boda de su hija. «Alguien asû significaba tanto una musulmana como una cortesana. Mahesh Kapoor se equivocó en su respuesta y el sacerdote la repitió amablemente. —SÃ, sÃ, seguid, seguid —dijo Mahesh Kapoor. Miró el fuego, ceñudo. En aquel momento, Savita era entregada por su madre con un puñado de pétalos de rosa, y las tres mujeres lloraban. ¡Desde luego!, pensó Mahesh Kapoor. Con tanta lágrima apagarán las llamas. Observó con exasperación a la principal culpable, cuyos sollozos eran los más sonoros. Pero la señora Rupa Mehra ni siquiera se molestó en ocultar el pañuelo en el interior de su blusa. TenÃa los ojos enrojecidos y las mejillas arreboladas de tanto llorar. Estaba pensando en su propia boda. El aroma de colonia 4711 le trajo a la memoria recuerdos de su esposo de una felicidad casi insoportable. A continuación avanzó una generación hasta llegar a su amada Savita, quien pronto caminarÃa alrededor de su propio fuego con Pran para iniciar su propia vida de casada. Que sea más larga que la mÃa, imploró la señora Rupa Mehra. Que lleve ese mismo sari en la boda de su hija. También se remontó a la generación de su padre, y eso le provocó una súbita efusión de lágrimas. Qué habÃa ofendido al septuagenario radiólogo Kisehn Chand Seth era algo que nadie sabÃa: probablemente algo dicho o hecho por su amigo Mahesh Kapoor, pero también muy posiblemente por su propia hija; nadie podÃa saberlo con certeza. Aparte de repudiar sus deberes como anfitrión, también se habÃa negado a asistir a la boda de su nieta, y habÃa partido a toda velocidad para Delhi, «a un congreso de cardiólogos», según afirmaba. Se habÃa llevado con él a la insufrible Parvati, su segunda esposa, de treinta y cinco arios, diez años menor que la propia señora Rupa Mehra. También era posible, aunque eso no pasó por la mente de su hija, que el doctor Kishen Chand Seth, caso de haber asistido a la boda, hubiera acabado enfadándose, y habÃa decidido huir para evitarlo. Aunque siempre habÃa sido de corta estatura y bien proporcionado, le gustaba con delirio la buena mesa; pero, a causa de un trastorno digestivo combinado con diabetes, su dieta se reducÃa ahora a huevos duros, té flojo, zumo de limón y galletas de arruruz. No me importa quién se fije en mÃ, tengo muchas razones para llorar, se dijo desafiante la señora Rupa Mehra. Estoy tan feliz y a la vez tan desconsolada. Pero su desconsuelo sólo duró un par de minutos más. La novia y el novio caminaron varias veces alrededor del fuego, Savita con la cabeza baja y las pestañas empapadas en lágrimas; y al poco fueron marido y mujer. Tras unas pocas palabras a modo de conclusión pronunciadas por los sacerdotes, todos se levantaron. Los recién casados fueron escoltados hasta un banco adornado de flores situado cerca de un jazmÃn nocturno, de un harsingar, árbol de dulce aroma y hojas ásperas, con sus flores blancas y naranjas; las felicitaciones cayeron sobre ellos y sus padres, y sobre todos los Mehra y los Kapoor allà presentes, tan copiosas como esas delicadas flores que caen al suelo al amanecer. La alegrÃa de la señora Rupa Mehra no tenÃa lÃmites. EngullÃa las felicitaciones del mismo modo que aquellos gulab-jamuns que tenÃa prohibidos. Observaba un tanto especulativamente a su hija menor, que parecÃa estar riéndose de ella a distancia. ¿O quizá se estaba riendo de su hermana? ¡bueno, pronto averiguarÃa lo que era derramar las felices lágrimas del matrimonio! La madre de Pran, a quien tanto habÃa gritado su marido, reprimiendo las lágrimas, pero feliz, bendijo a su hijo y a su nuera, y, al no ver a su hijo menor, Maan, por ninguna parte, se dirigió hacia su hija Veena. Ésta la abrazó; la señora Mahesh Kapoor no dijo nada, simplemente sollozó al tiempo que sonreÃa. El temido ministro del Interior y su hija Priya se unieron a ellos durante unos breves minutos, y en respuesta a sus felicitaciones la señora Mahesh Kapoor intercambió unas palabras amables con cada uno de ellos. Priya, que estaba casada y vivÃa virtualmente recluida por sus parientes polÃticos en una casa situada en el casco antiguo de Brahmpur —donde la densidad de población era mucho mayor—, le dijo, con cierta melancolÃa, que el jardÃn estaba precioso. Y era cierto, pensó la mujer de Mahesh Kapoor con bastante orgullo: el jardÃn estaba precioso. HabÃa mucha hierba, las gardenias se veÃan carnosas y fragantes, y ya habÃan florecido unas cuantas rosas y crisantemos. Y aunque ella no podÃa atribuirse el mérito del súbito y prolÃfico florecimiento del hansirgar, estaba segura de que se debÃa a la gracia de los dioses, que, en tiempos mÃticos, pugnaban por poseer ese trofeo.
Cap. 1.5 - The bride arrives
1.5 It was a little untraditional, Lata couldn’t help thinking, that Pran hadn’t ridden up to the gate on a white horse with a little nephew sitting in front of him and with the groom’s party in tow to claim his bride; but then Prem Nivas was the groom’s house after all. And no doubt if he had followed the convention, Arun would have found further cause for mockery. As it was, Lata found it difficult to imagine the lecturer on Elizabethan Drama under that veil of tuberoses. He was now placing a garland of dark red, heavily fragrant roses around her sister Savita’s neck—and Savita was doing the same to him. She looked lovely in her red-and-gold wedding sari, and quite subdued; Lata thought she might even have been crying. Her head was covered, and she looked down at the ground as her mother had doubtless instructed her to do. It was not proper, even when she was putting the garland round his neck, that she should look full in the face of the man with whom she was to live her life. The welcoming ceremony completed, bride and groom moved together to the middle of the garden, where a small platform, decorated with more white flowers and open to the auspicious stars, had been erected. Here the priests, one from each family, and Mrs Rupa Mehra and the parents of the groom sat around the small fire that would be the witness of their vows. Mrs Rupa Mehra’s brother, whom the family very rarely met, had earlier in the day taken charge of the bangle ceremony. Arun was annoyed that he had not been allowed to take charge of anything. He had suggested to his mother, after the crisis brought on by his grandfather’s inexplicable actions, that they should move the wedding to Calcutta. But it was too late for that, and she would not hear of it. Now that the exchange of garlands was over, the crowd paid no great attention to the actual wedding rites. These would go on for the better part of an hour while the guests milled and chattered round the lawns of Prem Nivas. They laughed; they shook hands or folded them to their foreheads; they coalesced into little knots, the men here, the women there; they warmed themselves at the charcoal-filled clay stoves placed strategically around the garden while their frosted, gossip-laden breath rose into the air; they admired the multicoloured lights; they smiled for the photographer as he murmured ‘Steady, please!’ in English; they breathed deeply the scent of flowers and perfume and cooked spices; they exchanged births and deaths and politics and scandal under the brightly coloured cloth canopy at the back of the garden beneath which long tables of food had been laid out; they sat down exhaustedly on chairs with their plates full and tucked in inexhaustibly. Servants, some in white livery, some in khaki, brought around fruit juice and tea and coffee and snacks to those who were standing in the garden: samosas, kachauris, laddus, gulab-jamuns, barfis and gajak and ice-cream were consumed and replenished along with puris and six kinds of vegetables. Friends who had not met each other for months fell upon each other with loud cries, relatives who met only at weddings and funerals embraced tearfully and exchanged the latest news of third cousins thrice removed. Lata’s aunt from Kanpur, horrified by the complexion of the groom, was talking to an aunt from Lucknow about ‘Rupa’s black grandchildren’, as if they already existed. They made much of Aparna, who was obviously going to be Rupa’s last fair grandchild, and praised her even when she spooned pistachio ice-cream down the front of her pale yellow cashmere sweater. The barbaric children from rustic Rudhia ran around yelling as if they were playing pitthu on the farm. And though the plaintive, festive music of the shehnai had now ceased, a happy babble of convivial voices rose to the skies and quite drowned out the irrelevant chant of the ceremonies. Lata, however, stood close by and watched with an attentive mixture of fascination and dismay. The two bare-chested priests, one very fat and one fairly thin, both apparently immune to the cold, were locked in mildly insistent competition as to who knew a more elaborate form of the service. So, while the stars stayed their courses in order to keep the auspicious time in abeyance, the Sanskrit wound interminably on. Even the groom’s parents were asked by the fat priest to repeat something after him. Mahesh Kapoor’s eyebrows were quivering; he was about to blow his rather short fuse. Lata tried to imagine what Savita was thinking. How could she have agreed to get married without knowing this man? Kind-hearted and accommodating though she was, she did have views of her own. Lata loved her deeply and admired her generous, even temper; the evenness was certainly a contrast to her own erratic swings of mood. Savita was free from any vanity about her fresh and lovely looks; but didn’t she rebel against the fact that Pran would fail the most lenient test of glamour? Did Savita really accept that Mother knew best? It was difficult to speak to Savita, or sometimes even to guess what she was thinking. Since Lata had gone to college, it was Malati rather than her sister who had become her confidante. And Malati, she knew, would never have agreed to be married off in this summary manner by all the mothers in the world conjoined. In a few minutes Savita would relinquish even her name to Pran. She would no longer be a Mehra, like the rest of them, but a Kapoor. Arun, thank God, had never had to do that. Lata tried ‘Savita Kapoor’ on her tongue, and did not like it at all. The smoke from the fire—or possibly the pollen from the flowers—was beginning to bother Pran, and he coughed a little, covering his mouth with his hand. His mother said something to him in a low voice. Savita too looked up at him very quickly, with a glance, Lata thought, of gentle concern. Savita, it was true, would have been concerned about anyone who was suffering from anything; but there was a special tenderness here that irritated and confused Lata. Savita had only met this man for an hour! And now he was returning her affectionate look. It was too much. Lata forgot that she had been defending Pran to Malati just a short while ago, and began to discover things to irritate herself with. ‘Prem Nivas’ for a start: the abode of love. An idiotic name, thought Lata crossly, for this house of arranged marriages. And a needlessly grandiloquent one: as if it were the centre of the universe and felt obliged to make a philosophical statement about it. And the scene, looked at objectively, was absurd: seven living people, none of them stupid, sitting around a fire intoning a dead language that only three of them understood. And yet, Lata thought, her mind wandering from one thing to another, perhaps this little fire was indeed the centre of the universe. For here it burned, in the middle of this fragrant garden, itself in the heart of Pasand Bagh, the pleasantest locality of Brahmpur, which was the capital of the state of Purva Pradesh, which lay in the centre of the Gangetic plains, which was itself the heartland of India . . . and so on through the galaxies to the outer limits of perception and knowledge. The thought did not seem in the least trite to Lata; it helped her control her irritation at, indeed resentment of, Pran. ‘Speak up! Speak up! If your mother had mumbled like you, we would never have got married.’ Mahesh Kapoor had turned impatiently towards his dumpy little wife, who became even more tongue-tied as a result. Pran turned and smiled encouragingly at his mother, and quickly rose again in Lata’s estimation. Mahesh Kapoor frowned, but held his peace for a few minutes, after which he burst out, this time to the family priest: ‘Is this mumbo jumbo going to go on forever?’ The priest said something soothing in Sanskrit, as if blessing Mahesh Kapoor, who felt obliged to lapse into an irked silence. He was irritated for several reasons, one of which was the distinct and unwelcome sight of his arch political rival, the Home Minister, deep in conversation with the large and venerable Chief Minister S.S. Sharma. What could they be plotting? he thought. My stupid wife insisted on inviting Agarwal because our daughters are friends, even though she knew it would sour things for me. And now the Chief Minister is talking to him as if no one else exists. And in my garden! His other major irritation was directed at Mrs Rupa Mehra. Mahesh Kapoor, once he had taken over the arrangements, had set his heart on inviting a beautiful and renowned singer of ghazals to perform at Prem Nivas, as was the tradition whenever anyone in his family got married. But Mrs Rupa Mehra, though she was not even paying for the wedding, had put her foot down. She could not have ‘that sort of person’ singing love-lyrics at the wedding of her daughter. ‘That sort of person’ meant both a Muslim and a courtesan. Mahesh Kapoor muffed his responses, and the priest repeated them gently. ‘Yes, yes, go on, go on,’ said Mahesh Kapoor. He glowered at the fire. But now Savita was being given away by her mother with a handful of rose petals, and all three women were in tears. Really! thought Mahesh Kapoor. They’ll douse the flames. He looked in exasperation at the main culprit, whose sobs were the most obstreperous. But Mrs Rupa Mehra was not even bothering to tuck her handkerchief back into her blouse. Her eyes were red and her nose and cheeks were flushed with weeping. She was thinking back to her own wedding. The scent of 4711 Eau de Cologne brought back unbearably happy memories of her late husband. Then she thought downwards one generation to her beloved Savita who would soon be walking around this fire with Pran to begin her own married life. May it be a longer one than mine, prayed Mrs Rupa Mehra. May she wear this very sari to her own daughter’s wedding. She also thought upwards a generation to her father, and this brought on a fresh gush of tears. What the septuagenarian radiologist Dr Kishen Chand Seth had taken offence at, no one knew: probably something said or done by his friend Mahesh Kapoor, but quite possibly by his own daughter; no one could tell for sure. Apart from repudiating his duties as a host, he had chosen not even to attend his granddaughter’s wedding, and had gone furiously off to Delhi ‘for a conference of cardiologists’, as he claimed. He had taken with him the insufferable Parvati, his thirty-five-year-old second wife, who was ten years younger than Mrs Rupa Mehra herself. It was also possible, though this did not cross his daughter’s mind, that Dr Kishen Chand Seth would have gone mad at the wedding had he attended it, and had in fact fled from that specific eventuality. Short and trim though he had always been, he was enormously fond of food; but owing to a digestive disorder combined with diabetes his diet was now confined to boiled eggs, weak tea, lemon squash, and arrowroot biscuits. I don’t care who stares at me, I have plenty of reasons to cry, said Mrs Rupa Mehra to herself defiantly. I am so happy and heartbroken today. But her heartbreak lasted only a few minutes more. The groom and bride walked around the fire seven times, Savita keeping her head meekly down, her eyelashes wet with tears; and Pran and she were man and wife. After a few concluding words by the priests, everyone rose. The newly-weds were escorted to a flower-shrouded bench near a sweet-smelling, rough-leafed harsingar tree in white-and-orange bloom; and congratulations fell on them and their parents and all the Mehras and Kapoors present as copiously as those delicate flowers fall to the ground at dawn. Mrs Rupa Mehra’s joy was unconfined. She gobbled the congratulations down like forbidden gulab-jamuns. She looked a little speculatively at her younger daughter, who appeared to be laughing at her from a distance. Or was she laughing at her sister? Well, she would find out soon enough what the happy tears of matrimony were all about! Pran’s much-shouted-at mother, subdued yet happy, after blessing her son and daughter-in-law, and failing to see her younger son Maan anywhere, had gone over to her daughter Veena. Veena embraced her; Mrs Mahesh Kapoor, temporarily overcome, said nothing, but sobbed and smiled simultaneously. The dreaded Home Minister and his daughter Priya joined them for a few minutes, and in return for their congratulations, Mrs Mahesh Kapoor had a few kind words to say to each of them. Priya, who was married and virtually immured by her in-laws in a house in the old, cramped part of Brahmpur, said, rather wistfully, that the garden looked beautiful. And it was true, thought Mrs Mahesh Kapoor with quiet pride: the garden was indeed looking beautiful. The grass was rich, the gardenias were creamy and fragrant, and a few chrysanthemums and roses were already in bloom. And though she could take no credit for the sudden, prolific blossoming of the harsingar tree, that was surely the grace of the gods whose prized and contested possession, in mythical times, it used to be.
Cap. 1.6 - Conversación entre políticos
Mientras ella se recreaba en el jardÃn, su dueño y señor, el ministro de Finanzas, aceptaba las felicitaciones del primer ministro de Purva Pradesh, Shri S. S. Sharma. Sharmaji era un hombre bastante grueso, que cojeaba ostensiblemente y agitaba inconscientemente la cabeza, movimiento que se amplificaba cuando su jornada habÃa sido tan larga como la de aquel dÃa. DirigÃa el estado con una mezcla de astucia, carisma y benevolencia. Los gobernantes de Delhi estaban muy lejos, y rara vez se interesaban por aquel feudo legislativo y administrativo. Aunque se mostró reservado acerca de su discusión con el ministro del Interior, se le veÃa de buen humor. Al observar a los alborotadores niños de Rudhia, le dijo a Mahesh Kapoor con su voz ligeramente nasal: —¿De manera que estás cultivando el voto rural para las próximas elecciones? Mahesh Kapoor sonrió. Desde 1937 se habÃa presentado por el mismo distrito urbano, en el corazón del Viejo Brahmpur, un distrito que incluÃa gran parte de Misri Mandi, el núcleo del comercio del calzado de la ciudad. A pesar de su granja y de sus conocimientos de los asuntos rurales —era el principal promotor de un proyecto de ley para abolir los grandes e improductivos latifundios del estado—, resultaba inimaginable que abandonara su distrito electoral y prefiriera presentarse por uno rural. A modo de respuesta, indicó su atavÃo; su elegante achkan blanco, los ajustados pantalones color crema y los jutis blancos y elegantemente bordados, con la puntera doblada hacia arriba: todo ello resultarÃa bastante inapropiado en un arrozal. —En fin, nada es imposible en polÃtica —dijo lentamente Sharmaji—. Una vez se apruebe tu Ley de Abolición de los Zamindari, te convertirás en un héroe en todo el paÃs. Si quisieras, podrÃas llegar a primer ministro. ¿Por qué no? —dijo Sharmaji con generosidad y cautela. Miró a su alrededor, y sus ojos se posaron en el nawab sahib de Baitar, que se mesaba la barba y miraba perplejo a su alrededor—. Desde luego, puede que eso te haga perder algún amigo. Mahesh Kapoor, que habÃa seguido su mirada sin volver la cabeza, dijo sin levantar la voz: —Hay zamindaris y zamindaris. No todos consideran que su amistad vaya ligada a sus tierras. El nawab sahib sabe que actúo según mis principios. —Hizo una pausa y prosiguió—. Algunos de mis parientes de Rudhia tendrán que aceptar el perder sus tierras. El primer ministro asintió al sermón, a continuación se frotó las manos, que tenÃa un poco frÃas. —Bueno, es un buen hombre —dijo indulgente—. También lo fue su padre —añadió. Mahesh Kapoor permaneció callado. Si de algo no se podÃa calificar a Sharmaji era de imprudente; aunque lo que acababa de decir resultara, a todas luces, una afirmación imprudente. Era bien sabido que el padre del nawab sahib, el difunto nawab sahib de Baitar, habÃa sido miembro activo de la Liga Musulmana; y aunque no habÃa vivido para ver el nacimiento de Pakistán, era a esa causa a la que, por encima de todo lo demás, habÃa dedicado su vida. El nawab sahib, alto y de barba gris, al darse cuenta de que cuatro ojos le observaban, ahuecó la mano y se la llevó a la frente con gravedad, en un cortés saludo; a continuación inclinó la cabeza hacia un lado con una serena sonrisa, como si felicitara a su viejo amigo. —No habréis visto a Firoz y a Imtiaz por alguna parte, ¿verdad? —le preguntó a Mahesh Kapoor tras habérsele acercado lentamente. —No, no..., aunque tampoco he visto a mi hijo, por lo que imagino... El nawab sahib levantó las manos a la altura del hombro, las palmas hacia adelante, en un gesto de desamparo. Tras unos momentos dijo: —Asà que ya has casado a Pran, y Maan es el siguiente. Me parece que no te lo pondrá tan fácil. —Bueno, fácil o no, ya he hablado con algunas personas de Benarés —dijo Mahesh Kapoor en tono decidido—. Maan ya conoce al padre de la novia. También está en el negocio de las telas. Estamos haciendo algunas averiguaciones. Ya veremos. ¿Y qué me dices de tus gemelos? ¿Una boda conjunta con dos hermanas? —Ya veremos, ya veremos —dijo el nawab sahib, pensando en su esposa, enterrada hacÃa ya muchos años, con un gesto de tristeza—. Inshallah, todos ellos sentarán la cabeza muy pronto.
Cap. 1.6 - Politicians talking
Her lord and master the Minister of Revenue was meanwhile accepting congratulations from the Chief Minister of Purva Pradesh, Shri S.S. Sharma. Sharmaji was rather a hulking man with a perceptible limp and an unconscious and slight vibration of the head, which was exacerbated when, as now, he had had a long day. He ran the state with a mixture of guile, charisma and benevolence. Delhi was far away and rarely interested in his legislative and administrative fief. Though he was uncommunicative about his discussion with his Home Minister, he was nevertheless in good spirits. Noticing the rowdy kids from Rudhia, he said in his slightly nasal voice to Mahesh Kapoor: ‘So you’re cultivating a rural constituency for the coming elections?’ Mahesh Kapoor smiled. Ever since 1937 he had stood from the same urban constituency in the heart of Old Brahmpur—a constituency that included much of Misri Mandi, the home of the shoe trade of the city. Despite his farm and his knowledge of rural affairs—he was the prime mover of a bill to abolish large and unproductive landholdings in the state—it was unimaginable that he would desert his electoral home and choose to contest from a rural constituency. By way of answer, he indicated his garments; the handsome black achkan he was wearing, the tight off-white pyjamas, and the brilliantly embroidered white jutis with their up-turned toes would present an incongruous picture in a rice field. ‘Why, nothing is impossible in politics,’ said Sharmaji slowly. ‘After your Zamindari Abolition Bill goes through, you will become a hero throughout the countryside. If you chose, you could become Chief Minister. Why not?’ said Sharmaji generously and warily. He looked around, and his eye fell on the Nawab Sahib of Baitar, who was stroking his beard and looking around perplexedly. ‘Of course, you might lose a friend or two in the process,’ he added. Mahesh Kapoor, who had followed his glance without turning his head, said quietly: ‘There are zamindars and zamindars. Not all of them tie their friendship to their land. The Nawab Sahib knows that I am acting out of principle.’ He paused, and continued: ‘Some of my own relatives in Rudhia stand to lose their land.’ The Chief Minister nodded at the sermon, then rubbed his hands, which were cold. ‘Well, he is a good man,’ he said indulgently. ‘And so was his father,’ he added. Mahesh Kapoor was silent. The one thing Sharmaji could not be called was rash; and yet here was a rash statement if ever there was one. It was well known that the Nawab Sahib’s father, the late Nawab Sahib of Baitar, had been an active member of the Muslim League; and though he had not lived to see the birth of Pakistan, that above all was what he had dedicated his life to. The tall, grey-bearded Nawab Sahib, noticing four eyes on him, gravely raised his cupped hand to his forehead in polite salutation, then tilted his head sideways with a quiet smile, as if to congratulate his old friend. ‘You haven’t seen Firoz and Imtiaz anywhere, have you?’ he asked Mahesh Kapoor, after walking slowly over. ‘No, no—but I haven’t seen my son either, so I assume. . . .’ The Nawab Sahib raised his hands slightly, palms forward, in a gesture of helplessness. After a while he said: ‘So Pran is married, and Maan is next. I would imagine you will find him a little less tractable.’ ‘Well, tractable or not, there are some people in Banaras I have been talking to,’ said Mahesh Kapoor in a determined tone. ‘Maan has met the father. He’s also in the cloth business. We’re making inquiries. Let’s see. And what about your twins? A joint wedding to two sisters?’ ‘Let’s see, let’s see,’ said the Nawab Sahib, thinking rather sadly about his wife, buried these many years; ‘Inshallah, all of them will settle down soon enough.’
Cap. 1.7 - Entre chicos
—Por la ley —dijo Maan, levantando su tercer vaso de whisky en dirección a Firoz, que estaba sentado en su cama y también tenÃa un vaso en la mano. Imtiaz se habÃa repantigado en una butaca y examinaba la botella. —Gracias —dijo Firoz—. Pero no por las nuevas leyes, espero. —Oh, no te preocupes, el proyecto de mi padre jamás será aprobado —dijo Maan—. Y aunque asà fuera, tú serÃas mucho más rico que yo. MÃrame —añadió tristemente—. Tengo que trabajar para vivir. Puesto que Firoz era abogado y su hermano médico, encajaban muy poco en el molde de indolencia que caracterizaba a los hijos de la aristocracia. —Y muy pronto —prosiguió Maan—, si mi padre se sale con la suya, tendré que trabajar para mantener a dos personas. Y luego a muchas más. ¡Dios mÃo! —Qué..., ¿es que tu padre te está buscando esposa? —preguntó Firoz, a medio camino entre una sonrisa y un ceño. —Bueno, la zona de frenado desapareció esta noche —dijo Maan desconsoladamente—. Toma otro. —No, gracias, ya he bebido mucho —dijo Firoz. Le gustaba beber, aunque lo hacÃa con un leve sentimiento de culpa; su padre lo aprobaba aún menos que el de Maan—. Bueno, ¿para cuándo será el feliz acontecimiento? —añadió indeciso. —Sólo Dios lo sabe. Por ahora están en la etapa de las averiguaciones —dijo Maan. —La presentación del anteproyecto ante la cámara —añadió Imtiaz. Por alguna razón, el comentario agradó a Maan. —¡La presentación del anteproyecto ante la cámara! —repitió—. ¡En fin, esperemos que nunca se llegue al proyecto propiamente dicho! ¡Y, aunque asà sea, ojalá el presidente se niegue a aprobarlo! Rió y echó un par de buenos tragos. —¿Y qué me dices de tu boda? —le preguntó a Firoz. Firoz recorrió la habitación con la mirada, eludiendo la respuesta. Era tan desnuda y funcional como casi todas las habitaciones de Prem Nivas, siempre con el aspecto de esperar la inminente llegada de un tropel de electores. —¡Mi boda! —dijo con una carcajada. Maan asintió vigorosamente. —Cambia de tema —dijo Firoz. —Por qué, si fueras al jardÃn en lugar de quedarte bebiendo aquà recluido... —Esto no es estar recluido. —No me interrumpas —dijo Maan, rodeándole el hombro con el brazo—. Si un tipo elegante y guapo como tú saliera al jardÃn, al cabo de pocos segundos estarÃa rodeado de bellezas jóvenes y casaderas. Y también de no casaderas. Se pegarÃan a ti como abejas a un loto. Rizitos, rizitos, ¿seréis mÃos? Firoz se ruborizó. —Creo que te has equivocado de metáfora —dijo—. Los hombres son las abejas, las mujeres los lotos. Maan citó un pareado de un ghazal urdu que narraba cómo el cazador se convierte en cazado, e Imtiaz rió. —Callaos los dos —dijo Firoz, procurando parecer más enfadado de lo que estaba; ya estaba harto de tonterÃas—. Me voy abajo. Abba se estará preguntando dónde diantres me he metido. Y también tu padre. Y, además, deberÃamos averiguar si tu hermano está ya formalmente casado... y si realmente tienes una hermosa cuñada que te regañe y ponga freno a tus excesos. —Muy bien, muy bien, iremos todos abajo —dijo Maan afablemente—. Quizá algunas de esas abejas revoloteen a nuestro alrededor. Y si nos aguijonean el corazón, el doctor sahib, aquà presente, nos curarás. ¿Podrás, Imtiaz? Lo único que tendrás que hacer será aplicar un pétalo de rosa a la herida, ¿no es cierto? —Siempre y cuando no haya contraindicaciones —dijo Imtiaz, muy serio. —Ninguna contraindicación —dijo Maan, riendo mientras bajaba las escaleras por delante de los dos hermanos. —RÃete —dijo Imtiaz—. Pero hay gente que es alérgica incluso a los pétalos de rosa. Por cierto, tienes uno en el gorro. —¿Yo? —preguntó Maan—. Esas cosas llegan flotando de no se sabe dónde. —Igual que las mujeres —dijo Firoz, que bajaba justo detrás de él. Se lo apartó lentamente.
Cap. 1.7 - Between boys
‘To the law,’ said Maan, raising his third glass of Scotch to Firoz, who was sitting on his bed with a glass of his own. Imtiaz was lounging in a stuffed chair and examining the bottle. ‘Thank you,’ said Firoz. ‘But not to new laws, I hope.’ ‘Oh, don’t worry, don’t worry, my father’s bill will never pass,’ said Maan. ‘And even if it does, you’ll be much richer than me. Look at me,’ he added, gloomily. ‘I have to work for a living.’ Since Firoz was a lawyer and his brother a doctor, it was not as if they fitted the popular mould of the idle sons of aristocracy. ‘And soon,’ went on Maan, ‘if my father has his way, I’ll have to work on behalf of two people. And later for more. Oh God!’ ‘What—your father isn’t getting you married off, is he?’ asked Firoz, halfway between a smile and a frown. ‘Well, the buffer zone disappeared tonight,’ said Maan disconsolately. ‘Have another.’ ‘No, no thanks, I still have plenty,’ said Firoz. Firoz enjoyed his drink, but with a slightly guilty feeling; his father would approve even less than Maan’s. ‘So when’s the happy hour?’ he added uncertainly. ‘God knows. It’s at the inquiry stage,’ said Maan. ‘At the first reading,’ Imtiaz added. For some reason, this delighted Maan. ‘At the first reading!’ he repeated. ‘Well, let’s hope it never gets to the third reading! And, even if it does, that the President withholds his assent!’ He laughed and took a couple of long swigs. ‘And what about your marriage?’ he demanded of Firoz. Firoz looked a little evasively around the room. It was as bare and functional as most of the rooms in Prem Nivas—which looked as if they expected the imminent arrival of a herd of constituents. ‘My marriage!’ he said with a laugh. Maan nodded vigorously. ‘Change the subject,’ said Firoz. ‘Why, if you were to go into the garden instead of drinking here in seclusion—’ ‘It’s hardly seclusion.’ ‘Don’t interrupt,’ said Maan, throwing an arm around him. ‘If you were to go down into the garden, a good-looking, elegant fellow like you, you would be surrounded within seconds by eligible young beauties. And ineligible ones too. They’d cling to you like bees to a lotus. Curly locks, curly locks, will you be mine?’ Firoz flushed. ‘You’ve got the metaphor slightly wrong,’ he said. ‘Men are bees, women lotuses.’ Maan quoted a couplet from an Urdu ghazal to the effect that the hunter could turn into the hunted, and Imtiaz laughed. ‘Shut up, both of you,’ said Firoz, attempting to appear more annoyed than he was; he had had enough of this sort of nonsense. ‘I’m going down. Abba will be wondering where on earth we’ve got to. And so will your father. And besides, we ought to find out if your brother is formally married yet—and whether you really do now have a beautiful sister-in-law to scold you and curb your excesses.’ ‘All right, all right, we’ll all go down,’ said Maan genially. ‘Maybe some of the bees will cling to us too. And if we get stung to the heart, Doctor Sahib here can cure us. Can’t you, Imtiaz? All you would have to do would be to apply a rose petal to the wound, isn’t that so?’ ‘As long as there are no contraindications,’ said Imtiaz seriously. ‘No contraindications,’ said Maan, laughing as he led the way down the stairs. ‘You may laugh,’ said Imtiaz. ‘But some people are allergic even to rose petals. Talking of which, you have one sticking to your cap.’ ‘Do I?’ asked Maan. ‘These things float down from nowhere.’ ‘So they do,’ said Firoz, who was walking down just behind him. He gently brushed it away.
Cap. 1.8 - Los jóvenes se recuperan
Puesto que el nawab sahib parecÃa un poco perdido sin sus hijos, Veena, la hija de Mahesh Kapoor, le llevó en compañÃa de su cÃrculo familiar. Le preguntó acerca de su hijo mayor, de su hija Zainab, que era una amiga suya de la infancia, pero que, tras su matrimonio, habÃa desaparecido en la reclusión del purdah. El anciano hablaba de ella con bastante renuencia, pero se referÃa a sus dos hijos con transparente alegrÃa. Sus nietos eran los únicos dos seres en el mundo que poseÃan el derecho a interrumpirle cuando estudiaba en su biblioteca. Pero la Casa de Baitar, aquella mansión enorme, amarilla, que habÃa pertenecido a la familia durante generaciones, situada a unos pocos minutos a pie de Pram Nivas, estaba un tanto deteriorada, y la biblioteca también se veÃa amenazada. —El pececillo de plata —dijo el nawab sahib—. Y necesito ayuda en la labor de catalogación. No hay manera de encontrar algunas de las primeras ediciones de Ghalib,3 ni tampoco algunos manuscritos de nuestro poeta Mast. Mi hermano nunca hizo una lista de lo que se llevó a Pakistán. Al oÃr la palabra Pakistán, la suegra de Veena, la anciana y marchita señora Tandon, se encogió de temor. Tres años atrás, toda su familia habÃa tenido que huir de la sangre, las llamas y el inolvidable terror de Lahore. HabÃan sido ricos, gente «con propiedades», pero casi todo lo que poseÃan se perdió, y tuvieron suerte de poder escapar con vida. Su hilo Kedarnath, el marido de Veena, todavÃa tenÃa cicatrices en las manos de cuando unos amotinados atacaron el convoy de refugiados. Varios de sus amigos fueron masacrados. Los jóvenes, pensó amargamente la anciana señora Tandon, tienen una gran capacidad de recuperación: su nieto Bhaskar aunque claro solo tenÃa seis años en esa época; pero ni Veena ni Kedarnath permitieron que esos acontecimientos amargaran sus vidas. HabÃan regresado a la ciudad de Veena, y Kedarnath se habÃa abierto camino, de una manera modesta, en el negocio del calzado —donde, sin embargo, tenÃa que tratar con contaminantes fragmentos de cadáver—. Para la anciana señora Tandon, descendiente de una familia próspera y decorosa, no podÃa haber nada más doloroso. Estaba dispuesta a tolerar la charla con el nawab sahib, aunque fuera musulmán, pero cuando mencionó sus idas y venidas a Pakistán, eso fue demasiado para su imaginación. Sintió náuseas. La agradable cháchara del jardÃn de Brahmpur se amplificó hasta convertirse en los gritos de las bandas sedientas de sangre en las calles de Lahore, y las luces se transformaron en llamas. Cada dÃa, y a veces cada hora, su imaginación evocaba lo que ella aún consideraba su ciudad y su hogar. HabÃa sido hermosa antes de convertirse de pronto en algo abominable; y nadie hubiera podido vaticinar los terribles sucesos que la asolarÃan. El nawab sahib no se apercibió del malestar de la anciana señora Tandon, pero si Veena, que rápidamente cambió de tema aun a costa de parecer grosera. —¿Dónde está Bhaskar? —le preguntó a su marido. —No lo sé. Creo que le vi cerca del bufet, esa ranita —dijo Kedarnath. —Me gustarÃa que no le llamaras asà —dijo Veena—. Es tu hijo. No es un buen augurio... —No se lo puse yo, sino tu hermano Maan —dijo Kedarnath con una sonrisa. Le encantaba dejarse dominar un poco por su mujer—. Pero le llamaré como tú me digas. Veena se llevó a su suegra. Y para distraer a la anciana dama se puso a buscar a su hijo. Finalmente encontraron a Bhaskar. No comÃa nada, sino que simplemente estaba de pie bajo el gran dosel multicolor que cubrÃa las mesas de comida, absorto en la contemplación de las elaboradas estructuras geométricas —rombos rojos, trapecios verdes, cuadrados amarillos y triángulos azules— que lo componÃan.
Cap. 1.8 - The young recover
Because the Nawab Sahib had been looking somewhat lost without his sons, Mahesh Kapoor’s daughter Veena had drawn him into her family circle. She asked him about his eldest child, his daughter Zainab, who was a childhood friend of hers but who, after her marriage, had disappeared into the world of purdah. The old man talked about her rather guardedly, but about her two children with transparent delight. His grandchildren were the only two beings in the world who had the right to interrupt him when he was studying in his library. But now the great yellow ancestral mansion of Baitar House, just a few minutes’ walk from Prem Nivas, was somewhat run down, and the library too had suffered. ‘Silverfish, you know,’ said the Nawab Sahib. ‘And I need help with cataloguing. It’s a gigantic task, and in some ways not very heartening. Some of the early editions of Ghalib can’t be traced now; and some valuable manuscripts by our own poet Mast. My brother never made a list of what he took with him to Pakistan. . . .’ At the word Pakistan, Veena’s mother-in-law, withered old Mrs Tandon, flinched. Three years ago, her whole family had had to flee the blood and flames and unforgettable terror of Lahore. They had been wealthy, ‘propertied’ people, but almost everything they had owned was lost, and they had been lucky to escape with their lives. Her son Kedarnath, Veena’s husband, still had scars on his hands from an attack by rioters on his refugee convoy. Several of their friends had been butchered. The young, old Mrs Tandon thought bitterly, are very resilient: her grandchild Bhaskar had of course only been six at the time; but even Veena and Kedarnath had not let those events embitter their lives. They had returned here to Veena’s hometown, and Kedarnath had set himself up in a small way in—of all polluting, carcass-tainted things—the shoe trade. For old Mrs Tandon, the descent from a decent prosperity could not have been more painful. She had been willing to tolerate talking to the Nawab Sahib though he was a Muslim, but when he mentioned comings and goings from Pakistan, it was too much for her imagination. She felt ill. The pleasant chatter of the garden in Brahmpur was amplified into the cries of the blood-mad mobs on the streets of Lahore, the lights into fire. Daily, sometimes hourly, in her imagination she returned to what she still thought of as her city and her home. It had been beautiful before it had become so suddenly hideous; it had appeared completely secure so shortly before it was lost forever. The Nawab Sahib did not notice that anything was the matter, but Veena did, and quickly changed the subject even at the cost of appearing rude. ‘Where’s Bhaskar?’ she asked her husband. ‘I don’t know. I think I saw him near the food, the little frog,’ said Kedarnath. ‘I wish you wouldn’t call him that,’ said Veena. ‘He is your son. It’s not auspicious. . . .’ ‘It’s not my name for him, it’s Maan’s,’ said Kedarnath with a smile. He enjoyed being mildly henpecked. ‘But I’ll call him whatever you want me to.’ Veena led her mother-in-law away. And to distract the old lady she did in fact get involved in looking for her son. Finally they found Bhaskar. He was not eating anything but simply standing under the great multicoloured cloth canopy that covered the food tables, gazing upwards with pleased and abstract wonderment at the elaborate geometrical patterns—red rhombuses, green trapeziums, yellow squares and blue triangles—from which it had been stitched together.
Cap. 1.9 - Recogida
La multitud habÃa menguado; los invitados, algunos masticando paan, se despedÃan en la puerta; un cúmulo de regalos habÃa ido creciendo al lado del banco donde Pran y Savita habÃan estado sentados. Finalmente, sólo quedaban ellos y unos pocos miembros de la familia... y los sirvientes que, bostezando, recogerÃan los muebles de más valor para que no pasaran la noche a la intemperie, o empaquetarÃan los regalos en un baúl ante la atenta mirada de la señora Rupa Mehra. La novia y el novio estaban abstraÃdos. Evitaban mirarse el uno al otro. PasarÃan la noche en una habitación de Pram Nivas, meticulosamente preparada, y mañana iniciarÃan su semana de luna de miel en Simla. Lata intentó imaginarse la habitación nupcial. Probablemente olerÃa a nardos; eso, al menos, le habÃa asegurado Malati. Siempre asociaré los nardos con Pran, pensó Lata. No era del todo agradable permitir que la imaginación siguiera su curso. No soportaba pensar que, aquella noche, Savita dormirÃa con Pran. No lo encontraba nada romántico. Quizá estén demasiado cansados, pensó con optimismo. —¿En qué estás pensando, Lata? —le preguntó su madre. —Oh, en nada, mamá —dijo Lata inmediatamente. —Has arrugado la nariz. Lo he visto. Lata se sonrojó. —No creo que quiera casarme nunca —dijo enfáticamente. La señora Rupa Mehra estaba demasiado fatigada por la boda, demasiado agotada por la emoción, demasiado adormecida por el sánscrito, demasiado cargada de felicitaciones, demasiado excitada, en suma, como para hacer otra cosa que mirar a Lata durante diez segundos. ¿Qué diantres le pasaba a esa chica? Lo que habÃa sido bueno para su madre y para la madre de su madre y para la madre de la madre de su madre, también seria bueno para ella. Lata, de todos modos, siempre habÃa sido una persona difÃcil, con una extraña voluntad propia, reservada pero impredecible... ¡como aquella vez en St Sophia, cuando quiso hacerse monja! Pero no era fácil doblegar la voluntad de la señora Rupa Mehra, quien estaba decidida a salirse con la suya, aun cuando no se hiciera ilusiones respecto a la docilidad de Lata. Y, sin embargo, el nombre de Lata derivaba de una de las cosas más flexibles que existen, una parra, que con tanta fuerza se aferra a lo que le sirve de soporte: primero a su familia, luego a su marido. De hecho, cuando era pequeña, los dedos de Lata se enroscaban y apretaban con energÃa, hecho que incluso ahora su madre recordaba con tierna viveza. De pronto, la señora Rupa Mehra dejó escapar una inspirada observación: —¡Lata, eres una parra, y te aferrarás con fuerza a tu marido! No sirvió. —¿Aferrarme? —dijo Lata—. ¿Con fuerza? —Pronunció esas palabras con tan sereno desdén que su madre no pudo evitar echarse a llorar. Qué terrible era tener una hija ingrata. Y qué impredecible podÃa ser un bebé. Ahora que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, la señora Rupa Mehra las transfirió fluidamente de una hija a otra. Apretó a Savita contra su pecho y lloró sonoramente. —Debes escribirme, querida Savita —dijo—. Debes escribirme cada dÃa desde Simla. Pran, ahora eres como mi propio hijo, debes ser responsable y procurar que lo haga. Pronto estaré sola en Calcuta..., completamente sola. Naturalmente, eso era bastante falso. Además de ella, Arun, Varun, Meenakshi y Aparna se apretarÃan en el pequeño piso de Arun en Sunny Park. Pero la señora Rupa Mehra era de aquellas personas que creÃan, con una absoluta e inexpresada convicción, en la superioridad de lo subjetivo sobre cualquier verdad objetiva.
Cap. 1.9 - Pick up
The crowds had thinned; the guests, some chewing paan, were departing at the gate; a heap of gifts had grown by the side of the bench where Pran and Savita had been sitting. Finally only they and a few members of the family were left—and the yawning servants who would put away the more valuable furniture for the night, or pack the gifts in a trunk under the watchful eye of Mrs Rupa Mehra. The bride and groom were lost in their thoughts. They avoided looking at each other now. They would spend the night in a carefully prepared room in Prem Nivas, and leave for a week’s honeymoon in Simla tomorrow. Lata tried to imagine the nuptial room. Presumably it would be fragrant with tuberoses; that, at least, was Malati’s confident opinion. I’ll always associate tuberoses with Pran, Lata thought. It was not at all pleasant to follow her imagination further. That Savita would be sleeping with Pran tonight did not bear thinking of. It did not strike her as being at all romantic. Perhaps they would be too exhausted, she thought optimistically. ‘What are you thinking of, Lata?’ asked her mother. ‘Oh, nothing, Ma,’ said Lata automatically. ‘You turned up your nose. I saw it.’ Lata blushed. ‘I don’t think I ever want to get married,’ she said emphatically. Mrs Rupa Mehra was too wearied by the wedding, too exhausted by emotion, too softened by Sanskrit, too cumbered with congratulations, too overwrought, in short, to do anything but stare at Lata for ten seconds. What on earth had got into the girl? What was good enough for her mother and her mother’s mother and her mother’s mother’s mother should be good enough for her. Lata, though, had always been a difficult one, with a strange will of her own, quiet but unpredictable—like that time in St Sophia’s when she had wanted to become a nun! But Mrs Rupa Mehra too had a will, and she was determined to have her own way, even if she was under no illusions as to Lata’s pliability. And yet, Lata was named after that most pliable thing, a vine, which was trained to cling: first to her family, then to her husband. Indeed, when she was a baby, Lata’s fingers had had a strong and coiling grasp which even now came back with a sweet vividness to her mother. Suddenly Mrs Rupa Mehra burst out with the inspired remark: ‘Lata, you are a vine, you must cling to your husband!’ It was not a success. ‘Cling?’ said Lata. ‘Cling?’ The word was pronounced with such quiet scorn that her mother could not help bursting into tears. How terrible it was to have an ungrateful daughter. And how unpredictable a baby could be. Now that the tears were running down her cheeks, Mrs Rupa Mehra transferred them fluidly from one daughter to the other. She clasped Savita to her bosom and wept loudly. ‘You must write to me, Savita darling,’ she said. ‘You must write to me every day from Simla. Pran, you are like my own son now, you must be responsible and see to it. Soon I will be all alone in Calcutta—all alone.’ This was of course quite untrue. Arun and Varun and Meenakshi and Aparna would all be crowded together with her in Arun’s little flat in Sunny Park. But Mrs Rupa Mehra was one who believed with unformulated but absolute conviction in the paramountcy of subjective over objective truth.