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Cap. 3.10 - El Tsunami

Cap.- 3.10 Cuando Lata llegó a casa evitó ver a su madre y a su hermana, y se fue derecha a su cuarto. Se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo, justo igual que unos días antes, se había tumbado en la hierba y mirado el cielo a través de las ramas del jacaranda. El accidental toque de su mano al pasarle la nota era lo que más deseaba recordar. Más tarde durante la cena, sonó el teléfono. Lata, sentada la más cerca lo descolgó. —¿Hola? —dijo Lata. —Hola... ¿Lata? —dijo Malati. —Sí —dijo Lata, feliz de oír a su amiga. —He averiguado un par de cosas. Me voy esta noche y estaré fuera un par de semanas, así que he pensado que era mejor decírtelo enseguida. ¿Estás sola? —añadió Malati con cautela. —No —dijo Lata. —¿Estarás sola dentro de media hora más o menos? —No, no creo —dijo Lata. —No son buenas noticias, Lata —dijo Malati con seriedad—. Es mejor que te olvides de él. Lata no dijo nada. —¿Todavía estás ahí? —preguntó Malati, preocupada. —Sí —dijo Lata, mirando a los otros tres comensales sentados a la mesa—. Sigue. —Bueno, está en el equipo de críquet de la universidad —dijo Malati, reacia a comunicar a su amiga las malas noticias—. Hay una fotografía del equipo en la revista de la universidad. —¿Y? —dijo Lata, desconcertada—. Pero qué... —Lata —dijo Malati, incapaz de seguir dando rodeos—. Su apellido es Durrani. ¿Y qué?, pensó Lata. ¿En qué le convierte eso? ¿Acaso es un Sindhi o algo así? ¿Como..., bueno..., Chetwani o Advani... o..., o Makhijani? —Es musulmán —dijo Malati, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Sigues ahí? Lata se quedó con la vista fija. Savita puso el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, y miró con preocupación a su hermana. Malati prosiguió: —No tienes ninguna posibilidad. Tu familia se opondrá a muerte. Olvídale. Son cosas de la vida. Y procura siempre averiguar el apellido de cualquiera cuyo nombre sea ambiguo... ¿Por qué no dices nada? ¿Me estás escuchando? —Sí —dijo Lata; su corazón era un torbellino. Se le ocurrían cientos de preguntas, y más que nunca necesitaba el consejo, el apoyo y la ayuda de su amiga. Dijo, lentamente y sin inflexiones: —Es mejor que cuelgue. Estamos en mitad de la cena. Malati dijo: —No se me ocurrió, simplemente no se me ocurrió, pero tampoco se te ocurrió a ti. Con un nombre como ése..., aunque todos los Kabirs que conozco son hindúes... Kabir Bhandare, Kabir Sondhi... —Tampoco a mí se me ocurrió —dijo Lata—. Gracias, Malu —añadió, utilizando la forma cariñosa de Malati con que a veces se dirigía a ella—. Gracias por..., bueno... —Lo siento muchísimo. Pobrecita. —Ya. Te veré cuando vuelvas. —Lee algún libro de P. G. Wodehouse —dijo Malati como consejo de despedida—. Adiós. —Adiós —dijo Lata, y colgó el auricular lentamente. Regresó a la mesa, pero fue incapaz de comer. La señora Rupa Mehra inmediatamente intentó averiguar qué ocurría. Savita decidió no decir nada por el momento. Pran la miraba, perplejo —No pasa nada —dijo Lata, mirando la cara preocupada de su madre. Después de cenar se fue a su cuarto. No podía soportar hablar con la familia ni escuchar las noticias de la radio. Se tendió boca abajo en la cama y se echó a llorar —tan silenciosamente como pudo— repitiendo su nombre con amor y con enfadado reproche

Cap. 3.10 - The Tsunami

Cap. 3.-10 When Lata got home she avoided her mother and sister and went straight to the bedroom. She lay on the bed and stared at the ceiling just as, a few days before, she had lain on the grass and stared at the sky through the jacaranda branches. The accidental touch of his hand as he had passed her the note was what she most wanted to recall. Later, during dinner, the phone rang. Lata, sitting closest to the telephone, went to pick up the receiver. ‘Hello?’ said Lata. ‘Hello—Lata?’ said Malati. ‘Yes,’ said Lata happily. ‘I’ve found out a couple of things. I’m going away tonight for a fortnight, so I thought I’d better tell you at once. Are you by yourself?’ Malati added cautiously. ‘No,’ said Lata. ‘Will you be by yourself within the next half hour or so?’ ‘No, I don’t think so,’ said Lata. ‘It isn’t good news, Lata,’ said Malati, seriously. ‘You had better drop him.’ Lata said nothing. ‘Are you still there?’ asked Malati, concerned. ‘Yes,’ said Lata, glancing at the other three seated around the dining table. ‘Go on.’ ‘Well, he’s on the university cricket team,’ said Malati, reluctant to break the ultimate bad news to her friend. ‘There’s a photograph of the team in the university magazine.’ ‘Yes?’ said Lata, puzzled. ‘But what—’ ‘Lata,’ said Malati, unable to beat about the bush any further. ‘His surname is Durrani.’ So what? thought Lata. What does that make him? Is he a Sindhi or something? Like—well—Chetwani or Advani—or . . . or Makhijani? ‘He’s a Muslim,’ said Malati, cutting into her thoughts. ‘Are you still there?’ Lata was staring straight ahead. Savita put down her knife and fork, and looked anxiously at her sister. Malati continued: ‘You haven’t a chance. Your family will be dead set against him. Forget him. Put it down to experience. And always find out the last name of anyone with an ambiguous first name. . . . Why don’t you say something? Are you listening?’ ‘Yes,’ said Lata, her heart in turmoil. She had a hundred questions, and more than ever she needed her friend’s advice and sympathy and help. She said, slowly and evenly, ‘I’d better go now. We’re in the middle of dinner.’ Malati said, ‘It didn’t occur to me—it just didn’t occur to me—but didn’t it occur to you either? With a name like that—though all the Kabirs I know are Hindu—Kabir Bhandare, Kabir Sondhi—’ ‘It didn’t occur to me,’ said Lata. ‘Thanks, Malu,’ she added, using the form of Malati’s name she sometimes used out of affection. ‘Thank you for—well—’ ‘I’m so sorry. Poor Lata.’ ‘No. See you when you return.’ ‘Read a P.G. Wodehouse or two,’ said Malati by way of parting advice. ‘Bye.’ ‘Bye,’ said Lata and put down the receiver carefully. She returned to the table but she could not eat. Mrs Rupa Mehra immediately tried to find out what the matter was. Savita decided not to say anything at all for the moment. Pran looked on, puzzled. ‘It’s nothing,’ Lata said, looking at her mother’s anxious face. After dinner, she went to the bedroom. She couldn’t bear to talk with the family or listen to the late news on the radio. She lay face down on her bed and burst into tears—as quietly as she could—repeating his name with love and with angry reproach.

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Cap. 3.09 - Sus manos se tocaron sin querer

Cap. - 3.9 Lata llegó al número 20 de Hastings Road a la cinco en punto del día siguiente. Esa mañana había hecho su último examen. Estaba convencida de que no le había salido bien, pero cuando empezó a sentirse agobiada, pensó en Kabir y al instante se animó. Ahora miraba a su alrededor, buscándole entre el grupo de unos quince hombres y mujeres que estaban sentados en la vieja sala de estar del señor Naoroji, donde, desde tiempo inmemorial se celebraban las reuniones semanales de la Sociedad Literaria de Brahmpur. Pero, o bien Kabir no había llegado todavía, o había cambiado de opinión. La habitación estaba llena de butacas con un tapizado floral abarrotadas de cojines también florales. El señor Naoroji, un hombre bajito, delgado y amable, con una inmaculada barbita blanca de chivo y un inmaculado traje gris claro, presidía la reunión. Al fijarse en que Lata era una cara nueva, se presentó y le hizo sentirse bienvenida. Los demás, que estaban sentados o de pie en pequeños grupos, no le prestaron atención. Al principio sintiéndose un poco incómoda, se acercó a la ventana y contempló el pequeño y cuidado jardín con un reloj de sol en el centro. Tenía tantas ganas de ver a Kabir que apartó con fuerza de su cabeza la posibilidad de que no asistiera a la reunión. —Buenas tardes, Kabir. —Buenas tardes, señor Naoroji. Lata se giró al oír el nombre de Kabir y el sonido de su agradable voz, y le obsequió con una sonrisa tan genuina que él se llevó la mano a la frente y se echó hacia atrás tambaleándose, unos cuantos pasos. Lata no sabía que hacer ante aquella payasada, pero felizmente nadie más se dio cuenta. El señor Naoroji se sentó a la cabecera de una mesa ovalada, en un extremo de la sala, carraspeando suavemente para llamar la atención. Lata y Kabir se sentaron en un sofá, cerca de la pared más alejada de la mesa. Antes de poder decirse nada el uno al otro, un hombre de mediana edad, con ojos vivaces y una cara rolliza y jovial, les entregó unas fotocopias en las que parecía haber escritos unos poemas. —Makhijani —dijo misteriosamente al pasar. El señor Naoroji bebió un poco de agua de uno de los tres vasos que tenía delante de sí. —Queridos miembros de la Sociedad Literaria de Brahmpur, y amigos —dijo con una voz que apenas llegaba a dónde Lata y Kabir estaban sentados—, nos hemos reunido hoy para la sesión número 1.689 de nuestra sociedad. Declaro abierta la reunión. Miró por la ventana con melancolía y se limpió las gafas con un pañuelo. A continuación prosiguió: —Recuerdo cuando Edmund Blunden hablaba en estas sesiones. Decía –y aún recuerdo sus palabras–. decía... El señor Naoroji hizo una pausa, tosió, miró la hoja de papel que tenía delante. Su piel parecía tan delgada como el papel. Y siguió diciendo: —Sesión 1.698. Hoy algunos miembros de la sociedad recitarán sus poemas. Ya veo que se han repartido fotocopias. La próxima semana, el catedrático O. P. Mishra, del Departamento de Inglés, nos presentará un artículo sobre el tema: “¿Qué será de Elliot?” Lata, que disfrutaba con las conferencias del catedrático Mishra a pesar de que ahora en su cabeza siempre lo veía de color rosa, le pareció interesante, aunque el título era un poco desconcertante. —En la sesión de hoy tres poetas nos leerán su trabajo —prosiguió el señor Naoroji—, después de lo cual espero que se unan a nosotros para tomar el té. Lamento ver que mi joven amigo el señor Sorabji no ha podido hacer un hueco para venir —añadió en un tono de amable reprimenda. El señor Sorabji, de cincuenta y cinco años y – al igual que el propio señor Naoroji– también parsi, era el jefe de estudios de la Universidad de Brahmpur. Rara vez se perdía una reunión de las sociedades literarias ya fueran de la facultad o de la ciudad. Pero siempre conseguía evitar aquellas en la que los miembros leían sus esfuerzos literarios. El señor Naoroji sonrió de manera un poco insegura. —Los poetas que hoy nos van a leer sus obras son el doctor Vikas Makhijani, la señora Supriya Joshi–. —Shrimati Supriya Joshi —dijo una atronadora voz femenina. La señora Joshi, de imponente presencia, se había puesto de pie para hacer la corrección. —Ah..., sí, nuestra, eh..., talentosa poetisa Shrimati Supriya Joshi, y, naturalmente, yo mismo, el señor R. P. Naoroji. Como yo ya estoy sentado a la mesa, me valdré de la prerrogativa de ser el presidente para leer mis poemas en primer lugar, como aperitivo a los platos más sustanciosos que vendrán después. Bon appetit. —Permitiéndose una risita sofocada, triste y bastante fría, antes de aclararse la garganta y dar otro sorbo de agua—. El primer poema que voy a leer se titula “Pasión atormentada” —dijo el señor Naoroji con cierto remilgo. Y leyó: “Estoy atormentado por una tierna pasión, El espectro de la cual nunca morirá. Las hojas de otoño se han vuelto ceniza: Estoy atormentado por una tierna pasión. Y la primavera también, a su manera, Me quema con la dulce canción del amor, así que yo— Estoy atormentado por una tierna pasión, El espectro de la cual nunca morirá." Cuando el señor Naoroji acabó de leer su poema, parecía que sofocaba varonilmente las lágrimas. Miró hacia el jardín, hacia el reloj de sol, y, recobrando la serenidad, dijo: —Lo que les acabo de leer es un triolet. A continuación les recitaré una balada titulada “Llamas enterradas”. Tras haber leído aquel y otros tres poemas de talante similar con decreciente vigor, se detuvo, vacío ya de emociones y se levantó, como aquel que ha completado un agotador viaje a un lugar infinitamente lejano, sentándose en una butaca no lejos de la mesa del orador. En el breve intervalo entre él y el siguiente orador, Kabir miró curioso a Lata, y ella le devolvió la mirada con una mueca traviesa. Ambos intentaban contener la risa, y el mirarse el uno al otro no era de gran ayuda. Afortunadamente, el alegre señor de cara redonda que les había dado las fotocopias se dirigía apresuradamente hacia la mesa del orador y, antes de sentarse, dijo una sola palabra: —Makhijani. Tras haber anunciado su nombre, parecía incluso más satisfecho que antes. Hojeó sus papeles con una expresión de intensa y grata concentración, luego sonrió al señor Naoroji, que se encogió en la silla como un gorrión acurrucado en su nido antes de tormenta. El señor Naoroji había intentado disuadir al doctor Makhijani de que leyera su obra, pero se había encontrado con una indignación tan amistosa que tuvo que ceder. Pero después de haber leído aquella mañana un copia de los poemas, no pudo evitar desear que el banquete hubiera finalizado con el aperitivo. —“Himno a la Madre India” —dijo el doctor Makhijani en tono sentencioso, luego sonrió a la audiencia. Se inclinó hacia adelante con la concentración de un robusto herrero y leyó su poema, incluyendo los números de cada estrofa, que martilleaba como si fueran herraduras. 1. ¿Quién no ha visto a un niño bebiendo leche del brillante pecho de su madre, sea en harapos o en seda? Amor de madre suave como el regalo de la nube empapada de lluvia. En palabras del poeta, madre, ante ti me inclino. 2. "¿Qué pobre don cuando el médico trata al paciente? ¿Escucha los corazones, pero su propio corazón late tan fuerte? ¿Dónde está el médico que pueda curar mi dolor? ¿Por qué sufre la madre? ¿De quién es la culpa?" 3. Sus ropas empapadas por la lluvia de mayo o del monzón, como la dulce Savitri, le gana a Yama sus hijos, burlando la muerte de millones, siendo la guía de una nación casta y virtuosa. 4. Desde la orilla de Kanyakumari hasta Cachemira, desde el tigre de Assam hasta la fiera de Gir, el amanecer de la libertad ahora baña, limpia su rostro, el temblor de sus cabellos es la gracia del Ganges. 5. ¿Cómo describir el cautiverio de la Madre pura Por los injustos malvados encadenados por los grilletes de la ley? Británico cruel, indio sonriente y esclavo: Tal vergüenza no desaparecerá hasta una tumba empapada de sudor. Mientras leía la estrofa anterior, el doctor Makhijani se agitó enormemente pero para la siguiente volvió a la normalidad. 6. Permitidme recordar la historia de héroes orgullosos, criados con la leche materna, que no se doblegaron. Lucharon fieramente, soportando el peso del mundo, estableciendo los sólidos cimientos del estado indio. Haciéndole un gesto al nervioso señor Naoroji, el doctor Makhijani ahora glorificaba a su homónimo, uno de los padres del movimiento de liberación de la India: 7. Dadabhai Naoroji ingresó en el Parlamento, como diputado por Finsbury, gracias al cielo sean dadas. Pero no olvidó los pechos turgentes de la Madre: Vivía en Occidente, pero soñaba en la India. Lata y Kabir se miraron el uno al otro con una mezcla de deleite y horror. 8. B.G. Tilak, aclamado desde Maharashtra, "¡Swaraj es mi derecho de nacimiento!" siempre proclamaba. Pero crueles captores lo enviaron a la celda sofocante y en la fortaleza de Mandalay, su periplo duró seis años. 9. “La vergüenza de la valiente Madre Bengalí denigrada. El terrorista con pistola en mano, el hijo de Kali. El sari de Draupadi desenrollándose –una y otra vez—. Los Duryodhanas blancos se ríen con desprecio y burla. Al doctor Makhijani le temblaba voz con la beligerancia de aquellos intensos versos. Varias estrofas después bajó a las figuras del presente y el pasado inmediato: 26. Mahatma llegó a nosotros como un cálido viento de verano. Barriendo el estiércol y la suciedad, estaba M.K. Gandhi. El asesinato ha masacrado la paz más allá de la comprensión. El respeto y el dolor me han dejado mancillado pero aún de pie. En este punto, el doctor Makhijani se puso en pie en señal de veneración, y así permaneció durante las tres estrofas finales: 27. Entonces, cuando los británicos finalmente se fueron, Tuvimos como Primer Ministro a nuestro propio Jawahar Lal. Como un destello rosado llegó al trono, Y dio a nuestra India un nombre glorioso. 28. Musulmanes, hindúes, sijs, cristianos, lo veneran. Los parsis, jainistas y budistas también lo aprecian. Centro de todas las miradas, camina con porte regio Respirando el espíritu de una escena espléndida. 29. Todos somos maestros, cada uno Raja o Raní. Ningún esclavo, ni alto ni bajo, dice Makhijani. Libertad, igualdad, fraternidad, justicia como en la Constitución. En homenaje a la Madre encontraremos todas las soluciones. En la tradición de la poesía hindú o urdu, el bardo solía introducir su propio nombre en la última estrofa. A continuación se sentó, enjugándose el sudor de la frente sonriendo de satisfacción. Kabir había estado garabateando una nota. Se la pasó a Lata; sus manos se tocaron accidentalmente. Aunque le costaba un gran esfuerzo aguantarse la risa, sintió un cosquilleo de emoción ante su toque. Fue él quien, tras unos segundos, retiró la mano, y entonces ella vio lo que había escrito: Escapar rápidamente del 20 de Hastings Road Es mi deseo, aunque sea hogar de poetas laureados. No desertes de la amistad. Rebélate conmigo del reino extasiado del Sr. Naoroji. No llegaba a la altura de los versos del doctor Makhijani, pero iba al grano. Lata y Kabir, como si obedecieran a una señal, se pusieron en pie rápidamente y, antes de poder ser interceptados por un defraudado doctor Makhijani, llegaron a la puerta . Fuera, en la tranquila calle, rieron con ganas durante unos minutos, citándose el uno al otro fragmentos del patriótico himno del doctor Makhijani. Cuando se desvanecieron sus carcajadas, Kabir le preguntó: —¿Quieres ir a tomar un café? Podríamos ir al Danubio Azul. Lata, preocupada por la posibilidad de encontrarse con algún conocido y pensando ya en la señora Rupa Mehra, dijo: —No, de verdad que no puedo. Tengo que volver a casa. A casa de mi madre —añadió maliciosa. Kabir no podía apartar sus ojos de ella. —Pero si ya has acabado los exámenes —dijo—. Deberías estar celebrándolo. A mí, en cambio, aún me quedan dos. —Ojalá pudiera. Pero encontrarme aquí contigo ya ha sido un paso muy atrevido para mí. —Bueno, al menos volveremos a vernos la semana que viene, ¿no? Para: “¿Qué será de Elliot? —Kabir hizo un gesto ampuloso, casi como un petimetre de la corte, y Lata sonrió. —Pero ¿estarás en Brahmpur el viernes que viene? —le preguntó ella—. Las vacaciones... —Sí, sí —dijo Kabir—. Yo vivo aquí. No tenía muchas ganas de despedirse, pero lo hizo por fin. —Te veo el viernes que viene entonces, o antes —dijo, montando en su bicicleta—. ¿Estás segura de que no quieres que te lleve a ninguna parte? En mi bicicleta pueden ir dos. Con manchas o sin manchas de tinta, estás muy guapa. Lata miró a su alrededor, ruborizándose. —No, no lo creo. Adiós —dijo—. Y... bueno... gracias.

Cap. 3.09 -  Their Hands Touched Accidentally

Cap.- 3.09 Lata arrived at 20 Hastings Road at five o’clock the next day. She had finished her last paper that morning. She was convinced she had not done well in it, but when she started to feel upset, she thought of Kabir and instantly cheered up. Now she looked around for him among the group of about fifteen men and women who were sitting in old Mr Nowrojee’s drawing room—the room in which the weekly meetings of the Brahmpur Literary Society had been held from as far back as anyone could remember. But either Kabir had not yet arrived or else he had changed his mind about coming. The room was full of stuffed chairs with flowery prints and overstuffed cushions with flowery prints. Mr Nowrojee, a thin, short and gentle man, with an immaculate white goatee beard and an immaculate light-grey suit, presided over the occasion. Noticing that Lata was a new face, he introduced himself and made her feel welcome. The others, who were sitting or standing in small groups, paid no attention to her. Feeling awkward at first, she walked over to a window and gazed out towards a small, well-tended garden with a sundial in the middle. She was looking forward so much to seeing him that she vehemently pushed aside the thought that he might not turn up. ‘Good afternoon, Kabir.’ ‘Good afternoon, Mr Nowrojee.’ Lata turned around at the mention of Kabir’s name and the sound of his low, pleasant voice, and gave him such a happy smile that he put his hand to his forehead and staggered back a few steps. Lata did not know what to make of his buffoonery, which luckily no one else had noticed. Mr Nowrojee was now seated at the oblong table at the end of the room and was coughing mildly for attention. Lata and Kabir sat down on an empty sofa near the wall farthest from the table. Before they could say anything to each other, a middle-aged man with a plump, bright-eyed, cheerful face handed them each a sheaf of carbon copies which appeared to be covered with poetry. ‘Makhijani,’ he said mysteriously as he passed. Mr Nowrojee took a sip of water from one of the three glasses in front of him. ‘Fellow-members of the Brahmpur Literary Society—and friends,’ he said in a voice that barely carried to where Lata and Kabir were sitting, ‘we have gathered here for the 1,698th meeting of our society. I now declare the meeting open.’ He looked wistfully out of the window, and rubbed his glasses with a handkerchief. Then he continued: ‘I remember when Edmund Blunden addressed us. He said—and I remember his words to this very day—he said—’ Mr Nowrojee stopped, coughed, and looked down at the sheet of paper in front of him. His skin itself appeared to be as thin as paper. He went on: ‘1,698th meeting. Poetry recitation of their own poetry by members of the society. Copies, I see, have been handed out. Next week Professor O.P. Mishra of the English Department will present to us a paper on the subject: “Eliot: Whither?”’ Lata, who enjoyed Professor Mishra’s lectures despite the pinkness with which he was now invested in her mind, looked interested, though the title was a bit mystifying. ‘Three poets will be reading from their own work today,’ continued Mr Nowrojee, ‘following which I hope you will join us for tea. I am sorry to see that my young friend Mr Sorabjee has not been able to make the time to come,’ he added in tones of gentle rebuke. Mr Sorabjee, fifty-seven years old, and—like Mr Nowrojee himself—a Parsi, was the Proctor of Brahmpur University. He rarely missed a meeting of the literary societies of either the university or the town. But he always managed to avoid meetings where members read out their own literary efforts. Mr Nowrojee smiled indecisively. ‘The poets reading today are Dr Vikas Makhijani, Mrs Supriya Joshi—’ ‘Shrimati Supriya Joshi,’ said a booming female voice. The broad-bosomed Mrs Joshi had stood up to make the correction. ‘Er, yes, our, er, talented poetess Shrimati Supriya Joshi—and, of course, myself, Mr R.P. Nowrojee. As I am already seated at the table I will avail myself of the chairman’s prerogative of reading my own poems first—by way of an aperitif to the more substantial fare that is to follow. Bon appétit.’ He allowed himself a sad, rather wintry, chuckle before clearing his throat and taking another sip of water. ‘The first poem that I would like to read is entitled “Haunting Passion”,’ said Mr Nowrojee primly. And he read the following poem: I’m haunted by a tender passion, The ghost of which will never die. The leaves of autumn have grown ashen: I’m haunted by a tender passion. And spring-time too, in its own fashion, Burns me with love’s sweet song—so I— I’m haunted by a tender passion, The ghost of which will never die. As Mr Nowrojee completed his poem, he seemed to be manfully holding back his tears. He looked out towards the garden, towards the sundial, and, pulling himself together, said: ‘That is a triolet. Now I will read you a ballade. It is called “Buried Flames”.’ After he had read this and three other poems in a similar vein with diminishing vigour, he stopped, spent of all emotion. He then got up like one who has completed an infinitely distant and exhausting journey, and sat down on a stuffed chair not far from the speaker’s table. In the brief interval between him and the next reader Kabir looked inquiringly at Lata and she looked quizzically back at him. They were both trying to control their laughter, and looking at each other was not helping them do this. Luckily, the happy, plump-faced man who had handed them the poems that he planned to read now rushed forward energetically to the speaker’s table and, before sitting down, said the single word: ‘Makhijani.’ After he had announced his name, he looked even more delighted than before. He riffled through his sheaf of papers with an expression of intense and pleasurable concentration, then smiled at Mr Nowrojee, who shrank in his chair like a sparrow cowering in a niche before a gale. Mr Nowrojee had tried at one stage to dissuade Dr Makhijani from reading, but had met with such good-natured outrage that he had had to give in. But having read a copy of the poems earlier in the day, he could not help wishing that the banquet had ended with the aperitif. ‘A Hymn to Mother India,’ said Dr Makhijani sententiously, then beamed at his audience. He leaned forward with the concentration of a burly blacksmith and read his poem through, including the stanza numbers, which he hammered out like horseshoes. 1. Who a child has not seen drinking milk At bright breasts of Mother, rags she wears or silks? Love of mild Mother like rain-racked gift of cloud. In poet’s words, Mother to thee I bow. 2. What poor gift when doctor patient treats. Hearts he hears but so much his heart bleats? Where is doctor that can cure my pains? Why suffers Mother? Where to base the blame? 3. Her raiments rain-drenched with May or Monsoon, Like Savitri sweet she wins from Yama her sons, Cheating death with millions of population, Leading to chaste and virtuous nation. 4. From shore of Kanyakumari to Kashmir, From tiger of Assam to rampant beast of Gir, Freedom’s dawn now bathing, laving her face, Tremble of jetty locks is Ganga’s grace. 5. How to describe bondage of Mother pure By pervert punies chained through shackles of law? British cut-throat, Indian smiling and slave: Such shame will not dispense till a sweating grave. While reading the above stanza, Dr Makhijani became highly agitated, but he was restored to equanimity by the next one: 6. Let me recall history of heroes proud, Mother-milk fed their breasts, who did not bow. Fought they fiercely, carrying worlds of weight, Establishing firm foundation of Indian state. Nodding at the nervous Mr Nowrojee, Dr Makhijani now lauded his namesake, one of the fathers of the Indian freedom movement: 7. Dadabhai Naoroji entered Parliament, As MP from Finsbury, grace was heaven-sent. But he forgot not Mother’s plumpy breasts: Dreams were of India, living in the West. Lata and Kabir looked at each other in mingled delight and horror. 8. B.G. Tilak from Maharashtra hailed. ‘Swaraj my birthright is’ he ever wailed. But cruel captors sent him to the sweltry jail In Forts of Mandalay, a six-year sail. 9. Shame of the Mother bold Bengal reviled. Terrorist pistol in hand of the Kali child. Draupadi’s sari twirling off and off— White Duryodhanas laugh to scorn and scoff. Dr Makhijani’s voice trembled with belligerence at these vivid lines. Several stanzas later he descended on figures of the immediate past and present: 26. Mahatma came to us like summer ‘andhi’, Sweeping the dungs and dirt, was M.K. Gandhi. Murder has mayhemed peace beyond understanding. Respect and sorrow leave me soiled and standing. At this point Dr Makhijani stood up as a mark of veneration, and remained standing for the final three stanzas: 27. Then when the British left after all, We had as PM our own Jawahar Lal. Like rosy shimmers to the throne he came, And gave to our India a glorious name. 28. Muslim, Hindu, Sikh, Christian, revere him. Parsis, Jains, Buddhists also endear him. Cynosure of eyes, he stalks with regal mien Breathing spirit of a splendid scene. 29. We are all masters, each a Raja or Rani. No slave, or high or low, says Makhijani. Liberty equality fraternity justice as in Constitution. In homage of Mother we will find all solutions. In the tradition of Urdu or Hindi poetry, the bard had imbedded his own name in the last stanza. He now sat down, wiping the sweat from his forehead, and beaming. Kabir had been scribbling a note. He passed it on to Lata; their hands touched accidentally. Though she was in pain with her attempt to suppress her laughter, she felt a shock of excitement at his touch. It was he who, after a few seconds, moved his hand away, and she saw what he had written: Prompt escape from 20 Hastings Road Is my desire, although prized poets’ abode. Desert not friendship. Renegade with me From raptured realm of Mr Nowrojee. It was not quite up to Dr Makhijani’s efforts, but it got its point across. Lata and Kabir, as if at a signal, got up quickly and, before they could be intercepted by a cheated Dr Makhijani, got to the front door. Out on the sober street they laughed delightedly for a few minutes, quoting back at each other bits of Dr Makhijani’s patriotic hymn. When the laughter had died down, Kabir said to her: ‘How about a coffee? We could go to the Blue Danube.’ Lata, worried that she might meet someone she knew and already thinking of Mrs Rupa Mehra, said, ‘No, I really can’t. I have to go back home. To my Mother,’ she added mischievously. Kabir could not take his eyes off her. ‘But your exams are over,’ he said. ‘You should be celebrating. It’s I who have two papers left.’ ‘I wish I could. But meeting you here has been a pretty bold step for me.’ ‘Well, won’t we at least meet here again next week? For “Eliot: Whither?”’ Kabir made an airy gesture, rather like a foppish courtier, and Lata smiled. ‘But are you going to be in Brahmpur next Friday?’ she asked. ‘The holidays . . .’ ‘Oh yes,’ said Kabir. ‘I live here.’ He was unwilling to say goodbye, but did so at last. ‘See you next Friday then—or before,’ he said, getting on to his bike. ‘Are you sure I can’t drop you anywhere—on my bicycle made for two? Smudged or unsmudged, you do look beautiful.’ Lata looked around, blushing. ‘No, I’m sure. Goodbye,’ she said. ‘And—well—thank you.’

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Cap. 3.08 - Su risa  era tan franca

Cap. 3.8 Cuando Lata volvió a ver a Kabir, parecía lo contrario de triste y abatido. Lata cruzaba el campus con un libro y una carpeta bajo el brazo cuando le vio en compañía de otro chico, ambos con ropa de críquet, caminando tranquilamente en dirección a las canchas de deporte. Kabir balanceaba el bate al andar, y se les veía charlar sin preocupaciones. Lata estaba demasiado lejos como para poder descubrir nada de lo que estaban diciendo. De pronto, Kabir echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada. Estaba tan guapo a la luz del sol, y su risa era tan franca y libre de tensión que Lata, que había estado a punto de volverse a la biblioteca, continuó siguiéndole. Le asombró el hacerlo pero no se hizo ningún reproche. Bueno, ¿y por qué no?, pensó. Dado que él ya se me ha acercado en tres ocasiones, no veo por qué yo no debería seguirle una vez. Aunque creía que la temporada de críquet ya había acabado. No sabía que hubiera partidos en plena época de exámenes. De hecho, Kabir y su amigo habían salido a practicar un poco por su cuenta. Era su manera de tomarse un respiro del estudio. Al final de los campos de deportes, donde estaban las porterías, había una pequeña tribuna hecha de bambú. Lata se sentó a la sombra y —sin que la vieran— observó cómo los dos se turnaban con el bate y la pelota. Lata no tenía ni idea de críquet —incluso el entusiasmo de Pran no le había afectado en absoluto— pero se sumió en un amodorrado trance ante la visión de Kabir, vestido totalmente de blanco, el botón del cuello de la camisa desabrochado, sin gorra y con el pelo revuelto, tomando carrerilla para lanzar la bola o junto a la línea de bateadores, esgrimiendo el bate con una habilidad que parecía innata. Kabir debía medir aproximadamente uno metro ochenta, era delgado y atlético, con una tez “entre clara y trigueña”, nariz aquilina y el pelo negro y ondulado. Lata no sabía cuánto tiempo estuvo sentada allí, pero debió de transcurrir más de media hora. El sonido del bate golpeando la bola, el susurro de la suave brisa en el bambú, el gorjeo de los gorriones, los gritos de unos cuantos minas y, por encima de todo, el sonido de la fácil risa de los jóvenes y la indistinta conversación todo se combinaba para hacer que Lata se olvidara de sí misma. Pasó un buen rato antes de que volviera en sí. Me comporto como una gopi embelesada, pensó. ¡A este paso, en lugar de sentir celos de la flauta de Krishna, empezaré a envidiar el bate de Kabir! Sonrió ante la idea, luego se levantó, apartó unas cuantas hojas secas de su salwaar-kameez y —sin que la vieran— regresó por donde había venido. —Tienes que averiguar quién es —le dijo a Malati aquella tarde, cogiendo una hoja y pasándosela abstraída arriba y abajo por el brazo. —¿Quién? —dijo Malati. Estaba encantada. Lata soltó un sonido de exasperación. —Bueno, podría haberte contado algo de él —dijo Malati—, si después del concierto me hubieras dejado. —¿Como qué? —dijo Lata esperanzada. —Bueno, para empezar hay dos hechos —dijo Malati, despertando su curiosidad—. Se llama Kabir y juega al críquet. —Pero eso ya lo se —protestó Lata—. Y eso es todo lo que sé. ¿No sabes nada más? —No —dijo Malati. Jugó con la idea de inventarse una veta criminal en su familia, pero decidió que aquello era demasiado cruel. —Pero tú dijiste “para empezar”. Eso quiere decir que tienes algo más. —No —dijo Malati—. La segunda parte del concierto empezó justo cuando estaba a punto de hacerle unas cuantas preguntas más a mi informante. —Estoy segura de que puedes averiguarlo todo sobre él si te pones a ello. —La fe de Lata en su amiga era conmovedora. Malati dudó. Poseía un amplio círculo de conocidos, pero el trimestre casi había acabado, y no sabía por dónde empezar a indagar. Algunos estudiantes —los que ya habían terminado los exámenes— se habían marchado de Brahmpur; y entre ellos se encontraba su informante en el concierto. Dentro de un par de días, ella misma se iría a Agra a pasar una temporada. —La Agencia de Detectives Trivedi necesita un par de pistas con las que empezar —dijo—. Y queda poco tiempo. Tendrás que acordarte de lo que hablasteis. ¿No sabes nada de él que pueda serme de ayuda? Lata pensó durante un rato, pero no llegó a ninguna conclusión. —Nada —dijo—. Oh, espera, su padre enseña mates. —¿En la universidad de Brahmpur? —preguntó Malati. —No lo sé —dijo Lata—. Y otra cosa: creo que le gusta la literatura. Quería que fuera mañana a una reunión de la Sociedad Literaria. —¿Entonces por qué no vas allí y se lo preguntas tú misma? —dijo Malati, quien creía en la Estrategia Audaz—. Si se lava los dientes con Kolynos, por ejemplo. “Descubra la magia que hay en la sonrisa de Kolynos.” —No puedo —dijo Lata, con tanto ímpetu que Malati quedó un poco desconcertada. —¡Desde luego, no estarás enamorada de él! —dijo—. No sabes nada de él, ni quién es su familia, ni siquiera su nombre completo. —Yo creo que se cosas más importantes sobre él que ese nada tuyo —dijo Lata. —Sí, sí —dijo Malati—,como la blancura de sus dientes y lo negro de su pelo. “Ella flotaba en una nube mágica, arriba en el cielo, sintiendo su fuerte presencia a su alrededor con cada fibra de su ser. Él era el universo entero. Era lo mas importante, él último objetivo y era el todo y el para todo de su existencia”. Conozco la sensación. —Si vas a seguir diciendo tonterías... —dijo Lata, notando como el calor subía a su cara. —No, no, no, no, no —dijo Malati, todavía riendo—. Averiguaré todo lo que pueda. Se le ocurrieron varias ideas: ¿reseñas de críquet en la revista de la universidad? ¿El Departamento de Matemáticas? ¿La secretaría de la facultad? En voz alta dijo: —Déjame a mí el Patata Cocida. Lo cubriré con chilis y te lo traeré en bandeja. En cualquier caso, por tu cara nadie diría que todavía te queda un examen. Estar enamorada te sienta bien. Deberías hacerlo más a menudo. —Eso haré —dijo Lata—. Y cuando seas médico, recétaselo a todos tus pacientes.

Cap. 3.08 -  His Laughter was so Open-hearted

Cap. 3.8 The next time Lata saw Kabir, he was looking the very opposite of tense and subdued. She was walking across the campus with a book and a file under her arm when she saw him and another student, both wearing cricket clothes, sauntering along the path that led to the sports fields. Kabir was casually swinging a bat as he walked and the two of them appeared to be engaged in relaxed and occasional conversation. Lata was too far behind them to make out anything of what they were saying. Suddenly Kabir leaned his head back and burst out laughing. He looked so handsome in the morning sunlight and his laughter was so open-hearted and free from tension that Lata, who had been about to turn towards the library, found herself continuing to follow him. She was astonished by this, but didn’t rebuke herself. Well, why shouldn’t I? she thought. Since he’s approached me three times already, I don’t see why I shouldn’t follow him for once. But I thought the cricket season was over. I didn’t know there was a match on in the middle of exams. As it happened, Kabir and his friend were off for a bit of practice at the nets. It was his way of taking a break from studies. The far end of the sports fields, where the practice nets had been set up, was close to a small stand of bamboos. Lata sat down in the shade and—herself unobserved—watched the two take turns with bat and ball. She did not know the first thing about cricket—even Pran’s enthusiasm had not affected her at all—but she was drowsily entranced by the sight of Kabir, dressed completely in white, shirt unbuttoned at the collar, capless and with ruffled hair, running in to bowl—or standing at the crease wielding his bat with what seemed like easy skill. Kabir was an inch or two under six feet, slim and athletic, with a ‘fair to wheatish’ complexion, an aquiline nose, and black, wavy hair. Lata did not know how long she sat there, but it must have been for more than half an hour. The sound of bat on ball, the rustle of a slight breeze in the bamboo, the twittering of a few sparrows, the calls of a couple of mynas, and, above all, the sound of the young men’s easy laughter and indistinct conversation all combined to make her almost oblivious of herself. It was quite a while before she came to. I’m behaving like a fascinated gopi, she thought. Soon, instead of feeling jealous of Krishna’s flute I’ll start envying Kabir’s bat! She smiled at the thought, then got up, brushed a few dried leaves from her salwaar-kameez, and—still unnoticed—walked back the way she had come. ‘You have to find out who he is,’ she told Malati that afternoon, plucking a leaf and absent-mindedly running it up and down her arm. ‘Who?’ said Malati. She was delighted. Lata made a sound of exasperation. ‘Well, I could have told you something about him,’ said Malati, ‘if you’d allowed me to after the concert.’ ‘Like what?’ said Lata expectantly. ‘Well, here are two facts to begin with,’ said Malati tantalizingly. ‘His name is Kabir, and he plays cricket.’ ‘But I know that already,’ protested Lata. ‘And that’s about all I do know. Don’t you know anything else?’ ‘No,’ said Malati. She toyed with the idea of inventing a streak of criminality in his family, but decided that that was too cruel. ‘But you said “to begin with”. That means you must have something else.’ ‘No,’ said Malati. ‘The second half of the concert began just as I was about to ask my informant a few more questions.’ ‘I’m sure you can find out everything about him if you put your mind to it.’ Lata’s faith in her friend was touching. Malati doubted it. She had a wide circle of acquaintance. But it was nearly the end of term and she didn’t know where to begin inquiries. Some students—those whose exams were over—had already left Brahmpur; these included her informant at the concert. She herself would be leaving in a couple of days to go back to Agra for a while. ‘The Trivedi Detective Agency needs a clue or two to start with,’ she said. ‘And time is short. You’ve got to think back over your conversations. Isn’t there anything else you know about him that could help me?’ Lata thought for a while but came up with a blank. ‘Nothing,’ she said. ‘Oh, wait—his father teaches maths.’ ‘At Brahmpur University?’ asked Malati. ‘I don’t know,’ said Lata. ‘And another thing: I think he’s fond of literature. He wanted me to come to the Lit Soc meeting tomorrow.’ ‘Then why don’t you go there and ask him about himself,’ said Malati, who believed in the Approach Audacious. ‘Whether he brushes his teeth with Kolynos, for instance. “There’s magic in a Kolynos smile.”’ ‘I can’t,’ said Lata, so forcefully that Malati was a little taken aback. ‘Surely you’re not falling for him!’ she said. ‘You don’t know the first thing about him—his family, or even his full name.’ ‘I feel I know more important things about him than the first thing,’ said Lata. ‘Yes, yes,’ said Malati, ‘like the whiteness of his teeth and the blackness of his hair. “She floated on a magical cloud high in the sky, sensing his strong presence around her with every fibre of her being. He was her whole universe. He was the be-all and end-all and catch-all and hold-all of her existence.” I know the feeling.’ ‘If you’re going to talk nonsense—’ said Lata, feeling the warmth rise to her face. ‘No, no, no, no, no,’ said Malati, still laughing. ‘I’ll find out whatever I can.’ Several thoughts went through her mind: cricket reports in the university magazine? The Mathematics Department? The Registrar’s Office? Aloud she said, ‘Leave Boiled Potatoes to me. I’ll smother him with chillies and present him to you on a platter. Anyway, Lata, from your face, no one would know you still had a paper left. Being in love is good for you. You must do it more often.’ ‘Yes, I will,’ said Lata. ‘When you become a doctor, prescribe it to all your patients.’

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Cap. 3.07 - La rosa que llevaba en el pelo

Cap. - 3.7 Normalmente, Lata se hubiera quedado traspuesta oyendo la música de Ustad Majeed Khan. Malati sentada a su lado, lo estaba. Pero el encuentro con Kabir hacía que la mente de Lata vagara en distintas direcciones —y a menudo simultáneamente—, por lo que apenas prestó atención a la música. De repente se sentía muy animada y comenzó a sonreír al pensar en la rosa que llevaba en el pelo. Un minuto después, recordando la última parte de la conversación, se reprendió por haber sido tan insensible. Intentó encontrarle un sentido a lo que él había querido dar a entender con —y de una manera tan callada— “Sobre todo para mi padre”. ¿Es que su madre había muerto ya? Eso les colocaba a los dos en un plano de igualdad. ¿O es que su madre se relacionaba tan poco con su familia que o era inconsciente, o no le había causado demasiada pena la pérdida de una hija? ¿Por qué estoy pensando en cosas tan imposibles?, se preguntó Lata. De hecho, cuando Kabir dijo: “Tenía una hermana pequeña hasta el año pasado”, ¿Se desprendía de esa frase la conclusión a que Lata había saltado de inmediato? Pero pobrecillo, las últimas palabras que habían intercambiado le habían dejado tan tenso y abatido que él mismo había sugerido que regresaran a la sala. Malati fue lo suficientemente amable e inteligente como para no mirarla ni darle codazos. Y al poco Lata se sumergió en la música y se perdió en ella.

Cap. 3.07 - The rose she whore in her hair

Cap. - 3.7 Normally Lata would have been transfixed by Ustad Majeed Khan’s music. Malati, sitting next to her, was. But her encounter with Kabir had set her mind wandering in so many different directions, often simultaneously, that she might as well have been listening to silence. She felt suddenly light-hearted and started smiling to herself at the thought of the rose in her hair. A minute later, remembering the last part of their conversation, she rebuked herself for being so unfeeling. She tried to make sense of what he had meant by saying—and so quietly at that—‘Well, for my father.’ Was it that his mother had already died? That would place him and Lata in a curiously symmetrical position. Or was his mother so estranged from the family that she was unconscious of or not much distressed by the loss of her daughter? Why am I thinking such impossible thoughts? Lata wondered. Indeed, when Kabir had said, ‘I had a younger sister till last year,’ did that have to imply the conclusion to which Lata had automatically jumped? But, poor fellow, he had grown so tense and subdued by the last few words that had passed between them that he had himself suggested that they return to the hall. Malati was kind enough and smart enough neither to glance at her nor to nudge her. And soon Lata too sank into the music and lost herself in it.

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Cap. 3.06 - No seas ratón. Sé una tigresa

Cap.- 3.6 Al cabo de un par de días, Ustad Majeed Khan daba un concierto en el Auditorio Bharatendu, uno de los dos más grandes de la ciudad. Lata y Malati habían conseguido entradas, al igual que su amiga Hema, una alegre chica alta y delgada que vivía con sus innumerables primos y primas en una casa no lejos de Nabiganj. Todos estaban bajo el cuidado de un estricto miembro de la familia al que todos llamaban “Tauji”. El Tauji de Hema tenía una ardua tarea, pues no sólo era responsable del bienestar y la reputación de las chicas de la familia, sino que además tenía que asegurarse de que los chicos no se metieran en los incontables tipos de trastadas en las que los chavales eran dados en meterse. A menudo había maldecido la suerte de ser el único pariente en una ciudad universitaria, de su extensa familia repartida por todo el país. En ocasiones amenazaba con enviar a todo el mundo de vuelta a casa cuando le causaban más problemas de los que podía soportar. Pero su mujer, a la que todos llamaban “Taiji”, a pesar de haber sido educada sin apenas ningún tipo de libertad, opinaba que era una lástima que sus sobrinas y sobrinas nietas se vieran sometidas a las mismas restricciones. Y conseguía obtener para las chicas lo que no podían conseguir de forma directa. Así que aquella tarde Hema y sus primas habían conseguido permiso para utilizar el gran Packard marrón de Tauji, y fueron recogiendo a sus amigas por la ciudad para ir al concierto. En cuanto hubieron perdido de vista a Tauji olvidaron por completo su indignado comentario de despedida: “¿Flores? ¿Flores en el pelo? ¡Salir en época de exámenes y para ir a escuchar música! Todo el mundo pensará que sois unas completas disolutas, y nunca conseguiréis casaros.” Las once chicas, incluyendo a Lata y a Malati, bajaron del packard en el Auditorio Bharatendu. Por extraño que parezca, sus saris no estaban arrugados, aunque quizás parecían un poco despeinadas. De pie a la puerta del auditorio se arreglaron el pelo las unas a las otras charlando excitadas. Después en un animado destello de color entraron en el vestíbulo. No había sitio para que todas se sentaran juntas así que se repartieron en grupitos de dos en dos o de tres en tres, embelesadas pero no por eso sin parar de charlar. Unos cuantos ventiladores giraban sobre sus cabezas, pero aquel día había hecho calor y el auditorio estaba a rebosar. Lata y sus amigas comenzaron a abanicarse con los programas, a la espera de que comenzara el concierto. La primera parte consistió en un decepcionante recital mediocre de sitar a cargo de un conocido músico. En el intermedio, Lata y Malati se colocaron junto a las escaleras del vestíbulo cuando Míster Patata caminó hacia ellas. Malati le vio primero, y con un ligero codazo llamó la atención de Lata en su dirección, y dijo: —Encuentro número tres. Me largo. —Malati, por favor, quédate —dijo Lata, en un súbito arranque de desesperación, pero Malati ya se había ido con una recomendación: —No seas ratón. Sé una tigresa. El joven se le acercó con paso firme. —¿Te molesta si te interrumpo? —dijo, en voz no muy alta. Lata no pudo distinguir lo que decía con el ruido del abarrotado vestíbulo, y así se lo indicó. El joven lo tomó como un permiso para aproximarse. Colocándose más cerca, le sonrió y le dijo: —Me preguntaba si te molestaría que te interrumpiera. —¿Interrumpirme? —dijo Lata—. Pero si no estaba haciendo nada. —El corazón le latía cada vez con más fuerza. —Me refería a interrumpir tus pensamientos. —No estaba pensando nada —dijo Lata, procurando controlar una repentina sobrecarga de pensamientos. Pensó en el comentario de Malati sobre lo mal que se le daba mentir y sintió como la sangre le subía a la cara. —Allí no cabía ni un alfiler —dijo el joven—. Y aquí tampoco, desde luego. Lata asintió. No soy ni ratón ni tigresa, pensó, soy un erizo. —Una música deliciosa —dijo él. —Sí —asintió Lata, aunque no era eso lo que pensaba. El hecho de que estuvieran tan cerca le hacía sentir un hormigueo. Además, le preocupaba que la vieran con un chico. Sabía que si miraba a su alrededor vería a alguien que la estaba observando. Pero, habiendo sido ya descortés con él un par de veces, estaba decidida a no rechazarlo de nuevo. Sin embargo seguir el hilo de la conversación, era difícil cuando se estaba tan distraída. Dado que le resultaba difícil mirarle a los ojos, bajó la vista. El chico estaba diciendo: —... aunque, por supuesto, yo no voy por allí a menudo. ¿Y tú? Lata perpleja, porque o bien no había oído o no había retenido lo que había dicho con anterioridad, no respondió. —Estás muy callada —dijo él. —Siempre estoy muy callada —dijo Lata—. Es para compensar. —No es cierto —dijo el joven con una débil sonrisa—. Cuando habéis entrado, tú y tus amigas hablabais como una bandada cotorras, y algunas habéis seguido de cháchara mientras estaba afinando el sitar. —¿Así que crees —dijo Lata, levantando bruscamente la mirada— que los hombres no charlan y parlotean tanto como las mujeres? —Yo sí —dijo el joven alegremente, contento de que por fin le hablara—. Es un hecho de la naturaleza. ¿Debería contarte una historia de Akbar y Birbal? Tiene mucho que ver con este tema. —No lo sé —dijo Lata—. Cuando la haya oído te diré si deberías habérmela contado o no. —Bueno, ¿quizás en nuestro próximo encuentro? Lata se tomó el comentario con bastante frialdad. —Supongo que así será —dijo—. Parece que seguimos encontrándonos por casualidad. —¿Y tiene que ser por casualidad? —preguntó el chico—. Antes te mencioné a ti y a tus amigas, pero el hecho es que casi todo el tiempo tenía los ojos puestos en ti. Desde el momento en que te vi entrar, pensé en lo encantadora que estabas con ese sencillo sari verde y una rosa en el pelo. La palabra “casi” molestó a Lata, pero el resto fue música. Ella sonrió. Él le devolvió la sonrisa, y de repente se volvió muy concreto. —El viernes por la tarde, a las cinco, hay una reunión de la Sociedad Literaria de Brahmpur, en la vieja casa del señor Nowrojee, en el número 20 de Hastings Road. Promete ser interesante y la entrada está abierta a cualquiera que desee asistir. Ahora que se acercan las vacaciones, parece que reciben a todos para completar el número. Las vacaciones, pensó Lata. Quizá después de todo no volvamos a vernos. La idea la entristeció. —Oh, ya sé lo que quería preguntarte —dijo ella. —¿Ah sí? —dijo el joven, desconcertado—. Adelante. —¿Cómo te llamas? En la cara del joven apareció una sonrisa de felicidad. —Oh —dijo—. Pensé que nunca me lo preguntarías. Me llamo Kabir, pero hace poco mis amigos han comenzado a llamarme Galahad. —¿Por qué? —preguntó Lata, sorprendida. —Porque creen que me paso el día rescatando damiselas afligidas. —Pero yo no estaba tan afligida como para necesitar que me rescataran —dijo Lata. Kabir se rió. —Lo sé, lo sé perfectamente, pero mis amigos son una pandilla de idiotas —dijo. —Igual que mis amigas —dijo Lata con deslealtad. Después de todo, Malati la había dejado en la estacada. —¿Por qué no intercambiamos también nuestros apellidos? —dijo el joven, aprovechando el momento. Un cierto instinto de auto conservación hizo callar a Lata. Él le gustaba, y esperaba muy mucho volver a verle, pero igual lo próximo era que le preguntara su dirección. Imágenes del interrogatorio de la Señora Rupa Mehra llenaron su cabeza. —No, mejor que no —dijo Lata. Luego, dándose cuenta de su brusquedad y del daño que podía haberle causado, soltó lo primero que le vino a la cabeza—: ¿Tienes hermanos? —Sí, un hermano pequeño. —¿Y hermanas? —Lata sonrió, aunque no supo muy bien por qué. —Tuve una hermana pequeña hasta el año pasado. —Oh, lo siento —dijo Lata consternada—. Debió de ser terrible para ti... y para tus padres. —Bueno, sobre todo para mi padre —dijo Kabir con serenidad—. Pero parece que Ustad Majeed Khan ya ha comenzado a tocar. Quizá deberíamos entrar. Lata, sacudida por una corriente de compasión e incluso de ternura, apenas le oyó; pero cómo él se dirigió hacia la puerta, ella hizo lo mismo. En el interior de la sala, el maestro había comenzado su lenta y espléndida interpretación del Raga Shrii. Se separaron, volvieron a sus respectivos lugares y se sentaron a escuchar.

Cap. 3.06 - Don't be a mouse. Be a tigress

Cap. 3.06 A couple of days later there was a music recital in the Bharatendu Auditorium, one of the two largest auditoriums in town. One of the performers was Ustad Majeed Khan. Lata and Malati both managed to get tickets. So did Hema, a tall, thin, and high-spirited friend of theirs who lived with innumerable cousins—boys and girls—in a house not far from Nabiganj. They were all under the care of a strict elder member of the family who was referred to by everyone as ‘Tauji’. Hema’s Tauji had quite a job on his hands, as he was not only responsible for the well-being and reputation of the girls of the family but also had to make sure that the boys did not get into the countless kinds of mischief that boys are prone to. He had often cursed his luck that he was the sole representative in a university town of a large and far-flung family. He had on occasion threatened to send everyone straight back home when they had caused him more trouble than he could bear. But his wife, ‘Taiji’ to everyone, though she herself had been brought up with almost no liberty or latitude, felt it was a great pity that her nieces and grandnieces should be similarly constrained. She managed to obtain for the girls what they could not obtain by a more direct approach. This evening Hema and her cousins had thus succeeded in reserving the use of Tauji’s large maroon Packard, and went around town collecting their friends for the concert. No sooner was Tauji out of sight than they had entirely forgotten his outraged parting comment: ‘Flowers? Flowers in your hair? Rushing off in exam time—and listening to all this pleasure-music! Everyone will think you are completely dissolute—you will never get married.’ Eleven girls, including Lata and Malati, emerged from the Packard at Bharatendu Auditorium. Strangely enough, their saris were not crushed, though perhaps they looked slightly dishevelled. They stood outside the auditorium rearranging their own and each other’s hair, chattering excitedly. Then in a busy shimmer of colour they streamed inside. There was no place for all of them to sit together, so they broke up into twos and threes, and sat down, rapt but no less voluble. A few fans whirled round overhead, but it had been a hot day, and the auditorium was stuffy. Lata and her friends started fanning themselves with their programmes, and waited for the recital to begin. The first half consisted of a disappointingly indifferent sitar recital by a well-known musician. At the interval, Lata and Malati were standing by the staircase in the lobby when the Potato Man walked towards them. Malati saw him first, nudged Lata’s attention in his direction, and said: ‘Meeting number three. I’m going to make myself scarce.’ ‘Malati, please stay here,’ said Lata in sudden desperation, but Malati had disappeared with the admonition: ‘Don’t be a mouse. Be a tigress.’ The young man approached her with fairly assured steps. ‘Is it all right to interrupt you?’ he said, not very loudly. Lata could not make out what he was saying in the noise of the crowded lobby, and indicated as much. This was taken by the young man as permission to approach. He came closer, smiled at her, and said: ‘I wondered if it was all right to interrupt you.’ ‘To interrupt me?’ said Lata. ‘But I was doing nothing.’ Her heart was beating fast. ‘I meant, to interrupt your thoughts.’ ‘I wasn’t having any,’ said Lata, trying to control a sudden overload of them. She thought of Malati’s comment about her being a poor liar and felt the blood rush to her cheeks. ‘Quite stuffy in there,’ said the young man. ‘Here too, of course.’ Lata nodded. I’m not a mouse or a tigress, she thought, I’m a hedgehog. ‘Lovely music,’ he said. ‘Yes,’ agreed Lata, though she hadn’t thought so. His presence so close to her was making her tingle. Besides, she was embarrassed about being seen with a young man. She knew that if she looked around she would see someone she recognized looking at her. But having been unkind to him twice already she was determined not to rebuff him again. Holding up her side of the conversation, however, was difficult when she was feeling so distracted. Since it was hard for her to meet his eye, she looked down instead. The young man was saying: ‘. . . though, of course, I don’t often go there. How about you?’ Lata, nonplussed, because she had either not heard or not registered what went before, did not reply. ‘You’re very quiet,’ he said. ‘I’m always very quiet,’ said Lata. ‘It balances out.’ ‘No, you aren’t,’ said the young man with a faint smile. ‘You and your friends were chattering like a flock of jungle babblers when you came in—and some of you continued to chatter while the sitar player was tuning up.’ ‘Do you think,’ Lata said, looking up a little sharply, ‘that men don’t chatter and babble as much as women?’ ‘I do,’ said the young man airily, happy that she was talking at last. ‘It’s a fact of nature. Shall I tell you a folk tale about Akbar and Birbal? It’s very relevant to this subject.’ ‘I don’t know,’ said Lata. ‘Once I’ve heard it I’ll tell you if you should have told it.’ ‘Well, maybe at our next meeting?’ Lata took this remark quite coolly. ‘I suppose there will be one,’ she said. ‘We seem to keep meeting by chance.’ ‘Does it have to be by chance?’ asked the young man. ‘When I talked about you and your friends, the fact is that I had eyes mostly for you. The moment I saw you enter, I thought how lovely you looked—in a simple green sari with just a white rose in your hair.’ The word ‘mostly’ bothered Lata, but the rest was music. She smiled. He smiled back, and suddenly became very specific. ‘There’s a meeting of the Brahmpur Literary Society at five o’clock on Friday evening at old Mr Nowrojee’s house—20 Hastings Road. It should be interesting—and it’s open to anyone who feels like coming. With the university vacations coming up, they seem to want to welcome outsiders to make up the numbers.’ The university vacations, thought Lata. Perhaps we won’t see each other again after all. The thought saddened her. ‘Oh, I know what I wanted to ask you,’ she said. ‘Yes?’ asked the young man, looking puzzled. ‘Go ahead.’ ‘What’s your name?’ asked Lata. The young man’s face broke into a happy grin. ‘Ah!’ he said, ‘I thought you would never ask. I’m Kabir, but very recently my friends have started calling me Galahad.’ ‘Why?’ asked Lata, surprised. ‘Because they think that I spend my time rescuing damsels in distress.’ ‘I was not in such distress that I needed rescuing,’ said Lata. Kabir laughed. ‘I know you weren’t, you know you weren’t, but my friends are such idiots,’ he said. ‘So are mine,’ said Lata disloyally. Malati had, after all, left her in the lurch. ‘Why don’t we exchange last names as well?’ said the young man, pursuing his advantage. Some instinct of self-preservation made Lata pause. She liked him, and she very much hoped she would meet him again—but he might ask her for her address next. Images of Mrs Rupa Mehra’s interrogations came to mind. ‘No, let’s not,’ said Lata. Then, feeling her abruptness and the hurt she might have caused him, she quickly blurted out the first thing she could think of. ‘Do you have any brothers and sisters?’ ‘Yes, a younger brother.’ ‘No sisters?’ Lata smiled, though she did not quite know why. ‘I had a younger sister till last year.’ ‘Oh—I am so sorry,’ said Lata in dismay. ‘How terrible that must have been for you—and for your parents.’ ‘Well, for my father,’ said Kabir quietly. ‘But it looks as if Ustad Majeed Khan has begun. Maybe we should go in?’ Lata, moved by a rush of sympathy and even tenderness, hardly heard him; but as he walked towards the door, so did she. Inside the hall the maestro had begun his slow and magnificent rendition of Raag Shri. They separated, resumed their previous places, and sat down to listen.

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Cap. 3.05 - Jóvenes Flores

Cap. 3.5 Aquella misma tarde, Lata, Malati y otro par de amigas dieron una vuelta por la arboleda de jacaranda donde tanto les gustaba sentarse a estudiar. Por tradición, la arboleda sólo estaba abierta a las chicas. Malati llevaba un libro de texto de medicina cuyo grosor estaba totalmente fuera de lugar. Hacía calor y las dos deambulaban entre los jacarandas. Unas cuantas flores malvas cayeron lentamente al suelo. Cuando las otras ya no podían oírlas, Malati dijo, de buen humor: —¿En qué estás pensando? Lata la miró, burlona, y Malati prosiguió sin inmutarse: —No, no, no te servirá de nada mirarme de ese modo, sé que algo te preocupa. De hecho, yo sé lo que es. Tengo mis fuentes de información. Lata respondió: —Sé lo que vas a decir, y no es cierto. Malati miró a su amiga y dijo: —Toda esa educación cristiana en Santa Sofía ha ejercido una mala influencia sobre ti, Lata. Te ha convertido en una terrible mentirosa. No, no quise decir eso exactamente. Lo que quiero decir es que, cuando mientes, lo haces terriblemente mal. —Muy bien, pues, ¿qué ibas a decir? —preguntó Lata. —Ya se me ha olvidado —dijo Malati. —Por favor —dijo Lata—, no he dejado los libros para esto. No seas malvada, ni enrevesada, ni me tomes el pelo. Las cosas de por sí ya están bastante mal. —¿Por qué? —dijo Malati—. ¿Estás enamorada? Ya va siendo hora, la primavera está acabando. —Por supuesto que no —dijo Lata, indignada—. ¿Estás loca? —No —dijo Malati. —¿Entonces por qué me haces una pregunta tan idiotas? —Me contaron que un chico se te acercó con toda naturalidad mientras estabas sentada en el banco, después del examen —dijo Malati—, de manera que deduje que debíais de haberos visto alguna que otra vea desde aquel día en la Imperial Book Depot. A partir de la descripción de su informadora, Malati había deducido que se trataba del mismo chico. Y le alegraba tener razón. Lata miro a su amiga con más exasperación que afecto. Las noticias viajan demasiado rápido, pensó, y Malati no pierde detalle. —No nos hemos estado viendo ni dentro ni fuera —dijo—. No sé de dónde obtienes tu información, Malati. Ojalá hablaras de música o de lo que pasa en el mundo o de algo sensato. Incluso del socialismo. Era solo la segunda vez que nos veíamos, y ni siquiera sé su nombre. Dame tu libro de texto y sentémonos aquí. Si leo un párrafo o dos de algo que no entiendo me sentiré mejor. —¿Ni siquiera sabes su nombre? —dijo Malati, mirando ahora a Lata como si estuviera loca—. ¡Pobre muchacho! ¿Sabe él el tuyo? —Creo que se lo dije en la librería. Sí, se lo dije. Y luego me preguntó si iba a preguntarle el suyo... y le dije que no. —Y desearías no haberlo hecho —dijo Malati, observándola atentamente. Lata se quedó en silencio. Se sentó y se recostó contra el jacaranda. —Y supongo que a él le hubiera gustado habértelo dicho —afirmó Malati, también sentándose. —Supongo —dijo Lata riendo. —Pobres patatas hervidas —dijo Malati. —¿Hervido, qué? —Ya sabes... “No hay que añadir picante a las patatas hervidas”. —Malati imitó la voz de Lata. Lata se sonrojó. —Te gusta, ¿verdad? —dijo Malati—. Si mientes, lo sabré. Lata no respondió de inmediato. Había sido capaz de enfrentar a su madre con una razonable calma en la comida, a pesar del extraño suceso de la especie de trance en el examen de Teatro en Inglés. Y dijo: —Se dio cuenta de lo descompuesta que estaba después del examen. No creo que le resultara fácil venir y hablar conmigo cuando yo, bueno, en cierto modo le rechacé en la librería. —Oh, no sé —dijo Malati con despreocupación—. Los chicos son tan gamberros. Muy bien puede tratarse de un reto. Los chicos se pasan el tiempo desafiándose para hacer cosas estúpidas, por ejemplo, irrumpir en la Residencia de Chicas durante el Holi. Se creen que son tan heroicos —No es ningún gamberro —dijo Lata, refrenándose—. Y por lo que se refiere al heroísmo, creo que al menos se necesita cierto valor para hacer algo cuando sabes que de resultas de ello serás la comidilla de la universidad. Dijiste algo a propósito de eso en el Danubio Azul. —De atrevimiento, no de valor —dijo Malati, que disfrutaba a más no poder con las reacciones de su amiga—. Los chicos no se enamoran, simplemente se atreven. Cuando nosotras cuatro veníamos hacia aquí, me fijé en un par que nos seguían en bicicleta de un modo patético. Ninguno de ellos quería realmente enfrentarse a estar con nosotras, pero tampoco lo confesarían. De manera que fue un alivio cuando entramos en la arboleda y el tema se volvió irrelevante. Lata estaba callada. Se tendió en la hierba y miró el cielo a través de las ramas del jacaranda. Pensaba en la mancha de la nariz que se había quitado antes de ir a comer. —A veces se te acercan en grupo —prosiguió Malati—, y se sonríen más entre ellos que a ti. Otras veces tienen tanto miedo de que a alguno de sus amigos se les ocurra algo “más ingenioso” que lo que se les pueda ocurrir a ellos que por fin se juegan la vida y se te acercan solos. ¿Y qué se les ocurre decirte? Nueve veces de cada diez es “¿Podrías prestarme los apuntes?”, quizá atemperado con un bobo y tibio “Namasté”. ¿Cuál fue, de hecho, la frase con que se presentó Míster Patata? Lata le dio una patada a Malati. —Lo siento, me refería a “la niña de tu corazón”. —¿Qué dijo? —se preguntó Lata. Cuando intentó recordar cómo había comenzado exactamente la conversación, se dio cuenta de que, aunque sólo había tenido lugar hacía un par de horas, ya estaba borrosa en su mente. Lo que permanecía, sin embargo, era el recuerdo de que su nerviosismo inicial ante la presencia del joven había desembocado en una indefinida sensación de afecto: alguien al menos, aunque fuera un atractivo desconocido, había comprendido que se encontraba desconcertada y hundida, y se había preocupado lo suficiente para hacer algo que la levantara el ánimo.

Cap. 3.05 -Young Flowers

Cap. 3.5 Later that afternoon, Lata and Malati and a couple of their friends—all girls, of course—were taking a walk together to the jacaranda grove where they liked to sit and study. The jacaranda grove by tradition was open only to girls. Malati was carrying an incongruously fat medical textbook. It was a hot day. The two wandered hand in hand among the jacaranda trees. A few soft mauve flowers drifted down to earth. When they were out of earshot of the others, Malati said, with quiet amusement: ‘What is on your mind?’ When Lata looked at her quizzically, Malati continued, undeterred: ‘No, no, it’s no use looking at me like that, I know that something is bothering you. In fact I know what it is that’s bothering you. I have my sources of information.’ Lata responded: ‘I know what you’re going to say, and it’s not true.’ Malati looked at her friend and said: ‘All that Christian training at St Sophia’s has had a bad influence on you, Lata. It’s made you into a terrible liar. No, I don’t mean that exactly. What I mean is that when you do lie, you do it terribly.’ ‘All right, then, what were you going to say?’ said Lata. ‘I’ve forgotten now,’ said Malati. ‘Please,’ said Lata, ‘I didn’t get up from my books for this. Don’t be mean, don’t be elliptical, and don’t tease me. It’s bad enough as it is.’ ‘Why?’ said Malati. ‘Are you in love already? It’s high time, spring is over.’ ‘Of course not,’ said Lata indignantly. ‘Are you mad?’ ‘No,’ said Malati. ‘Then why do you have to ask such astonishing questions?’ ‘I heard about the way he walked familiarly up to you while you were sitting on the bench after the exam,’ said Malati, ‘so I assumed that you must have been meeting off and on since the Imperial Book Depot.’ From her informant’s description Malati had assumed that it had been the same fellow. And she was pleased she was right. Lata looked at her friend with more exasperation than affection. News travels much too fast, she thought, and Malati listens in on every line. ‘We have not been meeting either off or on,’ she said. ‘I don’t know where you get your information from, Malati. I wish you would talk about music or the news or something sensible. Even your socialism. This is only the second time we’ve met, and I don’t even know his name. Here, give me your textbook, and let’s sit down. If I read a paragraph or two of something I don’t understand, I’ll be all right.’ ‘You don’t even know his name?’ said Malati, now looking at Lata as if she was the one who was mad. ‘Poor fellow! Does he know yours?’ ‘I think I told him at the bookshop. Yes, I did. And then he asked me if I was going to ask him his—and I said no.’ ‘And you wish you hadn’t,’ said Malati, watching her face closely. Lata was silent. She sat down and leaned against a jacaranda. ‘And I suppose he would like to have told you,’ said Malati, sitting down as well. ‘I suppose he would,’ said Lata laughing. ‘Poor boiled potatoes,’ said Malati. ‘Boiled—what?’ ‘You know—“Don’t put chillies on boiled potatoes.”’ Malati imitated Lata. Lata blushed. ‘You do like him, don’t you?’ said Malati. ‘If you lie, I’d know it.’ Lata did not respond immediately. She had been able to face her mother with reasonable calmness at lunch, despite the strange, trance-like event of the Drama paper. Then she said: ‘He could see that I was upset after the paper. I don’t think it was easy for him to come up and talk to me when I had, well, in a way rebuffed him at the bookshop.’ ‘Oh, I don’t know,’ said Malati casually. ‘Boys are such louts. He could very well have done it for the challenge. They’re always daring each other to do idiotic things—for instance, storming the Women’s Hostel at Holi. They think they are such heroes.’ ‘He is not a lout,’ said Lata, bridling. ‘And as for heroism, I think it does take at least a little courage to do something when you know that your head can be bitten off as a result. You said something to the same effect in the Blue Danube.’ ‘Not courage, boldness,’ said Malati, who was thoroughly enjoying her friend’s reactions. ‘Boys aren’t in love, they’re just bold. When the four of us were walking to the grove just now, I noticed a couple of boys on bicycles following us in a pathetic sort of way. Neither really wanted to brave an encounter with us, but neither could say so. So it was quite a relief to them when we entered the grove and the question became moot.’ Lata was silent. She lay down on the grass and stared up at the sky through the jacaranda branches. She was thinking of the smear on her nose, which she had washed off before lunch. ‘Sometimes they’ll come up to you together,’ continued Malati, ‘and grin more at each other than at you. At other times they’re so afraid that their friends will come up with a better “line” than they themselves can think of that they’ll actually take their life in their hands and come up to you alone. And what are their lines? Nine times out of ten it is “May I borrow your notes?”—perhaps tempered with a lukewarm, feeble-minded “Namaste”. What, incidentally, was the introductory line of the Potato Man?’ Lata kicked Malati. ‘Sorry—I meant the apple of your heart.’ ‘What did he say?’ said Lata, almost to herself. When she tried to recall exactly how the conversation had begun, she realized that, although it had taken place just a few hours ago, it had already grown hazy in her mind. What remained, however, was the memory that her initial nervousness at the young man’s presence had ended in a sense of confused warmth: at least someone, if only a good-looking stranger, had understood that she had been bewildered and upset, and had cared enough to do something to lift her spirits.

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Cap. 3.04 - A la sombra de un árbol en flor

Cap. 3.4 Fuera ya del aula Lata se quedó de pie durante un minuto. La luz del sol se derramaba sobre los escalones de piedra. La punta de su dedo corazón estaba embadurnado de tinta azul oscura, y Lata se lo quedó mirando frunciendo el ceño. Estaba a punto de echarse a llorar. En la escalera había otros estudiantes de inglés charlando. Analizaban el examen, y el grupo estaba dominada por una optimista muchacha gordita que contaba con los dedos las preguntas que había respondido correctamente. —Este examen si que me ha salido bien —dijo—. Especialmente la pregunta sobre El rey Lear. Yo creo que la respuesta era “Sí”. —Los demás parecían contentos o deprimidos. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que varias de las preguntas eran mucho más difíciles de lo debían haber sido. Un puñado de estudiantes de historia estaba de pie un poco más allá, hablando sobre su examen, que había tenido lugar simultáneamente en el mismo edificio. Uno de ellos era el joven que había entablado conversación con Lata en la Imperial Book Depot, y parecía un poco preocupado. Había pasado un montón de tiempo de los últimos meses en actividades extracurriculares —sobre todo jugando al críquet— y eso le había pasado factura a la hora del examen. Lata fue hasta un banco que había debajo del gulmohar y se sentó para recomponerse. En cuanto llegara a casa para comer la abrumarían con cientos de preguntas acerca de cómo le había salido el examen. Bajó la mirada hacia las flores rojas esparcidas a sus pies. En su cabeza todavía oía el zumbido de la mosca. El joven, aunque seguía hablando con sus compañero, la había visto bajar las escaleras. Cuando la vio sentada en el banco bajo el árbol decidió ir a decirle algo. Se despidió de sus amigos con la excusa de que se iba a comer —que su padre le esperaba— y se apresuró por el caminito que pasaba junto al gulmohar. Cuando llegó junto al banco, profirió una exclamación de sorpresa y se detuvo. —Hola —dijo. Lata levantó la cabeza y le reconoció. Se sonrojó por el bochorno de que la viera en aquel lamentable estado. —¿Supongo que no me recuerdas? —dijo él. —Sí —dijo Lata, sorprendida de que siguiera hablando a pesar de que era obvio que ella prefería que pasara de largo. No contestó nada, ni él tampoco habló durante unos cuantos segundos. —Nos conocimos en la librería —dijo el chico. —Ya —dijo Lata. Y luego añadió rápidamente—: Por favor, déjame sola. No tengo ganas de hablar con nadie. —Por culpa del examen, ¿verdad? —Sí. —No te preocupes —dijo—. Dentro de cinco años todo se te habrá olvidado. Lata se indignó. Le traía al fresco su filosofía de pacotilla. ¿Quién demonios se creía? ¿Por qué no dejaba de zumbar..., como aquella condenada mosca? —Lo digo —prosiguió él— porque un estudiante de mi padre una vez intentó suicidarse porque le habían salido mal los finales. Menos mal que no lo consiguió, porque cuando salieron las notas resultó que tenía un sobresaliente. —¿Cómo puedes creer que te ha salido mal un examen de matemáticas, cuando lo has hecho bien? —preguntó Lata, interesada a pesar suyo—. Las respuestas, o son erróneas o son correctas. Puedo comprenderlo en historia o en inglés, pero... —Bueno, eso es un pensamiento alentador —dijo el joven, contento de que ella recordara algo de su conversación anterior—. Quizá a los dos no nos ha ido tan mal como creemos. —¿De manera que también te ha ido mal? —preguntó Lata. —Sí —fue la única respuesta. A Lata le resultaba difícil creerle, pues no parecía apenado en lo más mínimo. Se quedaron en silencio. Algunos de sus amigos pasaron junto al banco, pero con mucho tacto evitaron saludarle. Sin embargo sabía que eso no impediría que le asaetearan a preguntas sobre el inicio de aquella gran pasión. —Pero mira, no te preocupes... —prosiguió el joven—. De cada seis exámenes seguro que hay uno difícil. ¿Quieres un pañuelo seco? —No, gracias. —Se le quedó mirando y luego apartó la mirada. —Cuando estaba ahí, sintiéndome fatal —dijo el joven, señalando lo alto de las escaleras—, me di cuenta de que tú parecías sentirte peor, y eso me animó. ¿Puedo sentarme? —No, por favor —dijo Lata. Y enseguida se dio cuenta de lo descortés que había sonado y dijo—: Siéntate si quieres. Pero yo tengo que marcharme. Espero que te haya salido mejor de lo que crees. —Y yo espero que se te pase el disgusto —dijo el joven, sentándose—. ¿Te ha ayudado hablar conmigo? —No —dijo Lata—. En absoluto. —Ah —dijo el joven, un poco desconcertado—. En cualquier caso, recuerda —continuó— que en el mundo hay cosas más importantes que los exámenes. —Se estiró hacia atrás en el banco y alzó la mirada hacia las flores rojo-anaranjadas. —¿Como qué? —preguntó Lata. —Como la amistad —dijo con cierta gravedad. —¿De verdad? —dijo Lata, sonriendo ligeramente a pesar suyo. —De verdad —dijo él—. La verdad es que hablar contigo me ha animado. —Pero seguía pareciendo preocupado. Lata se levantó y comenzó a alejarse del banco. —¿Tienes alguna objeción en que te acompañe un rato? —dijo él, levantándose a su vez. —No puedo impedírtelo —dijo Lata—. La India es ahora un país libre. —Muy bien. Me sentaré en este banco y pensaré en ti —dijo melodramáticamente, sentándose de nuevo—. Y en esa atractiva y misteriosa mancha de tinta cerca de tu nariz. El festival Holi fue hace ya unos cuantos días. Lata profirió un sonido de impaciencia y se alejó. Los ojos del joven la siguieron, y ella lo sabía. Para controlar su turbación, se frotó el dedo corazón con el pulgar. Se sentía irritada con él y consigo misma, e incómoda por el inesperado placer de esa inesperada compañía. Y el pensar en aquello tuvo el efecto de reemplazar su preocupación —su pánico, de hecho— por lo mal que le había ido el examen de Teatro Clásico en Inglés por el deseo de mirarse inmediatamente en el espejo.

Cap. 3.04 - In the shadow of a tree in flower

Cap. 3.4 Lata stood outside the hall for a minute. Sunlight poured on to the stone steps. The edge of her middle finger was smeared with dark-blue ink, and she looked at it, frowning. She was close to tears. Other English students stood on the steps and chatted. A post-mortem of the paper was being held, and it was dominated by an optimistic and chubby girl who was ticking off on her fingers the various points she had answered correctly. ‘This is one paper I know I have done really well,’ she said. ‘Especially the King Lear question. I think that the answer was “Yes”.’ Others were looking excited or depressed. Everyone agreed that several of the questions were far harder than they had needed to be. A knot of history students stood not far away, discussing their paper, which had been held simultaneously in the same building. One of them was the young man who had brought himself to Lata’s attention in the Imperial Book Depot, and he was looking a little worried. He had spent a great deal of time these last few months in extracurricular activities—particularly cricket—and this had taken its toll upon his performance. Lata walked to a bench beneath the gulmohur tree, and sat down to collect herself. When she got home for lunch she would be pestered with a hundred questions about how well she had done. She looked down at the red flowers that lay scattered at her feet. In her head she could still hear the buzzing of the fly. The young man, though he had been talking to his classmates, had noticed her walking down the steps. When she sat down on the far bench under the tree, he decided to have a word with her. He told his friends that he had to go home for lunch—that his father would be waiting for him—and hurried along the path past the gulmohur. As he came to the bench, he uttered an exclamation of surprise and stopped. ‘Hello,’ he said. Lata raised her head and recognized him. She flushed with embarrassment that he should see her in her present visible distress. ‘I suppose you don’t remember me?’ he said. ‘I do,’ said Lata, surprised that he should continue to talk to her despite her obvious wish that he should walk on. She said nothing further, nor did he for a few seconds. ‘We met at the bookshop,’ he said. ‘Yes,’ said Lata. Then, quickly, she added: ‘Please, just let me be. I don’t feel like talking to anyone.’ ‘It’s the exam, isn’t it?’ ‘Yes.’ ‘Don’t worry,’ he said. ‘You’ll have forgotten all about it in five years.’ Lata became indignant. She did not care for his glib philosophy. Who on earth did he think he was? Why didn’t he just buzz off—like that wretched fly? ‘I say that,’ he continued, ‘because a student of my father’s once tried to kill himself after he had done badly in his final exams. It’s a good thing he didn’t succeed, because when the results came out he found he’d got a first.’ ‘How can you think you’ve done badly in mathematics when you’ve done well?’ asked Lata, interested despite herself. ‘Your answers are either right or wrong. I can understand it in history or English, but . . .’ ‘Well, that’s an encouraging thought,’ said the young man, pleased that she had remembered something about him. ‘Both of us have probably done less badly than we think.’ ‘So you’ve done badly too?’ asked Lata. ‘Yes,’ he said, simply. Lata found it hard to believe him, as he didn’t appear distressed in the least. There was silence for a few moments. Some of the young man’s friends passed by the bench but very tactfully forbore from greeting him. He knew, however, that this would not prevent them from taxing him later about the beginnings of a grand passion. ‘But look, don’t worry . . .’ he went on. ‘One paper in six is bound to be difficult. Do you want a dry handkerchief?’ ‘No, thank you.’ She glared at him, then looked away. ‘When I was standing there, feeling low,’ he said, pointing to the top of the steps, ‘I noticed you here looking even worse, and that cheered me up. May I sit down?’ ‘Please don’t,’ said Lata. Then, realizing how rude her words had sounded, she said, ‘No, do. But I have to be off. I hope you’ve done better than you think.’ ‘I hope you’ll feel better than you do,’ said the young man, sitting down. ‘Has it helped to talk to me?’ ‘No,’ said Lata. ‘Not at all.’ ‘Oh,’ said the young man, a bit disconcerted. ‘Anyway, remember,’ he went on, ‘there are more important things in the world than exams.’ He stretched backwards on the bench, and looked up at the reddish-orange flowers. ‘Like what?’ asked Lata. ‘Like friendship,’ he said, a little severely. ‘Really?’ said Lata, smiling a little now despite herself. ‘Really,’ he said. ‘Talking to you has certainly cheered me up.’ But he continued to look stern. Lata stood up and started to walk away from the bench. ‘You don’t have any objection to my walking along with you for a bit?’ he said, getting up himself. ‘I can’t very well stop you,’ said Lata. ‘India is a free country now.’ ‘All right. I’ll sit on this bench and think of you,’ he said melodramatically, sitting down again. ‘And of that attractive and mysterious ink stain near your nose. It’s been some days since Holi.’ Lata made a sound of impatience and walked away. The young man’s eyes were following her, and she was aware of it. She rubbed her stained middle finger with her thumb to control her awkwardness. She was annoyed with him and with herself, and unsettled by her unexpected enjoyment of his unexpected company. But these thoughts did have the effect of replacing her anxiety—indeed, panic—about how badly she’d done in the paper on Drama with the wish to look at a mirror at once.

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Cap. 3.03 - El zumbido de una mosca

Cap.3.3 —Silencio, por favor —dijo el profesor que vigilaba el examen. —Sólo estaba pidiendo una regla, señor. —Si tiene que pedir algo, hágalo a través de mí. —Sí, señor. El muchacho se sentó y se concentró de nuevo en el examen que tenía delante. Una mosca zumbaba contra el cristal del aula. Fuera, más allá de los escalones de piedra, se distinguía la roja copa de un gulmohar. Los ventiladores giraban lentamente. Fila tras fila de cabezas, fila tras fila de manos, gota tras gota de tinta, palabras y más palabras. Alguien se levantó para ir a por un vaso de agua de la jarra de barro que había cerca de la salida. Alguien echó la silla hacia atrás y suspiró. Lata había dejado de escribir hacía media hora, y desde entonces miraba la hoja de examen sin ver nada. Temblaba. Era incapaz de pensar en las preguntas. Respiraba con pesadez y el sudor brotaba de su frente. Ninguna de las chicas que tenía a ambos lados se dio cuenta. ¿Quiénes eran? No recordaba haberlas visto en las clases de inglés. ¿Qué significan estas preguntas?, se preguntó. ¿Y cómo es que hace sólo unos minutos las estaba respondiendo sin ninguna dificultad? ¿Merecen su destino los trágicos héroes de Shakespeare? ¿Merece alguien su destino? Volvió a mirar a su alrededor. ¿Qué me pasa, a mí, a quién se me dan tan bien los exámenes? No me duele la cabeza, no tengo el período, ¿cuál es mi excusa? ¿Qué dirá mamá...? Le vino a la cabeza la imagen del dormitorio de su madre en casa de Pran. Vio las tres maletas, que contenían casi todo lo que la señora Rupa Mehra poseía en el mundo. En un rincón se veían algunos accesorios de su Peregrinaje Anual en Tren, con su gran bolso, como un poderoso y seguro cisne negro encima de todo; cerca un pequeño ejemplar cuadrado del Bhagavad Gita, en verde oscuro; y un vaso de cristal con la dentadura postiza. La llevaba desde que hacía diez años tuvo un accidente de coche. ¿Qué habría pensado mi padre?, se preguntó Lata recordando su brillante historial académico, sus medallas de oro... ¿Cómo puedo fallarle de este modo? Fue en abril cuando murió. Por aquel entonces, el gulmohar también estaba en flor... Debo concentrarme. Debo concentrarme. Algo me ha ocurrido y no debo entrar en pánico. Debo relajarme y todo volverá a marchar bien. Volvió a caer en otro ensueño. La mosca no dejaba de zumbar. —Que nadie canturree. Por favor, silencio. Lata se dio cuenta con un sobresalto de que era ella quien canturreaba en voz baja, y de que sus dos vecinas la estaban mirando: una parecía perpleja, la otra, molesta. Inclinó la cabeza hacia las hojas. Las líneas azul pálido se extendían sin significado alguno a través de la página blanca. —Si no apruebas a la primera... —oyó decir la voz de su madre. Volvió rápidamente a la pregunta anterior, que ya había respondido, pero no le encontraba sentido a lo escrito. —El hecho de que, para el Acto III, Julio César haya desaparecido de la obra que lleva su nombre parece implicar... Lata apoyó la cabeza entre las manos. —¿Se encuentra usted bien? Levantó la cabeza y miró la cara preocupada de un joven profesor del departamento de Filosofía, que era quien ese día se encargaba de vigilar. —Sí. —¿Está segura? —murmuró él. Lata asintió. Tomó la pluma y comenzó a escribir algo en las hojas de examen. Unos minutos más tarde, el profesor que vigilaba anunció: —Queda media hora. Lata se dio cuenta de que al menos una de las tres horas que llevaba haciendo el examen se había desvanecido en la más completa nada. Hasta ese momento había contestado a dos preguntas. Activada por una súbita alarma, comenzó a escribir las respuestas a las otras dos —las eligió prácticamente al azar— con garabatos rápidos y llenos de pánico, manchándose los dedos de tinta, al igual que el papel, apenas consciente de lo que respondía. El zumbido de la mosca parecía habérsele metido en el cerebro. Su caligrafía normalmente bien escrita, ahora parecía peor que la de Arun, y este pensamiento casi volvió a agarrotarla. —Quedan cinco minutos. Lata continuó escribiendo, apenas consciente de lo que ponía. —Dejen la pluma, por favor. Las manos de Lata continuaron moviéndose a través de la página. —No escriban más, por favor. Se ha acabado el tiempo. Lata dejó la pluma sobre la mesa y enterró la cabeza entre las manos. —Lleven sus exámenes a la entrada del aula. Por favor, asegúrense de que su número está correctamente escrito en la parte delantera, y de que las hojas suplementarias, si es que tienen alguna, están en el orden correcto. No hablen por favor, hasta que hayan abandonado el aula. Lata entregó las hojas. Mientras se dirigía a la salida, durante unos segundos apoyó la muñeca derecha contra la fría jarra de barro. No sabía qué le había ocurrido.

Cap. 3.03 - The Buzz of a Fly

Cap. 3.3 ‘No talking, please,’ said the invigilator. ‘I was just borrowing a ruler, Sir.’ ‘If you have to do that, do it through me.’ ‘Yes, Sir.’ The boy sat down and applied himself once more to the question paper in front of him. A fly buzzed against the windowpane of the examination hall. Outside the window the red crown of a gulmohur tree could be seen below the stone steps. The fans whirled slowly around. Row after row of heads, row after row of hands, drop after drop of ink, words and yet more words. Someone got up to have a drink of water from the earthenware pitcher near the exit. Someone leaned back against his chair and sighed. Lata had stopped writing about half an hour ago, and had been staring at her paper sightlessly since. She was trembling. She could not think of the questions at all. She was breathing deeply and the sweat stood out on her forehead. Neither of the girls on either side of her noticed. Who were they? She didn’t recognize them from the English lectures. What do these questions mean? she asked herself. And how was I managing to answer them just a little while ago? Do Shakespeare’s tragic heroes deserve their fates? Does anyone deserve her fate? She looked around again. What is the matter with me, I who am so good at taking exams? I don’t have a headache, I don’t have a period, what is my excuse? What will Ma say— An image of her bedroom in Pran’s house came to her mind. In it she saw her mother’s three suitcases, filled with most of what she owned in the world. Standard appendages of her Annual Rail-Pilgrimage, they lay in a corner, with her large handbag resting like a self-confident black swan upon them. Nearby lay a small square dark-green copy of the Bhagavad Gita and a glass that contained her false teeth. She had worn them ever since a car accident ten years ago. What would my father have thought? wondered Lata—with his brilliant record—his gold medals—how can I fail him like this? It was in April that he died. Gulmohurs were in bloom then too. . . . I must concentrate. I must concentrate. Something has happened to me and I must not panic. I must relax and things will be all right again. She fell into a reverie once more. The fly buzzed in a steady drone. ‘No humming. Please be silent.’ Lata realized with a start that it was she who had been humming softly to herself and that both her neighbours were now looking at her: one appeared puzzled, the other annoyed. She bent her head towards her answer book. The pale blue lines stretched out without any potential meaning across the blank page. ‘If at first you don’t succeed—’ she heard her mother’s voice say. She quickly turned back to a previous question she had already answered, but what she had written made no sense to her. ‘The disappearance of Julius Caesar from his own play as early as Act III would seem to imply . . .’ Lata rested her head on her hands. ‘Are you feeling all right?’ She raised her head and looked at the troubled face of a young lecturer from the Philosophy Department who happened to be on invigilation duty that day. ‘Yes.’ ‘You’re quite sure?’ he murmured. Lata nodded. She picked up her pen and began to write something in her answer book. A few minutes passed, and the invigilator announced: ‘Half an hour left.’ Lata realized that at least an hour of her three-hour paper had vanished into nothingness. She had answered only two questions so far. Activated by sudden alarm, she began to write answers to the two remaining questions—she chose them virtually at random—in a rapid, panic-stricken scrawl, smearing her fingers with ink, smudging the answer book, hardly conscious of what she was writing. The buzzing of the fly seemed to her to have entered her brain. Her normally attractive handwriting now looked worse than Arun’s, and this thought almost made her seize up again. ‘Five minutes left.’ Lata continued to write, hardly aware of what it was she was writing. ‘Pens down, please.’ Lata’s hand continued to move across the page. ‘No more writing, please. Time’s up.’ Lata put her pen down and buried her head in her hands. ‘Bring your papers to the front of the hall. Please make sure that your roll numbers are correctly inscribed on the front and that your supplementary booklets, if you have any, are arranged in the right order. No talking, please, until you have left the hall.’ Lata handed in her booklet. On the way out she rested her right wrist for a few seconds against the cool earthenware pitcher.

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Cap. 3.02 - Lágrimas de cocodrilo

Cap. 3.2 Aquella tarde, los cuatro fueron a emocionarse al cine sonoro Manorma. Compraron las mejores entradas de anfiteatro, por encima de la chusma, y una tableta de chocolate Cadbury que Lata y Savita se comieron casi entera. A la señora Rupa Mehra le permitieron una onza a pesar de su diabetes, y Pran no quiso más que una. Pran y Lata no derramaron casi ninguna lágrima, Savita sorbía por la nariz y la señora Rupa Mehra sollozaba desconsoladamente. De hecho, la película era muy triste, y las canciones también eran tristes, y no estaba claro si lo que más la afectaba era el miserable destino del cantante ciego o la triste historia de amor. Todos ellos lo habrían pasado la mar de bien si no fuera por un hombre situado una o dos filas más atrás, que cada vez que el ciego Daleep Kumar aparecía en escena, prorrumpía en un espantoso y enloquecido llanto, y en un par de ocasiones golpeó el suelo con el bastón para comunicar quizá su airada protesta contra el Destino o contra el director de la película. Al final, Pran ya no pudo soportarlo más, se giró y exclamó: —Oiga señor, ¿No cree que podría dejar de dar golpes...? Se interrumpió de repente al darse cuenta de que el culpable era el padre de la señora Rupa Mehra. —Oh, Dios mío —le dijo a Savita—, ¡Es tu abuelo! ¡Lo siento, señor! Por favor, no tenga en cuenta lo que le he dicho. Mamá también está aquí, señor, quiero decir la señora Rupa Mehra. Lo siento muchísimo. Y Savita y Lata también están aquí. Espero que nos veamos cuando acabe la película. Pero llegado a este punto, el público empezó a chistar a Pran para que se callara, y éste volvió la cara hacia la pantalla, negando con la cabeza. Los demás estaban igual de aterrorizados. Pero aquello no produjo ningún efecto aparente en las emociones del doctor Kishen Chand Seth, que lloró con el mismo estruendo y energía durante la última media hora de la película. “¿Cómo es que no le hemos visto durante el intermedio?”, se preguntaba Pran. “¿Y cómo es que él tampoco nos ha visto? Estamos sentados justo delante suya”. Lo que Pran no podía saber es que el doctor Kishen Chand Seth era impermeable a cualquier estímulo visual o auditivo ajeno a la película, una vez metido en ella. Por lo que se refería al intermedio, eso era —y seguiría siendo— un misterio, sobre todo porque el doctor Kishen Chand Seth había venido con Parvati, su mujer. Cuando acabó la película y salieron de la sala junto con el resto del público, todos se encontraron en el vestíbulo. El doctor Kishen Chand Seth todavía derramaba copiosas lágrimas, mientras que los demás se secaban los ojos con sus respectivos pañuelos. Parvati y la señora Rupa Mehra hicieron un par de valientes pero inútiles intentos de fingir que se caían bien. Parvati era una mujer fuerte, huesuda y bastante seca de treinta y cinco años. Tenía la piel oscura, curtida por el sol, y una actitud hacia el mundo que parecía ser una prolongación de su actitud hacia sus pacientes más débiles: como si de repente hubiera decidido que ya no iba a vaciar más orinales de nadie. Llevaba un sari georgette, con un estampado que parecían piñas de pino rosas por toda la tela. Su carmín, sin embargo, no era rosa, sino naranja. La señora Rupa Mehra, retrocediendo ante aquella impactante visión, intentó explicar por qué no había podido visitar a Parvati por su cumpleaños. —De todos modos, me alegro de haberte encontrado aquí —añadió. —¿Verdad que sí? —dijo Parvati—. Le estaba diciendo a Kishy el otro día... Pero el resto de la frase ya no llegó a oídos de la señora Rupa Mehra, quien jamás había oído que nadie se refiriera a su padre, de setenta años, con tan odiosa familiaridad. “Mi marido” ya le parecía bastante mal; pero “¿Kishy”? Miró a su padre, pero éste aún parecía encerrado en el globo de celuloide. El doctor Kishen Chand Seth emergió de su sentimental aura al cabo de un par de minutos. —Debemos volver a casa —anunció. —Por favor, venid a casa a tomar el té y luego os vais—sugirió Pran. —No, no, imposible, hoy es imposible. En otra ocasión. Sí. Dile a tu padre que le esperamos para jugar al bridge mañana por la tarde. A las siete y media en punto. Hora de cirujano, no de político. —Ah —dijo Pran, sonriendo—. Estaré encantado. Me alegra de que hayan olvidado sus diferencias. El doctor Kishen Chand Seth se dio cuenta con sorpresa de que no era así. Bajo la tenue neblina que le había engullido —pues en la película unos buenos amigos habían intercambiado duras palabras— había olvidado su antigua rencilla con Mahesh Kapoor. Miró a Pran con enfado. Parvati tomó una repentina decisión. —Sí, en la cabeza de mi marido todo está arreglado. Por favor, dile que estaremos encantados de verle. —Miró al doctor Seth buscando confirmación; él soltó un gruñido de disgusto, pero pensó que era mejor dejar las cosas así. De pronto, su atención se desvió a otro asunto. —¿Cuándo? —preguntó, señalando el estómago de Savita con la empuñadura de su bastón. —En agosto o septiembre, eso es lo que nos han dicho —explicó Pran, bastante vagamente, como si temiera que el doctor Kishen Chand Seth decidiera tomar riendas en el asunto. El doctor Kishen Chand Seth se volvió hacia Lata. —¿Por qué no te has casado todavía? ¿No te gusta mi radiólogo? —le preguntó. Lata le miró e intentó ocultar su perplejidad. Las mejillas le ardieron. —Todavía no le has presentado al radiólogo —se interpuso rápidamente la señora Rupa Mehra—. Y ahora ya es casi época de exámenes. —¿Qué radiólogo? —preguntó Lata—. Todavía es uno de abril. Es eso ¿No? —Sí, el radiólogo. Llámame mañana —le dijo el doctor Kishen Chand Seth a su hija—. Recuérdamelo, Parvati. Ahora debemos irnos. Tengo que volver a ver esta película la semana que viene. Es tan triste —añadió con aprobación. De camino a su Buick gris, el doctor Kishen Chand Seth observó que había un coche mal aparcado. Llamó a gritos a un policía que estaba de servicio en el concurrido cruce. El policía, que, al igual que casi todas las fuerzas de orden y desorden en Brahmpur, reconoció al terrible doctor Seth, dejó que el tráfico se las arreglara solo y se dirigió hacia él de inmediato, anotando la matrícula del coche. Un mendigo llegó cojeando junto a ellos y pidió un par de paisas. El doctor Kishen Chand Seth le miró furioso y le dio un bastonazo en la pierna. Él y Parvati entraron en el coche y el policía despejó el tráfico para ellos.

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Cap. 3.02 - Crocodile Tears

Cap. 3.2 That afternoon the four of them went to warm their cockles at Manorma Talkies. They bought the best tickets in the balcony section, high above the hoi polloi, and a bar of Cadbury’s chocolate of which Lata and Savita ate the major portion. Mrs Rupa Mehra was allowed one square despite her diabetes and Pran wanted no more than one. Pran and Lata were almost dry-eyed, Savita sniffed, and Mrs Rupa Mehra sobbed broken-heartedly. The film was indeed very sad, and the songs were sad too, and it was not clear whether it was the piteous fate of the blind singer or the tenderness of the love story that had most affected her. An entirely good time would have been had by all had it not been for a man a row or two behind them who, every time the blind Daleep Kumar appeared on the screen, burst into a horrific frenzy of weeping and once or twice even knocked his stick on the floor to indicate perhaps an outraged protest against Fate or the director. Eventually Pran could bear it no longer, turned around and exclaimed: ‘Sir, do you think you could refrain from knocking that—’ He stopped suddenly as he saw that the culprit was Mrs Rupa Mehra’s father. ‘Oh, my God,’ he said to Savita, ‘it’s your grandfather! I’m so sorry, Sir! Please don’t mind what I said, Sir. Ma is here as well, Sir, I mean Mrs Rupa Mehra. Terribly sorry. And Savita and Lata are here too. We do hope you will meet us after the film is over.’ By this time Pran himself was being shushed by others in the audience, and he turned back to the screen, shaking his head. The others were equally horror-struck. All this had no apparent effect on the emotions of Dr Kishen Chand Seth, who wept with as much clamour and energy through the last half hour of the movie as before. ‘How was it we didn’t meet during the interval?’ Pran asked himself. ‘And didn’t he notice us either? We were sitting in front of him.’ What Pran could not know was that Dr Kishen Chand Seth was impervious to any extraneous visual or auditory stimulus once he was involved in a film. As for the matter of the interval, that was—and was to remain—a mystery, especially since Dr Kishen Chand Seth and his wife Parvati had come together. When the movie was over and they had been extruded out of the hall like the rest of the crowd, everyone met in the lobby. Dr Kishen Chand Seth was still streaming copious tears, the others were dabbing at their eyes with handkerchiefs. Parvati and Mrs Rupa Mehra made a couple of brave but hopeless attempts to pretend liking for each other. Parvati was a strong, bony, rather hard-boiled woman of thirty-five. She had brown, sun-hardened skin, and an attitude towards the world that seemed to be an extension of her attitude to her more enfeebled patients: it was as if she had suddenly decided she was not going to empty anyone’s bedpans any more. She was wearing a georgette sari with what looked like pink pine cones printed all over it. Her lipstick, however, was not pink but orange. Mrs Rupa Mehta, shrinking from this impressive vision, tried to explain why she had not been able to visit Parvati for her birthday. ‘How nice to meet you here, though,’ she added. ‘Yes, isn’t it?’ said Parvati. ‘I was saying to Kishy just the other day . . .’ But the rest of the sentence was lost on Mrs Rupa Mehra, who had never heard her seventy-year-old father referred to in terms of such odious triviality. ‘My husband’ was bad enough; but ‘Kishy’? She looked at him, but he seemed still to be locked in a globe of celluloid. Dr Kishen Chand Seth emerged from this sentimental aura in a minute or two. ‘We must go home,’ he announced. ‘Please come over to our place for tea, and then go back,’ suggested Pran. ‘No, no, impossible, impossible today. Some other time. Yes. Tell your father we expect him for bridge tomorrow evening. At seven thirty sharp. Surgeon’s time, not politician’s.’ ‘Oh,’ said Pran, smiling now, ‘I’d be glad to. I’m glad your misunderstanding has been sorted out.’ Dr Kishen Chand Seth realized with a start that of course it hadn’t. Under the filmy mist that had engulfed him—for in Deedar good friends had spoken bitter words to each other—he had forgotten about his falling out with Mahesh Kapoor. He looked at Pran with annoyance. Parvati came to a sudden decision. ‘Yes, it’s been sorted out in my husband’s mind. Please tell him we look forward to seeing him.’ She looked at Dr Seth for confirmation; he gave a disgusted grunt, but thought it best to let things be. Suddenly his attention shifted. ‘When?’ he demanded, indicating Savita’s stomach with the handle of his cane. ‘August or September, that’s what we’ve been told,’ said Pran, rather vaguely, as if afraid that Dr Kishen Chand Seth might decide to take over things again. Dr Kishen Chand Seth turned to Lata. ‘Why aren’t you married yet? Don’t you like my radiologist?’ he asked her. Lata looked at him and tried to hide her amazement. Her cheeks burned. ‘You haven’t introduced her to the radiologist yet,’ Mrs Rupa Mehra interposed quickly. ‘And now it is almost time for her exams.’ ‘What radiologist?’ asked Lata. ‘It’s still the 1st of April. Is that it?’ ‘Yes, the radiologist. Call me tomorrow,’ said Dr Kishen Chand Seth to his daughter. ‘Remind me, Parvati. Now we must go. I must see this film again next week. So sad,’ he added approvingly. On the way to his grey Buick Dr Kishen Chand Seth noticed a wrongly parked car. He yelled at the policeman on duty at the busy intersection. The policeman, who recognized the terrifying Dr Seth, as did most of the forces of order and disorder in Brahmpur, left the traffic to fend for itself, came over promptly, and took down the number of the car. A beggar limped alongside and asked for a couple of pice. Dr Kishen Chand Seth looked at him in fury and gave him a brutal whack on the leg with his stick. He and Parvati got into the car and the policeman cleared the traffic for them.

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Cap. 3.01 - Una mañana de domingo

Cap. 3.1 En casa de Pran, los domingos se desayunaba un poco más tarde que el resto de la semana. El Brahmpur Chronicle ya había llegado, y Pran tenía la nariz metida en el suplemento dominical. Savita sentada a su lado, comía una tostada y untaba con mantequilla la de Pran. La señora Rupa Mehra entró en la habitación y preguntó, en tono preocupado: —¿Habéis visto a Lata por alguna parte? Pran negó con la cabeza detrás de su periódico. —No, mamá —dijo Savita. —Espero que no le haya pasado nada —dijo la señora Rupa Mehra, preocupada. Miró a su alrededor y vio a Mateen—. ¿Dónde está el especiero? Siempre os olvidáis de mí cuando ponéis la mesa. —¿Por qué no debería estar bien, mamá? —dijo Pran—. Estamos en Brahmpur, no en Calcuta. —Calcuta es un lugar muy seguro —dijo la señora Rupa Mehra, defendiendo la ciudad de su única nieta—. Puede que sea una gran ciudad, pero la gente es muy buena. Y es muy segura, una chica puede andar por la calle a cualquier hora. —Mamá, lo que pasa es que echas de menos a Arun —dijo Savita—. Todo el mundo sabe que es tu favorito. —Yo no tengo favoritos —dijo la señora Rupa Mehra. Sonó el teléfono. —Yo lo cogeré —dijo Pran despreocupadamente—. Probablemente tenga que ver con el debate de esta noche. ¿Por qué me prestaré a organizar todas estas condenadas actividades? —Por el gesto de adoración con que te obsequian tus estudiantes —dijo Savita. Pran cogió el teléfono. Las dos mujeres siguieron con su desayuno. Sin embargo por el tono agudo y la exclamación en la voz de Pran, Savita intuyó que se trataba de algo serio. Pran parecía conmocionado, y miró a la señora Rupa Mehra con preocupación. —Mamá... —dijo Pran, pero no pudo decir nada más. —Se trata de Lata —dijo la señora Rupa Mehra, leyendo la cara de Pran—. Ha tenido un accidente. —No, no... —dijo Pran. —Gracias a Dios. —Se ha fugado para casarse... —dijo Pran. —Oh, Dios mío —dijo la señora Rupa Mehra. —¿Con quién? —preguntó Savita paralizada, todavía con el trozo de tostada en la mano. —... con Maan —dijo Pran, moviendo la cabeza adelante y atrás con incredulidad—. Cómo... —prosiguió, pero fue incapaz de hablar. Durante unos segundos todos se quedaron en silencio llenos de perplejidad. —Llamó a mi padre desde la estación —continuó Pran, negando con la cabeza—. ¿Por qué no lo habló conmigo? No veo ninguna objeción a la pareja, a no ser el compromiso anterior de Maan... —Ninguna objeción... —susurró la señora Rupa Mehra asombrada. La nariz se le había puesto roja, y, sin poder evitarlo, dos lágrimas habían comenzado a rodarle por las mejillas. Tenía las palmas de las manos juntas, como si rezara. —Tu hermano... —comenzó a decir Savita, indignada—, quizá él se crea el centro del mundo, pero cómo puedes pensar que nosotros… —Oh, mi pobre hija, mi pobre hija —sollozaba la señora Rupa Mehra. La puerta se abrió y entró Lata. —¿Sí, mamá? —dijo Lata—. ¿Me andabas buscando? —Miró sorprendida la dramática escena y se dirigió a consolar a su madre—. ¿Qué ocurre? —preguntó, recorriendo la mesa con la mirada—. Espero que no se trate de la otra medalla. —Dime que no es cierto, dime que no es cierto —gritaba la señora Rupa Mehra—. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme esto? ¡Y con Maan! ¿Cómo puedes romperme el corazón así? —De pronto le vino un pensamiento—. Pero no puede ser cierto. ¿La estación? —No he estado en ninguna estación —dijo Lata—. ¿Qué está pasando, mamá? Pran me dijo que ibais a hablar largo y tendido sobre los planes y las perspectivas de mi futuro —frunció ligeramente el ceño— y que mi presencia sólo os importunaría. Me dijo que viniera a desayunar más tarde. ¿Qué he hecho para que estáis tan disgustados? Savita miró a Pran con irritado asombro; y para acabar de enfurecerla, él simplemente bostezó. —Los que no saben qué día es hoy —dijo Pran, dando unos golpecitos en el periódico—, deberán atenerse a las consecuencias. Era 1 de abril. La señora Rupa Mehra había dejado de llorar, pero todavía estaba conmocionada. Savita miró a su marido y a su hermana con severa reprobación y dijo: —Mamá, ha sido una broma que se les ha ocurrido a Pran y a Lata para el Día de los Inocentes. —A mí no me metas —dijo Lata, comenzando a comprender lo que había ocurrido en su ausencia. Se echó a reír. A continuación se sentó y miró a los demás. —En serio, Pran —dijo Savita. Girándose hacia su hermana—: Y no me parece nada divertido, Lata. —Desde luego que no —dijo la señora Rupa Mehra—. Y en época de exámenes..., no creo que todo esto sea bueno para tus estudios, lo único que conseguirás es perder el tiempo y el dinero que hemos gastado. No te rías. —Alegraros, alegraros todos. Lata todavía está soltera. Hay un Dios en el Cielo —dijo Pran sin ninguna señal de arrepentimiento, y volvió a esconderse detrás del periódico. Él también estaba riendo, pero para sí. Savita y la señora Rupa Mehra miraron el Brahmpur Chronicle con abierta animadversión. Un pensamiento asaltó a Savita. —Podrías haberme provocado un aborto —dijo. —Oh, no —dijo Pran despreocupadamente—. Tú eres la fuerte. Yo soy el frágil. Además, lo he hecho sólo por ti: para animar la mañana del domingo. Siempre te quejas de lo aburridos que son los domingos. —Pues prefiero el aburrimiento a esto. ¿Es que ni siquiera vas a disculparte? —Por supuesto —dijo Pran sin vacilar. Aunque no se sentía muy satisfecho por haber hecho llorar a su suegra, pero si que estaba encantado por lo bien que le había salido la broma. Y Lata, al menos, había disfrutado—. Lo siento, mamá. Lo siento, cariño. —Eso espero. Discúlpate también con Lata —dijo Savita. —Lo siento, Lata —dijo Pran, riendo—. Debes de tener hambre. ¿Por qué no pides tu huevo? Aunque la verdad —prosiguió Pran, echando a perder todas las buenas intenciones que acababa de mostrar, es que no veo por qué debería disculparme. No me gustan estas tonterías del Día de los Inocentes. Simplemente, como me he casado con una familia occidentalizada pensé que, bueno Pran, será mejor que tu también hagas tu parte o se creerán que eres un paleto, y nunca serás capaz de volver a mirar a la cara a Arun Mehra. —Puedes dejar de hacer comentarios irónicos acerca de mi hermano, —dijo Savita—. No has parado desde la boda. Y al tuyo también se le pueden criticar un par de cosas. Más aún, de hecho. Pran meditó un momento esas palabras. La gente había comenzado a murmurar acerca de Maan. —Venga cariño, perdóname. —La contrición que había en su voz parecía un poco más sentida—. ¿Qué he de hacer para que me perdonéis? —Llevarnos al cine —dijo Savita inmediatamente—. Hoy quiero ver una película hindú, sólo para poner énfasis en lo occidentalizada que estoy. —A Savita le encantaban las películas hindúes (cuanto más sentimentales, mejor) y también sabía que Pran las detestaba. —¿Una película hindú? —dijo Pran—. Creía que los antojos de las mujeres embarazadas se reducían a la comida y la bebida. —Muy bien, de acuerdo, entonces —dijo Savita—. ¿Cuál vamos a ver? —Lo siento —dijo Pran—, es imposible. Esta noche tengo que asistir a ese debate. —Entonces vamos a una de tarde —dijo Savita, apartando la mantequilla del extremo de su tostada de manera decidida. —Ah, vale, de acuerdo, supongo que me lo he buscado —dijo Pran. Pasó las páginas del periódico hasta dar con la adecuada—. ¿Qué me dices de ésta? Sangraam. En el Odeón. “Aclamada por todos... una película prodigiosa. Sólo para adultos”. Sale Ashok Kumar, a tu madre se le dispara el corazón sólo de verle. —Te estás burlando de mí —dijo la señora Rupa Mehra, un tanto apaciguada—. Pero me gusta cómo actúa. De todas maneras, todas estas películas para adultos me parecen... —Muy bien —dijo Pran—. La siguiente. No... En ésta no hay sesión de tarde. Mmm, Mmm, aquí hay algo que parece interesante. Kaalé Badal. Una historia épica de amor y romance. ¡Meena, Shyam, Gulab, Jeewan, etcétera, etcétera, incluso Baby Tabassum! Justo lo que te conviene en tu actual estado, —añadió dirigiéndose a Savita. —No —dijo Savita—. No me gustan ninguno de esos actores. —Esta familia es muy especial —dijo Pran—. Primero quieren ir al cine, luego rechazan todas las opciones. —Sigue leyendo —dijo Savita, de manera bastante exigente. —Sí, memsahib —dijo Pran—. Bueno, aquí tenemos Hulchul. Gran estreno. Nargis... —Ella me gusta —dijo la señora Rupa Mehra—. Tiene unos rasgos tan expresivos... —Dilip Kumar... —¡Ah! —dijo la señora Rupa Mehra. —Reprímase, mamá —dijo Pran—... Sitara, Yaqub, K. N. Singh y Jeevan. “Una magnífica historia. Unos magníficos actores. Una magnífica música. En treinta años de cine hindú no ha habido una película como ésta.” ¿Y bien? —¿Dónde la echan? —En el Majestic. “Renovado, con lujosas butacas y con un dispositivo que hace circular aire fresco para garantizar una temperatura agradable”. —Todo eso parece muy prometedor —dijo la señora Rupa Mehra con cauto optimismo, como si estuvieran hablando de un futuro marido para Lata. —¡Pero, esperad! —dijo Pran—. Aquí hay un anuncio que de tan grande lo había pasado por alto: la película se llama Deedar. La proyectan, veamos, en el Manorma, las butacas son igual de cómodas, y también tiene un dispositivo que hace circular aire fresco. Dice: “¡Una película plagada de estrellas! Cinco semanas en cartel. ¡En la que no faltan Alegres Canciones & Romance Que Emocionarán al Espectador! Nargis, Ashok Kumar...” Hizo una pausa a la espera de una exclamación por parte de su suegra. —Siempre me estás tomando el pelo —dijo la señora Rupa Mehra, contenta y sin acordarse de las lágrimas derramadas. —“... Nimmi, Dilip Kumar (menuda suerte, mamá)... Yaqub, Baby Tabassum... (es como si nos hubiera tocado el gordo)... Un milagro musical cuyas canciones se oyen por toda la ciudad. Aclamada, Aplaudida, Admirada por Todos. La única película para todos los públicos. Emoción a raudales. Una cascada de melodías. Plagada de estrellas ¡una gema entre las películas! No se volverá a ver una película parecida en muchos años.” Bueno, ¿qué me decís? Miró a su alrededor, a las tres caras llenas de asombro. —¡Picasteis! —dijo Pran satisfecho—. Dos veces en la misma mañana.

Cap. 3.01- One Sunday Morning

Cap. 3.1 Sunday breakfast at Pran’s house was usually a bit later than during the week. The Brahmpur Chronicle had arrived and Pran had his nose fixed in the Sunday Supplement. Savita sat to one side eating her toast and buttering Pran’s. Mrs Rupa Mehra came into the room and asked, in a worried tone, ‘Have you seen Lata anywhere?’ Pran shook his head behind his newspaper. ‘No, Ma,’ said Savita. ‘I hope she’s all right,’ said Mrs Rupa Mehra anxiously. She looked around and said to Mateen: ‘Where’s the spice powder? I am always forgotten when you lay the table.’ ‘Why wouldn’t she be all right, Ma?’ said Pran. ‘This is Brahmpur, not Calcutta.’ ‘Calcutta’s very safe,’ said Mrs Rupa Mehra, defending the city of her only grandchild. ‘It may be a big city, but the people are very good. It’s quite safe for a girl to walk about at any time.’ ‘Ma, you’re just homesick for Arun,’ said Savita. ‘Everyone knows who your favourite child is.’ ‘I don’t have favourites,’ said Mrs Rupa Mehra. The phone rang. ‘I’ll take it,’ said Pran casually. ‘It’s probably something to do with tonight’s debating contest. Why do I consent to organize all these wretched activities?’ ‘For the looks of adoration in your students’ eyes,’ said Savita. Pran picked up the phone. The other two continued with their breakfast. A sharp, exclamatory tone in Pran’s voice, however, told Savita that it was something serious. Pran looked shocked, and glanced worriedly at Mrs Rupa Mehra. ‘Ma—’ said Pran, but could say nothing further. ‘It’s about Lata,’ said Mrs Rupa Mehra, reading his face. ‘She’s had an accident.’ ‘No—’ said Pran. ‘Thank God.’ ‘She’s eloped—’ said Pran. ‘Oh my God,’ said Mrs Rupa Mehra. ‘With whom?’ asked Savita, transfixed, still holding a piece of toast in her hand. ‘—with Maan,’ said Pran, shaking his head slowly back and forth in disbelief. ‘How—’ he went on, but was temporarily unable to speak. ‘Oh my God,’ said Savita and her mother almost simultaneously. For a few seconds there was stunned silence. ‘He phoned my father from the railway station,’ continued Pran, shaking his head. ‘Why didn’t he talk it over with me? I don’t see any objection to the match as such, except for Maan’s previous engagement—’ ‘No objection—’ whispered Mrs Rupa Mehra in astonishment. Her nose had gone red and two tears had started helplessly down her cheeks. Her hands were clasped together as if in prayer. ‘Your brother—’ began Savita indignantly, ‘may think he is the cat’s whiskers, but how you can think that we—’ ‘Oh my poor daughter, oh my poor daughter,’ wept Mrs Rupa Mehra. The door opened, and Lata walked in. ‘Yes, Ma?’ said Lata. ‘Were you calling me?’ She looked at the dramatic tableau in surprise, and went over to comfort her mother. ‘Now what’s the matter?’ she asked, looking around the table. ‘Not the other medal, I hope.’ ‘Say it isn’t true, say it isn’t true,’ cried Mrs Rupa Mehra. ‘How could you think of doing this? And with Maan! How can you break my heart like this?’ A thought suddenly occurred to her. ‘But—it can’t be true. The railway station?’ ‘I haven’t been to any station,’ said Lata. ‘What’s going on, Ma? Pran told me you were going to have a long session by yourselves about plans and prospects for me’—she frowned a little—‘and that it would only embarrass me to be here. He told me to come back late for breakfast. What have I done that has upset you all so much?’ Savita looked at Pran in angry astonishment; now, to her outrage, he simply yawned. ‘Those who aren’t conscious of the date,’ said Pran, tapping the head of the paper, ‘must take the consequences.’ It was the 1st of April. Mrs Rupa Mehra had stopped weeping but was still bewildered. Savita looked at her husband and her sister in severe reproof and said, ‘Ma, this is Pran and Lata’s idea of an April Fool joke.’ ‘Not mine,’ said Lata, beginning to understand what had happened in her absence. She began to laugh. Then she sat down and looked at the others. ‘Really, Pran,’ said Savita. She turned to her sister: ‘It’s not so funny, Lata.’ ‘Yes,’ said Mrs Rupa Mehra. ‘And at exam time—it will disturb your studies—and all this time and money will have gone down the drain. Don’t laugh.’ ‘Cheer up, cheer up, everyone. Lata is still unmarried. God’s in his Heaven,’ Pran said unrepentantly, and hid behind his newspaper again. He too was laughing, but silently to himself. Savita and Mrs Rupa Mehra looked daggers at the Brahmpur Chronicle. A sudden thought struck Savita. ‘I could have had a miscarriage,’ she said. ‘Oh, no,’ said Pran unconcernedly. ‘You’re robust. I’m the frail one. Besides, this was done entirely for your benefit: to liven up your Sunday morning. You’re always complaining about how dull Sunday is.’ ‘Well, I prefer boredom to this. Aren’t you at least going to apologize to us?’ ‘Of course,’ said Pran readily. Though he was not very happy with himself for having brought his mother-in-law to tears, he was delighted at the way the trick had come off. And Lata at least had enjoyed it. ‘Sorry, Ma. Sorry, darling.’ ‘I should hope so. Say sorry to Lata too,’ Savita said. ‘Sorry, Lata,’ said Pran, laughing. ‘You must be hungry. Why don’t you order your egg?’ ‘Though actually,’ continued Pran, undoing most of the goodwill he had salvaged, ‘I don’t see why I should apologize. I don’t enjoy these April fooleries. It’s because I’ve married into a westernized family that I decided, well, Pran, you have to keep your end up or they’ll think you are a peasant, and you’ll never be able to face Arun Mehra again.’ ‘You can stop making snide remarks about my brother,’ said Savita. ‘You’ve been doing so ever since the wedding. Yours is equally vulnerable. More so, in fact.’ Pran considered this for a moment. People had begun talking about Maan. ‘Come on, darling, forgive me,’ he said with a little more genuine contrition in his voice. ‘What do I have to do to make up?’ ‘Take us to see a film,’ Savita said immediately. ‘I want to see a Hindi film today—just to emphasize how westernized I am.’ Savita enjoyed Hindi movies (the more sentimental the better); she also knew that Pran, for the most part, detested them. ‘A Hindi film?’ said Pran. ‘I thought the strange tastes of expecting mothers extended only to food and drink.’ ‘All right, that’s fixed then,’ said Savita. ‘Which one should we see?’ ‘Sorry,’ said Pran, ‘impossible. There’s that debate this evening.’ ‘A matinee then,’ said Savita, flicking the butter off the end of her toast in a decisive manner. ‘Oh, all right, all right, I suppose I’ve brought this upon myself,’ said Pran. He turned to the appropriate page in the newspaper. ‘How about this? Sangraam. At the Odeon. “Acclaimed by all—a greatest movie marvel. For adults only.” Ashok Kumar’s acting in it—he makes Ma’s heart beat faster.’ ‘You’re teasing me,’ Mrs Rupa Mehra said, somewhat appeased. ‘But I do like his acting. Still, somehow, you know all these adult movies, I feel—’ ‘All right,’ said Pran. ‘Next one. No—there’s no afternoon show for that. Um, um, here’s something that looks interesting. Kalé Badal. An epic of love and romance. Meena, Shyam, Gulab, Jeewan, et cetera, et cetera, even Baby Tabassum! Just right for you in your present condition,’ he added to Savita. ‘No,’ said Savita. ‘I don’t like any of the actors.’ ‘This family is very particular,’ Pran said. ‘First they want a film, then they reject all the options.’ ‘Keep reading,’ said Savita, rather sternly. ‘Yes, Memsahib,’ said Pran. ‘Well, then we have Hulchul. Great Gala Opening. Nargis—’ ‘I like her,’ said Mrs Rupa Mehra. ‘She has such expressive features—’ ‘Daleep Kumar—’ ‘Ah!’ said Mrs Rupa Mehra. ‘Restrain yourself, Ma,’ said Pran. ‘—Sitara, Yaqub, K.N. Singh and Jeewan. “Great in story. Great in stars. Great in music. In 30 years of Indian films no picture like this.” Well?’ ‘Where’s it showing?’ ‘At the Majestic. “Renovated, luxuriously furnished and fitted with fresh air circulating device for cool comfort.”’ ‘That sounds right in every way,’ said Mrs Rupa Mehra with careful optimism, as if she were discussing a prospective match for Lata. ‘But wait!’ said Pran. ‘Here’s an ad that’s so big I missed it: it’s for Deedar. Showing in the, let’s see, in the equally well-appointed Manorma Talkies which also has a fresh air circulating device. Here’s what it says: “It’s a star-studded! Playing for 5th week. Punched with Lusty Songs & Romance To Warm Your Cockles. Nargis, Ashok Kumar—”’ He paused for the expected exclamation from his mother-in-law. ‘You are always teasing me, Pran,’ said Mrs Rupa Mehra happily, all her tears forgotten. ‘“—Nimmi, Daleep Kumar—” (amazing luck, Ma) “—Yaqub, Baby Tabassum—” (we’ve hit the jackpot) “—Musical-Miracle songs which are sung in every street of the city. Acclaimed, Applauded, Admired by All. The only Picture for Families. A Storm of Movie. A Rainfall of Melody. Filmkar’s Deedar! Star-studded Gem amongst Pictures! No Greater Picture will come your Way for So Many Years.” Well, what do you say?’ He looked around him at three wondering faces. ‘Thunderstruck!’ said Pran approvingly. ‘Twice in one morning.’

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